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Cuidaos de los síde

—Irás tú a Múscrige. Ya eres todo un hombre de chozas intermedias, aunque vivas con nosotros. Es hora de que te hagas cargo de algunos asuntos —anunció Bróenán mientras hacía el recuento de las cabezas de ganado. Contaba con los dedos y cada vez que llegaba hasta diez hacía una marca en el palo de la cuenta. Veía pasar las reses una tras otra, con resignación. Aquella jugosa partida pronto dejaría el túath para ir a formar parte del reguero de riqueza que, cada año por las mismas fechas, transitaba los caminos hacia las capitales de provincia—. Vete con Fiachu y con Oissíne. Llévate una buena lanza y un buen broche. Y vuelve antes de Samain.

Múscrige de las Tres Llanuras era el lugar del que partían todos los tributos de la región. Los impuestos debían recorrer un largo camino piramidal, desde los pueblos más recónditos hasta lo más alto de las cinco capitales. Los clientes pagaban a sus señores, estos a los reyes locales, aquellos a sus sobrerreyes y los últimos a los reyes de provincia. En cada peldaño administrativo, el rebaño se hacía más grande y la travesía más segura, pero en los primeros estadios era necesario mantener a los animales a salvo de bandidos, que eran más numerosos cuanto más cercanas las fiestas. Tras la pelea junto al roble sagrado, Bróenán había decidido embarcar a Ciarán en la empresa. Al muchacho le vendría bien estar un par de días alejado del pueblo, airearse un poco. Fiachu había hecho la travesía en años anteriores, por lo que conocía de sobra el camino y los trámites. Cuatro días de ida, a paso lento con el ganado. Dos de vuelta, con tiempo suficiente para el banquete.

Aún estaba amaneciendo cuando Derdriu le entregó a Ciarán una bolsa con pan de cebada, queso, cerdo salado y acedera, muy útil para los últimos días en que el sabor de la carne podía empeorar y también para frotarla, en el caso de que le picase algún insecto. También echó al saco manzanas y avellanas por si le entraba hambre mientras caminaban. Ciarán vestía una túnica con capucha del color del vino que contribuiría a anunciar su origen noble a los extraños. Derdriu la cubrió con una capa de viaje, enganchó una fíbula de bronce y le despidió con tres besos.

Al Sur, en la confluencia de los ríos Cisne y Niam, Olwen aprovisionaba a sus hermanos. Ciarán se les acercó galopando y descabalgó, poniéndose a su altura.

—No pensaba que te vería aquí.

Olwen estaba colocando las mantas de lana sobre las grupas. Eran el único soporte para los jinetes: por el día las usarían para cabalgar y por la noche para protegerse del frío.

—He venido a despedir a mis hermanos —murmuró ella, con la vista fija en su tarea.

—Preferiría no tener que irme sabiendo que no me hablas —le protestó él.

A Oissíne y a Fiachu apenas les hizo falta una mirada para ponerse de acuerdo.

—Nos adelantaremos para preparar el ganado. Luego nos alcanzas —dijo Oissíne—. Adiós Olwen.

—Cuidaos de «la gente noble» —les despidió ella. Había utilizado un rodeo para evitar llamar a los síde por su nombre. Se trataba del pueblo de las criaturas del Otromundo.

Estremecida por el frío, se cubrió los brazos con las pequeñas manos. Había olvidado sacar una manta para ella. Se dirigió a su propio caballo, que permanecía atado a un poste.

—¿Qué es lo que te pasa? —insistió Ciarán, perdiendo la paciencia—. ¿Te avergüenzas de lo que te dijo Diarmait?

—¡No! —estalló ella, finalmente—. Lo que él pueda decir no me importa. Puede importarme tanto como si escupiera piedras por la boca. Pero tú… ¿tienes que comportarte siempre así?

—¿Comportarme cómo?

—Pues teniendo que salirte siempre con la tuya, con tu orgullo bien alto… ¿No puedes… intentar solucionar las cosas antes de ponerte a pegar a todo el mundo?

—¿Voy a ponerme a charlar cuando te están insultando? —Se defendió él.

Olwen negó con la cabeza, como si fuera inútil intentar explicárselo.

—Nadie querrá ser tu aliado en esta vida.

—Esperaba que ese aliado fueras tú.

Ella bajó la vista. No podía avanzar o retroceder. Era como si Ciarán tuviera tendencia a arrancarle la piel a las cosas y esta vez se la hubiera arrancado al silencio, que permanecía entre ellos como un animal desollado. Un tambor se había destapado y el cuero no podía colocarse de la misma forma: su música había escapado del interior. Solo quedaban ella, él y aquel silencio desnudo.

Ciarán se acercó para rodearla con sus brazos y respiró profundamente mientras apoyaba su frente en la de ella; el vaho caliente de sus bocas mezclándose en el aire, abriéndose camino en el entorno helado.

—Si tú estás de mi lado no me hace falta nada más.

—Eso no es suficiente —murmuró Olwen.

—Lo es para mí. —Besó con devoción el nacimiento de sus trenzas—. Volveré para Samain.

Subió entonces al lomo de Cuchillo y se alejó por el camino del Este.

Mag Eala, la Llanura del Cisne, era un extenso territorio situado en el corazón de la provincia del Sur. El río Cisne dividía la planicie en dos orillas: la izquierda, que antaño había pertenecido a los Barr, y la derecha, que correspondía a los Necht. Era un territorio antiguo que había disfrutado de mayor importancia en siglos anteriores. Muy cerca había situado Ptolomeo una gran capital para toda la isla y la había llamado Ivernis. Ahora toda la comarca se conocía simplemente como región de los Juncos.

La Llanura era una región de difícil acceso: colindaba al Norte con las Montañas de los Juncos, que contribuía en gran medida al aislamiento. Al Oeste se encontraba Iarmumu, una federación de tribus agrupadas alrededor de un poder común: los Eóganacht del lago Léin. Iarmumu era una región fértil y rica, de bosques florecidos en cualquier época del año, rodeada de mar. En el extremo meridional se encontraban las tierras costeras de los Corcu Luigde, prósperas, expuestas a las rutas comerciales del continente. Hacia el Noreste y el Sureste se encontraban algunos de los territorios de Múscrige, un pueblo muy poblado, disperso en distintas franjas de terreno. Y finalmente, en el Este, se alzaba la imponente Caisel, capital de provincia y destino final de todos los tributos.

La manada avanzaba lentamente por la orilla del río y Fiachu tenía que vigilar, vara en mano, que las vacas no se entretuvieran. Otro muchacho, corpulento y de su misma edad, encabezaba la expedición con sus dos hachas disuasorias. Oissíne y Ciarán marchaban en la retaguardia de las cuarenta y tantas reses.

Los caballos llevaban el paso tedioso del ganado, lo que permitía que los pensamientos de Ciarán regresaran una y otra vez a su encuentro con Olwen durante la mañana. Desde el altercado con Diarmait, solo ella le había preocupado.

—La manta que llevo en la grupa habla mucho más que tú.

Oissíne caminaba a su lado, cerrando la caravana. Ciarán le devolvió el gesto cómplice de una media sonrisa. Oissíne podía hacer comentarios que en boca de cualquier otro parecerían una provocación abierta, pero que en su rostro afable y sin malicia resultaban cordiales, simpáticos. Oissíne caía bien. Conseguía dar una apariencia inofensiva que le abría muchas puertas y le permitía hacerse rápidamente invisible en caso de problemas. Su parecido con Olwen era muy notable. Todos sus rasgos, a excepción de los ojos, parecían diminutos y delicados. Carita de ratón, pecas estacionales de verano. El cabello de Oissíne era más rubio y claro que el de su hermana y tenía unos carrillos aún infantiles, más generosos, pero compartía con Olwen la melancolía de la mirada gris.

