12

La voz de los Eóganachta

—Te toca mover —insistió Eochaid. Entre una jugada y otra aprovechaba para recorrer el salón de audiencias con la mirada. Había pasado ya un año y el festival de Samain estaba cerca de nuevo, con sus banquetes y sus contratos de boda. Los nobles de otros reinos acudían poco a poco para la gran fiesta y La Roca se estaba llenando de vestidos lujosos, tintineos de collares y brazaletes de oro, arpas y lanzas ceremoniales. Los reyes de las tribus viajaban con sus propias cortes y mujeres. El movimiento de nuevas faldas y la lentitud de Ciarán iban a conseguir que se descentrara del todo—. Venga, que no es tan difícil.

—Espera un momento…

No era la primera vez que Ciarán se sentaba ante un tablero de fidchell, el juego al que llamaban sabiduría de madera. Bróenán le había enseñado a jugar durante las noches largas del invierno, con un juego de brillantes piezas de hueso. Sin embargo, no lograba concentrarse: el revuelo en la corte y la afluencia de nuevas caras no hacían sino recordarle que el reencuentro con Olwen estaba cada vez más cerca. Pronto ella también estaría allí, en aquel mismo salón.

—Si sigues pensando me va a entrar más hambre.

Eochaid le sacaba una ventaja considerable. En la primera partida había eliminado todas sus fichas en el tiempo en que le traían un plato de moras. No le sorprendería otra vez. El príncipe terminó el racimo, probablemente el último de la temporada, y se chupó los dedos para evitar las marcas sobre el marfil. Después, tomó un mondadientes que acompañaba al plato. La música de un arpa menuda, apenas una lira, se propagaba por todo el salón.

—Está bien… —Ciarán escogió una de las piezas, casi al azar. Desclavó la púa inferior y la hundió en el agujero de la casilla contigua—. Está claro que prefieres que no aprenda.

Esperó a que su rival diera el siguiente paso, pero algo o alguien parecía haber acaparado su atención, más allá del tablero. Se giró hacia donde miraba Eochaid y, al ver a la muchacha, comprendió que una belleza así pudiera paralizar, no ya un juego de tablero, sino posiblemente el mismo curso de los ríos o el crecimiento pausado de los árboles. Debía de tener unos catorce años. Vestía en azul de glasto y cruzaba ligera, como un pájaro pequeño y exótico, al fondo de la sala. Sus rasgos eran finos y nobles, sus cabellos muy claros, ondulados por efecto de trenzas ya deshechas. Parecía una aparición de los síde. En sus ojos, el azul dulce contrastaba con aquella expresión imposible de enojo que parecía dedicarle al príncipe. Ciarán miró alternativamente a los dos jóvenes y se dio cuenta enseguida de que se estaban cifrando palabras en el hilo invisible que unía sus miradas.

—Vaya. Parece ser que la Morrígan no va a ser el único amor de tu vida.

Eochaid volvió del que parecía más un encanto druídico que un mero intercambio visual.

—Se llama Eithne. Acaba de volver de su período de adopción, en casa de un druida. Es la hija de Conaire, pero vive con las damas de mi madre.

—Y tú te vas a casar con ella…

—Todavía no.

—¿Por qué? Si ya ha vuelto de la adopción le estarán buscando un marido…

—Porque todavía no.

Ciarán resopló.

—Si te interesa, no deberías perder el tiempo.

—No tengo prisa —aparentó desinterés, mientras se centraba de nuevo en el tablero.

—Parecía bastante disgustada —le susurró su oponente, para aguijonearle.

—Se hace la disgustada. Nunca viene a los partidos de immáin. No quiere darme la oportunidad de reclamarle un beso.

