27
La iglesia sin techo
Finnbélach, la había llamado. Camino blanco.
Dub mo chéimm cenut.
At·tó for merugud cenut.
Cía airet do·coad fo doirchib?
Do·coad fo doirchib
Aithchib laithib.
Negros han sido mis pasos sin ti.
Estoy perdido sin ti.
¿Cuánto tiempo he caminado bajo la sombra?
He caminado bajo la sombra
noche y día.
Olwen permanecía entre sus brazos, exhausta, mientras los pozos de placer y dolor se equilibraban de nuevo en las entrañas de ambos. Ciarán le acariciaba con devoción la raíz de los cabellos, que ahora, por fin, estaba viva, no cosida a unas riendas donde él exhibía privadamente su dolor. Ambos estaban desnudos en la tierra húmeda, en la capa más profunda y primitiva, donde todo se mezclaba, nacía, se apareaba y moría con violencia, desde los insectos y los gusanos hasta los halcones que volaban a muchos metros de altura. Habían entrado en el terreno de las metamorfosis, del barro primigenio.
La tierra del suelo había dejado su rastro sobre sus miembros fríos; en su entrega amorosa habían desgarrado las venas de clorofila del bosque, untando sus blancos cuerpos con la sangre esmeralda. La tarde alargó sus sombras, cubriéndoles con ellas como si lo hiciera con una palma serena. La oscuridad se extendía en aquel paisaje remoto donde ambos habían ido a caer y a extraviarse, un lugar separado del mundo y propio, al fin. Se habían liberado del apremio, de la búsqueda, de las dudas. Se habían liberado del tiempo. Pertenecían ahora al tiempo primero, el de la creación del mundo, y todo se estaba formando de nuevo a su alrededor. En el Otromundo debía de ser invierno en lugar de verano, debía de estar amaneciendo y no atardeciendo. También allí dos amantes se abrazarían desnudos, en espera de una sentencia sobre ellos.
—Mandé a buscar por ti… ese mismo año, para traerte conmigo. —Ciarán habló en un susurro, que tuvo que rebasar la brecha de sus labios, como la primera palabra de un mundo inhabitado—. Pero no me dejaron. Dijeron que eras para otro.
Olwen recorrió con sus dedos las cicatrices de Ciarán y adivinó detrás de ellas el trazado de una existencia peligrosa, lejos del Dios de los cristianos. Como su amor por él. Fornicación. Como un cartel de cuarentena clavado a las puertas de su alma. Tomó el torques y lo abrió, para quitárselo. Debajo conservaba la cuenta de ámbar atada al cuello, la misma que había llevado siempre en la Llanura.
—Estoy casada. Te esperé, pero no sabía nada de ti.
Ciarán no se atrevió a preguntar con quién. Lo sospechaba, pero no quería oírlo de sus labios.
Oyeron entonces las voces de las mujeres, llamando a Olwen a gritos, cada vez más cerca. Ella miró a Ciarán, alarmada.
—Ve —la tranquilizó él—. Te veré esta noche. En el banquete.
—¿Qué vamos a hacer?
—Pensaré en algo, no te preocupes. No volveremos a separarnos.
Él permaneció oculto por los árboles y ella volvió de nuevo al camino, estirándose las faldas.
—¿Qué te ha pasado, criatura? —preguntó Oíbell, enojada—. Llevamos mucho tiempo buscándote. Ya pensábamos que te había pasado algo. ¡Y mira el estado de tus ropas!
Ella se miró, violenta, las faldas manchadas de tierra y del rastro verduzco de las plantas.
—No sé qué ha pasado. Me desmayé y caí al lado del camino.
—Qué lástima de vestidos, de verdad. Si estaban nuevos… —La mujer mudó su gesto de resignación en una sonrisa de complicidad—. ¿Y no será que estás por fin embarazada? Diarmait estaría feliz de que volvieras con noticias…
—No creo que lo esté. —Olwen se apresuró a callarla. Esperaba que Ciarán no hubiera escuchado el último comentario de su tía.
