8
Festival de Samain
Ciarán se levantó temprano. Le despertó la agitación de Caisel, que parecía no dormir ni de día ni de noche. Había descansado bien. Los cabellos le olían al aceite perfumado de Fergus, junto al que había dormido dentro de la hospedería. Su compañero ya se había levantado.
Ciarán salió afuera para encontrarse con el remolino de colores, animales y carros a los pies de la colina. Dirigió su mirada hacia la fortaleza. Ahora, a la luz del día, pudo admirar su solidez y su esplendor, la vehemencia que inspiraba. La piedra caliza de su muralla circular resplandecía en la mañana fría.
La de Caisel era una colina con vocación de montaña. La Izquierda era abrupta, desafiante, un muro de tierra contra Temair, y la Derecha, en cambio, bajaba en una pendiente suave hacia las regiones tributarias. A sus pies se extendían las tierras más fértiles, con sus cercados repletos de vacas: estaban entre los campos más ricos de toda la isla. Ciarán aspiró profundamente. Caisel de los reyes. Era la mañana antes de Samain y él cumplía dieciséis años.
La última y definitiva batalla entre los Barr y los Necht se había librado a finales de enero del 412. Cuando encontraron a Ciarán, el druida no pudo determinar su fecha de nacimiento y decidió tomar el Samain anterior, en noviembre, como referencia. En realidad, Ciarán había nacido seis meses antes, el 24 de abril del 411. Cathal, su padre, le había puesto un nombre que quedaría perdido en el campo de batalla, junto a todo lo demás.
Fergus se estaba afeitando escrupulosamente para la audiencia de entrega de tributos. En ella no solo se daba cuenta de los bienes recibidos sino de los valiosos regalos que Caisel hacía a los reyes subordinados, a los distintos aliados y a las otras capitales, en una elaborada trama de gestos diplomáticos que se repetía año tras año. Fergus no interrumpía su tarea, pero tampoco descuidaba su desayuno, que permanecía en un lateral: varios tipos de gachas, sin escasear la mantequilla, hogazas de pan fresco y toda una colección de quesos, que el propio rey le había hecho llegar. También había algo de miel, que para la época del año resultaba prohibitiva. Fergus dividía su atención entre el desayuno y el afeitado, interrumpiéndose en ambos y haciéndolos inacabables. No tenía prisa. Lo importante, como solía decir, era disfrutar del camino. Ante el espejo estiró la piel de la barbilla, con afán perfeccionista.
Ciarán se adelantó y, cruzándose de brazos, se sentó en el banco, junto a él.
—¿Me necesitas para algo más?
Fergus se acarició la mandíbula, comprobando el resultado de su cuidadoso quehacer.
—Muchacho, deberías estar tomando tu merecido descanso, como hacen los demás. El que no se está recuperando de la borrachera es porque todavía no ha terminado de beber. La mayoría se ha gastado lo que todavía está sin pagar. Se nota que este es el primer año que vienes. A partir del segundo, Caisel te parecerá un lugar como cualquier otro —era más bien una frase hecha porque, para Fergus, Caisel nunca sería un lugar como cualquier otro—. Bien. Dime qué te gustaría hacer y, si está en mi mano, te lo concederé. Lo mismo puedes devolverme el favor algún día.
Ciarán le miró un momento, dubitativo. No le gustaba la idea de tener que deberle favores a nadie, pero la sonrisa sin malicia de Fergus disipó su desconfianza.
—Llévame contigo a los actos oficiales. Preséntame ante Nad Froích.
Fergus observó la imagen borrosa de Ciarán sobre su espejo de metal bruñido. Era una demanda inteligente pues una presentación adecuada podía marcar la diferencia entre la prosperidad y la mera supervivencia. Una petición digna de un hijo de rey. Dejó el cuchillo y partió lo que quedaba del pan en dos trozos, lanzándole a Ciarán la mitad.
—Te conviene desayunar bien. Hoy va a ser un día muy largo.
En la sala principal de la fortaleza, Nad Froích y su esposa primera, la reina Angas, acumulaban ya varias horas de audiencia. El lugar parecía otro. Los esclavos debían de haber trabajado durante toda la noche recogiendo los restos del banquete, desplazando mesas y bancos y sustituyendo los juncos del suelo. Ciarán pudo apreciar, gracias a la luz diurna, la gran cantidad de tejo rojo utilizado en aquella construcción. El árbol sagrado de Caisel era el tejo centenario en la base de la colina y el nombre de su ancestro fundador, Eógan, significaba «el nacido del tejo». Las nobles maderas de la construcción honraban de forma silenciosa y permanente a la dinastía.
Ciarán escuchó por vez primera la voz del rey, que era áspera y poco amable. Su barba era ruda como la superficie de un brezo, en el límite del decoro. Desde su juventud había sido importante para él aparentar mayor edad, pues la figura de su padre era aún poderosa en la mente de súbditos, aliados y enemigos.
—Doscientas vacas ya paridas, cien cerdos cuyos colmillos aún no estén amarillos, cien toros del reino de los Corcu Baiscinn, en el Noroeste —anunciaba el poeta. Añadía algunos detalles descriptivos a las dotaciones, procurando así conseguir un ritmo para recordar mejor los versos—. Cien vacas, veintiún toros, cien ovejas hinchadas de lana, cien capas… —Uno por uno se desglosaron los pagos de los reinos, en una interminable retahíla. Las partidas siempre se abrían y se cerraban con insistentes recordatorios de los derechos de la capital y las razones que justificaban el pago anual—. Estos son los tributos en nombre del territorio. Los ha preservado el recuento de los sabios, no por el bajo estatus de aquellos a quienes se les ha impuesto, sino por el noble rango de la Llanura de Caisel.
Las últimas partidas eran las de los regalos personales de Nad Froích a sus reyes aliados: preciosos objetos de prestigio, destinados a deslumbrar.
—Diez esclavos, diez mujeres fuertes, diez cuernos para beber y diez caballos para el rey Eóganacht, a menos que Caisel de los cautivos sea suya. —La primera partida de la lista era un seguro para la dinastía, una forma de conservar sus derechos en caso de que el asiento de la provincia fuera reclamado por otro grupo, cosa que había sucedido en el pasado, pero que cada vez resultaba menos probable—. Ocho esclavos, ocho esclavas, ocho espadas para golpear, ocho escudos de batalla para el rey de los Déisi. —Fergus se adelantó entonces, junto a Ciarán, para recibir los regalos de su hermano—. Siete caballos de ultramar, siete túnicas rojas, siete perros de presa, para el rey de Múscrige…
Cuando Fergus se echó a un lado, Nad Froích y él se miraron con complicidad. El rey interpretó la presencia de Ciarán en aquella ceremonia como un pequeño recordatorio de su apuesta pendiente. No lo necesitaba. Estaba deseando que llegase la hora.
El intercambio de bienes terminó hacia el final de la mañana, pero había embajadores de muchos reinos y era difícil aproximarse al rey. Cuando el propio monarca consiguió acercarse, Fergus realizó las presentaciones prometidas:
—Ciarán, hijo de Bróenán, rey de los Necht de la Llanura del Cisne.
