29
Festival de Oímelc
Yo soy Patricio, hijo de Calpurnio, y es el inicio de la primavera del 434. Siento como Dios se va acercando poco a poco. A veces le he pedido cosas tan triviales como unas capas de cebolla para la sopa, un pedazo de cuerda o, simplemente, que dejara un momento de llover. Sé que está empezando a perdonarme. Dios no me ha abandonado. El futuro está cada vez más cerca.
Aspiró el olor intenso de la tierra y sus ojos recorrieron las llanuras distantes, los racimos oscuros de los bosques, la costa, que era imaginada más que verdaderamente visible. Territorios sin nombre cuyas formas aún pertenecían al caos primitivo. Que aún no habían sido bautizadas.
Y, sin embargo, pastoreando en aquella colina se sentía en paz. El paisaje no le resultaba amenazante, sino benigno y familiar. Allí desaparecía su condición de esclavo, las órdenes, las tareas. Acarició la vara, la que le daba su condición de guía. Allí podía ser Patricio otra vez.
Si de algo disponía, era de tiempo para observar: las briznas de la hierba, que resultaban flexibles y por eso crecían alto; las hileras de hormigas que chocaban sus antenas en el ir y venir de sus misiones; el vuelo del halcón y del águila, que mecían su vista durante toda la tarde. El arcoiris surgiendo bajo los huecos de las nubes.
La naturaleza era hermosa y todo tenía su lugar dentro de ella. Aquella sensación de cosmos eliminaba la posibilidad de lo aleatorio, desterraba el miedo. Pasara lo que pasara, él tenía su sitio dentro de aquella armonía. Dios le sujetaría para que no cayera por el abismo.
A veces, al final del día, pensaba en lo maravilloso que sería echar a correr; correr con todas sus fuerzas, dejar atrás el ganado y las tierras, recorrer toda la isla hasta la costa sur. Tomar un barco, cruzar el mar y alcanzar la amada lengua de tierra de Banna Venta. Sus padres seguirían allí, en algún lugar, inalcanzables para él. Jamás un sueño había sido tan imposible.
La niebla se había extendido poco a poco por las faldas de la montaña. Se agachó para atarse el cordón de la bota.
—Patricio…
Sus manos se detuvieron. También su respiración. Lo había escuchado claramente. Su nombre, tal y como lo hubieran dicho al otro lado del mar. Y sonaba distante, como un eco de varias voces. Levantó la vista, atenazado por el miedo, pero allí no había nadie, tan solo la niebla.
Le habían hablado de las criaturas de las Otras Tierras, las que vivían bajo las colinas. Sus dueños le habían prevenido de lo peligroso de un encuentro con ellas. Criaturas que tenían sus moradas bajo el suelo… Cuánto tiempo hacía que Roma había superado aquellos sinsentidos.
Y, sin embargo, ahora que estaba solo, le temía a uno de aquellos encuentros. No sabía qué podía surgir de la niebla. Se levantó y azuzó a las ovejas con la vara, en su intención de que aceleraran el paso. Quería salir de allí cuanto antes. Alcanzar la granja, encender un fuego.
—Patricio… niño santo.
No reconocía aquellas voces, pero al menos sabía que no eran las de criaturas demoníacas. El sonido era apenas perceptible, como un susurro, ¿se estaría volviendo loco de permanecer en soledad? ¿De hablar consigo mismo en aquellos monólogos que eran su único consuelo? Bajó de la colina lo más rápido que pudo, instigando a las ovejas con urgencia, y pasó la noche recordando los rezos que le habían enseñado, pidiendo que, fuera lo que fuese, aquello desapareciera.
Patricio se acurrucó en la oscuridad, que cada vez se hacía menos densa. El amanecer se debía de encontrar cerca, al igual que su diecinueve cumpleaños, y no conseguía dormir. Su estado de ánimo, a veces, parecía subir y bajar con la velocidad de un salmón, saltando en la corriente. Estaba aterido y le atormentaba el dolor en las manos y los pies. Palpó con los dedos el hierro que le encadenaba. Aquella gruesa cadena siempre estaba allí, sólida, real. No despertaría de aquella pesadilla nunca.