—Tendrás ganas de que llegue la próxima carrera… —continuó Oissíne. Pensó que lo mejor sería preguntarle por su tema favorito.

—Pues sí. Ya es tiempo.

—Fue una pena lo del año pasado. Este seguro que ganas.

El año anterior había sido el primero en que Ciarán había participado en la tradicional carrera de caballos por el río, la competición estrella del festival de Lugnasad. La edad mínima de participación era de catorce años debido a su peligrosidad y dificultad extremas. Los caballos sentían pánico ante la inmersión, a menos que estuvieran muy bien entrenados.

—Debo sujetar a Cuchillo entre las márgenes del río. Si utiliza la ribera para adelantar me descalificarán otra vez.

Durante el año en curso las carreras tendrían que haberse vuelto a organizar en Lugnasad, pero las tormentas habían complicado mucho la fiesta. A estas se añadió la incompetencia de un vecino, que pastaba su ganado junto a la planicie de reunión y que no había mantenido en buenas condiciones sus vallados. Las vacas habían escapado, invadiendo el campo para pastar y plagándolo de excrementos, con lo que no había una zancada libre para sentarse, cocinar o montar las tiendas. El vecino recibió una considerable multa, pero el daño ya estaba hecho. El jefe Bróenán decidió celebrar la fiesta en la casa de reunión y prometió a cambio que, si las condiciones de Samain eran propicias, saldrían entonces al aire libre. La carrera tendría lugar en un plazo de seis días.

—Si llegas el primero le puedes pedir a Olwen la guirnalda. Seguro que estará contenta —insinuó Oissíne.

El resto de la travesía la hicieron en silencio. Habían avanzado unos 30 kilómetros cuando cayó la noche. Acababan de pasar la frontera oriental del túath y no era recomendable forzar la marcha de las vacas. Llevaban más de diez horas sin hacer un descanso.

Llegaron hasta una hospedería que contaba con suficientes vallados para contener a las reses. La familia que la habitaba ordeñaría a las vacas como pago por la hospitalidad.

—¿Adónde vais? —preguntó Fiachu a los muchachos, una vez cerradas las vallas.

—Vamos a la casa… —contestó Ciarán.

—No podemos irnos a dormir con los bandidos rondando por ahí.

—Pediremos un perro de presa.

—Y cuando llegue la mañana tendremos un perro muerto y no quedarán ni las marcas de las pezuñas. Olvidadlo. Acamparemos fuera y vigilaremos por turnos. Cuatro tandas. Puedes quedarte tú la última, si quieres.

Ciarán se arrebujó en la capa y agradeció que Derdriu le hubiera dado la mejor lana de la casa. Fiachu estaba decidido a amargarles el viaje.

Era noche cerrada cuando Bróenán llegó hasta la choza de su druida, Máelcenn. Tenía visita.

—Los rostros de Macha son tres. —El druida volteó lentamente la piedra tallada, donde se leían los rasgos faciales de la diosa. Dos hermanos, niño y niña, le observaban fascinados bajo la atenta mirada de su madre—. El primer rostro es el de la fertilidad. Si fuera una parte del hombre sería sus piernas porque son las que usa para trabajar los campos y para tener hijos. Los ganaderos y los mercaderes son quienes reciben su protección y sirven de base a nuestro pueblo. —Tomó un muñeco de madera, le señaló la entrepierna y lo tendió al niño. Su hermana se apresuró a quitárselo. El sabio movió de nuevo la escultura de piedra—. El segundo rostro es el de la guerra. Si fuera una parte del hombre sería su corazón y sus brazos. Macha da fuerza a nuestros guerreros para que defiendan a nuestra gente y la mantengan a salvo. —Le dedicó una mirada a Bróenán, que aguardaba pacientemente junto al dintel. Macha, la diosa de los caballos, era la divinidad que le despertaba una mayor devoción. A ella y a Necht, el dios local y ancestro fundador, era a quienes prodigaba mayores sacrificios. La piedra giró una última vez—. Por último tenemos el tercer rostro, el de la soberanía, el rostro del poder. En el hombre ocuparía la cabeza, que es donde reside su alma inmortal. Macha concede sabiduría a los poetas, a los druidas y al rey. Gracias a ellos se puede comunicar con su pueblo.

—¿Y Caisín? ¿Qué sería? —preguntó la niña, refiriéndose a la esclava de su casa.

—Caisín sería los pies, que ayudan a apoyar todo lo demás.

—Yo quiero comunicarme con Macha, como tú —intervino el niño.

—Yo también —le secundó su hermana.

Máelcenn les sonrió.

—Para eso vais a tener que estudiar muchos años —intervino la madre—, lejos del pueblo y de vuestros primos…

—¿Y también de Cano? —inquirió el niño, preocupado. Cano era el nombre de su perro de presa. La madre asintió, divertida.

—También.

—No importa. Luego puedo volver. Y ayudar a Máelcenn, ¿verdad Máelcenn?

—Seguro que sí —continuó la madre, arropándoles con las mantas de lana—, pero ahora debemos dejar que descanse y se ocupe de cosas importantes.

La mujer agradeció al druida su paciencia y se alejó en compañía de los niños. La esclava de Máelcenn abandonó también la estancia, pues sabía que no debía estar presente cuando el rey venía a consultar con su sacerdote.

El druida permaneció sentado en el banco hasta que Bróenán se arrodilló y puso la cabeza sobre su regazo, en un gesto de saludo y respeto tradicional. Luego el rey se incorporó y tomó asiento junto a él.

Máelcenn era un estudioso, pero habitualmente sus conocimientos de astronomía, geografía, medicina o historia quedaban dentro del círculo de conversaciones que solo podía mantener con los de su clase. Cuando los habitantes del túath acudían a pedirle ayuda lo hacían más bien con la necesidad de quitarse el miedo inmediato del cuerpo, ya fuera a la soledad, a la muerte, a la enfermedad o al hambre. El caldero hervía sobre el morillo y las llamas lamían su base y crepitaban al desmoronarse la leña. El humo escapaba gracias a la corriente entre dos puertas opuestas, emborronando el aire por encima de la choza.

—Espero que tu estómago siga siendo tan profundo como la zanja de un fuerte real…

Máelcenn llevaba muchos años siendo el druida mayor de Bróenán. Sus padres le habían enviado en acogida a la Llanura, entre los siete y los catorce años, a la casa del sabio anterior. Terminado el período de formación se estableció allí, dando consejo a los reyes, casándose por dos veces y sobreviviendo a ambas esposas.

—Siempre hay hambre para uno de tus estofados —asintió Bróenán.

—Esta vez probarás algo nuevo. Me lo han traído del Sureste, directamente del Puerto de Grian. —Reparó en que su amigo tenía la mano manchada de sangre debido a un pequeño corte. Seguramente se lo había hecho manipulando alguna cerca y había seguido realizando sus tareas sin inmutarse. Máelcenn solo esperaba que no hubiera cometido la locura de cortar la leña él mismo, saltándose uno de sus tabúes. Dejó reposar el garfio con el que removía el guiso y se dirigió a un baúl compartimentado donde guardaba sus hierbas. Tomó un puñado de puerros y una pizca de clavo troceado. Para llegar a sus manos el condimento había tenido que recorrer grandes distancias desde la India, la Galia y Britania. Era lo bueno de las fiestas. Los mercaderes se aventuraban hacia el interior buscando el oro de las capitales y normalmente pedían una intercesión ante los dioses cuando ya estaba a la vista el viaje de vuelta. El aroma penetrante de las especias pareció envolver la atmósfera un instante para desaparecer tras el golpe de la tapa.