—¡Y además corredor de carreras! Fergus me ha estado hablando de tus habilidades. Eso está muy bien. Un buen potro no debe quedarse mucho tiempo en la cuadra o se le acaban atrofiando las patas…
Ciarán estaba confuso y la seriedad de su rostro así lo evidenciaba. ¿Corredor de carreras? Solo había corrido una carrera en su vida y había resultado un desastre. Miró al rey con extrañeza y este frunció también el ceño, pensando que quizá su metáfora no había sido comprendida. Decidió cambiar de tema:
—Tengo un hijo de tu edad, ¡Eochaid! —le llamó, y un muchacho rubio, apuesto, se acercó hasta él—. Mira, este es el chico que nos hará perder la carrera de esta tarde.
Eochaid era un muchacho inteligente y resuelto, orgulloso, un líder nato. Le faltaban unas pocas semanas para cumplir los dieciocho. Sus ojos azul claro los había heredado de su madre, Angas, pero en ellos habitaba siempre una chispa que era de cosecha propia y que multiplicaba su carisma y su frescura. Su mentón era cuadrado y masculino y en él se dibujaba una sonrisa amplia, de dientes blancos y alineados. Olía a madera y a resina.
Enseguida conectó con Ciarán, a pesar de que este seguía desconcertado por la noticia de que, en poco más de tres horas, estaría compitiendo con algunos de los mejores jinetes de la provincia. Cuando aceptó la oferta de viajar con Fergus pensó que podría disfrutar de las carreras como espectador, nunca como corredor. El príncipe se ofreció a mostrarle el circuito.
—El druida mayor de mi padre dice que hay tres ocasiones en que los caminos deben estar despejados. —A un lado y otro veían trabajar a los sirvientes, que se afanaban en despejar la ruta de troncos, piedras y basura—. Durante el invierno, durante la guerra y para las carreras. Así que aquí se juntan dos motivos. En cuanto a la guerra… —desenvainó su espada y la hizo bailar diestramente a ambos lados de su cuerpo antes de envainarla de nuevo— todo llegará.
La de Samain era una carrera especial: no se disputaba en torno a las faldas de La Roca, como las demás, sino que se organizaba a poco más de 3 kilómetros al Oeste, junto al río Siúr. El circuito era ancho y antiguo y no pasaba por ninguno de los caminos de reciente construcción. Ciarán estaba en clara desventaja, pues los demás jinetes dominaban cada recodo y podían maniobrar con antelación. La carrera del Aguablanca, llamada así porque debía cruzarse el puente del mismo nombre, era la más difícil de cuantas se realizaban en la provincia. Se cruzaron con un par de nobles, montados en un carro, que también estudiaban el trayecto.
—Esos de ahí son Bran y Domnall —le asesoró Eochaid—. El primero es demasiado impaciente, desespera pronto. Agotará al caballo en la segunda curva y no le quedarán fuerzas para más. Le pasa todos los años.
—Algo bueno tendrá…
—Sí, su mujer. Mór.
Estaba claro que el príncipe estaba acostumbrado a decir exactamente lo que pensaba.
—¿Y el otro?
—Domnall es mejor corredor, pero apura muy mal en los cambios. No deberías preocuparte por ellos. Al menos si eres la mitad de bueno de lo que dice el Tuerto… Siempre estás a tiempo de echarte atrás.
Ciarán se estaba hartando de la pose de superioridad del príncipe. No tenía por qué aguantarle aquella actitud. Le miró de reojo y acudió a la manida técnica del contraataque.
—¿Y qué pasa contigo? ¿Tú no participas?
Eochaid sintió el picor de la provocación en su ánimo. Miró a Ciarán desafiante y luego desvió la atención a su espada, que había desenvainado nuevamente. Lucía la hermosa empuñadura de un hijo de rey, de bronce en lugar de hueso, adornada de espirales. La hoja, doble y de líneas paralelas, adaptada de la spatha romana, era algo más corta que su brazo. Enriquecida con arsénico, parecía de plata. Cuando reflejaba el sol de lleno concentraba una luz blanca, limpia, como los dientes de un perro a punto de morder, pues su nombre era Congalach, el perro furioso de la batalla. Una joya de afecto, el regalo de su familia de acogida al cumplir los diecisiete. La balanceaba de un lado a otro: la hoja suspendida, al igual que su respuesta, ejercitando la muñeca, sin dejar de caminar. Congalach aún permanecía sin estrenar en su vaina, reluciente como una espada ceremonial, sin un rasguño ni muesca, y Eochaid estaba deseando completar su entrenamiento y tomar oficialmente las armas.
—Las carreras son un completo absurdo —sentenció finalmente—. A mi padre le encantaría que corriera. Pasó años insistiendo hasta que se convenció de que ninguno de sus hijos lo haría. Lo de llamarme Eochaid[17] no es casualidad… No me interesa. Si hace falta ya pondré al caballo a pisar sobre brasas. En una batalla, en una cacería… Pero correr por correr… no tiene sentido alguno. Lo mío es el immáin.
Ciarán lo dejó pasar. Eochaid ya había reconocido, hábil y sutilmente, que no tenía gran maña para la monta. No había por qué enemistarse. Que cada uno dejase su orgullo en la vaina, con la espada.
Recorrieron el circuito de parte a parte: en la primera había obstáculos y se empezaban a definir los puestos. Una segunda, de curvas cerradas y pasos estrechos, exigía la mayor habilidad. La última se dedicaba a correr. Un intento de arrancarle las leyes al suelo.
De vuelta al campamento de salida, donde se habían montado un par de tiendas temporales, se cruzaron con dos de los capitanes de Nad Froích, que habían llegado en sendos carros.
—Por estos sí que te tienes que preocupar —le advirtió Eochaid. Tomó un largo trago de hidromiel, de un odre que contenía nueve medidas de huevo y por el que había intercambiado un buen anillo de pulgar.
Ciarán observó un instante a los dos hombres. Ambos eran imponentes, altos y fuertes, de inconfundible estampa guerrera y edad cercana a los treinta. El primero de ellos era rubio, de facciones nobles, barba recortada y anchas espaldas. Se deshizo de su capa de verde y se la tendió a su esclavo, revelando cicatrices de batalla en el brazo izquierdo. Llevaba cinco anillos de oro, uno por cada dedo, en cada una de las manos.
—El capitán Conaire. Campeón del año pasado. Su habilidad para las carreras es la menor de sus virtudes. Un guerrero excelente, el mejor. —En los ojos de Eochaid se podía leer la mucha admiración que le tenía—. Conaire es mi padre adoptivo.
El segundo era un hombre de cabellos muy oscuros y encrespados, mirada azul claro y un acento desconfiado en la expresión, incluso cuando parecía charlar relajadamente. Sus ojos eran pequeños, pero los mantenía muy abiertos todo el tiempo, como si siempre se hallara violentamente sorprendido o disgustado. Esto solía descolocar a su interlocutor, aunque se contradijera sonriendo ampliamente, mostrando la falta de dos muelas en el lado izquierdo. Lucía un tatuaje en la mano derecha, que subía por su antebrazo hasta perderse bajo la túnica.
