40

 

Sarah dejó el certificado de matrimonio encima del pañuelo de Sylvia. No se atrevía a tocarlo, se sentía como cuando observaba una flor sumamente delicada a través del microscopio, como si el menor gesto pudiese destruirla o dañarla.

—Tu abuela se casó con Gideon Cambray. —Liam se levantó. Las consecuencias de aquel descubrimiento, las implicaciones que no paraban de formarse en su mente, eran peligrosas y crueles. Le convertían en alguien despreciable aunque lo que él había hecho no tuviese nada que ver con aquello—. ¿Crees que tu abuelo lo sabía?

Sarah parpadeó confusa. La voz de Liam la obligó a centrarse.

—No lo sé. Supongo. —Ella tampoco podía seguir sentada. Caminó hasta la chimenea, donde había una fotografía en la que aparecían su padre con sus abuelos, Sylvia y Mathew. La levantó y se quedó observándola como si pudiese arrancar de esas personas que ya no existían las respuestas que necesitaba—. Tenía que saberlo, de lo contrario no habrían podido casarse.

—No soy ningún experto, Sarah, pero divorciarse en los cuarenta no tenía que ser tan fácil como ahora. Además, si Gideon Cambray tuviese una exesposa, ¿no crees que habría aparecido la noticia en algún periódico sensacionalista?

Sarah pasó el dedo por encima del cristal que cubría la fotografía. Había oído un sinfín de historias sobre su abuelo Mathew, su padre se las había relatado; sabía que era un buen hombre, que le gustaba leer y que durante el té del domingo se quejaba de que ya no se hacían trajes como los de antes.

—¿Qué quieres decir? —preguntó aturdida.

—No lo sé, pero tal vez Sylvia y Gideon no llegaron nunca a divorciarse. O tal vez el certificado de matrimonio no sea válido.

—Sylvia quería buscar las flores. El Alzheimer le ha hecho olvidar casi toda su vida y ella insiste en buscar las flores… —Sarah dejó el marco—. Oh, Dios mío, y en que es peligroso. —Empezó a temblar. Necesitaba sentarse; le fallaban las rodillas, pero se controló y llegó al sofá que había frente a la chimenea—. Tengo que llevarle esta flor a Sylvia y averiguar qué dirección se esconde detrás del código postal que hay en el sobre. Tengo que encontrar a Gideon Cambray sea como sea.

Liam se acercó de nuevo a la mesa donde seguían la novela de Jane Eyre, la ilustración de la flor y el certificado de matrimonio, ajenos a la conmoción que habían provocado. Eddie, el padre de Sarah, le había pedido ayuda para encontrar las viejas ediciones de la obra de Brontë porque quería devolverle a su madre los mejores recuerdos de su vida. Liam probablemente le habría ayudado por cortesía profesional, pero las preguntas del profesor Morgan consiguieron devolverle la pasión por Jane Eyre y al final acabaron convirtiéndose en grandes amigos. Cuando unos meses atrás recibió ese correo de Samuel Cambray pidiéndole que vigilase un trabajo de Eddie a cambio de olvidar cierta parte de su pasado, Liam aceptó no sin sentir cierta repugnancia por sí mismo. Ni siquiera se le pasó por la cabeza pensar que ambos hechos pudiesen estar relacionados.

Ahora, en esa mesa, nada parecía tener ni principio ni fin, todo estaba demasiado enredado, sus vidas no podían desvincularse, su pasado condenaba su futuro. Sylvia y Gideon, la muerte de Eddie Morgan, él y Sarah.

Y Jane Eyre.

—Antes me has preguntado por qué elegí especializarme en Jane Eyre. —Necesitaba contarle alguna verdad a Sarah en medio de tantas mentiras. Quería que conociese una parte del verdadero Liam de ahora, no del chico que era cinco años atrás, antes de romperse—. Había leído la novela en el instituto y después en la universidad. Supongo que entonces me gustó, aunque no significó nada especial para mí. —Le daba la espalda a Sarah, que seguía sentada en esa butaca. Mantuvo la mirada fija en esos tres objetos que había encima del pañuelo de Sylvia—. Cuando desperté del infarto no entendía nada. No sabía ni dónde estaba ni por qué. Yo era un chico joven con una salud de hierro, un gran deportista, ¿y me había fallado el corazón? Mi mente al parecer tampoco era de fiar: me había pasado seis meses soñando con una chica que ni siquiera existía. Había sobrevivido por ella y ella se había esfumado sin más.