Ciarán recordó con preocupación el último partido del príncipe. Desde el principio le había llamado la atención la figura enigmática de una mujer, sentada en los bancos, entre los nobles, envuelta en una capa negra y protegiendo su rostro con una amplia capucha. Apenas asomaba la nariz afilada, los labios vivos como la sangre, la barbilla muy blanca. Sus manos esbeltas emergían de la capa a la altura de las muñecas, y sus uñas, bien recortadas, estaban pintadas de escarlata.

El primer jugador en conseguir un gol tenía el privilegio de besar tres veces las mejillas de cualquier mujer que estuviera presente, exceptuando a las esposas del rey y a sus hijas. Eochaid, que era un jugador excepcional, conseguía adelantarse casi siempre y aquella vez no había sido una excepción.

Cuando consiguió marcar, el príncipe la buscó con la mirada entre la audiencia hasta que consiguió verla. Al fin se había retirado la capucha y se había revelado: era Mór, la esposa del capitán Bran.

Eochaid llegó ante ella a la carrera, enardecido por el gol, con la sangre subida a las mejillas. Sudoroso y con el corazón desbocado cuando frenó contra su palma, como un toro contra una barrera. Mór había estirado su brazo para interponer la mano entre ellos y su manto se entreabrió: relumbró el lujoso grillete de bronce, adornado con bandas trenzadas, que la identificaba como rehén político. Mór era la hija del rey de una tribu menor y su presencia en Caisel era la garantía de la alianza de su pueblo. Eochaid dejó en sus mejillas los tres besos que le correspondían, con el brillo de la victoria iluminándole los ojos.

—Parece que Eithne no está muy de acuerdo… con mi reputación —dijo Eochaid, sacando a Ciarán de sus pensamientos.

—Pues deberías espabilarte, no vaya a encontrar a alguien cuya reputación le guste más. Cualquier día te pasas por tu propia casa y te encuentras con que se ha ido con otro.

—Tú de esto no entiendes —le detuvo, levantando la mano y fingiendo gravedad, aunque el ánimo lúdico ya había hecho presa en él—. Deja hacer a los que saben.

—¿Y cuál es tu secreto, exactamente? —Estaba claro que debía de tener más de uno. Eochaid siempre olía a resinas, flores y aceites de importación. La mezcla era siempre diferente y dependía de con cuál de sus conquistas hubiera pasado la noche. Siempre llegaba temprano al entrenamiento, pero podía aparecer por cualquiera de los puntos cardinales.

El príncipe se inclinó hacia él y le susurró.

—Hay muchos, pero te contaré lo más básico. Para empezar, nada de mezclar la cerveza y la cama. Elige bien qué vas a hacer cada noche. Si vas a beber, te vas a dormir solo, y si tienes una cita, entonces algo de vino o hidromiel, pero sin pasarse. Cerveza y chicas, nunca en la vida.

—¿Y luego?

—Tú lo que quieres es quitarme mi sitio, ¿no? Tendrás que descubrir algo por ti mismo…

—¿Tú aprendiste de Conaire?

—¿Del capitán? —Negó con la cabeza—. Nah. Tiene una pantalla de mimbre que se levanta a la altura de un hombre… Yo aprendí por ahí. Al final, lo único importante es saber lo que quieren. Si sabes escuchar, las mujeres te lo enseñan todo.

—¿Algún consejo más? —respondió Ciarán, en tono de chanza.

—Pues sí. El más importante. Las mujeres compiten entre ellas. Y, además, hablan todo el tiempo. Si hablamos nosotros se nos cae el cielo encima, pero ellas… A ellas no las calla ni el trueno. Así que, si quieres prosperar, solo tienes que aprovecharte de eso. Si enamoras a varias, la que elijas al final se sentirá como una reina.

—Las mujeres son celosas, Eochaid. No les gusta compartir. Todo el mundo sabe eso —se defendió Ciarán.