—El capitán Murchad. Igualmente peligroso en batalla. El brazo duro de mi padre. Enemistarse con él es conseguirse un problema para toda la vida.
—Lo tendré en cuenta —le contestó Ciarán, sin llegar a tomar el odre que Eochaid le ofrecía.
—¿No quieres?
Ciarán miró el recipiente con desconfianza y negó con la cabeza.
—No bebo nada que no sea agua del río. Que pueda recoger con mis propias manos.
A Eochaid le sorprendió sobremanera aquel comentario. Más viniendo de un hijo de rey, que debía de estar acostumbrado a los banquetes.
—¿Crees que voy a envenenarte?
—Tu padre está apostando contra mí, ¿no es cierto?
—Vaya… Has debido de tener unas experiencias muy… intensas al respecto. Para decidir pasarte el resto de tu vida bebiendo agua como los caballos, quiero decir. —Apuró el trago que le quedaba. Un licor tan caro no se iba a desperdiciar—. Te diré algo antes de irme: los sauces son árboles extraños. A veces te das la vuelta y cambian con el viento. Los tejos, en cambio, son árboles fuertes, seguros, aunque se utilicen para hacer veneno. Al fin y al cabo, el tejo es el árbol de nuestra familia.
Le golpeó ligeramente el pecho, como despedida amistosa, y se alejó, camino de la línea de salida.
En la Llanura, la víspera de Samain provocaba una intensa actividad. El cielo permanecía nublado aunque ligero, con algunos claros que auguraban un buen día, de lluvias suaves y racheadas. Celebrarían la fiesta al aire libre, tal y como había prometido el jefe Bróenán.
Los primeros en alcanzar la colina del Noroeste eran siempre los niños, que solían llevar ventaja a los mayores y competían por recoger bayas y bellotas. Todos deseaban ser los primeros en alcanzar la cumbre, anticipando las actividades deportivas que llevarían a cabo sus hermanos mayores. Estos eran los encargados de trasladar todo lo necesario para que la celebración fuera un éxito: leña, queso, cubos de leche y de cerveza, calderos y cazos, truchas y salmones, pan de cebada, bollos y confitura que tenían que apartar todo el tiempo de los dedos de sus hermanos pequeños. Había que transportar la mitad del túath cada vez que se organizaba una fiesta al aire libre.
Olwen aspiró el aire de la altura mientras sentía el viento frío en el rostro. Era de las primeras en llegar. Se cubrió con la mano para que el sol no la deslumbrase. Decían que, en días despejados, podía avistarse incluso el serpenteo del Sinann, el río más largo de la isla. Desde aquellas cimas, los Necht podían contemplar sus propias granjas, las tierras que les pertenecían. No eran solo su sustento y su propiedad, sino el lugar donde descansaban sus ancestros, el que habitaban sus dioses locales, el que les daba una identidad. Podían reconocerse en aquel paisaje verde y ondulado. Contemplar sus dominios era como contemplarse a sí mismos.
Olwen llevó la mirada sobre las copas de los árboles, sobre los bosques resaltados en verde oscuro y continuó sobre las praderas que humeaban aquí y allá por las fogatas apagadas. Sus ojos claros siguieron el curso de los cuatro ríos jóvenes que regaban la región: el Niam, el Cisne, el Fial y el Dalua. Al fondo, apuntaban tres hileras de montañas de altura media. Al Oeste se prolongaba el Camino Viejo. Y, finalmente, al Noroeste, Caisel. Invisible a sus ojos debido a la distancia. Se recogió las trenzas en un pañuelo y comenzó a disponerlo todo para la comida.
Diarmait y su hermano habían acudido el día anterior para ayudar a clavar las estacas de las tiendas. Ahora colocaban juntos la techumbre de cueros que resguardaría los víveres en caso de lluvia. Diarmait vio pasar a Olwen un momento, con el pañuelo azafrán enmarcando sus facciones menudas, el rostro tan blanco como entraña de trigo.
—Toma. —Diarmait le entregó unas ramas de mirto de turbera—. Hazme una guirnalda. Ganaré algo para ti.
Olwen sonrió, mientras él se alejaba.
Más tarde en la mañana llegaron los padres y los mayores, charlando y cantando. Unos grupos tomaban el testigo de otros y pronto el sendero se llenó de alegres sonidos de flautas y tambores. La mayoría llegaban andando, mientras que los nobles y los ancianos lo hacían en carros.
Algunos de los hombres comenzaron a marcar la tierra nada más llegar: carreras, competiciones de salto, pruebas de equilibrio, lanzamientos de piedras y lanzas… Cada uno tenía en la memoria lo que consideraba auténticas hazañas de años anteriores. Pronto la colina quedó atestada de gente con ganas de fiesta, entregada a los cantos, apuestas y trifulcas.
Diarmait cumplió su promesa y ganó varias carreras pues era un buen corredor, de piernas ágiles. Se sentía pletórico por las victorias y la fiesta no podía ser más perfecta para él. Olwen estaba en compañía de sus amigas, no pendiente de Ciarán como tantas otras veces. La había observado como se observa a un pez en la corriente del río, para ver dónde se esconde, cómo se mueve entre las piedras, cómo le brillan las escamas. Ahora ella parecía, por fin, tener ojos para ver y oídos para oír. La reclamó a su lado muchas veces, después de cruzar la línea de meta. Olwen se quedó sin guirnaldas en las manos. Solo se había guardado una, la más hermosa, por si Ciarán aparecía en la última prueba: la carrera de caballos por el río.
La dejó en un cesto aparte, tapada para que ningún otro pudiera pedírsela. El resto acabaron repartidas por toda la fiesta, la mayoría expuestas sobre el pecho de Diarmait. El vivo interés que mostraba hacia ella suscitaba comentarios acerca de la buena pareja que hacían. A la gente le gustaba ponerse a hablar de boda en cuanto tenía oportunidad y muy especialmente durante los festivales, que eran la ocasión perfecta para presentar a los jóvenes y arreglar los matrimonios. En aquellos días siempre había movimiento, viajes por motivos mercantiles y familiares, muchachos que regresaban de la adopción con nuevas alianzas a sus espaldas.
Después de que todo el pueblo comiera y bebiera, celebrando la protección de sus dioses y la esperanza de un invierno clemente, la comitiva descendió hasta el valle para disfrutar del momento estelar de la asamblea: la esperada carrera de caballos. Cinco muchachos se presentaron, desnudos de cintura para arriba, con pañuelos de colores atados al cuello. Llegaría un momento en que el agua les cubriría hasta que los pañuelos apenas fueran visibles.
Sentado en el interior de la tienda, Ciarán ya vestía la túnica negra que le diferenciaría del resto de corredores. Los capitanes y veteranos tenían preferencia sobre los tintes más lujosos: púrpura para Conaire y escarlata para Murchad. Verde y azul para Bran y Domnall. Azafrán, marrón, blanco, gris y negro eran los colores de menos valor. Solo se había permitido la participación de nueve corredores, todos nobles, y Ciarán era con diferencia el más joven de todos.