Se alejó, camino de la granja, preocupada. ¿Cómo podía explicarle? La soledad y la desesperanza que había invadido poco a poco todos sus espacios, dentro y fuera de la casa, acorralándola, después de que él se fuera. La sensación de que su vida se le escapaba de las manos. Las presiones, la certeza, dolorosamente aprendida, de que no iba a encontrarse más con él.
Ciarán, desde su escondite, sentía los dedos enterrarse en la corteza del árbol para intentar arrancarla. Hubiera querido arrancar la superficie entera del mundo: las relaciones, los nombres, las tribus, todo lo que pudiera atar a Olwen para hacerla de nuevo libre, es decir, suya.
Al oír el nombre de Diarmait, sintió que los celos le ahogaban. La familia de Diarmait estaba en el poder a costa de la muerte de Bróenán. Deseaba ser el único dueño del vientre que pertenecía, por ley, a su enemigo. No volvería a ser de Diarmait jamás. Solo él dormiría con Olwen ahora que se había unido, de nuevo, a su costado.
Era agradable permanecer a la intemperie durante la noche, aquel verano. La familia de Lassar había dispuesto un buen número de bancos junto a una gran hoguera y se había provisto de abundante cerveza para la ocasión. El propio rey del túath había regalado el cerdo para el festín, como muestra de hospitalidad para la reina de ultramar.
Ciarán, Aífe y Finnén llegaron los últimos. Les habían reservado un lugar de honor, junto a Oíbell y Olwen.
Ella se había prometido no mirarle, no estaba segura de saber mentir de aquella forma, pero ahora que estaba allí era imposible no fijarse en él. Vestía como un noble, con los atributos guerreros. Además del torques, llevaba la espada del caballo y la vaina que le habían regalado en Caisel en la primera carrera. Portaba también una lanza, que dejó con las demás junto al lateral de la casa. Aífe había comprado para él una magnífica capa de lana, a rayas cruzadas en verde y rojo oscuro. La sujetaba con un broche de ballesta romano, que de frente parecía una cruz latina.
Olwen aún sentía dolor en el cuerpo debido a su encuentro aquella tarde. Tenía aún el recuerdo vivo de él palpitando en su vientre.
—¿Crees que podréis quedaros hasta que esté acabada? Sería bonito que estuvieseis para la primera misa…
La voz de Aífe sacó a Olwen de sus pensamientos. Cuando levantó la vista, todos la miraban a excepción de Ciarán.
—Supongo…
—Yo tengo que regresar ya, pero Olwen puede quedarse algunas lunas más. Debería verla terminada, después de viajar desde tan lejos. Eso sí, si prometéis cuidarla bien. Le dije a su hermano que la trataríamos como la reina que es.
Ciarán la miró entonces con la única intensidad que podía permitirse en un breve momento. Olwen se había vuelto a trenzar los cabellos y ahora le caían blandamente sobre los hombros, por encima de la línea del vestido. Ella habría sido su reina. Su mirada gris fue a encontrarle un instante, antes de que él apartase la suya: un rozar leve, como el de dos pájaros que se aparean al vuelo para seguir cada uno su camino.
Se repitió a sí mismo que no necesitaba mirarla. Solo con cerrar los ojos ya podía verla, en el bosque, en sus brazos, otra vez.
—Lo que también podríamos hacer —continuó Aífe— es celebrar alguna misa aunque el techo no esté acabado. Siempre será mejor que al aire libre…
—No veo inconveniente —respaldó Finnén—. ¿Tú qué piensas, Ciarán? ¿Podríamos celebrar la de este domingo? ¿Es peligroso?
—No es peligroso —respondió él, antes de tomar el pan y hacerlo pasar con un trago de cerveza. La copa le permitía ocultar su rostro.
—Decidido entonces. Todo se va poniendo en su sitio.