En momentos como aquellos volvía a caer en la mayor de las oscuridades. Volvían la rabia, el dolor, la soledad interminable. Tendría que haber escuchado más, tendría que haber prestado atención. Había cometido pecado mortal y Dios no había esperado a su muerte para enviarle al infierno. Le había enviado en vida. Con ello le había dado una oportunidad de purgar sus pecados y de salvar su alma. «Gracias, Señor», repetía a veces, cuando se iba a dormir. «Apiádate de mí. Kyrie Eleison, Christe Eleison, Kyrie Eleison». Debía aferrarse a ello, era su única posibilidad de seguir vivo. Pensar que no era más que un castigo temporal. Dios le liberaría, una vez pagada su deuda, una vez reparada la falta. Mientras todo aquello fuera designio divino, habría un sentido y un final. Aquel sufrimiento no sería absurdo. La angustia, como tantas veces, le colmó el corazón. Subió a sus párpados y los rebasó. Las lágrimas le humedecieron el hierro entorno al cuello y rodaron sobre la cadena hasta mojar su camisa. Imaginaba que, si se hacía el muerto, quizá le dejarían en paz, quizás así dejaría de sufrir. Se haría el muerto y desaparecería. Y, sin embargo, sabía que, en el fondo, solo conseguiría que le pegaran.
Se levantó con entereza, decidido a no sentir más lástima de sí mismo. Salió a la intemperie y alzó los brazos en cruz, dispuesto a rezar hasta que el sol saliera. Cada vez lo hacía más a menudo, ya hubiera viento, lluvia o nieve. Habían pasado casi tres años desde su llegada a la isla bárbara y cada vez lo hacía con más asiduidad y devoción.
—Vamos, niño santo. Déjate eso ya, que las vacas están esperando. Caliéntate un poco las manos, no vayas a cortarles la leche del susto.
Patricio bajó los brazos. Con los rezos, la mañana había llegado antes de lo que pensaba. Se arrepentía de haberle contado a Julia lo de las voces en la colina. Ahora lo utilizaba para tomarle el pelo, cariñosamente.
—El festival es esta misma noche. Ya sé que para ti todos los días son iguales —le recordó la esclava—, pero para nosotros eso solo significa trabajo y más trabajo. Debes ahorrar energías. Estos cubos tienen que estar a rebosar… Y otros tantos de agua. Que te vea yo los brazos ocupados y no en el aire, a punto de echar a volar.
—No todos los días son iguales, Julia. —Era Victorico, que también se afanaba ya en sus tareas—. Hoy es un día especial. Feliz cumpleaños, muchacho.
Le tendió un colgante de madera, una versión tosca del crismón: una «X» cruzada sobre una «P», cuyo agujero utilizaba para pasarle el cordel. Patricio le sonrió.
—Feliz cumpleaños. —Julia le dio un beso en la mejilla—. Esta noche lo celebraremos a nuestra manera. Ahora, a trabajar…
Patricio se arropó en la piel negra de oveja, se sentó sobre la banqueta y se dispuso a ordeñar. Después de año y medio se le estaban endureciendo los brazos como nunca en la palestra. Las manos, sin embargo, todavía le temblaban. No había forma de acostumbrarse a aquel frío.
Algún día se fugaría, como fuese. Cuando Dios considerase que ya estaba bien, cuando ya hubieran pasado suficientes cumpleaños. Se fugaría de allí. Escaparía de aquella existencia miserable, aunque fuera lo último que hiciese en vida.
Era Oímelc de nuevo, la época de los partos y de las crías, pero después de casi ocho meses en el nuevo túath, Ciarán y Olwen no habían logrado concebir el hijo que deseaban.
