15
Cuatro palos
Habían pasado casi dos meses desde Samain y Fand se puso de parto en lo más severo del invierno.
Ciarán y Murchad permanecían fuera de la casa principal mientras las sirvientas entraban y salían en un trasiego que parecía no acabarse nunca. A Ciarán le daba la impresión de que transportaban un solo objeto —un cubo, un manojo de hierba, un lino— en cada viaje. Estaban todas las mujeres excepto Órlaith, que se encontraba en una granja vecina. Siendo la esposa rival, podía traer mala suerte que estuviera presente. La que sí permanecía pegada a la cabecera de la cama era la esclava britana de Fand, que había sido reclamada desde los primeros dolores de parto. Había tenido a Ciarán buscando raíz de oro durante toda la semana. Decía que aquella planta era capaz de levantarle el ánimo a una lápida.
—Siéntate. —Murchad acercó a Ciarán un tocón de madera y colocó otro para él mismo. Los cubrió con una piel para aislar su capa de hielo—. Esto llevará un buen rato.
Fand sobrepasaba ya la treintena y era su tercer parto, después de tener a Aífe y a un niño que no había sobrevivido. El capitán esperaba imperturbable, pero Ciarán nunca había asistido a un nacimiento y los alaridos de la mujer le tenían en vilo. La costumbre era dar a luz al aire libre, cerca de los pozos y de los ríos, en lugares sagrados destinados para ello y no en las casas, tan cerca de los hombres. La esclava britana era la que había convencido a su ama de que, con aquel frío, era más seguro permanecer en el fuerte. Para ella no había necesidad de acudir a ningún lugar especial porque, según decía, Dios estaba en todas partes.
—No te preocupes tanto —intentó tranquilizarle el capitán. A Ciarán la inquietud le impedía sentarse.
—¿A ti no te preocupa? —Se defendió.
—No. Esta es su batalla. Tener miedo de la vida no es natural.
Ciarán observó su perfil, duro y sereno. Murchad tenía la auténtica mentalidad del guerrero y había dejado muy atrás los pensamientos sobre la muerte. La había aceptado como integrante de las fuerzas a las que servía. Morrígan era su protectora y sus rostros, como en el caso de Macha, eran complementarios: la vida y la muerte formaban parte de un mismo círculo, que siempre se repetía.
Él, sin embargo, no podía abstraerse del sufrimiento de Fand ni de su temor por ella. Era más risueña y dulce que Orlaith y siempre había sido cercana y cómplice. A la caída del sol, durante aquellas últimas tardes en que estaba ya muy llena, Fand le pedía ayuda para incorporarse y permanecía en pie, con los brazos extendidos en horizontal y los ojos cerrados. Al abrirlos, le decía que había estado hablando con Dios. Hasta donde Ciarán sabía, aquello era imposible, a menos que el dios se presentase en forma corpórea, ya fuera humana o animal. Siempre eran los dioses los que hablaban, a través de señales o sueños. Los hombres tenían que conformarse con hacer ofrendas y esperar que les agradasen. Fand, en cambio, parecía poder comunicarse con el Otromundo solo con desearlo, sin ser druidesa, sin intermediarios.
—Las mujeres son más fuertes de lo que crees —dijo Murchad, para reconfortarle—. Los partos son pruebas difíciles, pero se superan. Cuando tienen a su hijo en los brazos se las ve felices y ya no se acuerdan del dolor…
En aquel momento los gritos cesaron y se hizo el silencio dentro de la casa. Ciarán observó a Murchad, tenso por primera vez en toda la mañana. El capitán se levantó, impaciente, y escuchó entonces el llanto de su hijo, como un grito de guerra contra una vida a la que se enfrentaba por primera vez.