»No me estoy justificando, lo cierto es que podría haberlo evitado, pero supongo que todo fue demasiado. —Acarició la cubierta de Jane Eyre antes de continuar—. Me desperté del coma seis meses después del infarto, pero mi cuerpo tardó mucho más en recuperarse. Me costó volver a caminar y recuperar las fuerzas. Cuando lo logré y pude salir del hospital, me di cuenta de que la gente que me conocía me miraba de un modo distinto, como si fuera a romperme o a morirme delante de sus narices. Yo decía a todo el mundo que estaba bien, pero en realidad apenas dormía pensando en la chica del lago y me pasaba los días buscándola por todas partes. Me estaba volviendo loco.

Sarah tenía la mirada fija en la espalda de Liam. No se le escapaba ningún movimiento por pequeño que fuera, como cuando él apoyó la mano en la mesa y tensó los dedos. No le dijo nada; por fin había decidido contarle esa historia y no iba a interrumpirlo. Iba a escucharlo.

—Era una sensación horrible. Antes del infarto la gente me miraba con envidia, con curiosidad, con simpatía, con deseo, o no me miraba en absoluto. Cuando salí del hospital nadie parecía ser capaz de ignorarme: la noticia del infarto y de los meses que me pasé en coma apareció en todos los periódicos locales, y allá donde iba solo generaba miradas de lástima. Nada tenía sentido y supongo que llegó un momento en que no pude soportarlo y hui. Me fui a Londres unos meses. Alquilé una habitación en un edificio donde solían alojarse estudiantes con becas deportivas; me ayudó a conseguirlo mi antiguo entrenador de remo de Oxford. Yo no estudiaba ni practicaba ningún deporte en esa época, pero no importó, era «el chico del desfibrilador automático, el del infarto». Mis compañeros de piso no tenían ni idea de mi pasado y yo no se lo conté. Empecé a salir con ellos. Y cuando ellos no podían salir, salía solo. En realidad no me hacían ninguna falta. Hice todo lo que te estás imaginando y más todavía. Conocí a gente despreciable y me convertí en alguien despreciable.

»Un día me desperté de nuevo en un hospital: había sufrido otro fallo cardíaco por culpa del alcohol y de una sobredosis de pastillas. Había empezado a tomarlas por el dolor de espalda, pero al final las tomaba por todo. No podía funcionar sin ellas y sin el alcohol. Esa noche se me fue la mano. Aún no sé si fue un accidente o si me las tomé adrede; me gusta creer que, a pesar de lo estúpido que fui durante esa época, no intenté suicidarme, pero lo cierto es que esos días fueron muy confusos. Lo que sí sé con total seguridad es que habría muerto si el DAI no hubiese funcionado.

»Ese día, cuando me desperté en el hospital, en la cama de al lado había una mujer de unos cuarenta años. La había atropellado un camión al que se le habían roto los frenos y estaba en muy mal estado. No iba a recuperarse. Había sido un accidente, no había ningún culpable. El conductor del camión, según averigüé más tarde, también estaba ingresado y al borde de la muerte. La mujer murió y el hombre que estaba con ella no le soltó la mano hasta que los enfermeros del hospital le obligaron. Se llevaron a la mujer, pero él se quedó allí sentado, mirándome. Mirándome de verdad. Entonces dijo: «Tendrías que haber sido tú. Si esta noche tenía que morir alguien, tendrías que haber sido tú».