—Vienes por el muchacho, ¿verdad?

La repentina pregunta tomó desprevenido a Bróenán. Apartó la mirada y adoptó una actitud defensiva.

—Por él vengo.

—Lo dicen las líneas de tu cara —bromeó Máelcenn sin dejar de remover la carne—. Nada te preocupa tanto como tus caballos y tu hijo. Y por la cantidad de extranjeros que han comprado últimamente deduzco que los primeros gozan de muy buena salud.

Bróenán gruñó, pero no dijo nada. Horadó el suelo de la casa con el talón de la bota y hundió la jarra de cerveza en el pequeño desnivel.

—Lo mismo que te dije hace años es válido también ahora —dijo el druida, sirviendo los cuencos—. No vi nada malo en el niño aquella noche. Tú le has criado, le has tratado bien. Él te considera su padre…

—Ahora temo que las prohibiciones se rompan y se vuelva contra mí. Temo que quizá lo haya hecho ya. Debiste darme un augurio más certero.

—El augurio es tan certero como permiten los dioses… y de momento sigue siendo válido —se defendió Máelcenn, molesto—. ¿Qué es lo que ves que tanto te preocupa?

—Es como si ya no le conociera. Como si cada día me recordara más a ellos…

—¿Por qué me parece que es Medb la que habla por tu boca? ¿Por qué, de repente, tienes miedo?

A Bróenán no le gustó aquel contraataque. Había una fina línea entre la camaradería y la amenaza al poder y Máelcenn debía observarla con cautela. Únicamente el rey podía reconocer su propia inseguridad. El druida sintió la tensión en el paso y optó por dar un rodeo.

—Además, ¿cómo eran ellos, exactamente…? Iguales que nosotros, solo que más débiles, insensatos. Rechazaron las alianzas de la capital, estalló la guerra y se sentaron a esperar. Eran solo hombres, no criaturas de los síde. No echaban fuego por la boca ni por los ojos. El mundo continuó siendo el mismo después de su desaparición.

Bróenán relajó los hombros, apaciguado por las palabras del druida. Siempre parecían acertadas.

—Ciertamente, Grian[8] sigue levantándose por el mismo sitio.

Se llevó a la boca el guiso que humeaba ante él, pero Máelcenn permaneció con su cuenco entre las manos, observando cómo las volutas de vapor se deshacían en el aire frío. Al cabo de un rato, el jefe Necht se dio cuenta de que su compañero no había probado bocado. Ni se había movido. Permanecía absorto en las últimas palabras que había pronunciado. Una inquietud asomó a los ojos del rey.

—¿Qué es lo que has visto? ¿Se trata de Ciarán?

Máelcenn negó con la cabeza. Su vista dejó de estar perdida para refugiarse en el cimbreo de las llamas.

—El mundo continuará siendo el mismo después de que desaparezcamos todos.

Bróenán sintió cómo todo su cuerpo se ponía en alerta. La sensación de que podía estar al borde del caos, sin saberlo. ¿A qué se refería Máelcenn? ¿A los pasos entre este mundo y el otro, que debían dar todos los hombres y que formaban parte del orden natural? ¿Se refería a una guerra, a la desaparición del túath, que habían fundado sus antepasados y de cuyo bienestar era responsable? No se atrevía a imaginar la perspectiva de una catástrofe mayor: una plaga, el desplome del cielo, la extinción completa. El rey permaneció en silencio. No sentía las manos, crispadas una contra otra.

—Se avecina un extraño cambio —continuó Máelcenn—. Muchas noticias llegan desde el Imperio en descomposición. Apenas quedan otros de mi orden más allá de las nueve olas[9]. Al otro lado del mar solo se habla de nuevos dioses y los esclavos y los señores se intercambian. —Se llevó las manos a las rodillas, para aplicar un masaje alrededor de las rótulas—. Debo marchar a Temair, en donde se nos ha convocado para intentar encontrar consejo. Pero no temas —apoyó la mano en su hombro mientras se incorporaba—, dejaré a mi mejor alumno preparado para Samain. Ya es un druida consagrado y conducirá los sacrificios con sabiduría.

Bróenán no se había quedado tranquilo con aquella explicación, pero en verdad las palabras de Máelcenn eran demasiado enigmáticas como para que él las entendiera. El estofado se había quedado frío en el cuenco de madera.

Mientras hacía guardia a la luz del fuego, Ciarán tenía tiempo de sobra para pensar. Fiachu y Oissíne dormían el uno cerca del otro para darse calor. El primero se asemejaba a sus hermanos, pero era el segundo, con diferencia, el que más le recordaba a Olwen. Al pensar en ellos dos, juntos, a Ciarán le venía a la cabeza la historia de los mellizos de Macha.

Era Lugnasad y él tenía nueve años, casi diez. En aquella ocasión tenían entre los poetas itinerantes a uno especialmente importante, de grado mayor, un ollam de la capital. El túath al completo se había reunido alrededor de las hogueras y el silencio era absoluto, reverencial, no solo por el interés que despertaba la ocasión, sino también porque los poetas tenían el poder de la palabra y cualquier interrupción podía resultar catastrófica para el responsable: quien tenía ganas de toser se reprimía, quien tenía hambre la aguantaba y quien tenía que moverse de sitio lo hacía reptando y sin apenas levantar los pies. Ciarán disfrutaba de un lugar privilegiado al lado del rey y, a la hora de sentarse, tiró del brazo de Olwen, que a su vez tiró de Oissíne.

—¿Cómo consiguieron los hombres de Ulaid sus dolores? —Comenzó el poeta—. No es difícil. Había un ganadero rico llamado Crunniuc mac Agnomain, que tenía varios hijos, pero que había quedado viudo y no tenía a nadie que cuidara de su casa. Estando a solas en ella, una tarde vio a una hermosa mujer que se acercaba hasta él y, sin decir una palabra, entraba en la propiedad y se hacía con las tareas domésticas, como si siempre hubiera estado allí y supiera exactamente dónde se encontraba cada cuenco y cada manta y cada cuerno de beber. Cocinó para Crunniuc y lavó y recogió todos los enseres de cocina y cuando cayó la noche entró en la cama con él y se convirtió en su esposa —algunos hombres miraron de reojo a sus parejas, pensando en la suerte que tenía Crunniuc y lo fácil que le había sido conseguir una esposa, sin cortejo ni pagos de por medio—. A partir de aquella noche, ella permaneció con él, suscitando la admiración de todos los que la veían, pues tenía la piel muy blanca y los ojos del color verde de los campos. Sus cabellos eran como el oro rojo que adorna los torques de los guerreros. Sus labios eran como bayas de serbal brillando bajo Grian. Y cabalgaba tan rápido y con tanta habilidad que se diría capaz de cruzar Ériu de parte a parte sin esfuerzo. —Olwen miró a Ciarán, como en un acto reflejo, y luego devolvió la atención al narrador. Fue tan solo un momento y nadie más se percató de aquella mirada, pero él no la olvidaría. Había sido un gesto efímero, volátil, transparente, pero lo seleccionaría de entre un millón de recuerdos para salvarlo, para poder volver a él aun después de que hubieran pasado muchos años—. Y ella no solamente era rápida sobre los animales sino que, corriendo a pie, era como una ráfaga de viento e igualaba a los ciervos en el bosque y a los perros en la caza y a cualquier animal salvaje. Mientras ella estuvo en la casa no hubo más que prosperidad para Crunniuc. La manada de sus caballos aumentó año tras año y la propia mujer quedó embarazada. Se llamaba Macha.