Por las noches se amaban con dedicación, al fin sin el apremio de la necesidad primera, libres de dolor. Ciarán anudaba su clímax al de Olwen, con precisión, para que así le aceptara mejor. Después, los dos quedaban un poco más cercanos a los huesos de la tierra, hundidos en aquel poco de morirse que sucedía a la entrega. Parecía que fuera necesaria una pequeña muerte de los padres, una escisión en sus ánimas, para que la nueva vida tuviera algo de yesca donde prender su llama.
Ciarán se sentía satisfecho de la estabilidad que habían encontrado. No sabía nada de Diarmait y deseaba que así fuera por mucho tiempo. Olwen, en cambio, sufría más para adaptarse a la vida en la nueva tribu. No tenía amistades ni familia alguna. No estaba acostumbrada, como lo estaba él, a vivir sin raíces.
La leyenda de Ciarán se había empezado a hacer grande en el túath y los alrededores. Varias mujeres le pretendían, pues aún era joven y estaba rodeado del halo del héroe, hijo de la diosa equina, vencedor de los astros. Muchas optaban a ser también sus esposas, a pesar de que lo normal era que los hombres esperaran para comprar una segunda. En su madurez, una vez que habían heredado y hecho algo de fortuna, tenían la oportunidad de tener, de nuevo, una novia joven.
—Es preciosa y seguirá siéndolo. No hay más que ver a su madre… Y a su abuela. —Uno de los cabezas de familia negociaba a favor de su sobrina—. Ya sé que acabas de llegar y que son sus buenas vacas… Tampoco es necesario que la compres. Puedes dormir con ella en la casa, si quieres. Tienes el permiso de la familia. Nos vendría bien un niño de tus cualidades. Para entonces ya habrá demostrado que es fértil y eso la hará aún más valiosa. A lo mejor para entonces te interesa más…
Ciarán siempre declinaba todas las ofertas, procurando incomodarles lo menos posible. Por todo esto, Olwen despertaba numerosas envidias entre las mujeres del lugar, que aprovechaban cualquier ocasión para hacerle críticas o excluirla de sus actividades comunitarias. Algunas veces Olwen hacía oídos sordos, pero otras le pesaba estar lejos de los suyos, cada vez más aislada y dependiente de Ciarán.
—Ojalá no tuviéramos que ir —se lamentó ella, refiriéndose a la celebración del festival. Estaban terminando de coser una camisa entre ambos, cada uno por un lateral. A Olwen le gustaba que Ciarán cosiera con ella. Era poco común en un hombre, a menos que fuera requisito de su oficio. Era especial—. Me gustaban más aquellos días, cuando estábamos los dos juntos, en el bosque, y no necesitábamos a nadie…
Ciarán sabía que las mujeres necesitaban a otras mujeres, especialmente en todo lo relacionado con la crianza. No podía imaginarse una vida de fuga constante.
—Aquellos fueron pocos días y Lugnasad estaba aún cerca. En invierno no hay nada que comer en el bosque. Habríamos sufrido mucho. Tenemos que hacer un esfuerzo por integrarnos aquí. A mí tampoco me gusta ir a los banquetes, pero necesitamos que nos vean y que nos conozcan. Ellos son toda la protección que tenemos.
En Caisel, junto a Eochaid, Ciarán había comprendido lo importante que era participar en los grandes acontecimientos sociales, mostrarse siempre espléndido en los banquetes, exhibir la mayor riqueza posible. Las mejores telas, las mejores joyas, a veces superpuestas, aunque parecieran recargadas. Lo que no se exhibía era como si no existiera. La apariencia definía el estatus y la ostentación era la llave para todo lo demás. En Caisel había aprendido a tragarse su animadversión por las fiestas y las reuniones, a beber cerveza, a dominar los juegos de tablero, a apostar, a trenzarse los cabellos. No le parecían ya veleidades, sino el idioma necesario para sobrevivir en una sociedad donde todo estaba regulado por contratos y alianzas.