Apoyó los brazos y la frente en el costado de Cuchillo. Se aferraba a sus ásperos cabellos, hirsutos como los rayos de un sol negro dibujado por un niño. Se repetía a sí mismo que era solo una absurda carrera. Le enfurecía estar nervioso. Buscó en su mente y se concentró en un lugar y un momento, años atrás, una tarde en que sintió que era capaz de hacer cualquier cosa, en que sintió que podía contener el mundo entero dentro de su pecho. Lo aspiró, en el aire, hasta que le dolió.
Tenía diez años y montaba a Cuchillo sin riendas, a lo largo de la parte baja del río, donde las caídas eran menos peligrosas. Aquel día ni siquiera se acercaría al suelo. Podía intuir al caballo y este, a su vez, podía percibir sus pensamientos. La distancia entre ellos era tan fina como una membrana a través de la cual podían verse y sentirse, darse forma el uno al otro. La tarde incendiaba las hojas de los árboles, hería sus ojos azules, donde todo se transformaba. La corriente universal, el vuelo. La sangre de Cuchillo era su sangre y él ya no existía más. Estaba hecho de agua, de sol y de tierra, de las puntas de alfiler de las estrellas. Galopaba tan alto que podría haberlo hecho por el Camino de la Vaca Blanca y su tajo de espuma en el río era tan profundo como un reguero de polvo cósmico. Ya no estaba solo en la extensión inexplorada del mundo. Él era el mundo. En su pecho. Perfecto.
Entonces se había aferrado a las crines de Cuchillo igual que ahora, con las entrañas, buscando aquellas ligaduras firmes con las que se anudaba a la tierra como por un cordón umbilical. Así es como escuchaba y era escuchado. Otros hombres tenían otros talentos, pero a Ciarán no le eran necesarios. Cuchillo Negro era su espada, su arado, su yunque y su martillo. La forma que tenía de modificar el mundo a su alrededor.
Sonaron las trompetas de bronce, largas y curvas como esloras de barcos. Ciarán subió al caballo y se encomendó a la diosa Macha.
Desde su alto puesto sobre la colina, Fergus no despegaba sus ojos del circuito. Las carreras de Caisel se habían hecho cada año más populares y atraían a corredores de toda la isla, hambrientos de riqueza y de prestigio. El oro también se movía de forma invisible, cruzando como aromas de mujer en el aire, en forma de apuestas. Se decía que en Caisel, durante Samain, se movía tanto oro que la fiesta agotaría las minas del Sureste, si durase más días.
Ciarán había salido en una posición intermedia, pero Fergus sabía que el primero era un tramo de tanteo. En cabeza sobresalía Bran, según lo esperado, manteniendo la ilusión pasajera de que corría solo. El segundo era el capitán Conaire, templado y seguro, la apuesta del rey. Los demás corredores permanecían muy igualados y los caballos hacían su máximo esfuerzo. Nubes furiosas de vapor escapaban de sus ollares con cada empuje del galope.
Fergus se preguntó si no se habría precipitado. Quizás el muchacho era, en verdad, demasiado joven. Esperaba que sus cualidades no quedaran ahogadas por la presión y la inexperiencia. Deseaba asomarse, aunque fuera un instante, a aquella brecha que se abría alrededor de él y que le erizaba la piel. La victoria o la derrota le parecerían entonces irrelevantes.
Miró de reojo a Nad Froích, que estaba tan abstraído que ni comía. La magia de las carreras convertía a los hombres en extrañas antorchas inapetentes.
Dentro del recorrido, el mundo se sacudía arriba y abajo con un constante martilleo. Ciarán, sin embargo, no era consciente de nada más que del pasillo que se abría en el viento, ante las patas de las bestias. Su mirada estaba fija en la siguiente curva, en los huecos que se mostraban por unos instantes para después desaparecer. Competir con otros caballos no le parecía muy diferente de competir con el río. Este a veces se ensanchaba, permitiéndole conquistar largas distancias, y otras veces le tendía trampas.
—Ese Conaire pertenece a las mismas Gentes de Danu —dijo Nad Froích, desde la tribuna—. Ya pueden venir a retarle desde todos los reinos de este mundo o del Otro. Mis capitanes son como mis mejores toros.
Fergus no dijo nada, pero sonrió al ver que Ciarán iba ganando algo de terreno. Se acercaba al tramo más difícil. Era su oportunidad. Se levantó y apoyó la bota sobre el banco, nervioso.
En el primer bache se sucedían unos troncos huecos que podían saltarse o bien rodearse. Conaire y Murchad los saltaron todos y se despegaron del resto de la carrera, al igual que otros dos corredores, más rezagados, que también consiguieron saltarlos. Ciarán no necesitó hacerlo: sus maniobras en los espacios estrechos eran admirables. Encarriló bien a su montura, lo que le permitió mantenerse cerca del grupo de cabeza. Algunos troncos rodaron por el suelo ante la desesperación de los corredores de cola, que veían reducidas sus posibilidades.
Ciarán tenía ahora cinco jinetes a batir. Los capitanes encabezaban el duelo principal para deleite de su rey, que tenía más satisfacción en el pecho que ámbar en su puño. Su esposa primera ya se había acostumbrado a aquella extraña costumbre, al tintineo incesante de unas cuentas contra otras y a los dedos hundiéndose en el cuenco, tibio del contacto. A la reina irlandesa le aburrían las carreras. No entendía cómo su marido podía dedicarles tanta sangre de sus venas ni tanto oro de sus arcas. Su mirada se dirigió hacia Faochan, su rival britana, sentada en la mesa de los nobles, a pocos metros. El pañuelo de la muchacha, de seda violeta, se coronaba con una tiara romana, como un trofeo de guerra sobre el dintel de una casa. Aparentaba interés en el evento mientras reía con una de sus damas. En sus conversaciones privadas la reina la llamaba fáechan, el caracol de mar, por lo pegajosa que podía resultar.
A Ciarán le pareció que la carrera se relajaba y que el camino se volvía algo más ancho. A su izquierda estaba la pared de la colina y a la derecha un precipicio de escasa altura sobre el río. De repente los vio: tejos recién heridos, las entrañas rojizas, venenosas. Formaban una empalizada a la izquierda y apuntaban de forma oblicua hacia el camino, amenazando con herir a las monturas. En invierno eran más tóxicos que nunca. Inexplicablemente, los corredores de cabeza pasaron muy cerca de ellos, sin llegar a rozarlos, cuando sobraba espacio a su derecha. Ciarán realizó una amplia maniobra para ocupar el hueco. Sauces. «A veces te das la vuelta y cambian con el viento. Los tejos, en cambio, son árboles fuertes, el árbol de nuestra familia». La imagen de Eochaid repitiendo aquel extraño enigma se apareció en su mente un instante antes de que la trampa le engullera, envuelto en la sombra de su propio caballo, y le hiciera caer sobre el lecho del río, pocos metros más abajo.
