28

Lo esencial

La niebla se había vuelto espesa a aquella hora de la mañana, especialmente en las orillas del río, pero Derdriu conocía el camino de memoria y podría haberlo hecho con los ojos cerrados. Su nuevo hogar se encontraba lejos, pero seguía acudiendo al mismo tramo del Cisne donde solía lavar antaño. Aquel lugar abierto y lleno de piedras era el mejor para hacer la colada. Era donde siempre había lavado también su madre. Podía apoyarse sobre las losas sin mojarse las faldas y el río llegaba con la dulzura adecuada. Estaba flanqueado de alisos y las ramas proporcionaban un frondoso palio, que protegía de la lluvia.

Se colocó de rodillas sobre la piedra y tomó una manta de lana recién tejida. Era una lástima que ya se hubiera manchado, después de estrenarla, pero qué se le iba a hacer. «Hasta que la ropa no pasa el primer lavado es como si no fuera propia», volvió a decirse. La introdujo en el río, con ambas manos, preparada para que su peso aumentase considerablemente. Una mano sobre el hombro derecho interrumpió su quehacer y la obligó a volverse.

Un hombre le miraba con los mismos ojos azules del que había sido Ciarán bebé, niño y adolescente. Ahora brillaban en un rostro de adulto, con barba de varios días. La naturaleza se había completado en él: había llegado al esplendor al que estaba destinada. Ciarán se arrodilló junto a ella y Derdriu le abrazó, tomando una bocanada de aire, hundiendo en su espalda los dedos aún empapados, blancos y fuertes. Ciarán le devolvió el abrazo y sintió entonces que había regresado.

—¿Estás casada, entonces?

Después de besar sus mejillas repetidas veces, de acariciar sus cabellos negros y de agradecer abundantemente a los dioses, Derdriu le contó lo que había sido de su vida en aquellos años, tras la muerte de Bróenán. Había contraído matrimonio con un hombre del túath que se había quedado viudo y se había marchado a vivir a su granja, abandonando la casa paterna y llevándose con ella los magníficos caballos de su hermano.

—Esos animales son tuyos, Ciarán. Te están esperando aquí.

Ella también le pidió sus noticias y él le habló de todo lo que había sucedido desde que se separaran. Le habló de Caisel, del príncipe Eochaid y de los capitanes, de cómo había pedido por Olwen y se la habían negado, del entrenamiento y las capturas de esclavos, de cómo había acabado en Demet, casado con Aífe, solo para reencontrarse con Olwen meses después.

—¿Por qué se casó con Diarmait? ¿Cómo llegó a pasar?

—Estaba ya muerta cuando se casó con él. Era una muchacha triste. No encontró felicidad en ello, si eso es lo que quieres oír…

Ciarán guardó silencio. Era una sensación agridulce, la de alegrarse del sufrimiento de quien amaba solo para calmar sus propios celos.

—En esa familia son muchos y casi todos hombres —continuó Derdriu—. Los padres la adoran y le dieron mucho tiempo, pero lo cierto es que necesitaban venderla. Tenían muchas deudas por los casamientos de los varones. Y con Diarmait en el poder, puedes imaginarte que no tuvo demasiadas opciones. Además de que él la quiere de verdad. Eso debió de pesar mucho en su decisión. Pocas mujeres tienen tanto poder como Olwen en este túath.

Era amargo quedarse sin palabras. Tener que atarlas todas mirando a la pared del corazón. Pero logró formular las esenciales:

—He venido a buscarla.

Derdriu respiró profundamente. La apertura de puertas a nuevas fatalidades. Si Ciarán aún hubiera tenido derechos a la soberanía todo habría sido muy distinto, pero la ley no le acompañaba más. Y se presentaba solo, sin apoyo militar. Solo podía hacerse de aquella forma, al margen. Huyendo y traicionando.

—Primero estropearlo todo —movió la cabeza, con resignación— para intentar arreglarlo tan tarde.

—Todo este tiempo he intentado hacer lo que creía mejor, pensando en el bien de los dos, y mira lo que ha pasado. No debemos estar separados, Derdriu, es lo único que he aprendido en todos estos años. La prudencia que se dilata demasiado pasa a ser cobardía. Ahora que he vuelto a verla ya no puedo tomar otro camino. Estoy harto de las dudas, ¡qué sea lo que tenga que ser!