—No me gusta estar mintiendo todo el tiempo —continuó ella—. Ni ir con ropa prestada siempre…
—Esta noche no tendrás que hacerlo.
—Ah, ¿no?
Ciarán anudó la hebra, para que no volviera a abrirse, y cortó el hilo de coser. Se incorporó para alcanzar una tela de lino que había intercambiado aquella misma mañana. Era un vestido azafrán, rematado con cintas granates. Se sentó de nuevo junto a Olwen y la desnudó con suavidad. Luego tomó el vestido, se lo pasó por la cabeza y le ató el cinturón alrededor de la cintura. Consideró que era un color alegre, propio de la estación.
—¿Ves? Ya está. Pronto no tendremos que pedir prestado nada más.
Olwen le besó, convencida de nuevo de que, mientras tuviera a Ciarán, lo demás le importaría ya muy poco.
Al término del banquete se organizó una gran fiesta alrededor del fuego. Olwen permanecía con un grupo de mujeres, vecinas de la familia que les había acogido.
—Ven. Sal a bailar —insistió una de las niñas, Íte, que vivía en la granja con ellos.
—No lo sé… —se resistió Olwen. Los campesinos habían tomado los marcos forrados de piel de cabra que durante el día les servían de bandeja para separar el grano y ahora se transformaban en tambores verticales, de los que fluía un ritmo apasionado. El aire se llenaba también del sonido de muchas flautas, mientras las gentes del túath, hombres, mujeres y niños, bailaban alrededor de la hoguera.
—Estás muy guapa y los vestidos nuevos hay que lucirlos. ¡Vamos, vamos!
—Está bien.
A Olwen le gustaba dejarse llevar por la música de las fiestas. Tomó la mano que la niña le ofrecía y se incorporó al círculo para danzar en derredor de la pira, a un ritmo cada vez más frenético. De vez en cuando debían pararse, aplaudir, dar vueltas sobre sí mismas hacia el lado derecho y continuar en la misma dirección. Olwen llevaba las trenzas sujetas en un recogido alto, como había empezado a hacer en los últimos tiempos en la Llanura, pero un mechón se le había soltado en el efusivo baile. La fiesta estaba en su apogeo y ella se encontraba alegre, sonriente, sudorosa del esfuerzo.
Ciarán estaba en uno de los laterales, junto al rey y sus hombres, que hablaban de política y comercio mientras bebían cerveza a manos llenas, pero él no escuchaba ninguna de sus conversaciones. Estaba absorto mirando a Olwen, mientras el vaivén de la danza la llevaba de un lado a otro y el fuego iluminaba sus rasgos en lo que, finalmente, se permitía ser lúdico, relajado. Lo habían conseguido. Disfrutar de una vida juntos. La risa de ella le aliviaba el corazón.
El baile se interrumpió por un momento, y Olwen, sofocada, decidió separarse de la pira para recuperarse. Se acercó a la linde del bosque y se apoyó en uno de los árboles para aspirar el aire de la noche.
—¿Necesitas algo, señora?
Era un muchacho un poco más joven que ella, de ojos grandes y claros. Su acento era extraño y torpe. Era evidente, por sus palabras, que era un esclavo, pero sus rasgos exquisitos no decían lo mismo.
—Un lugar para sentarme, nada más.
Él tomó la zalea que le cubría los hombros. Se la quitó, a pesar de que era febrero, y la puso sobre el suelo.
—Aquí puedes sentarte.
Al quitarse la prenda, descubrió el colgante con el crismón, que llamó poderosamente la atención de Olwen.
—Yo también soy cristiana.
—No sabía que había otros cristianos en el túath.
—Yo tampoco.