La velada siguió su curso y circularon las copas. Una de ellas, la más grande, contenía hidromiel, y se la iban pasando todos los comensales. Ciarán había visto cómo Olwen bebía cerca del asa derecha y escogió el mismo borde, el mismo lugar, para besar el bronce. Su mirada se volvió a encontrar con la de ella. Varias veces se percató Aífe de que en aquellas miradas se estaban leyendo mutuamente la línea de la vida.
Ciarán había tenido que esperarla durante casi media tarde. La abrazó con desesperación, como antaño en la Llanura, cuando huían juntos. Para Olwen era difícil separarse de las atenciones de Lassar, de su celo hospitalario, que la acompañaba a todas partes. Había insistido en que necesitaba rezar a solas y en que, de paso, aprovecharía para recoger más hierbas. Lassar había protestado, pero no le había quedado más remedio que aceptarlo.
Después del amor se sentían como si no pudieran moverse, asimilados al suelo. Hubieran querido darse una mejor entrega, más generosa, pero llegaban a los brazos del otro con el ahogo del resto del día. De estarse encontrando y no poder mirarse ni decirse nada. Se abrazaban con la sumisión propia del paisaje, sin conciencia.
La conciencia, sin embargo, regresaba después del placer, cada vez con más fuerza. Sabían que aquella situación no podía durar, que no podrían ocultarse para siempre. Por la mañana habían estado juntos ante la iglesia sin techo, con el cielo como testigo.
Hemos pecado, Señor. Hemos pecado.
Redímenos de nuestros pecados. ¡Sálvanos!
Guiaste a Noé sobre las olas del diluvio. Escúchanos.
Rescataste a Jonás del abismo con una palabra: líbranos.
Le diste la mano a Pedro mientras se ahogaba: ayúdanos,
[oh, Cristo.
Eran las primeras palabras de la liturgia, con las que Finnén inauguraba la misa de los catecúmenos, al aire libre. Los secretos habían pesado entonces mucho más, sobre todo para Olwen. Ciarán no estaba bautizado y, como muchos otros miembros de la comunidad, asistía solo a la primera parte de la misa, durante el sermón. Luego, los fieles bautizados entraban en la iglesia y era entonces cuando Finnén partía el pan, sobre la bandeja de madera, y les pasaba la gran copa de vino, sujeta de las asas. Los misterios, el sacrificio, estaban reservados tan solo a los iniciados. Podían transcurrir meses o incluso años hasta que un miembro estaba preparado para participar de ellos.
Ciarán asistía a aquella primera parte para no disgustar a Aífe y a su familia. Formaba parte del compromiso que había adquirido con la comunidad que le había dado asilo. La misa era una costumbre más del otro lado del mar, como la forma de hablar, la escritura o los artefactos romanos, que estaban por todas partes. En cambio, para Olwen, el cristianismo significaba mucho más. Lo había adoptado en su propia tierra, en la Llanura con Oíbell, y en Araid Cliach con Paladio. Se había esforzado en comprender sus enseñanzas, en hacerlas suyas. Para ella se trataba de un problema de muerte o de vida. De vida eterna. Una iglesia sin techo le recordaba que no podía ocultarse a los ojos de Dios.
—Tenemos que hacer algo. No soporto las mentiras. Este es un pecado capital y, si se enteran, nos excomulgarán. No podremos seguir asistiendo a los sacrificios y ya sabes lo que eso significa. Y si no… nos vamos a condenar, igualmente…
—Ya lo sé…
—Entonces… ¡entonces, oh Dios!, ¿dime qué estamos haciendo? ¿Por qué seguimos haciendo esto?
—Porque no podemos hacer otra cosa. Yo no puedo… Podemos pedir ayuda a otros dioses, a los dioses de nuestros antepasados…
—Ciarán —le respondió ella, incrédula—, ¿y qué pasa si no hay otros dioses?
—Sí que los hay. Yo los he visto.
Olwen se llevó las manos a las sienes. Tenía que haber alguna solución.