—Escucha —le interrumpió, cobrando una seriedad repentina—. No se puede llegar al matrimonio sin saber nada, ¿qué pasará contigo ahora que te casas?, ¿qué armas piensas presentarle a esa chica si desde que estás aquí no has estado con ninguna? Aprender con tu propia esposa es como… como meterte desnudo en un ortigal. Lo dicen las sagas. Lo dice mi padre. Luego vendrá otro que sepa más y se quedará con tu mujer…

En aquel momento, llenó el salón la presencia de Mór, exuberante entre los pilares de tejo. Su cabellera roja se derramaba frondosa sobre la capucha de la capa, haciéndola destacar entre las demás mujeres como una llama entre cenizas. Sus ricos vestidos rozaban el suelo ligeramente al andar y en sus muñecas tintineaban las cadenas.

Caminó hasta el final de la sala y, al pasar junto a la mesa de juego, rozó el borde con la capa, que se abrió ante Eochaid. Él le acarició con disimulo el vestido, a la altura de la rodilla. Cuando la mujer hubo pasado de largo, Ciarán volvió a hablar.

—Ya veremos cómo te va a ti con tu política y a mí con la mía.

En ese momento sintió un manotazo en la espalda y se volvió, tenso, por si tenía que entablar pelea. En su lugar se encontró con Fergus y su sonrisa, amplia y jovial, protagonista de su rostro tuerto.

—¡Fergus! ¿Cómo…? ¿Qué haces aquí?

—Vengo por las carreras, por supuesto. Este año, unos días antes. ¡Qué las vacas las lleven otros! —estalló en carcajadas—. ¿Y tú? ¿Vas a correr este año, hijo? No te desanimes por lo que te pasó el anterior…

—No estoy seguro. Quizá no debería correr contra mis superiores…

—Sería una lástima. Aunque en cualquier caso te veo de un ánimo excelente. Se te nota feliz. Caisel te ha hecho bien.

—Eso es porque va a casarse —intervino Eochaid, zumbando como un moscardón.

—Vaya, vaya… —aprobó Fergus—. Casarte… Eso está muy bien. Si estás decidido, este es el momento. Antes de que haga tanto frío que se te congele el garrote, ya me entiendes. Mira, esta pulsera me la hizo Bríg antes de irme —presumió—. Ella siempre pregunta por ti y eso que estuviste muy poco en casa. No le harías nada para enamorarla a mis espaldas, ¿verdad? —Mantuvo la pose enojada, aunque se le notaba que estaba bromeando.

—Te juro, Fergus, por los hijos de Macha, que no le toqué ni un pelo…

El Tuerto miró alternativamente a los dos muchachos, arrugando el entrecejo.

—¡A mí no me mires! —Se defendió Eochaid, levantando las manos—. ¡Yo ni siquiera la conozco!

Los tres rieron de buena gana en mitad del salón.

—Bien, bien… No me hubiera gustado ponerme a pelear. Estoy cansado del viaje.

En ese momento Eochaid observó que Mór le dirigía una mirada a modo de seña y se dirigía hacia una de las puertas laterales.

—Si me disculpáis, tengo un asunto…

Ciarán le vio desaparecer por el fondo de la sala, siguiendo los pasos de aquella mujer y el rastro de su capa solemne. Eithne había sido testigo de toda la maniobra y ahora salía, desairada, por el lado opuesto. Ciarán no acababa de entender cómo las estrategias amorosas de Eochaid podían acabar bien.

—Sigo pensando que deberías correr —continuó Fergus—. No te preocupes por lo que piensen otros. La competencia siempre es buena. Además, los premios son sabrosos y tú necesitas una casa para tu esposa.

—¿Te quedarás hasta el día del contrato?

—Me quedaré los tres días de fiesta después de Samain.

Ciarán sonrió.

—Todavía tengo que buscar a mis garantes… Había pensado pedírselo al capitán Murchad.

—¿No va a venir nadie de tu familia? —preguntó Fergus, extrañado. El cabeza de familia era quien negociaba todos los acuerdos, incluido el de matrimonio.

