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La hiedra y el hierro

Después de dos horas vomitando a intervalos, Ciarán pudo al fin mantener algo parecido a una conversación. Se había vuelto a tumbar, muy despacio, sobre la mesa.

Oissíne temía por su palidez extrema. El color de su piel le recordaba al de una túnica verdosa mal teñida, después de muchos lavados. Se conformaba con que siguiera respirando y con pulso cada vez que le daba una arcada y se quedaba de nuevo frío, sudoroso, como desmayado. Cada pocos minutos, al ver que continuaba inmóvil, Oissíne acercaba la cabeza a su pecho para comprobar que las vísceras seguían haciendo su trabajo.

—No entiendo cómo todavía sigues teniendo algo en esas tripas… Al menos parece que no te vas a morir…

Ciarán entreabrió los ojos. Olwen. Cómo se le parecía.

—Gracias por tu predicción. Tienes el diente más certero de la provincia[10] —ironizó. Era el colmo. Al final iba a tener que estar agradecido. Acarició con alivio la rugosidad de la madera, fría y húmeda, al fin, bajo las yemas de los dedos.

—¿Sabes qué fue lo que te dio?

Ciarán se habría encogido de hombros si hubiera tenido fuerzas.

—Unas hierbas…

Oissíne tomó un manojo que estaba junto a la mesa, de flores blancas, en ramilletes. Aspiró su olor y le trajo recuerdos del vino que una vez había probado en casa de Bróenán.

—Esto… esto es algún tipo de apio malo o de hinojo de agua… —parecía preocupado. Aquella planta tenía también otro nombre: veneno del caballo—. ¿Le has visto la raíz? ¿Sabes si era azafrán?

Cada palabra que Oissíne pronunciaba le resultaba irritante. ¿No podía callarse de una vez?

—¿Podrás cabalgar? —continuó Oíssine—. Lo mejor es que vuelvas. Aún estamos a un día de camino…

—Yo no me vuelvo a ningún sitio. —Algo en su interior se arqueó como el espinazo de un gato ante aquella sugerencia—. Dame un momento y lo verás.

—Te esperaré fuera.

Oissíne salió de aquella choza asfixiante para vigilar el camino. Habían pasado horas desde el amanecer. Fiachu debía de estar colérico, pisoteando y desgajando las setas a los pies de los árboles, sin poder moverse del campamento. Aquel viaje no era para él más que un trámite incómodo. Solo deseaba llegar a Múscrige, entregar el tributo y volver al túath, junto a su mujer y su hijo. Oissíne podía imaginarle rezongando, reafirmándose en sus ideas: «exponerse a los ladrones es mejor que viajar con ese par de insensatos».

Se sacudió de encima los pensamientos acerca de su hermano mayor y recorrió con la mirada los árboles que delimitaban el claro. Le gustaban aquellos momentos en que simplemente estaba obligado a esperar. Uno de sus entretenimientos favoritos era observar las formas caprichosas de la naturaleza e intentar, con su imaginación, traducirlas al metal. Comparaba y memorizaba. Se fijaba en los brotes tiernos del helecho, que crecían con forma de espiral, en los trenzados de las hojas y las ramas, dignos de los mejores collares y brazaletes. La baya destacaba a gran distancia en el acebo como podía hacerlo una gema en un broche de plata.

Podría llevar a la práctica algunas buenas ideas si tan solo tuviera la oportunidad. Sin embargo, era una aspiración difícil. Los oficios se transmitían de padres a hijos y en su familia no había nadie que se diera maña con la forja. «Si alguna vez entro en un taller, te haré algo bonito, un broche de alfiler. Podría ser como una hiedra, que se enroscara y subiera por la capa…», le había dicho en alguna ocasión a Olwen. Pero los mejores talleres se encontraban en las capitales, donde multitud de artesanos y asistentes daban servicio a las cortes.