—Ellos no nos ayudarán. Tenemos que hacer algo nosotros. Haz algo tú o lo haré yo. Debería volver con mi esposo antes de que sea demasiado tarde.
—No lo digas. No volverás con él nunca. Si te vas, yo iré detrás de ti y entonces decidiremos a espada y lanza.
—Tendrías que haber venido antes… ¿Por qué no viniste antes? —le preguntó, con desesperación.
—¡No lo sé! ¿Piensas que no me lo pregunto cada día? Intento por todos los medios imaginarme a mí mismo cómo era entonces y entender lo que pasaba, pero no lo consigo… Cometí un error cuando me marché de tu lado y desde entonces he pagado por ello.
—Me hablas como si fuera una maldición para ti. Como si prefirieses que nunca nos hubiéramos encontrado.
Él la abrazó para intentar calmar su sufrimiento.
—No, Olwen, tú no. La maldición es todo lo demás. Tú eres lo único que está bien.
Todos sabían que Olwen regresaría al Norte, con Oíbell, una vez que la iglesia estuviera terminada, y que pasaría allí el resto del mes hasta que su familia volviera a buscarla. Ciarán trabajaba en la construcción lo más lentamente posible, intentando estirar el tiempo al máximo hasta que decidieran qué hacer.
—Pronto se me van a acabar los días y van a venir a buscarme. Lo único que va a ser real entonces es que Diarmait es mi esposo y que me está esperando.
—Yo soy tu esposo verdadero, Olwen. Me casé contigo aquella noche, hace años, en el refugio de la montaña. El viento y la lluvia son mis garantes. Los dioses lo saben. Tu Dios lo sabe porque también estaba allí.
No había regreso posible. La inocencia solo podía poseerse una vez, como la virginidad o la pureza bautismal, y Olwen no podía ya fingir que desconociera la diferencia entre lo correcto y lo incorrecto. La ignorancia, como decía Finnén, solamente era excusa para aquellos que nunca habían oído hablar de Dios. Aquel que escuchaba, estaba comprometido. Ya solo podía cumplir o pecar.
No pensaba que aquello pudiera suceder. No tan pronto y con una mujer a la que Ciarán apenas conocía. A menos, claro, que sí que la conociera.
El resplandor del fuego, en el centro de la casa, iluminó las trenzas claras entre las manos de Aífe. Estaban desgastadas por el tiempo y se habían descosido en algunas partes, separándose ligeramente de las riendas, pero todavía podía reconocer en ellas a su dueña. Sin duda pertenecían a aquella muchacha intrusa. El encantamiento del naufragio se había roto, la dulce amnesia había desaparecido. Su hombre traído por las olas tenía ahora una historia, una procedencia. Y su amante había ido a encontrarle en el preciso lugar en que ella le ocultaba.
Aquella semana había sido angustiosa para Aífe. Cada vez que Ciarán se marchaba de la casa se reforzaba su sospecha y su ira. Si le hacía preguntas, él respondía que se iba a cabalgar y no decía más. Lo había hecho ya otras veces, pero no tan a menudo y por tanto tiempo. Aífe iba cada día a ver la iglesia porque sabía que Olwen se marcharía cuando estuviera terminada, pero el trabajo no avanzaba. Había albergado la esperanza de que la muchacha fuera un capricho temporal, algo que se le pasaría pronto, y que cuando se marchase todo volvería a ser como antes. Pero, ahora, después de comprobar que las trenzas eran suyas, nada le parecía seguro.
No quería romper el contrato con él, no quería que se buscara una segunda esposa ni pensar en que la abandonaría. No quería tener que denunciarle ante la comunidad cristiana por adulterio. Solo deseaba que todo siguiera como estaba. Que Ciarán volviera a ser un hombre sin pasado, a su cargo, bajo su protección. Ella le había dado casa, tierras y estatus cuando no era nadie. Las lágrimas le ardían ahora de furia e impotencia, pero se las limpió con el dorso de la mano, guardó las trenzas junto a la cama y se puso a esperarle.