Hubo entonces una feria en el Norte, en territorio Ulaid, y a ella acudieron todos los habitantes de la provincia y también su rey, Conchobar mac Nessa. Se organizó una gran carrera y los mejores caballos y yeguas de la región fueron uncidos a los carros de nobles y reyes. La carrera fue reñida y muchos de los animales destacaron, pero fue el carro de Conchobar el que terminó en primer lugar, pues sus caballos eran los más rápidos de toda la isla. Macha había pedido expresamente a su marido que no hablara de ella en la asamblea. Sin embargo, debido al ambiente festivo, a las grandes cantidades de cerveza, a la música y a las apuestas, el esposo de Macha comenzó a fanfarronear y a decir que aquellos caballos podían ser muy veloces, pero que su esposa corría todavía más rápido. Algunos de los nobles participantes en la competición se sintieron insultados y el propio rey Conchobar se ofendió y exigió que unas palabras como aquellas no quedaran dichas a la ligera. Se demandaron pruebas, se elevaron las voces. «Dá n-ó pill fort», gritó el que había quedado segundo. «¡Qué te salgan dos orejas de caballo si hay falsedad en tu lengua!». Llegaron a las maldiciones y al final Crunniuc quedó cautivo, bajo amenaza de muerte, hasta que su esposa se presentara en la corte para correr contra los caballos del rey.

Acudieron entonces a buscar a Macha y cuando llegaron a su fuerte se encontraron con que ella estaba embarazada, cercana a cumplir su tiempo. A pesar de todo, al conocer que su esposo estaba en peligro, Macha decidió ir a hablar con el rey Conchobar y con su asamblea. Una vez allí, pidió permiso para retrasar la prueba hasta que hubiera dado a luz, puesto que ya tenía dolores. Sin embargo, los ánimos en la feria estaban enfurecidos, las mujeres indignadas, los hombres apelaban al honor y ya imaginaban un final aciago que darle al cautivo por su atrevimiento.

—¡Una mujer os alumbró a cada uno de vosotros! ¡Ayudadme! Esperad hasta que mi hijo haya nacido.

Pero ellos no se apiadaron.

—Mi nombre y el nombre de mis hijos se le dará a este lugar. Yo soy Macha, la hija de Sainreth mac Imbaith, el Extraordinario Hijo del Océano.

Compitió entonces en carrera contra los caballos del rey y a ambos los venció ampliamente, y cuando cruzó la línea de meta se dejó caer al suelo con un último y espantoso grito. Parió mellizos: un niño y una niña. Su grito de vida y de muerte resonó a través de los valles, las colinas y el curso de los ríos, y todo el que lo escuchó cayó presa de la misma maldición: el padecimiento de aquellos mismos dolores, los dolores del parto, durante cinco días y cuatro noches, en sus momentos de mayor dificultad y durante nueve generaciones. La provincia de los Ulaid estaba allí reunida al completo y la gran debilidad se apoderó de todos sus hombres. Los únicos que escaparon a la maldición fueron los niños, las mujeres y Cú Chulainn. Y así, la reina Medb aprovechó aquellos días malditos para iniciar la Gran Guerra de Cuailnge y el guerrero Cú Chulainn quedó solo ante todos sus ejércitos, teniendo que defender la tierra con sus propias manos…

A Ciarán aquella le parecía la historia más hermosa de cuantas había oído, mejor incluso que todas las proezas realizadas por Cú Chulainn durante la guerra que se sucedió. Se preguntaba a menudo cómo de rápidos serían realmente aquellos caballos, si conseguiría criar alguno que pudiera competir en semejantes carreras, si podrían desafiar a la misma diosa. Estaba seguro de que Cuchillo era uno de los animales más rápidos que había montado nunca, el resultado del cruce de muchas bestias dotadas para la velocidad. Ahora la tierra de Emain Macha, los Mellizos de Macha, se hallaba abandonada y desierta, perdida en su propia leyenda. Desconocida para Ciarán, como tantos otros lugares, no era más que una alta colina verde que ya solo habitaban los síde, bajo tierra.

El resoplar de un caballo, levantando y arrancando los arbustos, alertó a Ciarán. A través de los árboles podía apenas distinguir a Cuchillo, al trote, inquieto como pocas veces lo había visto. Debía de haber desatado sus riendas. Ciarán agudizó el oído para intentar detectar alguna presencia extraña, pero el único sonido que le llegaba era el del caballo piafando, nervioso. El silencio era denso en el bosque. Allí no había nadie más.

Ciarán se levantó para tranquilizar al animal. Solía ser suficiente con mirarle a los ojos y ponerle una mano sobre la cabeza. Lo último que necesitaba era a Fiachu de mal humor, recriminándole que el caballo le hubiera despertado. Se acercó despacio y se asomó a sus pupilas negras pero, cuando fue a alzarle la mano, Cuchillo dio media vuelta y escapó al galope entre los árboles. Ciarán tomó aire ante la contrariedad. Debía recuperarlo inmediatamente. Antes de que Fiachu notara la ausencia. No era prudente abandonar la guardia, pero se prometió que volvería enseguida.

Cuchillo era una sombra negra disfrazándose entre los pliegues de una noche sin estrellas, saltando de un escondite a otro y, aunque no era constante en el galope, Ciarán no conseguía atraparlo.

¡Cuchillo! —lo llamó en un susurro.

Parecía que, cuando estaba cerca de darle alcance, el caballo lo oía y echaba de nuevo a correr. Cuando se distanciaba, sin embargo, el animal aminoraba el paso para esperarle, como si formara parte de algún extraño juego cuyas reglas Ciarán no comprendía. Le daba la impresión de que se estaban desviando demasiado del camino principal, lejos del río, pero no se le ocurría qué más podía hacer aparte de perseguir al condenado caballo y esperar a que se cansara. No iba a renunciar a su mejor montura.

Súbitamente, llegaron a un claro donde la luz daba un baño fantasmal a las hojas de los árboles, formando una bóveda de escamas de plata. El rocío replicaba la mirada de la luna en millares de ojos sobre la hierba oscura. El caballo se detuvo. Las nubes se habían abierto y Ciarán podía verlo, al fin, con claridad. Era una cabalgadura extraña, que no había visto antes, de un lustre acuoso, como si estuviera sudando por todos sus poros. Era más corpulento que Cuchillo, con una crin interminable que también parecía empapada y que discurría hasta casi tocar el suelo. No podía ser el mismo. Todo aquel tiempo había estado persiguiendo al caballo equivocado.

Lentamente, el animal giró su robusto cuello y dejó ver sus ojos, que ya no eran negros, sino amarillos como el azufre y Ciarán retrocedió y comprendió, al fin, que se trataba de un ser del Otromundo, de un caballo de los síde. Se decía que, durante Samain, el pueblo de «la buena gente» cambiaba sus residencias de verano por otras de invierno, que salían a la superficie para abandonar unas colinas por otras y que era mayor el riesgo de encontrárselos.

Ciarán sintió que un escalofrío le paralizaba los miembros. Había oído hablar de aquella criatura tenebrosa. Se presentaba como una montura negra, destructora de cosechas y vallados, que volvía loco al ganado. Inspiraba tal terror en los animales que las vacas dejaban de dar leche y las gallinas de poner huevos. En tiempos posteriores la llamarían la Púca, pero en aquellos días aún no tenía nombre y se referían a ella como ech uisci, el caballo de agua. Habría emergido del río cercano. Tan solo había una noche en que la Púca era inofensiva: la noche de Samain. Todavía faltaban seis jornadas.