—Liam, él no…

—Tenía razón. Lo supe entonces y lo sé ahora. Si no hubiese llevado el DAI, habría muerto. Sé que eso no implica que esa mujer hubiese sobrevivido, pero aun así —se encogió de hombros—. El hombre se fue y entonces vi que encima de la mesilla que separaba mi cama de la que había ocupado esa mujer había un libro; alargué la mano y me lo acerqué. Era Jane Eyre. No sé quién lo dejó allí ni por qué lo abrí y empecé a leerlo. La cuestión es que lo hice y la fuerza de Jane, su capacidad de luchar por lo que cree, me hizo sentir como un imbécil, y el amor entre Rochester y ella, como un egoísta y un cobarde. Yo amaba a la chica del río, te amaba y no había seguido buscándote. Me había rendido y había empezado a beber para no tener que pensar ni enfrentarme a la verdad. Cuando me dieron el alta dejé Londres y volví a Oxford, me desintoxiqué, me reincorporé en la universidad y me especialicé en literatura inglesa y en Charlotte Brontë.

—¿Y las pastillas?

—No he vuelto a tocarlas desde entonces. —Liam se dio media vuelta y miró a Sarah resguardado, esperando la condena y el rechazo que seguro llegarían—. Apenas bebo, aunque me imagino que por lo que has presenciado recientemente te cuesta creerlo. La verdad es que esa noche que vine borracho a tu casa fue la primera vez en mucho tiempo que me acerqué a un bar. No bebí demasiado, paré a tiempo; no lo hice por ti, sino por mí. Y no he vuelto a hacerlo. Pase lo que pase con nosotros —reconoció al fin tras un suspiro—, no voy a volver a esconderme.

—Me alegro de que encontraras a Jane Eyre en ese hospital. Y aunque sé que no quieres oírlo, lamento no haber estado aquí cuando tuviste el infarto o cuando tuviste ese problema con el alcohol y las pastillas. Lo lamento muchísimo.

—Forma parte del pasado —dijo como si no fuera el hecho más importante de su vida.

—Y en cuanto a lo del alcohol, te creo.

—Fue una estupidez. —Se frotó el rostro—. Lo único que puedo decir es que durante estos últimos días creí que me estaba volviendo loco otra vez. Tú me recordabas a la chica del río, pero al mismo tiempo te comportabas como si no nos conociéramos. Estaba furioso.

—Lamento no haberte dicho que te conocía el primer día, pero no tenía ni idea de lo que te había sucedido y creía que sencillamente no te acordabas de mí. Me dolió que no me reconocieras y que no me dijeras nada.

Los dos se miraron. A pesar de todo lo que les separaba, se sentían unidos. Un amor como el suyo jamás desaparecía del todo. Pero aún no estaban listos para enfrentarse a eso. Igual que la de Gideon y Sylvia, la historia de Liam y Sarah también necesitaba su tiempo.

—Lo mejor será que dejemos el pasado atrás. No sirve de nada que sigamos dándole vueltas. Tú te fuiste, yo me quedé. Fin de la historia —sentenció Liam.

—A mí no me parece tan sencillo. Mira a Sylvia y a Gideon, por ejemplo; hay historias que no se pueden enterrar en el pasado así como así. Pero si es lo que quieres, de acuerdo. Fin de la historia. —Se levantó del sofá y se acercó a él—. ¿Por qué me has contado todo esto ahora?

—Eddie está muerto. Quizá Sylvia tenga razón y su muerte no fuera un accidente, pero lo único que lo justificaría sería que Eddie fuese hijo de Gideon, y eso no podemos probarlo. —Era lo que Sarah llevaba días pensando: las fechas encajaban, pero ella no se atrevía a pronunciarlo—. Además, ¿por qué iban a matarlo? Todo esto son conjeturas sin sentido. Deberías volver a Brasilia y olvidarte de todo esto, seguir con tu vida.

Su vida estaba en Oxford, ahora Sarah lo sabía más que nunca. Y Liam iba a formar parte de ella, aunque fuese solo como amigo.

—En realidad, Liam, he decidido quedarme. Ya he escrito a la Universidad de Brasilia y he pedido una excedencia y, en el caso de que no me la concedan, dimitiré. Quiero quedarme. Mi vida está aquí.

—No. ¿Por qué? Aquí no hay nada para ti. Tu padre está muerto, tu abuela no va a curarse. Ni siquiera tienes trabajo.

El extraño nerviosismo de Liam dotó a Sarah de una calma inesperada. Levantó una mano y la colocó encima del jersey que él llevaba para sentir el ritmo de aquel corazón que había dejado de latir dos veces y que a pesar de ello se había negado a rendirse. Una vez por ella, por la chica del río, y otra por Jane Eyre.