Fergus ocultó su rostro en la palma de la mano. Ciarán había desaparecido en una de aquellas bocas ocultas, terrenos falsos en altura que los corredores locales conocían bien, pero que un competidor venido de fuera corría el riesgo amargo de encontrarse. La carrera se había terminado para él. Lástima de ocasión perdida. Nad Froích le dirigió una mirada irónica.
—Is mór in bét[18]…
Cuando Ciarán sintió el planchazo de agua fría se agolparon en su mente un sinfín de pensamientos, que no conseguía concretar. Una sensación de caos oprimía su cabeza, abrumada por los relinchos de Cuchillo. El caballo se puso en pie, nervioso, cabeceando sin parar y golpeando al jinete en su agitación. A Ciarán le dolían las manos por haberse intentado agarrar a los salientes de la roca y tenía dificultades para ver. Le había entrado arena en los ojos y se había debido de dar un golpe, a juzgar por el reguero de sangre que le bajaba por el cuello. El caballo seguía acorralándole a cabezazos contra la pared de tierra, la misma por donde la carrera continuaba, varios metros más arriba. Ciarán, finalmente, estalló:
—¡Está bien, maldita sea!
Lo montó y lo puso al galope en el nivel inferior, que corría paralelo al circuito y correspondía a un tramo bajo del río. El caballo ya había decidido por los dos. La carrera no se había terminado.
—Para estarse retirando, parece tener mucha prisa —insinuó Nad Froích, intrigado por el nuevo rumbo de los acontecimientos. Hacía mucho que no sucedía algo así. Todo el mundo se arrimaba al lado de la montaña y no al del precipicio.
—Nadie dijo que para retirarse tuviera que volver atrás —le respondió Fergus, más esperanzado. Estaba seguro de que Ciarán podía remontar y salvar el desnivel, ponerse a la altura de los demás. Aunque estuviera descalificado. Aunque la trampa se hubiera tragado sus siete vacas de apuesta—. Volverá a la pista. Alcanzará a Conaire y a Murchad. Apostaría por ello…
—¿Debo recordarte que ya hay una apuesta pendiente y que está perdida por tu parte?
—¿Tienes miedo de hacer una segunda?
—¡Por mis capitanes me apostaría mi diadema de oro, el manto real y hasta las joyas de mis esposas! —exclamó el rey haciendo aspavientos ante la mirada escandalizada de Angas—. Te apuesto esa yegua blanca que tienes contra el mejor ejemplar de mi establo. Lo escogerás tú mismo.
Incluso con la vista a medias nublada, el dominio de Ciarán montando en el agua era insuperable. Su habilidad no pasó desapercibida a los espectadores de la colina: consiguió cerrar los labios de Faochan, captar la atención de Angas, detener la mano compulsiva de Nad Froích. Pronto, muchos de los nobles quedaron más pendientes de aquel recorrido paralelo que de la carrera oficial que se desarrollaba por encima. El nivel bajo del agua permitía que caballo y jinete alcanzaran una gran velocidad y se mantuvieran a la altura de los demás corredores, los cuales tenían que lidiar con las curvas y la presión entre ellos mismos. Extrañamente, parecía que a Ciarán el agua le beneficiara. Era como si consiguiera correr más rápido por el río que por el suelo.
A ojos de Nad Froích quedó claro que aquella figura combinada de jinete y montura estaba tocada por lo extraordinario. No era ya Ciarán, no era el caballo negro. Aquel parecía un encuentro privilegiado entre todos los posibles entre un animal y un hombre. Cuando Ciarán galopaba por el río se envolvía en una intangible caricia de luz y agua, un leve resplandor brumoso, la mano amorosa de Macha. Gotas como pequeños espejos atrapaban la luz sobre los arneses y los hacían brillar. Le seguía una furiosa cola de agua desgarrada: la estela de espuma de un cometa.
Siguió galopando paralelo al camino mientras que, más arriba, los jinetes se preparaban para enfilar el último tramo. Debía llegar al puente antes de que eso sucediera, pasar bajo la construcción de madera y rodearla. Su mirada se encontró un instante con la de Conaire, cuando ambos cruzaron los caballos, el uno por arriba del puente, el otro por debajo. El rubio capitán les llevaba ventaja a todos y abría el camino con el púrpura de sus ropas. Ciarán maniobró junto al pie del puente, lo rodeó y tomó impulso para trepar la empinada colina, desesperadamente, como si huyera de un suelo que quisiera tragárselo. La túnica escarlata de Murchad se le cruzó como una cuchillada al culminar la ascensión. Espoleó de nuevo a Cuchillo y, con una amplia curva a la izquierda, entró de nuevo en el circuito, lo que hizo que varios de los espectadores se pusieran en pie, incluyendo a Nad Froích. Era emocionante ver cómo se había recuperado, cuando ya parecía todo perdido. Estaba siendo una carrera diferente de todas.
Casi no podía ver debido al polvo y a la sangre, pero sabía que le sacaban muchos cascos de ventaja. Demasiados. Vislumbró el destello de la línea de meta, las puntas sobredoradas de las altas estacas. Solo había una manera de enfrentarse a aquella distancia: por la fe. Cerró los ojos. No era más que una línea recta. Debía desaparecer hasta niveles en que nunca lo había hecho. Dejar que el polvo de su piel formara parte del polvo del camino, que sus cabellos y sus miembros se rindieran a la misma corriente que las hojas y las ramas, con la misma inercia de un ahorcado. Su corazón debía hacerse uno con la música de la tierra… y olvidar todo lo que no fuera eso.
Se olvidó de las heridas y de la competición, de la sangre en su cuerpo, se olvidó de Caisel, de Fergus, de los Necht. Se olvidó de Olwen, que era la marca última antes de estar consigo mismo. Veía claramente la luz en su cabeza, la avistaba como una barrera que tenía que romper. Su diosa protectora tiraba de él, arrancándole el mundo visible: trozos de árboles, de ríos y de rayos de sol, un pellejo de formas y colores. Se dejó llevar.
Aquel era un lugar de silencio, un vacío blanco. Su espíritu era un barco a la deriva en un océano de tiempo. Ante él se abrían de nuevo regueros de estrellas, subterráneos caminos de plata, orillas de islas divinas sobre el mar del Oeste. La Tierra de la Promesa, la Llanura del Placer, la Tierra de las Maravillas… Y por encima de todas, resplandeciente, la Tierra de los Jóvenes. Ciarán galopaba bajo la atenta mirada de un sol frío, de marfil. Su claridad le llegaba a través de los párpados. Era la diosa Grian, que se sonreía.
Podía escuchar ahora a la multitud, el eco informe alimentado por muchas voces, que gritaban al mismo tiempo. Quedó atrás el alboroto y su carrera se desinfló poco a poco, como el largo expirar de una inmensa bocanada.
Abrió los ojos lentamente: el mundo era un extraño mosaico borroso. El camino tomó forma poco a poco y se reveló vacío de corredores. Se dio la vuelta y distinguió, en la lejanía, a los dos capitanes y a sus caballos, atrás, junto a la línea de meta, recibiendo felicitaciones. La figura voluminosa de Fergus, en carrera hacia él, fue lo último que acertó a ver antes de perder la conciencia sobre el lomo del caballo.