Derdriu no pudo evitar la idea de que aquella era, inequívocamente, la actitud de un hombre. Había necesitado ver y tocar para que el corazón le estallara en el pecho. Olwen no había necesitado de ojos para sentir dolor. Derdriu había observado y padecido su sufrimiento desde el inicio, su lento caminar por el sendero de la resignación. El silencio del fuego, el agua, la tierra y el aire en su interior, hasta convertirse en apenas un susurro de la naturaleza, una luz temblorosa y casi inexistente. Aquel luto secreto de su cuerpo, Derdriu estaba segura, era lo que le impedía concebir ningún hijo de Diarmait. Su sangre se había cerrado dentro de sus venas. Sus pozos se habían vuelto amargos.

—Ella es mi deseo. —Ciarán tomó a Derdriu de los hombros, tratando de convencerla—. Y sé que yo soy el suyo. Es lo que debería ser.

Derdriu lo sentía por ambos y sufría al ver que el amor les había hecho desgraciados. No era su culpa. La culpa había sido del odio y de la muerte, de la guerra con los Barr. Si no hubiera sido por toda aquella destrucción, Ciarán podría haberse criado con sus verdaderos padres. Habría tenido otro nombre. Habría heredado el liderazgo de Cathal y se hubiera convertido en el mismo hombre decidido y voluntarioso que ahora tenía delante. Él y Olwen se habrían enamorado con aquella misma fuerza que tenían ahora y ambas tribus habrían sido más hermanas y menos enemigas.

—Entonces llévatela. Marchaos y que todos los dioses os protejan.

Ciarán no deseaba abandonar la Llanura sin afrontar una última despedida. Derdriu le llevó hasta el lugar donde descansaba Bróenán, en la frontera de sus tierras. Desde allí, junto a sus antepasados, guardaba la granja de los extraños. No tenía un túmulo propio entre aquellas colinas funerarias.

—Permanecen sus cenizas. Máelcenn quemó su cuerpo.

Ciarán se estremeció. Le parecía haber vislumbrado el resplandor de la pira en una de sus primeras visiones. En aquel momento había estado muy cerca de Bróenán, había podido sentir que algo no iba bien. Pero le parecía extraño que no le hubieran enterrado en pie, con sus armas, como se hacía con los guerreros.

—¿Por qué, Derdriu? ¿Por qué hizo eso Máelcenn?

Ella evitaba darle una respuesta. No deseaba mentirle, pero temía contarle la verdad.

—Hubiera sido su deseo. Máelcenn solo lo hizo para protegerle, como siempre desde que nació.

—¿Protegerle, de qué?

Ella seguía dudando de si hablar o bien seguir respetando los silencios de su hermano, pero había estado callada demasiado tiempo y la mordaza había sofocado muchos de sus años de juventud. Por imposición de Bróenán era que no había podido casarse hasta entonces y tener hijos propios.

—¿Nunca te preguntaste por qué Bróenán nunca buscó una esposa?

—Pensé que era por los tabúes. Porque no podía mostrarse desnudo en la luz. Ni siquiera ante nosotros.

—Esos tabúes tenían un motivo. Y Bróenán no se casó porque tenía miedo de romperlos.

Ciarán la interrogó con la mirada, sin comprender del todo.

—Ya sabes que el físico de un rey debe ser impecable. Cuando nació Bróenán, Máelcenn fue el encargado de examinarle. Como has visto con los caballos, a veces los… riñones del deseo bajan más tarde o bien lo hace solo uno de ellos o no llegan a hacerlo. —Derdriu había utilizado un eufemismo lo suficientemente común como para que Ciarán supiera a qué se refería—. A veces se soluciona con el tiempo, también en los hombres, pero en su caso lo hizo solo a medias. Máelcenn le impuso entonces los tabúes. La familia le protegió, más todavía cuando no quedaron más que Cormacc y él. Nadie más que Máelcenn asistió a los rituales de inauguración. No podían permitirse…

—No deberíamos estar hablando de esto —la interrumpió Ciarán—. A él no le gustaría.