—Estoy recuperando a mi padre y quiero seguir haciéndolo. Él nunca dejó de escribirme y estoy convencida de que si sigo entendiendo cómo era su vida antes de morir, algún día volveré a sentir que estamos unidos. —El torso de Liam subió y bajó. Él podría haberse movido, pero siguió allí inmóvil y Sarah pensó que tal vez, a pesar de todo, le gustaba tenerla cerca—. Sé que Sylvia no va a curarse, pero ella me necesita para recordar a Gideon y yo voy a ayudarla. Gideon Cambray está vivo; lo único que tengo que hacer es encontrarlo y hablar con él, averiguar el resto de la historia. Si él es… si es mi abuelo, entonces ya veré qué hago.

—No, no puedes hacer eso.

Sarah arqueó una ceja y siguió hablando despacio. Tenía el presentimiento de que Liam se estaba obligando a no apartarse, aunque al mismo tiempo sintió que el torso de él se acercaba a ella.

—¿Por qué no? Buscaré trabajo aquí en Oxford, hablaré con Materson y me ofreceré para dar clases. O mandaré mi currículum a los laboratorios de la zona. Puedo permitirme estar un tiempo sin trabajar.

—No puedes quedarte aquí.

—¿Por qué no? —insistió.

—No debes.

—Eso me corresponde a mí decidirlo. —Retiró la mano. Él la sujetó por la muñeca y la miró a los ojos con los suyos entrecerrados.

—Tengo que volver a la universidad para dar dos clases.

Ella esperó intrigada.

—De acuerdo. Yo iré a visitar a Sylvia. Quiero enseñarle la flor que hemos encontrado.

—Maldita sea, Sarah —suspiró—. Ten cuidado.

Liam le soltó la mano, pero no se alejó de ella. Agachó la cabeza despacio; ella abrió los ojos y esperó. Él le sujetó el rostro con las manos y le rozó los labios. No se apartó, la besó. Dejó que ella sintiera la confusión, el miedo, quizá incluso la esperanza. Sarah le devolvió el beso, apretó los párpados para contener las lágrimas y pensó que siempre le había dolido que Liam se apartase de ella después de besarla. Él la besó durante unos segundos con más fuerza, con desesperación, hasta que poco a poco fue recuperando la ternura y la delicadeza. La soltó con una caricia en la mejilla y le puso un mechón de pelo detrás de la oreja sin decirle nada.

Liam se fue en silencio y aquel confuso, inesperado y maravilloso beso de despedida se quedó con Sarah. Cuando ella reaccionó, desvió la mirada hacia los objetos que seguían en la mesa; le parecían tan inexplicables que temía que pudiesen desvanecerse ante sus ojos. Caminó hasta ellos y acarició con cuidado la novela de Jane Eyre. Ese libro tenía que haber significado algo muy importante para Gideon y Sylvia, tanto que lo habían elegido como guardián de sus secretos. Para Liam también significaba mucho: podría haber muerto por segunda vez esa noche en el hospital, podría haber seguido buscando maneras de morir, pero encontró a Jane Eyre y volvió a salvarse.

Sarah colocó el certificado de matrimonio bajo la cubierta de Jane Eyre y envolvió el libro con el pañuelo de Sylvia. La ilustración de la flor la guardó cuidadosamente dentro de un sobre de papel blanco que encontró en el escritorio de su padre. Después lo depositó todo en su bolso y fue al garaje. Al pasar junto al Aston Martin restaurado lo acarició, se prometió que un día de estos lo pondría en marcha y lo sacaría a la calle; su padre lo había hecho de vez en cuando para que el motor no se aburriese, como decía él.

¿Cuán cerca había estado Eddie de averiguar la verdad sobre su madre? ¿Había concertado la cita con Gideon por motivos profesionales o había averiguado parte de su pasado y había querido hablar con él cara a cara? Sarah entró en el Rover y lo puso en marcha. Al llegar a la calle estaba decidida a dirigirse a Green Meadows, pero al final cambió de idea.