Al entrar en la choza, el calor les envolvió con su nube sofocante. El aire estaba cargado como si los gritos de Fand le hubieran sacado poco a poco toda el alma del cuerpo y ahora flotara alrededor. El bebé protestaba, incómodo: una criatura apretada en un diminuto cuerpo humano que no bastaba para contenerla. Su carne, sin embargo, estaba minuciosamente bien acabada y tenía todas sus partes, sin olvidar un detalle: hasta el último dedo de las manitas y los pies, que se plegaban en un reflejo, intentando regresar a su condición oval. Miró a Ciarán con su carita inmadura, enrojecida por el tránsito, el fino pelo oscuro aún apelmazado por la sangre. Abrió los ojos hinchados, que revelaron unos iris grisáceos, asombrosos. Ciarán se encontró de pronto sonriendo. Era una niña.
Murchad observó a su hija con satisfacción. Fand temía que se decepcionase porque no fuera un varón, ya que estos eran los herederos de la tradición guerrera y al casarse permanecían en la granja propia. Pero a Murchad aquel momento sublime le llenaba por completo. Hincó la rodilla en tierra y besó las manos de ella con devoción.
—Eres victoriosa de nuevo, hermosa mía. Fuerte y guerrera hasta el final. —Acercaron al bebé hasta la madre, que estaba incorporada sobre un montículo de pieles, para que le diera el pecho—. Seguimos cosechando triunfos para los dioses.
Ciarán se sentía algo fuera de lugar en aquella escena tan familiar e íntima, y permanecía discretamente junto a la puerta, aunque hacía esfuerzos por seguir los acontecimientos desde la distancia. Fand advirtió su actitud prudente y le hizo una seña para que se acercara. Él se arrodilló con respeto junto a ella y, como no tenía otra cosa que ofrecerle, tomó la cuenta de ámbar que siempre llevaba al cuello y se sacó el cordel por la cabeza para ponerlo en su mano. Fand, sin embargo, le detuvo y cerró su puño con firmeza. Sabía que aquello era lo único que Ciarán poseía de su verdadero origen. Si para él todavía no tenía un valor incalculable, de seguro que lo tendría algún día.
—Esto no lo regales porque forma parte de quien eres. No lo entregues a ningún amigo, por mucho que se diga tu hermano, ni a mujer alguna, por mucho que la ames, ni tampoco lo ofrezcas a los dioses, por mucha que sea tu desesperación. Tendrás hijos propios, lo verás. —Le acarició el cabello, intentando infundirle una bocanada de esperanza. Conocía su historia por Murchad y sabía lo mucho que le pesaba el corazón—. A ellos sí que podrás dárselo porque serán parte de ti mismo.
Y la mano de aquella mujer recién parida, bandera viva de las fuerzas naturales, le infundió paz, como si se tratara de la mano de una diosa madre tierra, y sentir su peso sobre la cabeza fue para él como una bendición: una palabra de esperanza en la oscuridad.
Habían llamado a la niña Ceara, que significaba «rojo brillante». «Todo lo que es rojo, es bello», decían. Aquella mañana, Murchad la había llevado al druida para que la bañara en las aguas del Siúr y que la diosa del río la resguardara de todo mal. A la esclava britana no le había gustado, pero había tenido que callar. Debía hacerse lo que el druida dijera. Murchad permitía que Fand rindiera pleitesía a los dioses que se le antojaran, pero nunca hubiera consentido en privar de medidas de protección a sus hijos.
—Las bendiciones nunca sobran, vengan del dios que vengan —se había excusado Fand ante su esclava. Pero ella no estaba de acuerdo. No se podía servir más que a un Dios, el único. Lo demás era idolatría.
Durante el par de semanas posteriores al parto, Ciarán había permanecido cerca de la madre. Ella se había recuperado pronto y volvía a vestir ricos ropajes de azul y rojo que su marido le había regalado. Murchad dormía ahora con Órlaith en otra de las casas, lejos de los llantos, olores e incomodidades propias de la cría, así que Ciarán se encargaba del fuego, de ir a buscar agua, hierbas y ropa limpia. Fand le ponía a veces a la niña contra el pecho, bajo la camisa, para que la mantuviera caliente y él sentía la tibieza y el peso de su cuerpo diminuto. Si rompía a llorar, la devolvía rápidamente a los brazos de su madre.