Al cabo de las horas, Ciarán entró en la casa. Se quitó la capa a cuadros y la colgó junto a la puerta. Le extrañó que Aífe continuara aún despierta.
—Pensaba que estarías durmiendo…
—¿Dónde estuviste? —preguntó ella, sin rodeos.
—Por ahí.
—Ven a la cama.
Ciarán terminó de quitarse la ropa y se acostó a su lado. Ella se deslizó el lino por la cabeza y quedó abrazándole, desnuda.
—Te he estado esperando para que estemos juntos. Es buen momento para los hijos. Abrázame.
—Es muy tarde para eso.
—Yo haré el trabajo.
Se incorporó y se colocó a horcajadas sobre él, recibiéndole cuidadosamente.
Al moverse, Aífe intentaba calmar sus celos y afianzar su propiedad sobre el cuerpo de Ciarán. Darse el placer que le correspondía por derecho y dejarle marchito para nadie más. A través del cuerpo deseaba darle paz también a la mente. En sus demandas, cada vez más intensas, ponía toda su furia y su frustración, su ansiedad por dominarle e impedir que siguiera alejándose de ella. Sus manos se cerraron en torno al cuello de él, que sospechaba ya de dónde procedía el fuego oscuro y fatal que la alimentaba.
En su pasión agridulce, Aífe le besó, sudorosa, mientras tomaba las riendas que había dejado junto a la cama, ocultas bajo las pieles, y las deslizaba bajo la nuca de Ciarán. Después las unió y tiró de ellas, cerrándolas en torno a su garganta, firmemente, aunque sin causarle dolor.
Aífe, desde su lugar en las alturas, había completado el ciclo de la mujer terrible, la diosa a un tiempo fuente de vida y de muerte, de la que todo fluía y en la que todo era engullido. Era la primavera, el verano, el otoño y el invierno. Las fuerzas creadoras y destructoras en movimiento.
—Ya es suficiente —la detuvo él. Para Ciarán era evidente que Aífe había pasado de la duda a la certeza—. Yo no soy ningún caballo para que me andes poniendo riendas.
Se deshizo de ella y se rompió el encantamiento de imposición que podía formular el cuero. Ciarán no tenía más que decir. Nadie le había puesto nunca ataduras a su voluntad y Aífe no iba a ser la primera. Se limitó a darle la espalda.
—Yo soy tu esposa —protestó ella, amargamente.
—Precisamente. Y nada más.
Aífe se quedó mirando al techo, pensando en sus posibilidades. No podía confiar en la presión de la comunidad. Parecía claro que Ciarán prefería la excomunión a separarse de aquella muchacha. Pero se había casado sin bienes, sin ganado y sin tierra alguna y por su contrato de matrimonio estaba obligado a trabajar sus propiedades. No podía pagar por una segunda esposa. La propia Aífe era quien hacía y deshacía los contratos. En el caso impensable de que lograra casarse con Olwen, su venganza prometía ser extensa y minuciosa. Ella seguiría siendo la primera mujer, conservando mayores derechos y todo el poder doméstico. En los tres primeros días de convivencia contaba con protección legal por delitos de cuerpo contra Olwen y se aseguraría de darle uso. Sus pensamientos se hacían más oscuros a medida que la noche transcurría. No podía conciliar el sueño.
—¡Despertad! Necesitamos ayuda. —Era Finnén, apenas distinguible a la luz del alba.
Ciarán se levantó de la cama, se puso los pantalones y salió fuera. Una gran humareda ascendía desde la granja de Lassar. Una de sus casas estaba en llamas. Sin pensarlo, se aupó al caballo y acudió a la llamada del fuego, galopando desaforado, como una exhalación. Atrás dejaba a Finnén y Aífe. Ella tomó otro caballo y salió detrás de él.