Londres no estaba tan lejos y, si no se entretenía, podía volver a tiempo de pasar un rato con Sylvia antes de la hora de cenar.

El certificado de matrimonio mencionaba el día y el lugar donde se había producido el enlace. Sarah sabía lo suficiente de la historia de Inglaterra para recordar que los alemanes habían bombardeado incesablemente Londres y otras ciudades del Reino Unido de septiembre de 1940 a mayo de 1941. Esos bombardeos se agrupaban bajo el nombre de «The Blitz» y habían marcado la historia de la ciudad y del país. También recordaba que la catedral de Saint Paul había resistido los bombardeos y que allí era donde se habían casado Sylvia y Gideon el veinticuatro de diciembre de 1940. Sarah no tenía ni idea de si dentro de la catedral existía algún archivo de las ceremonias realizadas durante esa época tan oscura, pero supuso que no perdía nada por preguntar. Quizá encontrase algo que la ayudase a determinar si el certificado que Gideon había escondido dentro de ese ejemplar de Jane Eyre era auténtico.

Sarah no podía quitarse de la cabeza un detalle muy importante, la fecha de nacimiento de su padre: Edward Morgan había nacido en mayo de 1941. Había dos explicaciones posibles: o Sylvia había mantenido relaciones con Gideon Cambray y Mathew Morgan al mismo tiempo y al final se había decidido por Mathew, o Edward era en realidad hijo de Gideon Cambray. Pensar en su abuela engañando al abuelo con otro hombre la inquietaba, pero la segunda posibilidad todavía más porque si su padre era hijo de Gideon Cambray, entonces ella tampoco era quien creía ser. Por segunda vez en la vida.

Y lo que le había contado Rob Long aquella noche mientras cenaban con vistas al río Cherwell adquiría otro sentido. Había unos abogados buscando a una persona cuya identidad era un misterio pero que aparecía en el testamento de Cambray, en sus últimas voluntades. Era absurdo pensar que ella o Sylvia eran esa persona. Si Gideon hubiese querido, habría podido encontrarlas antes, no tenía que llegar a ese extremo.

Decidió no darle más vueltas y prestar atención a la carretera. Miró por el retrovisor y en ninguna ocasión vio ningún coche negro siguiéndola. La decisión de conducir hasta Londres había sido improvisada; ocultar la fecha de nacimiento de su padre a Liam, no. No quería que él le dijese una vez más que dejase de fabricar teorías absurdas y volviese a Brasilia.

La catedral de Saint Paul estaba en lo alto de Ludgate Hill. Su cúpula enmarcada por torres dominaba la ciudad desde hacía siglos y algunos afirmaban que también la protegía. Sarah no confiaba tanto en su recién redescubierta conducción inglesa como para llegar hasta la colina, así que aparcó en uno de los garajes que había fuera de la ciudad y cogió un autobús. Se sintió como una verdadera turista y probablemente lo fuese. Londres nunca le había gustado especialmente, pero ese día observó las calles y se las imaginó a través de los ojos de Sylvia, una chica que quería ser florista y que se había enamorado y casado con uno de los herederos más codiciados de Inglaterra. Una chica que estaba en medio de la peor guerra que había conocido la humanidad y que había encontrado un amor tan grande como para arriesgarlo todo por él y esconderlo al mundo.

Bajó del autobús junto con un grupo de chicos y chicas con mapas de los monumentos más importantes de Londres y caminó hasta el prado que precedía a la catedral. Cerró los ojos un segundo. Se imaginó el humo que salía de los edificios de al lado, los aviones alemanes sobrevolando la ciudad, las sirenas que anunciaban los bombardeos y a Sylvia y a Gideon casándose.

Los abrió y entró. Buscó alguien que pudiera ayudarla; en esa clase de atracciones turísticas siempre había empleados del British Trust para asesorar a los visitantes y velar por el buen estado del monumento en cuestión. No vio a nadie, pero una palabra en un cartel con indicaciones captó su atención: «BIBLIOTECA». Siguió andando hasta la torre sudoeste y se encontró con una preciosa biblioteca del siglo dieciocho que olía a libros y a historia.