El rostro de Ciarán se tornó grave.

—No… Eso es imposible.

—Bueno, pues si te hace falta algo, cualquier cosa, ya sabes que puedes contar conmigo. Y si te faltan garantes, pues el viejo Fergus puede garantizar lo que sea necesario. Tú no te preocupes.

—Eso es muy generoso…

—Nada, muchacho, tú concéntrate en ganar la carrera, que con lo que voy a apostar por ti me vas a compensar con creces.

Fergus se despidió entonces y salió por la puerta principal. Ciarán recorrió el pasillo por donde había desaparecido el príncipe, pero no había ni rastro de él. Sin embargo, al pasar junto a una de las habitaciones escuchó las quejas de placer de una pareja. Si él había podido oírles, cualquiera que pasara por allí podía hacerlo, incluido Bran, el marido de Mór. Decidió mantenerse vigilante en el corredor, por si fuera necesario. La espada hormigueaba dentro de su vaina.

Eochaid apartó la cabellera espléndida que hacía días que brillaba, roja, en su mente. Sus dedos masculinos se cerraron en torno al cuello pálido de ella, hundiéndose ligeramente hasta tomar el pulso de su sangre. El pulgar, ceñido por un anillo dorado, acarició sensualmente la línea de sus vértebras, un delicado rastro de cuentas sumergidas, rematado en el vello crespo donde nacía la melena. Mór tomó aire al sentir el cuerpo de Eochaid presionarse contra ella, demandándola. Le había esperado de espaldas, sin dirigirle una mirada. El tacto de su mano en la garganta era lo que necesitaba, la ilusión de que no tenía escapatoria. De esa forma era más fácil rendirse a él.

El príncipe utilizó la otra mano para ponerla sobre la frente de ella y, abriendo los dedos, peinar hacia atrás la cabellera ígnea, volcánica, que tanto había deseado. Aspiró el perfume que desprendía su contacto. Su olor era el de flores maduras, exóticas, no el aroma a flores frescas que se desprendía de las adolescentes a las que solía desvirgar, sino el tipo de mezcla que escogería una mujer que las conoce bien, una alquimista experimentada del cerebro masculino. Olía a orquídea salvaje, a flor de la abeja.

Estaba decidido a mantenerla como amante. Debía moverse en los extremos, en lugares donde ella nunca hubiera estado. Mór tenía solo veinticuatro años, pero llevaba casi una década casada. El príncipe siguió acariciando su cuello, presionando ligeramente la columna, aplicándole un masaje que permitía imaginar lo que podría hacerle en otras partes de su cuerpo, mientras su boca la rozaba a un lado y al otro, sorprendiéndola inesperadamente con los dientes.

Llevó la mano a su propio sexo y luego la extrajo del pantalón para deslizarla, húmeda, ante el rostro de ella. Mór gimió de deseo al sentir el olor a hombre en sus dedos. Sintió cómo su cuerpo tiraba de ella por dentro y cómo las fibras de sus músculos se separaban unas de otras. Eochaid le acarició el rostro y ella sintió su humedad y se sonrojó, recuperando sensaciones que hacía mucho que no experimentaba.

A pesar de su juventud, Eochaid era un amante audaz y seguro de sí mismo. Sabía complementar a cada una de las mujeres y Mór no era una excepción. Se desnudó mientras ella estaba aún de espaldas y luego bajó la mano y la deslizó por el escote, abarcándole los senos y susurrándole apasionadas palabras:

—Déjame ser tu perro de presa. Me tienes loco de hambre. Te lo suplico, mi reina. Mi Gran Reina[24]. Mór se agarró a los relieves de zarzo de la pared, arañándolos con los grilletes de sus muñecas, tensando la cadena de rehén político que siempre llevaba puesta. Eochaid tomó entonces los eslabones y tiró de ellos para que la mujer se diera la vuelta: finalmente podía admirarle, su cuerpo atlético y joven, el dulce más deseado del reino. El príncipe levantó la cadena sobre su cabeza, obligándola a alzar los brazos. Los músculos del príncipe estaban tensos mientras la retenía, y su mirada, a escasa distancia, parecía desafiarla a que se rebelase. Pero Mór estaba ya rendida a él, subyugada, como su propia tribu ante el rey de Caisel. Una imagen de su relación política.