Ciarán esperó en silencio. De los ollares del caballo se elevaba un vapor lento cuando respiraba, las volutas haciéndose y deshaciéndose, capturando su atención. A través del humo, los ojos se encendían como carbones, fijos en él. «Vuelve a tu colina», pensaba Ciarán, pero las palabras no acudían a sus labios. La Púca era también un oráculo: podía hablar a los hombres de su destino o montarlos por la fuerza sobre su lomo. Si uno se aferraba con suficiente empeño a sus crines podía vivir un viaje revelador, a través de ríos y acantilados, que cambiara su vida para siempre. Si no, podía caer y romperse el cuello o morir bajo sus temibles cascos. Con los ojos clavados en su mirada de ámbar, Ciarán no sentía nada, no podía oír. El encuentro con aquel ser le había paralizado entre mundos.

—No es bueno perderse en una noche como esta, tan cerca de Samain.

Se volvió, sobresaltado, y encontró a una mujer anciana, vestida con ropas que en otro tiempo debieron de ser costosas, pero que ahora parecían ajadas y viejas. Sostenía un farol en la mano, que revelaba ojos profundamente oscuros. Llevaba la capucha retirada, el pelo gris y a veces negro, deshilachado como un puñado de espigas.

—¿Has visto al fantasma? —preguntó Ciarán, volviéndose de nuevo hacia el claro.

—No es más que un caballo negro.

Cuchillo, completamente calmado, rebuscaba con el morro entre los arbustos. Ciarán se preguntó si el resplandor ambarino que había visto antes no sería el del farol de la anciana, reflejado en los globos oculares de su propia montura.

—Tengo que volver al camino.

La mujer se sonrió, mientras él se volvía para montar al animal, que continuaba arrancando y comiendo plantas.

—Vamos, ya está bien —exigió, tironeando de las riendas.

Nada más subirse al lomo, el caballo dobló las patas aquejado de una extraña debilidad, volcando al jinete y relinchando en su caída. Ciarán se inclinó sobre él, desorientado, sin entender qué mal le poseía. Le examinó los corvejones y los cascos, buscando indicios de heridas, pero apenas podía ver. La anciana aproximó el farol, lo que provocó que el animal agitara la cabeza, asustado.

—Es por las hierbas —aclaró ella—. Le habrán sentado mal. Se le pasará en un rato.

Ciarán echó una mirada a los matojos, pero en la noche era imposible distinguirlos. Observó preocupado el cielo. Aún estaba lejana la caricia de la luz. Sentía que debía volver al campamento y alertar a sus compañeros de la situación, pero era incapaz de abandonar a Cuchillo en aquel estado. No podía dejarle allí.

—Tranquilo. Espera un poco a que se le pase. ¿Tienes nombre?

Él seguía preocupado, examinando las pupilas del caballo, recorriendo con sus dedos las vértebras del lomo, observando la regularidad de la respiración.

—Me llamo Ciarán —respondió, sin interés.

—Ciarán… —La mujer guardó un silencio prolongado y pareció erguirse un instante, en tensión. Después se relajó y continuó hablando—. Ciarán de los Necht, ¿verdad? Hijo de Bróenán, descendiente de Óengus, criadores de caballos… —Levantó el farol por encima de la cabeza del muchacho, observando con interés sus rasgos afilados, la incisiva mirada azul hiriente, los mechones oscuros—. Te pareces a tu padre.

Ciarán apartó la vista, incómodo. Estaba claro que aquella mujer intentaba ser amable y aliviar su espera, pero no tenía ni idea de lo que estaba hablando.

—A ese no —sugirió ella, perspicaz—. A tu verdadero padre.

La choza era sencilla, circular, de mimbre de avellano que no se había reparado en décadas. Se había abierto en algunas partes y revelaba la estructura de base: largas estacas podridas o combadas de humedad, agujeros en el musgo aislante. Para cubrir los desperfectos más grandes, las paredes se habían forrado con pieles, algunas no mayores que las de un conejo, cortadas con poco oficio y mal raspadas, que mostraban la carne rancia aún adherida al cuero y a los pelos. Regueros de sangre seca se distinguían a la luz temblorosa de unas teas. El resultado mantenía la choza caliente, pero su atmósfera resultaba asfixiante.

—Deja que ponga algo de agua a calentar. No se debe hablar del pasado sin acompañarlo de bebida. Trae mala suerte.

Ciarán pensó en rehusar, pero no lo hizo. Por fin había encontrado a alguien que estaba dispuesto a hablar. Lo menos que podía hacer era permanecer callado y confiar en que la mujer se cansara pronto de dar vueltas por la casa y se sentara a desembuchar. No quería hacer nada que pudiera ofenderla. Sus ojos vagaron por el interior de la estancia y repararon en la gran cantidad de recipientes amontonados contra las paredes. Había cajas de madera, pequeños sacos e incluso cerámica y cristal traídos de ultramar. Eran el tipo de objetos que podrían encontrarse en la casa de un druida, si no fuera inaudito que uno de su clase viviera tan apartado, en soledad, y de una forma tan miserable. Los frascos estaban arrinconados y en desuso, muchos de ellos rotos. Las hierbas, en cambio, parecían estar bien clasificadas sobre una mesa sucia que debía de dar soporte a todas las tareas, incluida la de sacrificar a los animales. En realidad, todo en aquella choza estaba sucio. El aislamiento del lugar, a cierta distancia del río, debía de dificultar el abastecimiento. Ciarán siempre había soñado con huir y vivir solo, alejado de todo, pero aquello era muy distinto de lo que había imaginado.

La mujer tomó un puñado de hinojo y lo echó al caldero hirviendo. Una invisible nube aromática se desprendió de la superficie del líquido. Tomó entonces unas cuantas hojas frescas, parecidas al perejil, que reposaban en el fondo de un cuenco y raspó la madera para despegarlas.

Después de una espera que a Ciarán se le hizo interminable, la anciana se sentó en la banqueta y le entregó el cuenco para que bebiera.

—Háblame de mi padre —demandó él.

La mujer observó las pequeñas hojas de perejil, flotando, haciendo un remolino sobre la infusión.

—No te olvides de beber. No quiero tener mala suerte y la de tus ancestros es una historia larga y complicada.

Ciarán apuró la mitad del cuenco, impaciente. Tenía un fuerte sabor a apio, tal y como había imaginado. Ella también tomó el suyo y apoyó en el borde los labios arrugados. Era absurdo, pensó él, cómo aquellos detalles mínimos tenían tanta importancia para la gente anciana.

—Veamos. Esta es la historia de la gente de Barr y de sus hijos, hasta el último de ellos, hasta Cathal, el de los cabellos negros y los ojos azules como puntas de lanza. No eran muy diferentes de los Necht. Orgullosos y altos, muchos de ellos eran rubios, pero su rey, Cathal, no era como los demás. Tenía los cabellos negros como un abismo. Llevaba una capa larga que podía plegarse tres veces, oscura como la lengua de un río nocturno, y le caía por la grupa de la montura cuando cabalgaba. Vestía ricas túnicas, de colores sólidos, verdes y rojos, pagadas con el oro del comercio con el Sur… Cuando convocaba las asambleas portaba la lanza de cinco puntas y el escudo blanco de sus antepasados. Ambas armas tenían nombre, pero ya no los recuerdo. Mi memoria ya no es la que solía ser… —Se levantó un instante para tomar un leño, que arrojó al fuego—. Su esposa se llamaba Muirenn. Era alta para ser una mujer y tenía las manos alargadas y pálidas. Esbelta. Hermosa, dicen.

Ciarán mantenía sus cinco sentidos en aquella voz que le traía, a jirones, el hálito de todo un pueblo desaparecido.

—Los Barr poseían tierras fértiles, bien drenadas. Y buenos caballos. La calidad de la sangre… y de los pastos, supongo. Recuerdo que organizaban partidas de caza a menudo. A veces iban a cazar «aulladores». Pero eso fue hace mucho tiempo.