—Buenos días —saludó a la señora que ocupaba el mostrador de la entrada.

—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarla? —Dejó la novela que estaba leyendo—. ¿Se ha perdido?

—No, estoy buscando información sobre una boda que se celebró aquí en noviembre de 1940. ¿Sabe adónde podría dirigirme?

—¿Durante los bombardeos? —La bibliotecaria salió de detrás del escritorio—. Creo recordar que hace tiempo se creó un archivo nacional de lo sucedido en esa época y que puede consultarse online, aunque no me pregunte cómo funcionan esas cosas. ¿Tiene más información sobre esa boda? La catedral aún conserva los registros clásicos, así que si tiene una fecha o los nombres de los contrayentes quizá pueda ayudarla.

—Tengo esto, creo que es una copia.

Sarah apoyó el bolso en una mesa de madera y con cuidado desenvolvió el pañuelo y sacó el certificado del interior de la novela. Lo ofreció a la bibliotecaria y ella lo observó con atención.

—Parece un original. Antes solían hacerse dos copias originales, una se la quedaba la catedral y otra se entregaba a los contrayentes. Fue una época muy difícil, los incendios provocados por las bombas destruyeron muchos archivos.

—¿Está segura de que es auténtico?

La bibliotecaria lo observó una segunda vez antes de devolvérselo.

—En mi opinión, sí, lo es. ¿Puedo preguntarle a qué se debe tanto interés, señorita?

—Sylvia Godworth es mi abuela. Tiene Alzheimer y la estoy ayudando a recordar. He encontrado este certificado entre sus cosas.

El rostro de la bibliotecaria demudó y su voz adquirió un tono decidido.

—Venga conmigo.

Caminaron hasta una estantería repleta de libros alargados con los lomos de cuero numerados según los años. La bibliotecaria se subió a un taburete para tirar del tomo de 1940. Llevó el pesado libro a la mesa donde antes Sarah había dejado el bolso y lo abrió. Pasó las páginas despacio; los meses fueron avanzando con sus bautizos, funerales y bodas. Llegaron a noviembre.

—Aquí lo tiene, señorita, el certificado de boda de sus abuelos.

Sarah no la corrigió.

—Muchas gracias.

—Quédese tanto tiempo como quiera.

La bibliotecaria se despidió dándole un cariñoso apretón en el brazo y regresó a la mesa y a su novela. Sarah se sentó y, mientras pasaba con cuidado los dedos por encima de los nombres de Sylvia y de Gideon, pensó en las consecuencias de aquel descubrimiento. No lograba discernirlas todas y no se sentía preparada para entenderlas.

Volvió a Oxford con la mente aturdida. Se detuvo en la residencia para darle a Sylvia la última flor que había encontrado y cuando la abuela la vio, la abrazó.

—¿Sabes si Gideon me ha perdonado? —le preguntó Sylvia al soltarla.

—No, no lo sé.

En realidad no sabía nada.

Sylvia guardó la flor en el cuaderno que cada vez estaba más abultado y después lo estrechó contra el pecho.

—No importa. Él me esperó antes y yo le esperaré ahora.

Sarah se despidió. No se veía con fuerzas de ocultarle a Sylvia el estado real de Gideon; temía que ella no lo entendiese y sabía que si lo hacía, se entristecería. Estaba en la puerta cuando una de las preguntas que más la había atormentado en su viaje hasta allí escapó de su garganta.

—Sylvia, ¿Mathew sabía que estabas casada con Gideon?

—Sí, por supuesto que lo sabía. Él siempre lo supo todo.

—Mathew te quería —adivinó Sarah.

—Y yo a él. —Los ojos de Sylvia brillaron.

—Pero no como a Gideon.

—A Gideon tengo que recordarle.

Sarah había visto en otro par de ojos una mirada como la de Sylvia, la necesidad de recordar, el miedo que produce olvidar lo que nos llena el alma. Tuvo que irse, no podía seguir allí ni un segundo más. A Sylvia no pareció importarle; esa noche tenía un gran recuerdo de Gideon con ella.

Sarah fue en busca de Liam.

Tenía que verlo, tenía que besarlo. Tenía que recuperarlo o perderlo para siempre.