Entonces él se echó a sus pies para subirle las faldas bermejas, recorriendo sus piernas con la mirada, palmo a palmo, hasta que las hubo descubierto completamente. La besó bajo el ombligo y en las ondulaciones suaves de las glándulas sexuales. Mór se sentía temblar de placer, temía que le fallaran las piernas ante las caricias de aquel joven que bien podía acabar siendo rey de toda la provincia. Si resultaba así, sería el representante de su pueblo en su unión sagrada con la tierra. Su sexualidad dejaría de pertenecerle y cobraría un significado más alto, al servicio de fuerzas invisibles.

Eochaid la desnudó y la tomó entonces en sus brazos, la tumbó sobre la cama de pieles y, arrodillándose, alzó y atrajo sus caderas hasta que la tuvo completamente llena de él. Cuando se empujaba en su interior, le presionaba el vientre hacia abajo con la palma de la mano. Podía sentir la forma de su propio cuerpo a través de las entrañas flexibles de ella y reconocer así los lugares donde la estaba golpeando amorosamente. De esta manera, siguió gozándola hasta que no pudo aguantarlo más. Para entonces, Mór estaba exhausta y más que complacida, reverberante, reverdecida por dentro como si se le hubiera encarnado una primavera dolorosa y eterna, como si fuera la tierra misma que completara su imprescindible unión con el rey, asegurando así prosperidad y buenos tiempos. Mór Ríoghain, la llamaba él, Gran Reina, mientras descansaba la cabeza sobre su pecho infiel.

Quedaban poco más de dos semanas para Samain cuando Ciarán pidió audiencia con el rey, que le recibió flanqueado de sus principales funcionarios.

—Ahora que tengo la edad, quiero una esposa para acompañarme —expuso sin rodeos. El tiempo de audiencia del rey era siempre muy valioso.

Nad Froích esperó un momento y asintió en silencio.

—Deseo ponerla bajo tu protección —siguió Ciarán—. Te serviré en la guerra y en la paz, como lo hago ahora.

El rey sonrió complacido.

—Bien… ¿Has pensado en alguien en concreto? —Sonrió aún más y continuó, sin darle tiempo a contestar—: Por supuesto que sí. Mandaré a pedir por ella y yo mismo pagaré el precio de la novia. Siempre que sea razonable…

—Será razonable pues es hija de un bóaire[25].

—Entonces que se pongan en marcha los mensajeros y se lleven ya las joyas necesarias.

Durante los catorce días que siguieron, Ciarán tuvo que esperar pacientemente la llegada de Olwen. Intentó concentrarse lo mejor posible en sus actividades, pero su mente repasaba una y otra vez los detalles con que debía preparar su nueva vida en común. Mientras caminaba por el mercado, que en vísperas de Samain estaba abarrotado, pensaba en la necesidad de hacerse, no solamente con la casa, sino también con un sinfín de utensilios y herramientas. Tendría que conseguir pieles, linos, planchas y piedras de amasar, tenazas, cuchillos, cuencos y cubos. Acumular reservas de juncos y turba para que la casa fuera caliente y luminosa. Una tina para el baño, ya que el río Siúr no estaba lo suficientemente cerca. Imprescindible un buen caldero y su garfio para carne, pues este era el corazón de la casa. Sin duda, contar con Oissíne en la forja supondría una ventaja a la hora de conseguir todos aquellos cachivaches. Brionna tenía un ciento en su cocina y debía lograr que Olwen no la echara demasiado de menos.