El dolor de la herida en la frente le hizo aferrar el brazo del médico.
—¡Eh! —Le calmó Fergus, dándole suaves palmadas en la mano—. No pasa nada… ¿Qué tal estás?
Le estaban atendiendo sobre la misma arena del camino. Apenas se había desvanecido un instante.
—No lo sé… No puedo ver.
—Este sanador ha dicho que te pondrás bien. Y, créeme que no falla una. Tiene más de treinta remedios diferentes, solo para los ojos. —Fergus metió la mano en la bolsa del médico britano y sacó primero su sello personal, suave, de jabón de sastre. Lo dejó a un lado y rebuscó hasta sacar cuatro tabletas minúsculas, verdosas y azuladas, que le ofreció. El médico escogió una de aplicación común, hecha de algas de mar con algo de cadmía. En su lateral destacaba la inscripción «MIXTVM AD CL», mixtum ad claritatem, justo debajo del sello con su nombre. La raspó cuidadosamente sobre un cuenco de agua, diluyendo así los granos finos, irisados, que cambiaban entre el gris, el verde y el azul.
—Cruza el mar todos los años para venir a las carreras —siguió hablando Fergus. Dilataba la conversación para distraer a Ciarán y que no pensara en la cura—. Digamos que ha decidido ampliar un poco su itinerario habitual para poder asistir, ¿no es así? —El médico sonrió y le tendió un pañuelo empapado en la mezcla. Fergus se lo puso a Ciarán sobre los ojos—. La herida en la frente no es nada importante. Te la coseremos ahora. Te pondrás bien…
—Fergus…
—Dime.
—¿Cómo acabó todo?
Fergus sonrió, aunque Ciarán no pudiera verle.
—Lo has hecho bien. Hoy has hecho feliz a este viejo aficionado. Macha puede estar orgullosa.
Ciarán había terminado compitiendo en cabeza con los dos capitanes, pues Murchad había reservado gran parte de su potencia para el final y había conseguido igualarse con Conaire. Los dos cruzaron la línea de meta, entre los postes, con apenas una cabeza de diferencia —el capitán rubio, de nuevo campeón—, y quedaron estupefactos cuando, un instante después, Ciarán pasaba como una exhalación y seguía galopando, como si tuviera fuerzas para llegar hasta los confines del mundo. El muchacho de pueblo, herido, medio ciego y descalificado, pero, a pesar de todo, extraordinariamente veloz. Conaire no pudo evitar el recuerdo de su cruce de miradas en el puente. Había presenciado aquella hazaña con sus propios ojos.
—Para el capitán Conaire: siete esclavas para servir en su noble casa, siete caballos de los establos reales, siete copas de bronce bellamente trabajadas y siete anillos de oro. Para el capitán Murchad: siete caballos de guerra con sus arneses. Ciarán mac Machae, puedes acercarte.
Todos en la asamblea miraron a Ciarán, pero él estaba desorientado. No se esperaba que fueran a nombrarle y menos con el apelativo de hijo de la diosa. Fergus le hizo una seña con la cabeza para que se aproximara.
—Para tu viaje de vuelta.
Nad Froích le puso por encima una hermosa capa de invierno escarlata, de la mejor lana de la provincia, y la sujetó con un broche de alfiler de plata. Le entregó también una vaina de espada repujada en bronce: dos caballos enfrentados bajo un ciervo de largas astas. Las delicadas siluetas de los animales eran arrancadas aquí y allá a las curvas y espirales del conjunto, como formas semidivinas, atrapadas entre los mundos de las ideas y las realidades. El rey le obsequió también con unos arneses, que él separó para entregarlos a la diosa, durante las ofrendas rituales de la noche.
Ciarán recibió numerosas felicitaciones. Algunas doncellas nobles le regalaron las cintas de sus cabellos para que se cubriera la herida de la frente, compitiendo entre ellas por ver al Hijo de Macha adornado con una de sus prendas. El sobrenombre le gustaba. Un consuelo a la certeza íntima de que nunca conocería a sus verdaderos padres. Aquel era un nombre que no le había llegado por nacimiento, sino que lo había ganado con sus méritos y le pertenecía por derecho.
Pudo al fin admirar al capitán Conaire, cuando este se acercó a felicitarle. Todo en él tenía una apariencia noble: su melena rubia, impecable, sus cuidadas manos a pesar de la vida de soldado, sus anillos de oro y su torques refulgente alrededor del cuello. Su capa caía como un pesado manto de varias dobleces, hasta rodear el cuero fuerte y bien cosido de sus botas. Era alto y sólido como una almenara. En batalla, su figura debía de ser una referencia inconfundible para todos sus hombres.
—Una magnífica carrera. Te felicito.
—Gracias —asintió Ciarán procurando mantenerle aquella mirada azul, que intimidaba.
—No eres de por aquí, ¿verdad?
—Vengo de la Llanura del Cisne, cerca de los Juncos.
—Ya… —Conaire quedó dubitativo. No conocía la Llanura pero, definitivamente, la región de los Juncos no podía perderse de vista. El Oeste lo gobernaba Coirpre, el hermanastro del rey. Un traidor—. Cuéntame algo más de ti. ¿Tienes algo pensado sobre tu futuro? ¿De qué familia vienes?
—Estoy aquí por los tributos. Soy hijo de Bróenán, rey de los Necht. Tenemos buenos caballos…
—Eso ya lo veo —le interrumpió—. Tienes un animal extraordinario. Sin embargo, he montado los suficientes como para reconocer el mérito de un buen jinete. Tienes mucho potencial y no solo como corredor. —Le miró gravemente, permitiendo que la insinuación le penetrara el ánimo. Ciarán no sabía cómo tomarse aquella especie de desafío—. Si vuelves por aquí, hablaremos —se despidió.
Antes de que Ciarán lograra asimilar completamente aquella conversación ya tenía a Eochaid a su lado, eufórico, dándole palmadas en la espalda.
—Do shoínmigi sin[19] —exclamó—. ¿Qué te ha dicho el capitán? Nos tienes a todos boquiabiertos…
Ciarán no respondió. Conaire había regresado junto a Murchad y ambos comentaban y le dedicaban miradas de vez en cuando.
—No te preocupes —siguió Eochaid—. Seguro que es para bien. Lástima que no me prestaras atención con lo del acertijo porque está claro que hubieras ganado —recalcó orgulloso. El gusto por las adivinanzas lo tenía desde niño, de ver a su padre ejercitar su mente en ellas con los asuntos más triviales. Acertijos en la mesa, acertijos sobre el clima, acertijos sobre prostitutas.
—Podrías haber sido un poco más claro, ¿no crees? —se quejó Ciarán, que por fin parecía haber recuperado la atención—. Me habrías evitado acabar… ¡Medio muerto! ¡Y descalificado! —bromeó, contagiado por el ánimo del príncipe. Aquel entusiasmo salvaje parecía acompañarle siempre, aguardando cualquier ocasión para manifestarse.