Olwen le había sugerido alguna vez que acudiera a Gobbán, el herrero que apañaba los utensilios que se rompían, daba filo a los cuchillos y fundía las piezas de los aperos. En el túath no hacía falta mucho más. El trabajo más básico de forja lo realizaban en las propias granjas familiares y el más complicado se intercambiaba en las ferias o mediante el comercio puntual en los caminos. «Por algo hay que empezar», insistía ella, pero la distancia que había entre los pensamientos de Oissíne y sus opciones era tan grande que no sabía cómo superarla. Su cabeza era un pequeño archivo de proyectos maravillosos, que, según quería pensar, adornarían algún día las ropas y los cuerpos de nobles e hijos de reyes. Con suerte podría ver algunas piezas interesantes cuando llegaran a Múscrige.

El olor del fuego le trajo de nuevo al presente. Ciarán había aparecido en el marco de la puerta, apoyándose con dificultad, dejando caer todo el peso en un lateral. Todavía le temblaban las manos, pero entre ellas llevaba una antorcha con la que estaba prendiendo los juncos de la techumbre. Las llamas no tardaron en crepitar y elevarse también desde las paredes, cuyo mimbre de avellano ardió como una yesca. Una masa de fuego pronto devoraría la casa y la haría cenizas, pero Ciarán no se quedaría para verlo. Arrojó la antorcha al interior, cerró la puerta y se dirigió al caballo.

Oissíne nunca había visto a Ciarán en circunstancias similares. La imagen que tenía de él era la de un espíritu capaz e independiente, una pieza sólida sacada del fuego hacía tiempo, enfriada y endurecida antes que el resto de su generación. A veces se preguntaba si sería la perspectiva de su futuro liderazgo la que le había dado aquel carácter. «Tiene sus cosas», solía disculparle Olwen, pero a Oissíne no le hacían falta las excusas. Para él, Ciarán era verdaderamente materia de rey. Oissíne contrastaba con él su propia inseguridad, su incapacidad para llevar a cabo los planes que se había trazado. Se veía a sí mismo como una aspiración, una hiedra en ascenso, mientras que Ciarán era una realidad, el hierro terminado, transformador del mundo. Alguien que sabía quién era.

Regresaron al campamento a lomos de Cuchillo, Oissíne sentado detrás de Ciarán, pendiente de que estuviera todo el tiempo en equilibrio. Cuando llegaron, Fiachu había puesto al fuego unas tiras de cerdo y se entretenía haciendo cordeles con los pedazos de corteza de un olmo, pelados y liados entre sí. Al verles llegar, retiró inmediatamente la carne a medio hacer, la envolvió en un trapo, echó arena sobre la hoguera y subió a su yegua sin mediar palabra. Medio día de retraso. La vuelta habría que hacerla a paso de lobo. De lobo con hambre.

Diarmait se despertó, sobresaltado por los gritos que venían de la habitación contigua. Incorporó ligeramente el cuello y descubrió que aún le dolía. Imaginó que todavía mostraba las marcas de los dedos de Ciarán. «Ojalá que no vuelva nunca». El abuelo, a su lado, protestaba. Insistía en que la ley amparaba su condición de enfermo y en que tenía derecho a un silencio absoluto; a un silencio de gato muerto, decía. Diarmait saltó del jergón de paja, indignado. Maldita sea, el abuelo tenía razón. Se acercó al marco de la entrada y apartó levemente la piel que la cubría. Sus ojos se esforzaron por adaptarse a la luz que había en la sala. En uno de los bancos se sentaba una invitada: la anciana Cranat se llevaba el cuenco a los labios arrugados.

—No entiendo por qué tenemos que conformarnos. —Su voz era monocorde, pero firme. A su avanzada edad ya no le hacía falta gritar para tener razón—. Aún quedan en este pueblo familias muy nobles. Mira tu casa, Cormacc: es la más grande de todas.

El padre de Diarmait se mantenía silencioso e inerte, con la mirada fija en las llamas de la hoguera. Aquella casa la había levantado su padre después de que Óengus y Medb les apartaran de la familia. Justo después del nacimiento de Bróenán.