El capitán veía con agrado este descubrimiento que Ciarán había hecho de los placeres de la vida familiar, pero temía que se acomodara demasiado a ellos. No era bueno para un guerrero. Se había estado refugiando de la muerte entre las paredes llenas de vida de su casa, pero debía enfrentarse de nuevo a la intemperie. Cuando llegó Oímelc, el festival de febrero, Murchad se encaminó a los bosques y se llevó a Ciarán consigo y con el resto de la banda.
Montaron las tiendas en un lugar habitual de campamento, a orillas de un gran lago al este de la provincia, alternando la lana, el cuero de cabra y las capas de grasa animal para que quedaran a resguardo de la lluvia. Salían a cazar varias veces al día, por turnos, y la escasez de alimento se intentaba paliar con las caminatas para revisar las trampas, con las batidas de los perros y con la recolección de setas, raíces, bellotas o cualquier otra cosa que pudiera comerse. Cocinaban en una gran fosa cavada en el suelo, forrada de placas de madera y abierta al río, como una rudimentaria olla que utilizaban las bandas que allí acampaban. Arrojaban piedras candentes al interior y, cuando el agua estaba hirviendo, envolvían en juncos las gallináceas y las liebres y las ponían a cocer.
Los días se sucedieron en una cadena opresiva y tirante. Con aquella lluvia, el frío y la falta de luz, lo único que apetecía era permanecer en el refugio, jugando a los dados y bebiéndose el agua del río, a falta de otra cosa.
Todos los miembros de la banda debían permanecer lo más cerca posible de la naturaleza, manteniendo el vínculo social al mínimo, tan solo entre ellos. Los dioses eran los únicos que podían asistirles en aquella frontera, lejos de la tribu, de la seguridad de sus genealogías y del refugio material, en las condiciones extremas del invierno.
—Prepárate otra vez. ¡No bajes la guardia!
Desde su llegada, Murchad había cambiado completamente su actitud y se había vuelto más severo que nunca. Los días de sangre estaban cada vez más cerca y parecía que los capitanes quisieran hacerles pedazos.
El capitán moreno le embistió con tal fuerza que la lanza se quebró contra el broquel. Ciarán intentó aguantar el choque, pero su violencia le obligó a retroceder. Se retiró varios pasos solo para sentir cómo un brazo sólido le rodeaba por la espalda y le amenazaba con una espada.
—No podrás huir si retrocedes —dijo Conaire—. Ni por un momento. Haz lo que sea necesario, pero pasa por encima de él.
Le liberó y de un empujón le puso de rodillas ante Murchad. Ciarán alzó la vista y contempló el rostro severo, que antes había sido protector. No parecía el mismo hombre que le había acogido en su casa y dado el calor de su hogar. Ya no le mostraba un ápice de afecto o estima. Ciarán se sentía agotado y lastimado, como si nunca hubiera entrenado antes, como si aquel año entero de padecimientos no hubiera servido para nada. Se sentía incapaz. Pasar por encima de Murchad era imposible.
Se puso en pie de nuevo, sin convicción, y se lanzó repetidas veces contra el capitán, con lanza y espada, fracasando como contra un obstáculo rocoso. En una de las ocasiones Murchad logró repelerle, se le echó encima y, ya en el suelo, comenzó a descargarle golpes de maza sobre el escudo. Este permanecía sujeto a duras penas junto a su rostro, a punto de aplastarle. Ciarán no podía quitárselo de encima y le fue evidente que su enemigo le hubiera abatido a placer en una batalla real.
Cuando Murchad se cansó de golpearle se levantó, le apartó la lanza de un puntapié y se marchó sin mediar palabra. Ciarán dejó a un lado el escudo y se esforzó por recuperar el aliento. Estaba desbordado por sus emociones. ¿Qué sentido tenía todo aquello? No tenía por qué aguantarlo más, ¿por qué seguía haciéndolo? Se levantó, iracundo, y salió detrás de él para cruzarle la espada una vez más.