—¿Medio muerto…? —resopló Eochaid—. Si estás perfectamente. Escucha, te presentaré a unas chicas que te dejarán medio vivo. Para compensarte…
A sus dieciocho años, Eochaid frecuentaba a varias muchachas, de todos los estratos sociales, y conocía a muchas más. A algunas les seducía simplemente el hecho de que fuera un príncipe del grado más alto y que tuviera grandes opciones al trono de Caisel, pero, además, Eochaid era el más atractivo de los hijos de Nad Froích, seguro de sí mismo y con facilidad para entretener y divertir a las mujeres. Era popular y no desaprovechaba sus oportunidades por lo que pasaba la mayoría de sus noches fuera del fuerte de Conaire, con el que todavía moraba, a pesar de que su tiempo de adopción ya había concluido. El capitán no veía con buenos ojos aquella actitud tan disoluta, pero el rey había intercedido para que su hijo actuara como prefiriese y no se le pusieran barreras al respecto. El monarca consideraba una virtud el sacar el máximo partido a los placeres de la vida: la fiesta, la bebida, el juego y la cama. Si el rey de Caisel no era lo suficientemente rico como para pagar por los devaneos de su hijo, ¿quién iba a serlo?
—¡Eochaid! —le llamó Nad Froích desde su asiento—. No acapares tan pronto a nuestro nuevo corredor. Ya tendrás tiempo de llevarle de fiesta luego —rio. Fergus permanecía en pie, a su lado.
—Escucha, muchacho, ¿has pensado en quedarte una temporada? Mis capitanes han quedado muy interesados en tus cualidades y piensan que podrías hacerle un buen servicio a la capital… Además de que me gustaría retener a ese caballo tuyo por un tiempo. Está entero y me vendría bien sangre nueva en mis establos.
Ciarán se rebeló ante la sugerencia, instintivamente, como si se hubiera quemado con sus palabras.
—No puedo quedarme. Debo volver. Lo antes posible.
El rey quedó decepcionado por aquella tajante respuesta. Esperaba una actitud algo más complaciente. Había quedado prendado de la belleza del animal y deseaba conservarlo cerca de él. Sus ansias de poseerlo le llevaron a formular una proposición, surcando la línea en que destruía aquello mismo que le había fascinado: la combinación caballo-jinete que tan hermosamente el destino había unido.
—Entonces te compraré el caballo. No se hable más. ¿Cuánto pides por él? —A Fergus no le gustó aquella oferta. Nad Froích era el rey de Mumu. Tenía poder suficiente como para quitar el caballo a todos los hombres de la provincia si se empeñaba, pero Fergus esperaba que su capacidad de admiración estuviera por encima de su codicia. Había algunas cosas que estaban hechas para contemplarlas y no para poseerlas—. Digamos… ¿quince vacas lecheras? ¿Veinte?
Los hombres de confianza del rey contuvieron el aliento. Quince vacas lecheras era el precio más alto que jamás se le había puesto a un animal. El rey estaba verdaderamente encaprichado.
—El caballo no está en venta —respondió Ciarán, con un nudo en la garganta. Una imprudencia a la que hombres de más edad no se hubieran atrevido—. En el túath tiene buenos hermanos. Puedo enviarte animales parecidos…
—¿Parecidos? —se burló Nad Froích, sin acabar de creerse aquella negativa—. ¿Parecidos? ¿Por qué iba el rey de Caisel a conformarse con un animal parecido cuando puede tener al auténtico?
—Me salvó la vida y no puedo venderlo. Puedes intentar quitármelo por la fuerza —sugirió, en un astuto movimiento de anticipación—, pero no lo venderé.
Nad Froích se enfureció al ver contrariados sus deseos. Sin embargo, Fergus le hizo un gesto con la mano para que se calmase y dejara de presionar al muchacho. Negó con la cabeza e hizo el esfuerzo de sonreír, lo que aplacó el orgullo del rey.
—¿El hijo de Conall Corcc convertido en un bandolero? ¿Atracando a sus huéspedes en su propia casa? —exclamó Nad Froích, quitándole importancia—. Por los cuervos de Morrígan que no me veréis en tamaña falta de hospitalidad. No seré yo quien rompa una alianza con una tribu amiga por cuatro patas negras. Si decides volver por aquí, tendrás mis establos abiertos.
Al caer la noche, una larga procesión caminó con antorchas a lo largo del Siúr hasta alcanzar su tramo más profundo. Bajo la supervisión de los druidas, el reino de Caisel depositó en las aguas todo tipo de objetos: calderos, escudos, espadas, cubos de mantequilla, collares, trompetas, ruedas de carro, copas, piedras para moler el grano… Todos los oficios y aspectos de la vida cotidiana se hallaban representados en aquella ofrenda comunitaria. Las aguas oscuras engulleron la madera y el metal, devoraron las joyas y las armas, lo cubrieron todo bajo la superficie opaca. Las piezas más valiosas y exquisitas, vírgenes de uso, se destinaban a aquellas entregas. Ciarán añadió los arneses que había ganado en la carrera: su particular presente para su protectora.
Antes de regresar a La Roca, los caballos del rey fueron lavados ritualmente en el río para protegerlos de accidentes y enfermedades durante el año entrante. Después, la comitiva se encaminó a la fortaleza como un reguero de minúsculas joyas. El espléndido banquete esperaba en lo alto de la colina.
En la Llanura se preparaban para el gran festín: la temporada de carne había comenzado. Una vez sentados alrededor de la mesa, los hijos menores eran los encargados de servir y reponer, las manitas yendo y viniendo por encima de los hombros de sus padres y hermanos.
Después del banquete vibraban las hogueras, que devoraban las ofrendas entregadas. Olwen echó su corona más hermosa. Una expresión amarga se le había subido al rostro mientras contemplaba las llamas, sentada en un aparte. Al otro lado del fuego distinguió la figura del jefe Bróenán, que también estaba disgustado. La carrera ecuestre le había llenado el ánimo de espinas. Había felicitado al nuevo campeón sabiendo que su propio hijo, dondequiera que estuviese, era muy superior como jinete. Aquella deserción en vísperas de Samain, sin explicaciones, era para Bróenán algo más que un acto irresponsable: era deslealtad hacia su familia, una total muestra de ingratitud y una falta de respeto para con su pueblo. El egoísmo que Ciarán había demostrado con sus acciones era como una zarza con la que llevara enganchándose todo el día.
—El invierno es muy largo para empezarlo tan triste. —Diarmait se sentó junto a Olwen. El muchacho tenía revueltos los cabellos por las carreras, los bailes y el alboroto y tanta actividad física había hecho que la sangre se le subiera al rostro. Sus ojos claros la observaban desde los párpados rasgados. Tenía la mirada serena, el estoicismo del espantapájaros—. Todo el mundo se pregunta por dónde andas. Y yo el que más.
—Ya lo has visto —contestó ella, cautelosa. Una introducción como aquella solo podía augurar una conversación comprometida—. Aquí estoy…
—Te dije que ganaría algo para ti.