—Parece que ya lo habéis olvidado todo —continuó Cranat—. Yo ya no lo veré, por fortuna, porque no me queda mucho, pero vuestros hijos lo verán —se balanceaba hacia delante y hacia atrás, como en una mecedora invisible—. Lo verán y lo sufrirán. Ese muchacho acabará convirtiéndose en un tirano, como lo era su padre, Cathal, y como su abuelo, que tanto daño hizo… que a tantos nos mató.

—¡Calla! —suplicó la madre, nerviosa. Se revolvía aquí y allá, negando con la cabeza, dando vueltas como una piedra de molino. Miraba constantemente la hoguera, temiendo las antiguas prohibiciones del druida. Como si extrañas criaturas pudieran surgir del fuego en cualquier momento para ponerse a dar saltos en mitad de la estancia—. No se puede hablar de eso.

—Vosotros sufristeis tanto o más que yo por culpa de los Barr. No deberíais dejar que esta oportunidad pasara. —Cranat tomó aire y cambió el peso para aliviar su rodilla dolorida—. Bróenán perdió el rumbo hace años. Traicionó a su propia madre, mi pobre Medb… Hace dieciséis años que no la veo. Ni tampoco a mi hermana, que fue la única que quiso acompañarla.

El padre de Diarmait no quiso seguir callando y la interrumpió con decisión.

—La fortuna del muchacho no me importa, pero no atacaré a Bróenán.

—Ya conoces la ley —le recordó la anciana—, a partir de la tercera generación se acabó. Tus hijos no podrán reclamar nada. Tienes que ser tú.

Cormacc clavó, severo, la mirada en Cranat. Había luchado al lado de Bróenán en muchas ocasiones, habían levantado juntos el túath, una y otra vez, junto a los cabezas de otras tantas familias. Sabía lo que le estaba pidiendo. Él y Bróenán tenían bisabuelo común y eso le daba derecho a reclamar el liderazgo, pero para ello tendría que cometer el mayor de todos los crímenes, uno que iba contra el orden natural. Fingal: derramar la sangre de la propia familia.

—No desafiaré a quien he jurado lealtad con el voto que jura mi pueblo.

Cranat se replegó, decepcionada. Se envolvió en la manta y se incorporó con ayuda del cayado, en dirección a la puerta.

—Ese muchacho no puede ser el próximo rey del túath. La tierra no le aceptará como esposo. Nuestros ancestros no lo permitirán —advirtió antes de ser engullida por la noche.

Diarmait, que había permanecido semioculto por la cortina de piel, se retiró de nuevo al interior. El suyo era un odio de segunda generación. Un odio de oídas que quería hacerse partícipe del sufrimiento, pero que no encontraba recuerdos a los que ligarlo. Aquel odio se había hecho denso entre las paredes de su casa, como un humo nacido del fuego de los demás. Era fiero, pero para inflamarse recurría a la imaginación, en lugar de a la memoria.

—¿Qué pasa, Diarmait?

—No pasa nada, abuelo, ya se callan.

Tomó un cuenco y lo sumergió en el caldero para llenarlo de agua. Luego incorporó al abuelo con cuidado para que bebiera.

—Eres un buen muchacho… —agradeció el anciano.

—Abuelo, ¿qué sabes de la gente de Barr?

Incluso en la oscuridad, Diarmait pudo distinguir su reacción de temor, la zozobra en sus pupilas acuosas, la voz apoyada en falso.

—Nada, hijo, nada. No vuelvas a mencionarles nunca.

Esta respuesta enfureció a Diarmait por encima de cualquier otra. Delataba la imposición y el miedo, la obligación del silencio. La bota del jefe Bróenán sobre el cuello de sus vecinos. El lugar usurpado de Ciarán, rescatado de la muerte y el odio y el exilio y convertido, por la fuerza, en intocable. Dueño del pueblo y dueño de Olwen. Dueño de todo.

Estaba amaneciendo y Ciarán seguía acostado, observando cómo el cielo se aclaraba, arrancando y frotando las hierbas largas entre los dedos. Olwen solía jugar con ellas cuando era pequeña. Las tensaba entre los pulgares y soplaba, haciéndolas sonar. Decía que eran las trompetas de criaturas diminutas, de abejas o de mosquitos.