Los incendios tenían lugar de vez en cuando. El fuego siempre se mantenía encendido en el centro de las chozas y, pese al perímetro de piedras que lo protegía, ocasionalmente se prendía alguna tela o alguna piel mal colocada. A veces eran unas pajas del techo las que provocaban el accidente. Afortunadamente, todas las casas contaban con dos puertas para ventilar el humo, por lo que la huida también era más fácil.
A medida que Ciarán se acercaba a la granja, a pleno galope, tenía una mayor certeza de que la que ardía era la misma choza donde se alojaba Olwen. El olor del fuego y la luz vibrante del incendio le estremecían de temor. Podía estar atrapada por la madera o herida de quemaduras o asfixiada por el humo. No podía ni quería pensar en nada, tan solo verla y abrazarla, saber que estaba bien.
Lo primero que vio fue al grupo de hombres lanzando cubos de agua sobre la construcción ardiente. Buscó desesperado y entonces pudo ver a Olwen, a cierta distancia, reconfortada por Lassar. Bajó descalzo del caballo y la tomó en sus brazos delante de todo el mundo. Ya no le importaba. La abrazó con fuerza bajo la luz del amanecer y ante la ausencia de una noche que ya no podía protegerles. Ante Aífe, que ya les había alcanzado y le miraba, desafiante, desde lo alto de su montura. Él le devolvió una mirada severa, enfurecida. Había conseguido lo que tanto deseaba: exponerles ante el pueblo y ante ella misma.
A pesar de su indiscreción, pocos se habían percatado de aquel efusivo encuentro. Tan solo Lassar y la propia Aífe escapaban a la confusión del incendio y las tareas de extinción.
—Creo que deberíamos llevarte a casa de Finnén —dijo Aífe al descabalgar, cuando Olwen estaba todavía entre los brazos de su marido—. Aquí ya no tienes sitio.
Lassar no se atrevió a contradecirla. Estaba atónita ante lo que estaba viendo. Se limitó a asentir.
Olwen se separó de Ciarán, con vergüenza, y tampoco se atrevió a hablar.
—No creo que sea la mejor opción —replicó él.
—¿Se te ocurre alguna otra idea? Quizá deberíamos enviársela de vuelta a Oíbell —se defendió, agresiva.
Ciarán sabía que Aífe tenía todo el control de la situación, que estaban a su merced. No quería que Olwen estuviera cerca de ella, pero tampoco deseaba que la apartaran de él. No estaba acostumbrado a que le chantajearan o a que se le impusieran así. Lo único que tenía claro es que no debían separarse otra vez. Debían permanecer juntos. Huir, quizás, a algún lugar donde no pudieran encontrarles.
Finnén, que acababa de llegar, decidió arbitrar entre ambos para evitarles más violencia verbal ante sus vecinos.
—Olwen es la invitada de Lassar y a ella corresponde encargarse de su hospedaje. Estoy seguro de que podrá encontrarle un nuevo lugar en su granja, ¿no es cierto? Yo me quedaré con ella hasta que esté más tranquila.
—Yo también me quedo —le secundó Aífe, dispuesta a no perder de vista un segundo a su rival—. ¿Qué vas a hacer tú?
La pregunta iba contra Ciarán. El fuego había dado paso a una pila de maderas chamuscadas y a una gran columna de humo negro. Los hombres retornaban poco a poco a sus tareas. No debía seguir permaneciendo allí.
—Me voy a trabajar.
Lassar preparó entonces una infusión y la ofreció a sus invitados. Aífe miraba a Olwen constantemente, pero ella no podía devolverle la mirada. Era consciente del riesgo que corría permaneciendo allí: un riesgo moral y también físico. Aquella muchacha era menor que ella, pero parecía dispuesta a todo con tal de no perder a Ciarán.
—Es una suerte que no te haya sucedido nada —señaló Lassar, la primera en hablar—. No quiero imaginarme… Qué desgracia, pobre Oíbell. Aquí, en mi propia casa… Solo espero que no hayas pasado mucho miedo.