Patricio le sonrió. Olwen le tomó las manos y le dio en ellas el beso de la paz, un saludo de igual a igual entre creyentes. Patricio quedó conmocionado por aquel gesto, sin saber cómo reaccionar. De repente ya no era esclavo, solo un miembro más de una gran familia espiritual. Aquel gesto tuvo para él más valor que todas las riquezas que había poseído en Alba.
—Vuelve a cubrirte o te enfriarás. —Ella le devolvió la piel de oveja, pues el muchacho estaba tiritando. Palpó el suelo y se sentó, colocando el vestido con cuidado—. ¿Ves? No hay problema. Siéntate aquí, conmigo.
Él dudó. Miró a su alrededor, buscando a sus amos. En su rostro podía leerse su preocupación.
—No te preocupes. Si vienen, les diré que me estabas ayudando. ¿Está cerca vuestra granja?
—Siguiendo el bosque hacia el Este, junto a la bahía.
—¿Y cómo te llamas?
Su nombre emergió de nuevo, desde aquellas profundidades donde lo mantenía a salvo.
—Me llamo Patricio, señora.
—Es un nombre extraño, ¿qué significa?
—Patricio significa «noble», en mi tierra.
—Yo me llamo Olwen. También es un nombre extranjero. Significa…
—Olwen significa «Huella blanca» o «Camino blanco». «Camino sagrado». Las flores blancas nacen allí donde pisa. Un amigo mío tenía una esclava que se llamaba así.
—Vaya… —En el mundo de Patricio parecía estar todo del revés. Los que eran amos pasaban a ser esclavos y viceversa—. En realidad, mi padre quería llamarme Olwyn, que significa «rueda», pero mi madre dijo que si engordaba podía ser motivo para la mofa, así que se impuso y me lo cambió un poco. Y tú, ¿eras noble, allá en tu casa?
—Sí que era noble, según la carne. —Patricio sentía fluir las palabras más allá de su control. No había hablado sobre sí mismo con nadie desde hacía mucho tiempo. Aquella muchacha hacía emerger su verdadera identidad—. Mi padre era decurión… Un hombre importante.
—Lo lamento, entonces.
Patricio se estremeció y su mano fue enseguida a cerrarse en torno al crismón.
—Es la voluntad de Dios.
Olwen no sabía qué contestarle. Él continuó concentrado en sentir los bordes del colgante, las aspas, que se enterraban en su palma.
—Todo forma parte del plan de Dios —siguió él—. Aunque nosotros no podamos conocerlo. Yo cometí una falta grave, le hice enojar, y aquí estoy.
—Yo temo haberle hecho enojar también.
Patricio la miró y ella estaba cabizbaja, con los ojos muy abiertos, petrificada mientras pensaba en lo que podía aguardarle.
—No te preocupes. Seguro que eres buena cristiana. No maltratas ni desprecias a los esclavos. Estoy seguro de que Dios cuidará de ti.
Patricio dirigió su mirada al cielo, plagado de estrellas. A pesar de la luz de las hogueras, podía distinguir las constelaciones.
—El centauro, con su arco y su flecha, siempre me recuerda a casa —reflexionó Patricio, en voz alta. Dibujó en su mente el mosaico que había tenido en su habitación—. Llevaba la copa de los remedios. Un mensajero de la vida y no de la muerte, como lo eran otros. El maestro Quirón, mitad hombre, mitad caballo.
—Ese es también el nombre de mi esposo[45]…
—Olwen, ¿estás bien? —Era Ciarán, que la llamaba. Estaba oscuro, pero Olwen podía distinguir su silueta a lo lejos.
—¡Ya voy! —le respondió—. Es él. Tengo que irme. Adiós, Cotrigio, y que Dios te cuide a ti también. —Le apretó la mano, en gesto de amistad, y emprendió camino de vuelta a la fiesta.
—¿Y cuánto dices que lleváis casados Ciarán y tú? —Cuando regresó al grupo, las mujeres comenzaron de nuevo las preguntas.
—No mucho. Algo más de un año —mintió ella.