—Vaya tontería —le decía él.

—Lo que pasa es que tú no la sabes sonar.

Era cierto. Las condenadas hierbas nunca estaban lo suficientemente tensas o lo suficientemente húmedas o lo que fuera que les pasara. Él solo ensayaba cuando Olwen no estaba mirando, pero ella, al final, siempre acababa enterándose de todo.

Fiachu dio la orden de levantarse y Oissíne dijo algo sobre una vaca muerta al borde del claro.

Siguieron avanzando. Al amanecer, una densa niebla se había extendido sobre el camino, derramándose sobre las riberas del río Niam, dibujando árboles aguados. Aquellos árboles se presentaban en procesión silente, vestidos de hiedra, como orgullosos difuntos luciendo su preciada mortaja esmeralda. Tomaban forma a pocos metros del caballo para desvanecerse después, engullidos por la niebla, como si nunca hubieran existido.

De pronto apareció la silueta de una gran casa de reunión, más allá de los postes de frontera. Parecía rodeada de una ajetreada multitud. Altas columnas de humo: hora de comer. En el cruce de caminos, dos pequeños carros se habían parado, obstaculizando el paso para intercambiar manzanas y sacos de cebada. Los demás carros esperaban en hilera, con sus propietarios protestando a viva voz mientras los comerciantes les ignoraban. Había espacio suficiente como para adelantar por el lado derecho, pero esta posibilidad estaba fuera de cuestión. Aunque muchos campesinos no recordaban por qué, la regla era que siempre debía conducirse por el lado izquierdo. Aventurarse por el derecho podía atraer, como mínimo, la desgracia para la carga o los animales. Para los nobles, en cambio, la costumbre aún conservaba todo su significado: mostrar el lado izquierdo, el del escudo, suponía un claro desafío al contrario.

Fiachu rodeó el obstáculo y condujo las reses hasta uno de los muchos cercados que había vacíos. Todo el mundo dejaba los impuestos para el último momento.

Un muchacho se adelantó para cerrar la valla.

—El rey Eochu está en audiencia —les advirtió, al verles llegar—. Si es para los tributos, tienes que hablar con Fergus.

—¿Y dónde está Fergus, si puede saberse?

El joven se limpió las manos sobre la falda de la túnica.

—Le avisaré. —Hizo una seña a un compañero para que se encargara del vallado.

Ciarán intentó apoyarse sobre la cerca para aliviar la espera, pero al ver que esta cedía volvió a incorporarse. Los corrales eran provisionales y seguramente los desmontarían en cuanto los animales emprendieran la marcha a Caisel.

El túath se mostraba muy activo en vísperas de Samain. Una mujer pasó con prisa por delante de ellos, con un cesto lleno de ramas en un brazo y un bebé en el otro. Un aprendiz de músico probaba una flauta nueva, recorriendo una y otra vez las mismas notas. Un grupo de niños alborotaba, gritando y tirándose piedras. El tonto del pueblo se casaba aquel día y su familia se dirigía a la casa de reunión. La novia también parecía atolondrada e iba perdiendo las flores del ramo, pero los niños se adelantaban y le ponían en la mano las margaritas y las espigas que se le habían caído, añadiendo puerros y repollo por iniciativa propia.

Un hombre corpulento se adelantó al cortejo y se dirigió hacia ellos con los brazos abiertos.

Fo-chen dúib![11] —exclamó, antes de darle a Fiachu los tres besos de amistad.

Is ed doróachtamar[12]. —Su interlocutor respondió con la fórmula de saludo, sin gran entusiasmo.