—¡No he terminado! —Ciarán estaba electrizado. Los nervios, en el interior de su cuerpo, se estiraban con la ferocidad y la tensión de un látigo.
—No es eso lo que me parecía. ¡Sigues dejándote avasallar!
—¡Ya estoy haciendo todo lo que puedo!
—¡No es cuestión de técnica! ¡Te falta vocación!
Ciarán se paró en seco y se retiró lentamente, bajando el hierro.
—Tienes razón, y ¿sabes por qué? Nada de esto me importa en absoluto. Me da igual estar aquí que levantando piedras o trabajando en el campo, con tus esclavos. No veo la diferencia. El honor, la gloria, el oro… ¡Polvo! ¡Ceniza! ¡Nada!
Arrojó la espada al suelo y se alejó, dispuesto a caminar hasta que se le cayeran los pies de cansancio, hasta llegar a algún lugar que no le recordara en absoluto al mundo. Ojalá existiera un sitio así, donde no hubiera hombres, ni animales, ni tan siquiera hierba o árboles o ríos. Donde pudiera estar completamente solo.
—Está en el límite —advirtió Conaire—. Debes hablar con él.
Durante toda la noche y el día posterior, Murchad no podía quitarse las palabras de Ciarán de la cabeza. Si no estaba fuerte de espíritu no podría entrar en combate. Tenía roto el corazón, por eso no era capaz de poner su fuerza en ningún sitio. Si su rabia caía del lado de la banda sería una magnífica punta de lanza, pero si acababa cayendo del otro lado, por el ojo de su tormenta anímica, podían encontrarle cualquier día en el fondo del acantilado, a lomos de un caballo desbocado.
Con todos los muchachos se corría un cierto riesgo: se movían en un estrecho margen y el exceso de presión bien podía llevarles a la rebeldía o al abandono. Sin embargo, cada uno de ellos conservaba una meta bien clara en su cabeza, una luz que servía de guía hacia delante. A algunos les conmovía el resplandor de las sagas, la idea de convertirse en héroes y permanecer en la historia de sus gentes, la promesa de la reencarnación en el caldero divino, el brillo seductor del oro o bien el honor para sus familias. Pero con Ciarán no sabía Murchad qué había sucedido. Se había caído del cielo en mitad del cuerpo de Ériu. Para Ciarán no existía nada más que su propia voluntad, intratable, y su obsesión por aquella muchacha que le había destruido.
Al día siguiente Ciarán regresó buscando el refugio del campamento, pues sabía que no sobreviviría mucho tiempo por su cuenta. Murchad le permitió descansar durante unos días. Decidió que había llegado el momento de arriesgar.
Le pidió que acudiera a su tienda, que era la de un superior, mucho más grande que las de sus pupilos y situada a una buena distancia. Ciarán se sentó junto a Murchad, como había hecho tantas veces en Caisel, pero no tenía intención de relajarse ni mostrarse débil.
—Hace un tiempo me preguntaste —la voz del capitán era grave y su semblante nunca había permanecido tan serio—, frente al fuego de mi casa, si alguna vez había perdido algo que llevara mucho tiempo protegiendo… Pues bien, todos perdemos. Los acontecimientos de la vida son incontrolables. Lo que te pasó con esa muchacha de tu pueblo es una de esas cosas. Está fuera de tu alcance, no depende de ti. Cuando yo era más joven, tan solo un niño, encontré un pájaro en la playa que se estaba ahogando: era un polluelo de cuervo de mar[28] y estaba empapado, moribundo, luchando contra el oleaje. El cuervo es un animal divino, un heraldo de la diosa, y detestaba la idea de dejarlo a la deriva. Así que me dio lástima y lo rescaté, lo puse al sol y me fui a atender la carga de los barcos y a comer, junto a mi familia. Cuando volví me encontré con que las gaviotas lo estaban alzando y dejándolo caer desde la altura para que se golpeara la cabeza y muriera, para así poder comérselo. Estaba condenado porque era débil y el fuerte siempre acaba con el débil: es la ley de los dioses. Esto es lo que hubiera pasado con Oissíne si su camino no hubiera cambiado de signo por lo que debes hacer las paces también con eso. Ahora bien, la fortaleza no se tiene solo en los brazos, Ciarán. Si tú llegas a la batalla débil de espíritu vas a ser como ese cuervo de mar que se estaba intentando secar al sol. Las gaviotas van a aprovecharse de ti y no vas a durar ni el tiempo que me vaya a comer. Y eso no puedo permitirlo.