—Yo también lo espero —añadió Finnén, mirando a Aífe de soslayo. Estaba visiblemente disgustado—. El fuego puede ser un elemento aterrador.
—Si el fuego de la tierra es tan terrible, no quiero ni imaginarme cómo será el de la condenación eterna —apostilló Aífe.
Olwen tragó saliva. El acoso no había hecho más que empezar.
—Oh, el fuego de la condenación debe de ser una cosa espantosa —continuó Lassar—. Un dolor interminable…
—Ya basta —atajó Finnén—. No sabemos cómo será ese fuego. No tenemos por qué hablar de esto. Aquí no se va a condenar a nadie. No es lo más apropiado estar hablando acerca del infierno cuando esta muchacha acaba de sobrevivir al trauma de un incendio. ¿Dónde está vuestra sensatez?
—Podemos hablar de ello porque no tenemos miedo de hacerlo —dijo Aífe, provocadora—. Porque no nos pesa la conciencia a ninguno de los que estamos aquí.
Olwen permanecía muda, resistiendo la humillación y el peso de los reproches que lanzaba contra ella.
—Si yo estuviera en tu piel, Aífe —continuó su tío—, no tendría tanta ligereza en el juicio. Todos somos pecadores y no solo los actos cuentan, sino también los pensamientos. Las intenciones…
Aífe se vio aquí directamente señalada, y tuvo que guardar silencio. Finnén la adoraba, pero nunca la había consentido. Era responsable de su educación y no iba a permitir que fallase ahora por un arranque pasional. Sabía de su naturaleza guerrera y era consciente de que un carácter fuerte requería una sólida disciplina. Cuando vio que ella se retraía, dulcificó su voz, pero sin relajar su discurso:
—No hables de lo que no entiendes y menos con quien te conoce bien, pues soy tu tío, además de tu sacerdote. Dijo Cristo: «El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra». Pues bien, no seré yo quien lo haga y tampoco deberías hacerlo tú.
Lassar asistía, desorientada, al cruce verbal entre ambos, donde parecían decirse mucho más de lo que salía de sus labios. Aífe, al verse reprendida, se levantó y salió cabizbaja al exterior, desairada, camino de su casa.
—Lassar, ve con Aífe y ayúdala en todo lo que necesite —pidió Finnén—. Me gustaría hablar a solas con Olwen. Te pido que nadie nos moleste.
Así lo hizo la anfitriona y entonces se quedaron solos. Olwen no había dicho todavía una palabra.
—¿Estás mejor?
Ella asintió, tímidamente.
—¿Quieres que te acoja en confesión?
Olwen bajó la vista y se resistió a hablar. Era inútil. Finnén ya lo sabía todo.
—Es mejor que lo digas tú —insistió él, adivinando sus pensamientos—. Es mejor para ti.
—He estado en adulterio con Ciarán.
Finnén asintió y le concedió un momento, antes de contestar.
—Debéis tomar una decisión, Ciarán y tú. No podéis continuar así. Él se ha ganado mi cariño y tú no pareces una mala muchacha, pero no quiero ver sufrir a mi sobrina. Vuestros actos están teniendo graves consecuencias.
Olwen tomó aire, dispuesta a asumir lo que tuviera que ser y a hacerse responsable de la situación, en nombre de los dos si hacía falta.
—¿Qué puedo hacer?
—Es un asunto difícil. Solo hay una manera.
Fornicación, asesinato y apostasía eran los pecados más graves que podían cometerse. Tres pecados que llevaban a la excomunión y a la inevitable caída. No había un remedio para ellos, a excepción de lo que llamaban penitencia pública: un procedimiento extraordinario que equivalía a un segundo bautismo.
Únicamente podía realizarse una vez en la vida y suponía una especie de restauración del alma, que regresaba a la pureza inmediatamente posterior al bautismo, la condición ideal, la que era necesario preservar para participar de la resurrección. A ella aspiraban todos los cristianos. Muchos de ellos retrasaban lo más posible el bautismo para así evitar mancharse con el pecado en el camino y adquirían esta condición cuando ya se sabían cercanos a la muerte.