Ella no sabía bien qué decir. Le preocupaban las expectativas que Diarmait pudiera tener.
—¿Y qué es? —inquirió, tragando saliva.
—Si quieres saberlo, tendrás que cerrar los ojos.
Ella se conformó y se cubrió con las pequeñas manos. Sintió cómo una tela acariciaba el dorso de las mismas y las retiró. El contacto la había desorientado, pero pronto se percató de que le estaban poniendo una venda, que se estrechó en torno a su cabeza.
—¿No te fías de mí? —preguntó Olwen.
Todo aquello le parecía demasiado enigmático, pero decidió esperar. De pronto sintió los dedos de Diarmait sobre una de sus trenzas y su mano le sujetó, asustada.
—Déjame —pidió él—. El resultado lo vale, te lo prometo. Será un momento, nada más.
Olwen tragó con dificultad, permitiendo, pese a la tensión, que continuara con lo que estaba haciendo.
Para Diarmait, arrodillado detrás de ella, aquel era un momento sublime. Sus dedos se introducían por entre los mechones de las trenzas y las deshacían, acariciando los cabellos que la muchacha siempre llevaba escrupulosamente recogidos, devolviéndolos a un estado salvaje en el que raras veces se dejaban ver. La cabellera, ondulada por el peinado, olía a hierbas aromáticas. Mientras la acariciaba así, con los dedos penetrando como los dientes de un peine, Diarmait aspiró su perfume y le pareció que no podía estar más enamorado de ella, que no podría sentir igual por ninguna otra mujer. Tenía que conseguir que se casara con él.
El peinado se hallaba ahora completamente deshecho entre sus manos, una visión que no pertenecía al ámbito de lo social sino al de la intimidad de ella, una forma de desnudez con la que Diarmait no se había atrevido a soñar. Olwen se sentía vulnerable e insegura. Simplemente la estaban peinando, se decía. Su madre, sus amigas, sus hermanos lo hacían a diario, pero con Diarmait era diferente. Con vergüenza se llevó las manos a la parte posterior de la cabeza, en un intento de cubrir los mechones expuestos de su pelo, y Diarmait se percató de que no podría seguir dilatando aquel momento mágico. Debía renunciar a él y confiar en que en un futuro volviera a revelársele. Cubrió la cabeza de Olwen con un hermoso pañuelo añil, bordado de asteriscos blancos, como un cielo estrellado. De las esquinas colgaban cintas de colores que servían para mantener la tela en su sitio. Diarmait reunió las cintas, las ató y las intercaló con los mechones en una sola trenza. Descubrió entonces los ojos de Olwen y le alcanzó un pedazo de espejo.
Ella lo observó con atención. El color de la tela le gustaba y el detalle de las cintas era original. Seguramente lo habrían traído de alguna de las capitales y era seguro que todas las jóvenes de la región querrían tener uno. El mal rato se disipó al contemplarse en el metal bruñido.
—Así no se te volará con el viento —dijo él—. Aunque es una lástima que lo lleves siempre tan atado. Tienes un pelo muy bonito.
—Gracias —dijo ella, desviando la mirada.
Se hizo un silencio incómodo, pero Diarmait necesitaba saber hasta dónde podía llegar. La impaciencia era un rasgo poco habitual en su carácter, normalmente seguro y medido. Le importunaba: quería deshacerse de aquella inquietud a la que no estaba acostumbrado.
—Olwen, yo sería un buen marido para ti.
Ella bajó los ojos, sin saber qué decir.
—Tendrías una buena casa y una buena familia… —continuó él—. Te querría siempre. Nunca me iría lejos de ti —aquella era una referencia directa a su rival—. Cásate conmigo, Olwen.
Se adelantó para besarla, pero ella le rehuyó. Diarmait pensó lo mismo que su gran fuerza de voluntad le hacía pensar siempre: que con trabajo y tesón toda meta tenía alcance.
—Piénsalo. Yo puedo esperarte. Te esperaré lo que necesites. Yo no me marcharé —concluyó, antes de levantarse y alejarse hacia la pira. Su silueta recortada se confundió en un bosque de sombras.
La noche de Samain era un tramo fuera del tiempo, que no podía considerarse ni invierno ni verano, ni año viejo ni nuevo. El velo que separaba este mundo y el Otro se hacía fino y penetrable para vivos y muertos. Comenzaba la mitad oscura del año.
Desde la colina de Caisel, Ciarán, cruzado de brazos, dirigía su mirada al Suroeste. La noche todavía pesaba en las montañas. Él, sin embargo, adivinaba el resplandor del fuego al otro lado: la hoguera central del túath, Olwen sentada entre sus amigas, charlando y riendo, intercambiando con él la mirada de vez en cuando. Una conexión inadvertida para el resto del mundo.
Era el momento de volver. Le parecía que había estado fuera demasiado tiempo. Se llevó la mano a la cinta que adornaba su frente. Aquella semana previa a Samain había sido verdaderamente intensa.
Protestaron los perros de presa que habían de salir hacia Múscrige, siete fuertes bestias que se revolvían en su jaula. La proximidad de Fergus las había alertado.
—Siempre que me doy la vuelta has desaparecido —bromeó—. Con caballo o sin él, eres visto y no visto.
—Me vuelvo a la Llanura. Me están esperando.
A Fergus le sorprendió la rotundidad de Ciarán, lo cortante que podía ser cuando tenía un pensamiento fijo en la cabeza.
—¿Esta misma noche?
—Con el alba, que debe de estar cerca.
—Entiendo. Has hecho un buen trabajo. Supongo que pagarte en ganado es complicarte el regreso… —La inexpresión de Ciarán así se lo confirmó—. Puedo pagarte en séts, con joyas en hierro, o bien en plata sin trabajar. Eso sí, es una plata de gran calidad, traída del Sur de Hispania, de la que acaba pariendo copas y bandejas de reyes…
—Dame la plata.
Fergus renunció a las bromas. El espíritu de Ciarán ya estaba en otra parte y nada de lo que hubiera en Caisel podía interesarle ya. El tiempo y la distancia eran ahora sus rivales. Le entregó una pequeña fortuna, el triple de lo que solía pagar por el viaje. Habitualmente concedía una vaca lechera por la expedición, de manera que a las familias de los pastores les salía compensado el tributo, pero Ciarán era un hijo de rey y, qué remedio, el muchacho había hecho todo lo que se le había pedido y más. Podía decir incluso que sentía que se marchase. Ciarán contempló el lingote de plata que Fergus le tendía. Parecía una piedra alargada, como una lengua, de superficie grisácea y tosca, pero al moverla se adivinaban los brillos, sobre todo en los bordes que estaban más pulidos. Eran casi tres onzas, prácticamente una esclava. La tomó y asintió con la cabeza. Se subió a Cuchillo.
—Que Macha te proteja. ¡Espero verte pronto! —se despidió Fergus—. ¿Has pensado en venir a correr el año próximo?
Ciarán dio la vuelta al caballo y no pudo evitar una amplia sonrisa. Fergus era incombustible.