—¡Sube un poco más! —gritó Murchad—. Espera a que te llegue la pelota.

Se había cumplido ya el plazo para obtener una respuesta y Ciarán había pasado la mañana ejercitándose para distraerse. Hacía ya un par de meses que Murchad le había enseñado a jugar al pulu, un deporte que el capitán había aprendido del propio Narsés. En su tierra, según decía, lo utilizaban para entrenar a la caballería guerrera. «Con siete años, Shapur II ya era un gran jugador, como muchos de nuestros héroes», le había explicado el persa. Era el pulu, y no el combate, lo que le había costado a Murchad las dos muelas del lado izquierdo.

Ciarán volteó el caballo una vez más y pasó al galope junto a la pelota, golpeándola con el mazo. La pelota tenía un centro de raíz de sauce, pues precisamente eso significaba pulu, que era una palabra tibetana.

—¡Más a la derecha, que te ahogas!

Eochaid había acudido a verle jugar. Aunque solo había dos jinetes por equipo, aquel era un espectáculo formidable. A su padre le iba a encantar.

Murchad anunció con un cuerno el final del partido y Ciarán desmontó a Cuchillo. Eochaid le golpeó con fuerza el pecho, como hacía siempre en gesto de saludo.

—Pero qué animal eres… —se quejó Ciarán.

—Gracias.

—¿Tienes que cocearme cada vez que me ves?

—Te he traído algo, por tu casamiento. En realidad, ha sido una idea a medias con Oissíne, pero él no ha podido venir. Está con los fuegos a pleno carbón. Él es quien ha participado en su nacimiento, yo solo he puesto… la materia prima.

Desenvolvió la tela y dejó ver la preciada hoja, recién forjada y pulida. Mostraba un brillo extraño, muy distinto al de Congalach, su propia arma, que parecía de plata blanca.

—Esa espada tuya estaba bien, pero no es como esta. —La tendió a Ciarán y él tomó la suave empuñadura—. Tiene los filos soldados de acero. Los dientes del caballo, listos para morder.

Ciarán no podía fijar su atención en ninguna parte concreta pues lo que en verdad le tenía maravillado era la superficie del metal. La espada respiraba un aliento de otro mundo. Al moverla brillaba inexplicablemente, como si un polvo de estrellas la cubriera.

—Contiene el espíritu del caballo —le explicó Eochaid—. La han cocinado junto a los huesos de un ejemplar veloz. La empuñadura la hicieron con el marfil de sus patas. El druida se encargó de atarlo bien.

Los cantos del druida habían acompañado todo el proceso de fundido, mientras el mineral se enriquecía y mudaba de estado, absorbiendo parte de la composición de los huesos. La transferencia de poderes tenía que ser completa para que, en el campo de batalla, el guerrero no se encontrara solo, con la única compañía de un metal desnudo en la mano.

Ciarán giró lentamente el hierro fosfórico, que era como el viento y el sol, como todos los misterios naturales: su secreto último les estaba vedado, pero sus efectos eran admirables. Supo que el arma encajaría a la perfección en la vaina que colgaba en su cintura.

—Está recién hecha —continuó el príncipe—. Aún no tiene nombre.

—Se llama Echrí —sonrió Ciarán—. El señor de los caballos.

Aquella misma tarde se presentó ante Nad Froích, que había tenido una mañana larga y complicada. Por un lado, las noticias que llegaban de Temair solo le amargaban: Niall de los Nueve Rehenes se hacía cada vez más poderoso y sus capturas de esclavos eran cada vez mayores y más exitosas. En cambio, en Caisel, la cosecha de Lugnasad había resultado inmadura y verde y los estragos de un otoño especialmente duro comenzaban a notarse: era el peor del último lustro y el rey temía por los pastos de invierno. Para colmo, una de las partidas de ganado recaudadas había enfermado y se había reducido a la mitad. Nad Froích conocía bien los rumores que solían elevarse en aquellas ocasiones. Pronto la mala racha comenzaría a asociarse con su persona y empezarían las preguntas acerca de si estaba gobernando el reino todo lo bien que debiera.