—¿Qué pasó con ellos? —La angustia se apoderaba cada vez más de Ciarán, a medida que se acercaba al secreto que tanto tiempo había deseado conocer.

—Bueno, aún no hemos llegado a esa parte. —La anciana reforzaba su actitud con los movimientos lentos, parsimoniosos, de sus manos—. Debería hablarte antes de tu madre, Muirenn. Una mujer interesante, venida de lejanos territorios sureños, según creo, gentes de la costa. Tenía los cabellos rubios y los ojos verdes y llevaba a las asambleas una capa de un verde vivo, que parecía no envejecer nunca. Recuerdo sus hermosos collares de cuentas y metales preciosos, comercio del Imperio. Decían que tenía parientes hispanos, que era una auténtica milesia.

Ciarán no entendía por qué le costaba tanto concentrarse en la conversación. Para él era imprescindible mantenerse alerta. No se daba cuenta de hasta qué punto caía por una pendiente, hacia la inconsciencia, a gran velocidad.

—Dime dónde están. ¿Eres tú una de ellos? ¿Cómo me encontraron los Necht?

—Esas son muchas preguntas, muchacho.

Ciarán sentía las manos sudorosas, el estómago contraído como si estuviera atado por cuerdas que tiraran de él. Un dolor punzante le atravesó, pero tenía que reponerse. No podía permitirse caer desfallecido. No ahora que estaba tan cerca.

—Empieza por la primera —apremió, haciendo un esfuerzo.

La anciana le miró un momento, de arriba abajo.

—Parece que no te encuentras bien.

—Se me pasará enseguida.

—Mmm… en el estado en que estás no vas a poder atenderme.

La anciana se levantó de su asiento, arrebujándose en la manta.

—¡No! Espera un momento. —Él también se levantó e intentó detenerla, pero para entonces su cuerpo ya no le respondía. Perdió el equilibrio y cayó sobre el suelo.

Pasaron unos instantes que le parecieron eternos. Un sudor frío perlaba su frente y sus labios se volvían cada vez más pálidos, como una extensión de su piel caliza. Una zarza ascendía por su estómago como alrededor de un mástil, hasta arañarle la garganta. Quería hablar, pero necesitaba de todo su esfuerzo para seguir introduciendo el aire en su cuerpo. Arqueó el cuello hacia atrás, en un vano intento de hacerlo más fácil. Sintió cómo todo se volvía más lento en su interior.

La anciana continuaba removiendo el fuego con unas tenazas, ajena a su sufrimiento, sin inmutarse. Era como si él no estuviese allí. Ciarán se preguntó si se habría vuelto invisible. Si la sangre se le había retirado tanto como para hacerle inmaterial, si ya sería poco más que un fantasma. La mujer tomó de nuevo asiento.

—No te esfuerces tanto. Ya estás cerca de saber lo que tanto deseabas. La muerte es el camino más corto para reencontrarse con los Barr. Estoy segura de que te esperan con gran impaciencia.

Antes de perder el conocimiento, Ciarán acertó a oír unas palabras sueltas, como un puñado de dados lanzados sobre un tablero, decidiendo su fortuna: «… el último… asesinos… esos malditos Barr…».

—El cesto del bebé hay que rodearlo con las ramas del roble sagrado. Así. —Brionna entrelazó los brotes con el mimbre de la cuna, meciéndola suavemente. Unas cuerdas de sauce la suspendían de una viga del techo.

Olwen y su madre pasaban las tardes acompañando a una vecina, Daoil, que había dado a luz a un niño hacía dos semanas y aún se encontraba débil y en cama. A Olwen le encantaba su cabellera negra, como de mirlo, y sus ojos de arándano de mirtilo. Admiraba a Daoil desde que era una niña.

—El árbol del túath le protege y le une a nosotros —siguió Brionna—. Así «la gente noble» no podrá llevárselo.

Olwen escuchaba con atención cuando se hablaba de los síde. Sabía que se trataba de una cuestión fundamental. Acababa de cumplir los catorce años y ya podía casarse según la ley. Algunas de sus amigas, de su misma edad, esperaban que sus familias arreglasen sus contratos de matrimonio aquel mismo Samain. Brionna metió sus fuertes manos en el balde donde tenía los pañales.

—Les fascinan los críos humanos —continuó—. En realidad les fascina todo lo que destaca: los hombres más hermosos y fuertes, las muchachas más lindas, los niños más hábiles… Siempre se llevan a los mejores. Uno tiene que tener cuidado de no sobresalir demasiado. —Sacudía con fuerza los paños limpios contra la madera, como si estos le hubieran mordido y ella se estuviera vengando. Luego los retorcía en su peculiar tortura, intentando reducirlos a un tamaño imposible. Al agitar los trapos parecía que ahuyentara, simbólicamente, a los seres de los que estaba hablando.

Las abducciones por parte de los síde eran bien conocidas. Algunas personas marchaban por su propio pie, fascinadas por los encantos de aquellos seres, aun a riesgo de olvidar de dónde procedían y quiénes eran. Los sabios, los poetas y los músicos anhelaban conocer los secretos de sus artes, pero solo «la buena gente» podía abrir la puerta a sus propios dominios. Se decía que algunos hombres, transgrediendo las prohibiciones, habían intentado cavar las colinas: por más que se sacara la tierra, esta siempre se reponía hasta que el lugar estaba lleno de nuevo y cubierto de hierba.

Brionna tomó entonces uno de los paños limpios y envolvió con diligencia al bebé, cruzando con fuerza el lino y atando una cinta alrededor de su cuerpo. Manejaba al niño con soltura, con la experiencia de los seis a los que había criado. Brionna tenía los brazos fuertes y anchos y una capacidad asombrosa para desenvolverse con las tareas de la casa. Como todas las madres, podía desempeñar varias actividades a un tiempo, con presteza y eficacia. Para Olwen, que tenía la constitución débil de su familia paterna, era imposible seguir el ritmo de su madre, por lo que prefería realizar sus tareas en solitario siempre que podía. Así evitaba la sensación de que la estuvieran juzgando.

—Pero a ti nadie te va a robar, ¿verdad, bonito? —Brionna hacía carantoñas al bebé mientras lo mecía de un lado a otro, en el aire—. Tú tienes las uñitas y el pelo de un hijo de rey. Y lo bueno que eres, que no lloras nada…

Olwen sonrió al ver la expresión confusa del bebé, que era demasiado pequeño incluso para reírse. Cuando ella tuviera el suyo no se distraería. El bebé sería lo más importante. Ella lo protegería y ninguna de las mujeres del Otromundo podría arrebatarlo de su lado.

Mientras bordaba junto a su madre, pensaba en Ciarán y en su última despedida. Samain estaba cerca. Volverían a verse y seguirían en el punto donde lo habían dejado, sobre aquel terreno inestable que estaban recorriendo y que, en cualquier momento, podía transformarse.

No recordaba exactamente cómo había sucedido. Cuándo sus encuentros habían comenzado a hacerse emocionantes, a llenarse de incertidumbre y de posibilidades. Hacía al menos dos años: era otra vez Samain y ella había cumplido los doce. Un gesto incómodo, «¿vienes o te quedas?», abierto a la interpretación. Aquella inquietud les había separado por primera vez. Estuvieron sin verse durante seis meses completos. En la fiesta del fuego se habían reencontrado y para entonces había algo diferente en ellos, aunque no lograban especificar el qué. Cuando estaban frente a frente se mantenían la mirada, pero no podían hablarse. Ella se había refugiado en sus amigas y él… él había estado solo, como siempre. Tres meses más tarde, en Lugnasad, Ciarán había corrido por vez primera la carrera de caballos por el río, con casi quince años. Después de que le descalificaran, Ciarán se había marchado de la fiesta, de mal humor y sin decir una palabra a nadie, pero los nudos ya se habían hecho. Olwen le había visto cabalgando en el agua, compitiendo a pecho descubierto con hombres que le doblaban la edad, y le pareció que nunca había estado tan hermoso y noble como entonces. Aquel había sido el momento, quizás, en que se había dado cuenta de que estaba enamorada de él.