—Estoy harto de todo esto… De las órdenes, del entrenamiento, de estar aquí…
—Intentaremos combatir tu hastío, entonces. Habla con Eochaid y pregúntale si está de acuerdo con empezar a atacar las granjas, en lugar de esperar a que pase todo el invierno. Llevamos más de dos meses aquí y así tendremos acceso a víveres y caballos. Podrás cabalgar de nuevo… Podríamos llevarnos incluso a algunas mujeres, si tenemos suerte… —expuso, tentativamente.
—Eochaid deja bien claro que no quiere que le molesten por la noche.
—No le molestarás. Haz lo que te digo. Estaré esperando una respuesta mañana por la mañana.
Ciarán no entendía a qué venía tanto encono con importunar al príncipe a aquellas horas. Su tienda estaba aislada, junto al lago, ¿no podía llevarse Murchad sus propios mensajes? Tuvo que recorrer la orilla hasta dar con ella, guiado por el leve resplandor de la fogata que le proporcionaba luz y calor. Era una buena tienda, parecida a la de los capitanes. Estaba claro por qué Eochaid prefería mantenerla aparte. Descorrió las pieles con impaciencia, decidido a resolver la cuestión y a marcharse lo antes posible. Al acceder al interior se le echó encima una visión que le impidió decir nada: el cuerpo desnudo del príncipe se arqueaba sobre el suelo, con el resplandor del fuego dándoles forma a los músculos de su bien trabajada espalda. Permanecía en tensión, en el trance del orgasmo. Unas esbeltas piernas femeninas rodeaban su cintura. La muchacha se percató de la presencia de Ciarán y, alarmada, se apoyó en el brazo para asomarse por detrás del cuerpo de su amante. Ella era Suibne, desnudo: espléndido cuerpo de mujer.
Eochaid se recuperó del éxtasis y, al advertir la actitud tensa de ella, se volvió temiendo la presencia de alguno de los capitanes. Solamente era Ciarán. Se relajó y se tendió junto a la joven, que enseguida fue a refugiarse en el calor de su pecho.
—Te presento a Étaín, mi secreto —sonrió, orgulloso, mientras le besaba los mechones cobrizos. Ella, al ver su despreocupación, abandonó todo recelo. Ciarán estaba paralizado junto a la entrada, incapaz de hablar. Fijaba su mirada alternativamente en el suelo y en los cuerpos de sus compañeros, todavía abrazados, que ofrecían una imagen desconcertante e hipnótica.
—Vamos, siéntate. ¿Qué querías? —Eochaid se divertía observando el efecto que aquel descubrimiento causaba sobre él.
Ciarán se adelantó ligeramente, aún aturdido, y se sentó a cierta distancia de ellos. Tragó saliva. Intentó recordar para qué había venido.
—Murchad me pidió que te hablara.
—¿Sobre qué?
Le volvía el turno demasiado pronto. Tenía que esforzarse por apartar la vista del cuerpo de aquella muchacha, que hasta entonces solo había sido un compañero más. Era inevitable la tentación de verla más de cerca y comprobar que su transformación era real.
—Quiere saber qué te parecería empezar con las granjas. Cree que ya es tiempo. Nos haría la vida un poco más fácil a todos.
—¿Qué clase de pregunta es esa? Sabe que estoy deseando que empecemos a hacer algo. Lo que sea…
—Yo no sé nada. Solo soy el mensajero.
—¿Te ha dicho por qué ha cambiado de idea?