—Vengo para saber de mi matrimonio —anunció Ciarán.

—Creo que no fue bien —respondió el rey, escuetamente.

Ciarán tragó saliva y continuó.

—¿Qué es lo que no fue bien? —preguntó firme, intentando pasar sobre el nudo que se le había hecho en la garganta.

—Dile al mensajero que venga —indicó Nad Froích a uno de sus guerreros. Este desapareció por una puerta lateral y, al cabo de unos instantes, el emisario hizo su aparición.

—¿Cuál ha sido tu cometido y el resultado de tu viaje?

—Recorrer, con la mayor presteza posible, el camino entre la espléndida Caisel y la Llanura del Cisne, hasta el pueblo que se asienta en el río del mismo nombre, la gente de Necht, aliada de Múscrige y, por lo tanto, de Caisel, la noble. Una vez allí, pedir por Olwen, hija de Finn, para que su contrato matrimonial sea atado con Ciarán, hijo de Bróenán, hijo de Óengus, de la misma gente, protegido de Caisel dorada, protegido del rey Nad Froích Eóganacht.

—Cuenta lo que pasó cuando llegaste.

—El rey del túath nos recibió en la casa de reuniones y nos comunicó que no aceptarían el contrato.

—¿Te dieron alguna otra explicación? —preguntó el rey, inexpresivo. Conocía la respuesta, pero quería que Ciarán la escuchara.

—Ante la negativa ofrecimos doblar el precio de la novia, pero el rechazo se mantuvo firme por parte de los representantes, tanto del túath como de la familia. Dijeron que la muchacha sería vendida a otra persona.

Nad Froích respiró profundamente y despidió a su emisario con un gesto de la mano.

—Parece que tendrás que buscarte otra mujer.

Ciarán permanecía inmóvil, pero en su interior la marea de la ira se iba apoderando de él como nunca antes lo había hecho. ¿Cómo podía Bróenán hacerle aquello? Sabía de sobra que no quería, que nunca había querido nada más. Ni la soberanía, ni las tierras, ni el ganado. Ni volver a verle nunca. Solo a Olwen. Tenía que dársela. Se lo debía. Sus puños se crisparon debido a la frustración.

—¡No puede ser otra mujer! ¡Tiene que ser ella! —estalló.

Nad Froích se encontraba fatigado. No estaba de humor para soportar arrebatos de pasión adolescente.

—Ya lo has oído. En Caisel tenemos hermosas mujeres —replicó el rey, tajante—. Escoge a una, cortéjala y cásate. No desafiaré a una de mis tribus leales para satisfacer un capricho tuyo. No convertiré este asunto en una cuestión política. No lo haría ni por uno de mis hijos. —Nad Froích era cuidadoso a la hora de mantener la red de alianzas que había heredado de su padre. Debía respetar las competencias locales de sus súbditos, sus costumbres, sus pequeños lugares de poder. Los tributos que pagaban anualmente bien lo merecían.

—Mi padre, Bróenán, es el rey de los Necht. Hablaré con él. ¡Tendrá que escucharme!

—¡Si hablamos del mismo túath, en la Llanura del Cisne, te equivocas de rey! —respondió Nad Froích, disgustado por que se le levantara la voz en su propia sala de audiencias—. Es un tal… hijo de Cormacc. —Consultó al hombre que se sentaba a su derecha, el cual asintió.

—Al menos desde el último festival, señor.

A Ciarán se le estancó la sangre en las venas. Bróenán muerto. La familia de Diarmait soberana del túath. No importaba ya si su padre le había repudiado o no. Había pasado a ser el hijo de un rey depuesto, un enemigo. Incapaz de llegar a Olwen. Incapaz de volver a la Llanura nunca.