Sabía que con Ciarán había una puerta abierta a formar una familia, a quedarse embarazada de él, a proteger a algún niño de que se lo llevaran los síde. Él era como una piedra ogam erguida en mitad de un territorio, dándole un nombre y un significado.

—Las mujeres tenemos un secreto, ¿sabes? —murmuró Brionna al verla ensimismada—. Mi madre me explicó que nosotras vivimos mucho más que los hombres. Un hombre doma un caballo y eso es exactamente lo que hace… O bien siega o navega o combate. Pero las mujeres desarrollamos una multitud de tareas rutinarias que siempre son iguales. Los hombres nos compadecen. Piensan que la vida se nos pasa por delante de los ojos mientras ellos añaden versos a las sagas. Pero la realidad es que estas tareas nos permiten pensar e imaginar, y de esta forma vivimos mucho más. Yo no conozco del Otromundo. No soy druidesa ni sabia. Me conformo con lo que tengo. Pero creo que podemos ver cosas que los hombres no ven. Tenemos el tiempo suficiente para ello. Podemos ver algunas cosas que están en el futuro. ¿Estabas ahora viendo tu futuro, Olwen?

Cuando Ciarán despertó solo le respondían los músculos faciales. Mover el resto de su cuerpo era como intentar arrastrar un acantilado tierra adentro. La luz que se colaba por debajo de la puerta era aún demasiado débil y la hoguera estaba casi extinta.

Acostado sobre la mesa, Ciarán no tenía otra arma que sus pupilas. En aquella oscuridad apenas podía distinguir el borde reluciente de los cristales, abandonados en los rincones, mientras escrutaba con angustia alrededor. ¿Seguiría teniendo sus manos? ¿Seguiría teniendo sus piernas? No podía sentir nada aparte de la cuerda que mantenía su cuello atado contra la mesa. Quizá tenía el pecho desgarrado por el golpe de un hacha y se estaba desangrando lentamente, sin saberlo.

El sonido del metal, rascando repetitivo contra la piedra, le llegó desde el exterior. Lo distinguía claramente. Era posible que el hacha no se hubiera aún ensañado en sus miembros, pero aquel parecía ser su destino final. Y él estaría consciente ante el horror de su propia muerte, descuartizado vivo, incapaz de rebelarse. Su única elección sería la de abrir o cerrar los ojos a tan macabra visión. Seguía escuchando el rascar agudo y certero y apretó los dientes para reprimir la tentación de las lágrimas. La muerte no era más que un resorte que saltaba, como una trampa de ciervo, y liberaba el alma de un cuerpo para permitir que siguiera su camino en otro. Se repitió a sí mismo que estaba preparado para pasar por aquello. Cualquiera que fuese la magnitud de su tortura, tarde o temprano acabaría. Y, sin embargo, sospechaba que, dadas las escasas fuerzas de su captora, su muerte no sería en absoluto rápida, sino más bien larga, difícil, atroz.

En el exterior, la anciana concentraba sus fuerzas y empujaba el hacha a lo largo de la roca, procurando no perder el aliento y repasando después el filo para comprobar sus progresos. Sabía que no disponía de una eternidad y que el amanecer estaba cada vez más cerca, tomando secretamente posiciones. Sin embargo, también sabía que debía dejar el arma en el mejor estado posible. Una cabeza humana podía resistirse mucho a ser cortada. Aquella gruesa acumulación de hueso, tubos, tejidos y sangre hacían que el cuello asemejara un fardo de juncos, fuertemente empacado por cuerdas, apretado pero flexible, difícil de hacer pedazos. Y necesitaba asegurarse de hacerlo pedazos antes de caer rendida.

Repasó todo lo que había dicho sobre Cathal y Muirenn. No eran mentiras, realmente. Medb y ella habían hablado largamente sobre los Barr, durante los años que habían pasado juntas en el bosque. La pobre Medb, que había muerto traicionada por su propia familia, sin ver cumplida su venganza. Comprobó el filo por última vez. Ya debía de ser suficiente.

La sangre describió una forma volátil, como una cinta de humo, antes de desvanecerse en el agua. La misma sangre recorría un camino a gotas tristes sobre sus muslos blancos, como rasguños de zarza en la vuelta a casa de noche.

Olwen sentía cómo el agua le helaba las manos y las entrañas. Le laceraba como una aguja larga, incapaz, sin embargo, de coser la herida natural de las mujeres. Olor a hierro de cuchillo y arado, la sensación de pérdida y de soledad. A la orilla del río, con el dibujo cruel de los guijarros en las rodillas, Olwen se sentía especialmente derrotada. Las ropas marcadas como a mordiscos, desgastándose, perdiendo la materia contra las piedras de lavar. Sus manos delicadas, aferradas a la tela, parecían manos extrañas, de otra mujer; imposible sentirlas como parte de su cuerpo. Frías y pálidas como las de un difunto cuya última voluntad fuera la de seguir ejecutando aquel movimiento, lavando de atrás hacia delante. Aquella tarea imposible de convertir una cosa en otra que no lo era.

En el amanecer plomizo, el río le devolvía una imagen opaca como una bandeja de metal. Aquí y allá sobresalían las piedras, como dientes prehistóricos mordiendo las márgenes, desviando el curso del agua. Tomó el jabón que le quedaba y lo restregó contra el vestido.

Ciarán se había ido hacía apenas dos lunas, ¿por qué entonces le añoraba tanto? Las otras veces que se habían separado él siempre había permanecido cerca, en un lugar conocido, en su granja familiar.

Olwen deseaba rebelarse contra aquella sensación de vacío. Ya estaba acostumbrada a la debilidad y al desánimo, a sentir que se le iba la vida del cuerpo, hilo a hilo, hebra por hebra, para acabar perdida en el río, corriente abajo. Era necesario. Aquel poco de morirse, de hundirse resbalosamente, muy despacio, cerca de las raíces y del limo de la tierra, para luego volver a levantarse. Algún día tendría un bebé entre sus brazos. Estaría en ese mismo río lavando pañales en lugar de sus propias ropas, que le devolvían aquella imagen de imperfección, de estar incompleta por sí misma. ¿Dónde estaría Ciarán? Lo único que deseaba era que Samain, la fiesta de año nuevo, llegara cuanto antes para que todo volviera a estar bien. Se encaminó de nuevo hacia su granja, pálida y silenciosa. Dejó a los mirlos negros piando en las ramas, celosas, sobre el río.

Oissíne no lograba decidirse. El caballo parecía haber pisado sobre sus propias huellas, aún frescas en la tierra húmeda. El casco sobre el casco. Pero en un punto las marcas tomaban dos caminos. ¿Era posible que hubiera más de un animal? ¿Quizás una yegua que se le hubiera cruzado? El absurdo caballo se había separado del grupo para darse a los amores y, aunque había vuelto, su jinete no lo había hecho. Podía estar por ahí con una pierna rota o algo peor.