—Ya serán más, ¿no? Sí que se te ha hecho breve. Porque según mi marido os casasteis un par de años después de la edad de consentir… Creo que eso fue lo que le dijo Ciarán.
—Él tiene razón —improvisó ella. Tendrían que haber hablado antes de aquel asunto y haber acordado una historia consistente—. El tiempo pasa muy deprisa.
—¿Y todavía nada de nada? —le preguntó una de ellas, señalando su vientre con un gesto de la cabeza.
—Aún no.
Ninguna otra mujer dijo nada, pero Olwen podía leer sus pensamientos. Si llevaba más de tres años sin concebir era un buen motivo de preocupación. La esterilidad era un motivo de peso para romper cualquier contrato de matrimonio. Ciarán podría ser de nuevo libre y tomar a cualquier otra mujer. No sabían que, en realidad, solo llevaban juntos desde Beltine, pero de todas formas ella había estado antes con Diarmait, durante otros nueve meses, y tampoco había tenido ningún niño de él. Se sintió humillada por la silenciosa asamblea, por aquellas mujeres que la miraban de arriba abajo, con desaprobación.
—Es raro. Porque Ciarán es el protegido de Macha, ¿no? Deberíais tener un hijo por año —sonrió una de ellas—, si es que tal cosa es posible…
—Oh, con Ciarán seguro que es posible —añadió otra, completando la chanza, casi con agresividad.
A Olwen le quedó claro lo que querían insinuar aquellas mujeres con sus comentarios. Si Ciarán contaba con el favor de una diosa fértil y con la protección del caballo, que era un animal admirado por su vigor, entonces el problema tenía que estar en ella, que debía de ser inútil para concebir. Teniendo a tantas mujeres para escoger, había preferido a la única inservible.
La lluvia de especulaciones silenciosas cayó sobre Olwen y, después de unos incómodos minutos, abandonó la fiesta.
Al verla tomar el caballo y marcharse sin decir nada, Ciarán se alarmó. Se despidió uno a uno de los principales del túath, tomó prestada otra montura y regresó a la casa. Ella estaba en la cama, de espaldas, y él se acostó a su lado y la abrazó desde atrás.
—¿Qué te pasa?
—Nada… —le contestó ella, con la voz quebrada por las lágrimas.
—¿Y qué nada, exactamente?
—Es solo que… No sé…
—¿El qué no sabes? —insistió.
—Que quizá… deberías tener una mujer que no fuera yo. O deberíamos separarnos por un tiempo, como hacen muchas parejas, para que puedas tener un niño con otra…
Ciarán pensó «o tú un niño con otro».
—No pierdas la esperanza. Dale algo más de tiempo.
—Quizá no podamos tener hijos juntos. He rezado todo lo que he podido, pero quizá Dios no quiera dárnoslo. Por lo que hemos hecho.
Nada había dado resultado hasta entonces. Ni amarse junto a las piedras monumentales, ni en las orillas de los ríos, ni bajo los árboles más sagrados. Todos los lugares guardaban sus energías para sí. Necesitaban ya concretarse en carne, darse un hijo mutuamente. Era una voz que no se acallaba nunca, la voz de Ériu, que les había unido y ahora les reclamaba el fruto. La voz de Macha, desde lejos, moviendo las fuerzas del mundo. Cada vez que Olwen sangraba, les suponía un aumento de la sensación de pérdida, de inseguridad y desarraigo, una amenaza velada de extinción. No tenían ya ni tierra ni tribu, y la carne era lo único que les quedaba para combatir la levedad. Entonces no hablaban de ello. Solo se besaban y comenzaban a trabajar en el amor hasta el mes siguiente, a construir, hasta que todo volvía a desmoronarse de nuevo. Habían estado demasiado tiempo separados como para creer que la vida podía durar para siempre. Tenían prisa por crear a partir de sus cuerpos y poner en pie un niño, la prueba de que habían estado juntos en este mundo.