—¿No es evidente lo difícil que está siendo? Puede que en tu caso sea más placentero —señaló a Étaín con la cabeza—, pero yo estoy cansado de esta situación. Y especialmente de la actitud de los capitanes.
—Solo intentan protegerte —eran las primeras palabras de Étaín, aquel ser recién creado a partir de los escombros de Suibne: una criatura novedosa como un animal pálido, llegado de otro continente.
—Tiene razón —la secundó Eochaid—. He visto cómo Murchad se esfuerza contigo. Lo hace porque te aprecia mucho. Yo también lo noto con Conaire… Es normal. Lo que pasó con el otro grupo, al otro lado del mar, fue duro para ellos. Lo de perderlos a todos en una emboscada. Uno de los hijos adoptivos de Murchad iba en ese grupo y desde entonces no ha acogido en adopción a nadie más.
Ciarán recordó entonces las palabras del capitán: «todos perdemos», le había dicho aquella noche, «los acontecimientos de la vida son incontrolables». Nuevamente Bróenán le venía a la mente. Le daba la impresión de que, en algunos tramos, su espíritu y el de Murchad corrían de forma paralela.
Los ojos nictálopes de Étaín le observaban vivaces desde el rostro recostado en el torso del príncipe. Su expresión mudaba entre suspicaz y curiosa. Su primera reacción había sido de temor pero, ahora que Ciarán ya sabía que era una mujer, estaba atenta a la redefinición de su actitud. Una ligera sonrisa se dibujó en su rostro iluminando sus rasgos afilados, su boca de luna nueva.
—De acuerdo… Le diré lo que me has dicho. —Ciarán se levantó de repente, dispuesto a abandonar la tienda y alejarse de allí. No estaba dispuesto a seguir en aquella situación, debatiéndose entre la contemplación y el azoramiento.
Étaín se apresuró a susurrar algo al oído de Eochaid.
—Ciarán —le llamó el príncipe—. No tienes por qué irte.
Él se detuvo y volvió ligeramente el rostro, mientras trataba de asimilar lo que le decía.
—Quédate. Y aprende —reafirmó Eochaid, esbozando una sonrisa confiada.
Ciarán sopesó la invitación durante un momento. Sintió el pinchazo agridulce del deseo, las manos de Étaín sujetando una brida invisible que le impidiera marchar. El príncipe probablemente se sentía como si les hubiera sorprendido en pleno banquete y no se dignaran a ofrecerle un bocado. Era lo habitual en las bandas, compartir a las prisioneras o a las esclavas y, aunque Étaín no era ni una ni otra, parecía estar de acuerdo con el trato. O más bien estar detrás de él.
Resonaron contra el suelo el metal del cinturón y la cadena que sostenía la espada. Ciarán se arrodilló sobre las pieles e incorporó suavemente a Étaín, poniéndola a cuatro patas por encima de Eochaid. Se liberó de la camisa y, al abrazarla, sintió el calor de su espalda femenina, un calor primitivo que le recorrió el cuerpo con su vibración apasionada, necesaria como la caída de la lluvia y su retorno a la atmósfera, como la eclosión de los cascarones o los llantos de los recién nacidos. Cayendo así, arqueado sobre ella, tenía la impresión de haberlo hecho sobre la tierra, una caída inevitable, un regreso al origen del mundo, antes de la cultura y de la palabra. Se arrimó a sus caderas y, rodeándolas con la mano, tanteó el vello cobrizo y luego subió por su vientre, por sus costillas pálidas, hasta sus senos recientes y apuntados, libres al fin de los vendajes que, durante muchas horas al día, los mantenían presos. Los cabellos de Étaín, recortados a cuchillo, rezumaban el olor acre de la batalla, pero también el olor dulce de su sexualidad, por tanto tiempo secreta.