—Fergus Cáechán. —El anfitrión se presentó ante Ciarán y Oissíne—. No el de Temair, sino el otro —aclaró, con una sonrisa. El Fergus de Temair también tenía el mismo sobrenombre, Pequeño tuerto, y era hermano del gran rey Niall de los Nueve Rehenes. Fergus era un hombre voluminoso, ancho y alto por igual. Sus cabellos eran oscuros, pero algunas canas plateadas ya lo iluminaban. Estas, sin embargo, no estaban reñidas con su aspecto, saludable y enérgico. Uno de sus ojos era azul plateado como una escama de trucha. El otro, blanco, era el que le daba su apodo.

—Tenemos algo de prisa… —aclaró Fiachu.

—¿Qué prisas? ¡Ni hablar de prisa! Cerveza, baño y un gran fuego, ¿qué hospitalidad sería la mía, si no? Os quedaréis a comer. En cuanto termine de contar todo esto. —Fergus empezó a contar las reses con los dedos de una mano. En la otra sostenía el cuchillo y el palo de la cuenta, limpio aún de marcas.

—Ya hemos comido —insistió Fiachu—. Hemos perdido tiempo y debemos recuperarlo.

Oissíne y Ciarán se miraron subrepticiamente. Ni un respiro planeaba darles. De vuelta a las monturas, sin tiempo ni para cambiarse de ropa. La cerveza iba a tener que esperar dos días más. Dos eternidades.

—¿Recuperarlo? De eso se trata, ¡de recuperarse! ¡Comiendo y bebiendo! —Había perdido la cuenta con el comentario. Volvió a empezar.

—El trabajo se acumula en Samain —continuó Fiachu—. Mucha fiesta, pero mucho trabajo también. Debemos sacarle todo el jugo al mercado. Mucho movimiento. Hay que aprovechar.

Fergus había dejado de escucharle, concentrado en terminar la cuenta antes de aturullarse del todo. La impaciencia de su interlocutor estaba agotando la suya propia.

Oissíne estaba disgustado. No podría curiosear en el mercado ni en los talleres. Ni un vistazo. Tanto caminar y, ahora que estaban allí, tan cerca, tendría que darse la vuelta. Camino del interior y de la niebla. Por un momento deseó que las cuentas no salieran para tener unas horas de asueto hasta que la confusión se aclarase. Ojalá Ciarán no se hubiera metido aquella noche donde no le llamaban.

—Parece que todo está correcto —confirmó Fergus, haciendo una última muesca sobre el palo—. Una pena que os vayáis. Uno de los chavales que debía acompañarme a Caisel se ha caído del caballo y se ha quedado fuera. Me vendrían bien un par de muchachos como vosotros y el viaje no está mal pagado. Además de que merece la pena aunque solo sea por la comida y las carreras… —insinuó.

—No puede ser. Nos esperan para Samain. Estoy seguro de que…

—Yo me quedo —le interrumpió Ciarán.

Se hizo un silencio denso. Fiachu le interrogó con la mirada, demandando una explicación. ¿Es que aquel muchacho tenía que hacer siempre lo que le venía en gana? Oissíne quiso decir algo, pero decidió esperar.

—Nada me ata a volver al túath ahora mismo —se defendió Ciarán. Era consciente del riesgo. Estaba abandonando sus deberes en el momento más delicado del año. Con aquella actitud no solo desafiaba a Fiachu, sino también a su propio padre.

—Eso es lo que tú te crees. Esto queda bajo tu completa responsabilidad. ¡Sobre la verdad de tu conciencia!

Fiachu se subió al caballo y esperó a Oissíne, que parecía indeciso.

—Vamos. Atardecerá pronto y no estoy para impertinencias —conminó a su hermano. Luego se dio la vuelta y se alejó al galope.

Oissíne miró a Ciarán con una mezcla de frustración y envidia. Ya había poco que decir. Su momento había pasado. De nuevo se quedaba en aspirante.

—Pásalo bien. Le diré a Olwen que volverás pronto.

Olwen. Una astilla en su ánimo, con toda la intención. La sensación agridulce recorrió su cuerpo hasta que los caballos se encontraron fuera de la vista. Fergus maldijo en voz alta, sin perder su buen humor. Clavó el palo, largo y fino como una lanza, junto al cercado. Fiachu se la había jugado. Faltaba una vaca.