—No te preocupes. Lo arreglaré. Le pediré a Macha que me haga fuerte y tendremos un hijo. Tienes mi palabra.
Al día siguiente fue a ver al druida, dispuesto a hacer lo que fuera necesario para recuperar el favor de Macha, para entrar en contacto de nuevo con el caballo, del que se había alejado irremediablemente en Demet. Regresar a la naturaleza otra vez. En su camino hacia allí no podía evitar las dudas: había estado con Étaín varios meses y no había podido engendrar en ella, aunque tampoco lo había hecho Eochaid, que sí que había obtenido un hijo de Mór. Luego, con Aífe, no había tenido fruto tampoco. Las palabras que había escuchado de labios de la bruja, hacía mucho tiempo, las mismas que habían sido las palabras de Medb, resonaban en su mente: «Que no tenga descendencia ni parientes. Que sea abandonado y extinto».
—¿Desde cuándo no haces ofrendas ni sacrificios a la diosa? —preguntó el druida, al escuchar su petición.
Ciarán le explicó que había dejado las armas en Demet y que había permanecido con la comunidad cristiana. El druida torció el gesto al escuchar la palabra cristianismo. Por lo que había oído era una auténtica fuente de problemas y confusión. Los hombres se olvidaban por completo de dar servicio a los dioses: dejaban de hacer la guerra y de tener hijos. Las aguas dejaban de recibir ofrendas y las humaredas de elevarse en los altares.
—También pienso que… —dudó un momento, pero venció su resistencia. Debía contarlo todo, si quería que el remedio fuese efectivo— es posible que tenga un mal poder sobre mí… Como una maldición.
El druida asintió, comprendiendo.
—Si quieres recuperar tu vínculo con Macha será necesario entregar algo importante, algo que sea para ti de gran valor…
Ciarán bajó la vista y un gran pesar se apoderó de su corazón pues, a partir de entonces, ya sabía lo que tendría que hacer.
Se levantó antes del amanecer, cuando todavía estaba el mundo silencioso, y sacó a Cuchillo de la noche, donde su silueta parecía refugiarse. Llevado por las riendas, el caballo emprendió el camino hacia el claro del bosque, dispuesto a seguir los pasos de su amo como había hecho desde hacía una década. El viento se levantaba en ráfagas ensordecedoras, que Ciarán prefería al silencio. El palmeteo de las hojas de los árboles y el crujir de las ramas le permitían centrar su atención por encima del suelo, por encima del peso que llevaba en las entrañas.
Al llegar al claro donde el druida le estaba esperando, ató a Cuchillo al árbol. El caballo estaba tranquilo, pero se mostraba fuerte, a punto para empezar el día. Ciarán lo miró un momento. Aún podían quedarle otros diez años de galope. Una década entera había pasado alimentándolo, cubriéndolo si hacía frío, lavándolo y cepillándolo, durmiendo contra su cuerpo. Y diez años más le quedaban de montarlo, de escucharlo, de hablar y recibir respuesta con las caricias y el pensamiento, que ya era prácticamente uno con el suyo. Diez años que habían sido y que ya no serían.
Le dolía el corazón de centauro despedazado mientras terminaba de colocar las piedras en el altar. «Todo sacrificio es un acto de creación», había dicho el druida, y este empezaba por construir el lugar donde debía llevarse a cabo. El sacerdote, al percibir su desolación, le preguntó si estaba seguro de querer hacerlo, pero Ciarán asintió con firmeza. La única alternativa era asumir la derrota vital y esto no podía aceptarlo. Se lo debía a Olwen y también a sí mismo. A sus ancestros, ya fueran Barr o Necht.
Acercó al animal hasta las grandes piedras, que mil lluvias habían lavado, y donde tan solo quedaban manchas de líquenes, moteando la superficie. El caballo se tendió dócilmente bajo la ligera presión en la grupa. Las manos del amo le ataron las patas de dos en dos.