Estaba aún pegajosa de Eochaid, resbaladiza de su encuentro con él, y se quejó en un grito de sorpresa y placer cuando sintió a Ciarán entrar en ella y chocar contra su pelvis. El príncipe se apresuró a cubrir la boca de su amante con la palma de la mano para evitar que alguien les oyera. La miraba fascinado desde abajo: su rostro feérico sufriendo de amor y sus pechos meciéndose en altura, mientras su cuerpo iba a encontrar el de Ciarán una y otra vez. Finalmente él se había rendido, pensó el príncipe, y tendría que darle la razón de que todo aquel tiempo se había estado privando de lo mejor de la vida.
Ahora eran cómplices en el secreto y en mantener las apariencias ante los capitanes. Durante el día, ni sus palabras ni sus gestos debían delatarles. Sin embargo, cuando la tarde caía a plomo, anticipaban su próximo encuentro a la luz del fuego. Ciarán y Eochaid llegaban con el ánimo encendido a besar a Étaín, a desvendarle los pechos, a competir simuladamente por su cuerpo, mientras ella se reía del ardor de sus dos jóvenes amantes. Al principio se la turnaban de forma breve, impacientes por calmar la necesidad, pero, con el tiempo, Ciarán aprendió a esperar y a reservarse. Al fin y al cabo, era Eochaid quien la había descubierto y la había traído con él y de esta manera podía disfrutarla luego a solas. Observaba cómo el príncipe la abrazaba, cómo le hablaba, cómo la olía y la degustaba, extrayéndole el placer de forma apremiante, en cacería, o bien en una sutil deriva de sensaciones que acababa anudando allí donde deseara. Ciarán aspiraba a hacerla brillar de igual manera entre sus brazos.
Era tan solo un paso más en el nuevo camino que había emprendido cuando Oissíne se marchó. Un nuevo ser había emergido entonces de las aguas del Siúr, con un destino diferente, aún sin definir. Tenía que aprender a desgajarse del terruño de su alma y a sobrevivir por encima, donde el aire es más exiguo y el mal de altura amenaza.
El vínculo compartido con Eochaid y Étaín se convirtió para él en un apoyo imprescindible. Ellos le mantenían unido a la vida cuando todo a su alrededor presagiaba muerte. Necesitaba el calor elemental de otro cuerpo junto al suyo, su entrega apasionada, su lazo familiar.
Ciarán y Eochaid tomaban la pintura blanca de los tatuajes y untaban con ella, en círculos, el cuerpo de la muchacha: los pechos, las caderas, el vientre, los muslos… El blanco divino de la diosa. Étaín sabía que la Soberanía era el auténtico amor de Eochaid, que se casaría con la tierra de sus antepasados o no lo haría con nadie, así que, en aquellos días en que Ciarán participó de sus fantasías, Étaín se transformaba en la tierra y ellos eran los reyes que la conquistaban y que ritualmente se unían a ella. Aquella unión era su base cosmológica y allí, en el interior de la tienda, en su refugio físico y anímico, la recreaban: inventaban reyes y dioses, encontraban un sentido. Después del amor, la pintura se mezclaba con el sudor y el rozar de los cuerpos hasta que no podían distinguir dónde acababa una piel y empezaba la otra. Hasta que todos los dibujos quedaban desvaídos, sublimados en el vapor de un sueño exhausto.
Étaín era unos meses menor que Ciarán. Hija de hombres libres en Alba, se había especializado en trabajar el cuero. Su familia comerciaba en un vicus, un asentamiento florecido junto a una guarnición romana, en la muralla de Adriano. Cuando era niña admiraba las marchas de los destacamentos militares, de lo poco que quedaba de ellos, en los cuarteles desiertos y en las atalayas fronterizas. Siempre sintió fascinación por la disciplina que mostraban los soldados y por el lujo que parecía acompañar a sus superiores: las ostentosas tiendas de los generales, el aliento de las armas, el olor de la moneda acuñada. El perfume del metal era la promesa de una vida aventurera, mientras que el del cuero estaba unido a la mediocridad y las ataduras. El cuero le olía a fracaso, le enfurecía, y sin embargo no podría librarse de él durante el resto de su vida: las tiendas olían a cuero, los arneses, el calzado, las capas, el forro de los escudos… Sería un recordatorio permanente del lugar de donde venía y a donde no quería volver.