Se frotó los ojos con el pulgar y el índice. No tenía sentido. Si había un arte que Ciarán tuviera dominado, ese era el de montar a caballo y más todavía a aquel caballo. Cuchillo no podría tirarle ni aunque se le cruzaran veinte yeguas de establos reales, ni aunque se le pasara por delante la mismísima yegua reina del Otromundo. Pero lo cierto es que no aparecía y que no podían seguir sin él. Tenía que encontrarle y pronto. Se decidió por la derecha, donde, más adelante, el camino se abría a un claro. Allí encontró una choza y una fogata al aire libre.

La anciana recogió el hacha y dio la vuelta a la casa en busca de su cuchillo más grande. Debía de encontrarse enterrado en el cuerpo de alguna liebre a medio desollar, a un lado del camino. Hubiera sido fácil permitir que el muchacho se desangrara sin más, abriéndole el pecho con el filo del hacha, pero lo de la cabeza era importante. Muy importante. Se trataba de la residencia de su alma, el recipiente que contenía su espíritu. La envolvería en vendas y aceites para conservarla. O bien sacaría su cerebro y lo endurecería, ligándolo en lino y secándolo, hasta hacer una bola con él. Sería su último regalo para Medb. Su hijo Bróenán no le había traído ninguna de las cabezas de sus enemigos, había hecho un trabajo chapucero e incompleto, con el ánimo de quien no puede escapar por más tiempo de sus obligaciones. Poco respetuoso. Los dioses no debían de estar contentos.

Al dar la vuelta a la casa se topó de bruces con la figura ya conocida del caballo oscuro, llevada por un mozo rubio de aire despistado que permanecía inmóvil junto a la puerta.

—¿Qué es lo que quieres? ¡Esta es mi casa! —protestó ella, adelantándose.

Oissíne quedó cohibido por la impetuosa interrupción de la anciana. Tenía un sentido de la hospitalidad pésimo. Se repuso e intentó responder con la mayor educación de que fue capaz, escogiendo bien las palabras.

—Salud. Mi grupo se ha separado y estoy buscando a un compañero… de pelo negro y ojos claros… Creo que podría estar herido…

—No he visto nada. Esto está muy apartado. Búscale por los alrededores del río.

Dentro de la choza, Ciarán aún sentía su cuerpo paralizado por completo, sus miembros rígidos como las estacas de una casa. Podía distinguir las sombras de Cuchillo y de Oissíne, alargándose en la fría luz que asomaba por debajo de la puerta.

No conseguía pronunciar sus nombres. Necesitaba de todas sus fuerzas para seguir respirando y no disponía de músculos suficientes en la boca o en la garganta.

Afuera, el caballo movía las orejas y se revolvía, nervioso. Oissíne empezaba a sentirse incómodo con aquella situación que no parecía llevar a ninguna parte y con la animadversión que mostraba la dueña de la casa. Al ver que la montura también estaba inquieta, resolvió que lo mejor sería alejarse lo antes posible del lugar. Ambas manos se aferraron con fuerza a las riendas, en un intento de mantener al animal bajo control.

—No lo entiendo —hizo un último intento—. Las huellas terminan aquí, ¿no me podría indicar…?

—Por aquí no ha pasado nadie.

El caballo relinchó y se irguió sobre dos patas. Oissíne retrocedió, asustado, pero no llegó a soltar la brida. Cuchillo Negro era una caballo difícil, de mal carácter, que solo obedecía a Ciarán. No le gustaba. Si se le escapaba, sus problemas serían incontables.

La anciana también comenzó a alterarse al ver que el muchacho no desistía de sus preguntas. Miraba constantemente al horizonte, donde la luz se espesaba. Tenía que inventar algo para librarse de aquel visitante inoportuno.

—Escucha, no eres el único que tiene un caballo por aquí. Yo también tengo uno. Esas pisadas probablemente sean suyas. Nadie vendría hasta aquí a propósito. —La mano huesuda apretó la madera, perfectamente pulida, del hacha—. Espero que tengas suerte y encuentres a tu amigo.

Oissíne decidió dar por buena la respuesta y aferrarse a ella para abandonar aquel interrogatorio ingrato. Se dio la vuelta, arrastrando a duras penas al testarudo animal. La anciana entreabrió con precaución la puerta y, de repente, escaparon los silbidos débiles de Ciarán, que se sabía en un punto entre la vida y la muerte y que había conseguido reunir las fuerzas que le quedaban, desde la médula de los huesos hasta la punta de los cabellos. Cuchillo reaccionó y se giró con ímpetu, escapando a la presión de Oissíne y arrancando de un golpe la puerta de los dedos de su dueña.

Entró en la casa con violencia, relinchando, pisoteando las vasijas y los frascos apilados en el suelo, yendo y viniendo como un vendaval furioso. Oissíne contempló con horror el cuerpo de la anciana tirado en la entrada, atropellado por los cascos de un caballo que él no había sabido controlar. Se dio cuenta de que la mujer seguía respirando y se precipitó al interior de la habitación.

Le golpeó la visión de Ciarán sobre la mesa, atado con una cuerda que le daba vueltas alrededor del cuello y el pecho. Aún conmocionado, tomó el hacha de las manos de la mujer moribunda y se dirigió a cortar las ataduras. La atención de Ciarán estaba cautiva del filo del arma, que tan cerca había estado de darle muerte. Sus ojos eran la única parte del cuerpo que se movía.

—¿Qué te pasa? ¿Estás bien? —A Oissíne le temblaba la voz debido a la tensión. Nunca se había enfrentado a una situación como aquella.

—Es por el veneno —musitó la anciana.

Oissíne se arrodilló en el suelo, junto a ella. Debía de tener varias costillas rotas porque se apretaba el pecho con la mano y parecía dolerle al respirar.

—¿Qué veneno?

—Tendrá suerte si puede recuperar el habla o caminar nuevamente.

Oissíne tenía los ojos dilatados por el miedo y las dudas. No sabía qué hacer para obligar a aquella mujer a hablar. Parecía inútil. Tenía que ayudar a Ciarán, darle agua…

—Oissíne… —continuó ella.

Un escalofrío recorrió el cuerpo del muchacho. Aquella desgraciada conocía su nombre.

—Eras muy pequeño cuando yo me marché, pero mis ojos no son tan viejos. Eres igual que tu madre.

—¿Quién… quién eres tú? —susurró él, cada vez más temeroso. ¿Podía ser aquella mujer un miembro del túath? ¿Alguien que su familia conociera?

—Dale esto a mi hermana, Cranat.

Le tendió un colgante con cuentas de cristal. Oissíne titubeó, pero se trataba de una última voluntad y debía respetarla. Alargó la mano para tomarlo, pero otra mano se le adelantó. Era Ciarán, que se había levantado. Arrojó el colgante contra los restos de las brasas. La anciana gritó, enfurecida, como si se hubiera quemado los dedos con el fuego. Oissíne retrocedió. No esperaba que siguiera teniendo fuerzas para chillar así.

—Ya ves que hablo y que camino —la increpó Ciarán—. ¿Qué más puedes hacerme?

Oissíne le contempló por un momento. Ciarán estaba exhausto y consumido, apenas podía mantenerse en pie, pero su orgullo le había dado fuerzas para incorporarse y enfrentarse a su captora. Aquello que acababa de hacer, despreciando su petición, había sido temerario. Cranat era la mujer más anciana del pueblo. Pero Ciarán era un hijo de rey y había estado en peligro de muerte. Tenía el derecho y hasta el deber de estar furioso.

—Yo no te puedo hacer ya nada, pero sí la maldición de Medb. Ella será quien te persiga y no yo. «Que no tenga descendencia ni parientes. Que sea abandonado y extinto». Eso fue lo que dijo para ti el día en que se marchó. Yo la he acompañado mucho tiempo, pero a partir de ahora lo harás tú.