Cuchillo levantó la testuz un momento y Ciarán lo acarició. Se preguntó si sería capaz de seguir rodando por la vida después de hacer aquello. Vivir como él mismo, como lo que había sido hasta entonces, pues la vida era también espíritu y su espíritu estaba irremediablemente ligado a aquel caballo. Con uno de los brazos le sujetó la cabeza, cerrándole la quijada.
—Así como el día comienza en la noche y el año comienza en el invierno, así la vida comienza en la muerte —recitó el druida—. Permite, Macha, que la vida regrese a ti y por ti vuelva a nosotros.
De un rápido movimiento, Ciarán desgarró la garganta del animal, que ahogó un sonido en la boca entrecerrada. La sangre estalló sobre la piedra, rápida y clara al principio. Poco a poco se volvió lenta, oscura.
En los ojos del caballo vio la misma gota de muerte que le había golpeado cuando había matado a Bran, hacía ya años, en Caisel. Cada vez se hacía más profunda y más opaca. Era el poso amargo que la vida dejaba tras de sí, cuando retornaba al caos amorfo: un desprendimiento perfectamente visible de la materia. El ánima no podía verse, pero sí las consecuencias de su presencia o de su ausencia. En una metamorfosis triste y real, el cuerpo de Cuchillo se convirtió en parte indistinguible de lo vacío y abandonado de la existencia: una sombra tendida, el peso del viento, nido del mirlo y nido de Ciarán, el hurto, la noche, el mar.
Cuando Ciarán llegó a la casa llevaba la sangre de Cuchillo en su cuerpo y en su rostro. El druida le había extendido resina de pino a lo largo de los cabellos, de manera que se le endurecieran desde la raíz y pudiera elevarlos y peinarlos hacia atrás, imitando la crin de un caballo. Era la imagen de los protegidos de la diosa equina: Epona, Rhiannon, Macha, a lo largo y ancho del mundo celta. Su revestimiento se había completado.
Olwen se resistía a pasar por un ritual así, pero no se atrevía a llevar la contraria a Ciarán, más cuando tenía poca confianza en que Cristo fuera a mostrarles su gracia. Ciarán le entregó la mezcla de frutos de serbal que le había dado el druida, para que la comiera y luego la desnudó, la colocó de espaldas y la cubrió con la piel de una yegua blanca. Entonces se desnudó él y se cubrió con la piel de Cuchillo. Si no podían concebir como hombre y mujer, seguramente sí que podrían hacerlo en formas animales. «El sacrificador y el sacrificio se convierten en la misma cosa», había dicho el druida. Cuanto más cerca estuvieran de las bestias, mayor sería su fuerza procreadora.
Después de estar juntos, se lavaron la sangre y se fueron, exhaustos, a la cama a descansar. Olwen se despertó en mitad de la noche. El llanto de Ciarán era silencioso, pero inconsolable. Las lágrimas rodaban por sus mejillas e irritaban sus ojos con crueldad. Olwen llevó cuidadosamente la cabeza de él hasta su vientre y cantó una canción mientras le acariciaba el pelo, todavía apelmazado por la resina. Era una canción de cuna: la promesa de una criatura propia, nacida de ambos. Unos versos para llamarla desde el Otromundo.
¿Dónde estarás, niño mío?
¿Caminando descalzo sobre la arena blanca
de la Tierra de los Jóvenes?
Ven a nosotros. El viento cambia
y mece las espigas.
¿Dónde estarás?
¿En las tierras subterráneas
de la mano de los síde?
Ven a nosotros, oh, niño humano.
A la lluvia y al valle,
a las aguas y al bosque.
Ven a danzar con nosotros
al fuego de las hogueras.
Conservaron las pieles y siguieron amándose en aquellas metamorfosis durante un tiempo, hasta que, finalmente, Olwen quedó embarazada de Ciarán.