Cuando Étaín llegó a la adolescencia los pocos militares que quedaban abandonaron las fortalezas y el negocio del cuero se debilitó. La familia marchó al Noroeste, a las tierras pictas del otro lado del muro, para aprovechar las rutas comerciales de la costa. Allí, en Scitis, fue donde Étaín conoció a Eochaid, que había acudido para conocer las famosas escuelas de lucha del lugar. Para entonces Étaín tenía catorce años y estaba deseando escapar. A Eochaid le gustó desde el primer momento y comprobó que, aunque le faltaba la técnica, no así el arrojo. Ambos lucharon a lanza y espada y acabaron entrelazando miembros a la luz de una hoguera, como en las leyendas.
Cuando Eochaid le propuso irse con él, ella no se lo pensó dos veces. Las mujeres no abundaban en los campamentos, menos aún en los de guerreros en formación. Las prisioneras iban a parar, en su mayoría, al mercado de esclavos, y las que se quedaban para disfrute de la cuadrilla eran pocas y a repartir entre varios. Eochaid no estaba acostumbrado a ningún tipo de abstinencia y creyó haber encontrado la solución perfecta: Étaín era disciplinada, buena amazona, dormía poco, arriesgaba mucho… y tenía una sed de oro como el príncipe no había visto nunca.
Ciarán observaba ahora aquellos ojos azules que, sin duda, habían cautivado a Eochaid en un primer momento, durante el breve tiempo en que el príncipe pensase que ella era lo más increíble que había conocido. Antes de franquear aquella mirada y alcanzar los lugares donde desmitificarla, donde atarla a las miserias del tiempo.
—Oissíne se había enamorado de ti, ¿verdad? —preguntó, en un susurro. Eochaid aún no había regresado del campamento principal. Ella, tumbada a su lado, bajó los ojos y veló la luz extraña que mostraban por la noche.
—Siempre entrenábamos juntos. Era normal que lo descubriera.
—Ahora puedo entenderlo. El empeño que tenía por seguir en la banda… Todo era para poder estar junto a ti. Para que le tuvieras en cuenta.
—No podía ser. Los dos éramos muy diferentes… Y por otro lado…
—Está Eochaid.
—Sí. Él… —Tomó aire, como si aquello que tuviera que explicar fuese demasiado largo y, finalmente, prefiriera resumirlo en un pronombre personal—. Te considera su hermano. Siempre me lo dice. Esto que tenemos contigo nunca lo hubiera permitido con Oissíne. Y Oissíne tampoco lo hubiera aceptado. Todo es mucho más difícil cuando alguien se enamora. En cambio tú… —Ciarán la interrogó con sus ojos claros. Por la noche parecían más serenos que cuando recibían el brillo hiriente del sol—. Eochaid me contó lo que te había pasado.
—Yo no necesito de vuestra compasión. —Se revolvió para alejarse de ella, huyendo de su condescendencia pero también del recuerdo de Olwen, que mantenía duramente condenado en su espíritu, a salvo de la luz, el agua y el aire, incompatible con el resto de su mundo. Étaín le sujetó en un abrazo firme.
—Todos nos necesitamos. Deja que seamos tus hermanos de banda. —Le besó largamente hasta que él perdió la fuerza. Hasta que se relajó el aguijón de su orgullo.
Ciarán advirtió entonces un largo arañazo en el hombro de la muchacha. Debía de habérselo hecho con las zarzas, durante la cacería de la mañana. Le sacó cuidadosamente las espinas. Después le acercó su aliento caliente y, con la lengua, le extendió su saliva curativa.
Un lobo dedicó su quejumbroso aullido a la noche, que empezaba a prenderse de primavera.
—El perro que aúlla, el hijo de la tierra… —susurró ella con su exótico acento de Alba. A veces escuchaban a los animales salvajes, bien protestando por el celo, bien rastreando en busca de las sobras por los alrededores de la tienda—. Así somos también nosotros… los cazadores que llegan en la noche y se llevan a los hombres.