Olwen consideró lo que Finnén le estaba pidiendo. Todo lo que de pecaminoso había en su historia con Ciarán se borraría. Sería como si nunca hubiera existido. Su relación quedaría incólume, como el recuerdo preciado de adolescencia que había sido. Solo un recuerdo. Sin mácula ante los ojos de Dios y los de ella misma, ante las imperfecciones del mundo y sus rutinas. Quedaría preservado, a salvo de las mentiras y la traición. Tan solo el amor como lo habían compartido entonces, en el principio del tiempo, cuando aún eran ignorantes de las obligaciones, las prohibiciones y la vergüenza. Un tiempo previo a la expulsión del paraíso. No les quedaría más que aquello, pero sería sagrado y libre de toda culpa.
—Se ha ido —le respondió Lassar, orgullosa—. Ayer por la mañana me dio las gracias y me dijo que besara repetidas veces a su tía Oíbell, de su parte. Marchó con parientes míos, que debían cruzar al otro lado.
Ciarán no le concedió más palabras. Tomó el caballo y se dirigió de vuelta a su casa, inflamado por sentimientos diferentes, pero igualmente violentos. Rabia, impotencia, rebeldía y angustia. Todos alimentaban sus fuerzas. Aífe había conseguido separarles, pero no le importaba. Quizás era la señal que estaba aguardando. Ya no había nada más que pensar. No había más dudas. La Llanura le esperaba, después de tantos años.
—¿Adónde vas? —le preguntó Aífe, agitada, cuando él entró a grandes pasos en la casa y tomó sus armas.
—No te hace falta preguntarlo.
—Déjala marchar. Quiere hacer penitencia pública. Solo está tratando de salvar su alma. Tú deberías hacer lo mismo, Ciarán… ¿Es que no le tienes miedo a la condenación eterna? —le recriminó, a gritos, mientras le sujetaba de la capa. Pero él la tomó de la muñeca, firmemente.
—¡No me vengas tú a hablar de Cristo! Sé que prendiste fuego a la casa. Intentaste matarla…
—Solo quería asustarla… Era mi derecho. Tú eres mi marido…
—Pues ya no lo seré más.
Ella se liberó de él, con furia.
—No puedes irte. No te saldrá bien. Te cansarás de correr y entonces te encontrarás sin nada. Solo con la ira de los dioses, antiguos y nuevos.
—No les temo. Los dioses no pueden alcanzarme. Adiós, Aífe.
—¡Mi padre se avergonzaría de ti! —le reprochó, aún, mientras se alejaba. Estaba dolida, desesperada, sostenía su alma en la jamba de la puerta—. ¡No tienes palabra ni honor!
Al ver cómo se alejaba por el camino de arena, Aífe se refugió en el interior, contra la pared, y dejó que las lágrimas corrieran. Insensato. Nadie podía huir de los dioses. Nadie corría lo suficientemente rápido. Ni siquiera él.
En el barco que le llevaba de vuelta a Ériu, Ciarán tenía un único pensamiento: el de no volver a separarse de Olwen. Había pasado su vida entera intentando liberarse de las ataduras que le imponían: primero Bróenán, el túath, después Caisel. Aífe y su casamiento, las reglas de su Iglesia. Estaba harto de no tener nada. Harto de que nada fuese propio, perdurable. Los únicos arneses que había aceptado habían sido los de Olwen.
El viento de Ériu ya recorría la superficie del mar para encontrar su rostro y sus cabellos. Un fuego de juventud alimentaba sus venas de nuevo, el fuego transformador del mundo que Oissíne tanto había admirado en él. Había renacido su espíritu ante el desafío cósmico que enfrentaba, de nuevo, en soledad. Contra los hombres, contra los dioses, contra todos.