—Lo sabíamos únicamente Medb, Máelcenn y yo. Nunca tuvo tanto cuidado como contigo. No quería que supieras nada.

—No tendrías que habérmelo contado. No vuelvas a hablar de esto nunca más. Ni conmigo ni con nadie.

Derdriu asintió, con gravedad. Puede que hubiera hecho mal en decírselo, pero tenía derecho a saber. Si alguien tenía derecho, ese era Ciarán. Ambos habían sufrido las consecuencias de aquel silencio.

—Te dejaré a solas con él.

En el lugar de enterramiento de Bróenán, nada hacía suponer que se trataba de una tumba. Habían, simplemente, ocultado sus cenizas bajo el suelo, sin que hubiese ninguna señal que indicara su paso por la tierra. Ciarán se sentó en aquel lugar solitario, indistinto del resto del paisaje, e intentó asimilar las confesiones que le había hecho Derdriu. Todo tenía mucho más sentido ahora. Bróenán también había vivido rodeado de miedo y de secretos, al igual que él, temeroso de la gente, retirado en la granja con sus caballos, renunciando al séquito propio de un rey y saliendo solamente con ocasión de las asambleas y los festivales. Su animadversión por la guerra, donde podía haberse visto expuesto, su rechazo a las mujeres, que le habían buscado tantas veces.

La transgresión era verdaderamente grave. Máelcenn podía haber cometido sacrilegio al darle a la diosa de la tierra un consorte incompleto, más cuando el problema podía afectar a la fertilidad de su unión. Y sin embargo, había decidido correr el riesgo antes que darle a Cormacc la soberanía. Bróenán no había sido un mal esposo para la tribu, después de todo. El túath seguía siendo independiente y mantenía su equilibrio. Las cosechas, el ganado y los hijos continuaban llegando. Su fertilidad había sido suficiente, quizá porque se había reservado solo para ella. Había sido una condena al aislamiento y a la soledad, un gran sacrificio. Pero el túath, finalmente, se había salvado.

La sombra de la guerra fraticida entre ambas tribus planeaba de nuevo sobre su figura. Le había seguido hasta allí durante todo aquel tiempo, hasta la misma tumba de Bróenán. No había conseguido burlarla. ¿Era aquella última revelación la que completaba el sentido de su historia? ¿Había sido el hijo que Bróenán no había podido concebir? Ya no podía sentir la rabia, sino solo la tristeza final, la pena, como una manta empapada sobre el alma. Lo que veía ante él era un suelo desnudo, una tierra que no pertenecía a nadie.

Tomó una decisión y se incorporó. Marchó a un lugar cercano al cementerio, donde a veces se acumulaban las piedras traídas de las canteras. Encontró allí una roca adecuada, larga, pero con un peso y una altura que podía trasladar. Estaba partida por uno de los extremos y por eso quizá la habían desechado. Le ató una cuerda y la arrastró trabajosamente, tirando de ella, haciéndola rodar sobre la tierra. Inscribió en un lateral, en ogam, BRRENANN MOCCU NECHTA, «perteneciente a Bróenán de la gente Necht». Los zarpazos que el hierro arrancó de la piedra sellaron la paz de su deuda para con él.

—¿Dónde está Diarmait?

Olwen sintió el corazón saltar dentro de su pecho. Se puso en pie y dejó caer las telas. Su esclava se apresuró a recogerlas del suelo. Los niños interrumpieron sus juegos y guardaron silencio. Ellos no conocían a Ciarán, pero su madre, la esposa de Muiredach, sí que lo conocía. Al verle armado se apresuró a reunir a los niños bajo su abrazo.

—No está aquí —se le enfrentó Olwen. Aquel era el momento definitivo, el que debía romper con una vida o con la otra. Allí debía decidirse. Reunió toda la fortaleza de que disponía—. Y tú tampoco deberías.

Ciarán tomó aire y reprimió la tensión por verla de nuevo, la necesidad extrema de tomarla en sus brazos.

—Le esperaré.

Estaba furioso otra vez. Con esa agresividad que Olwen conocía bien porque le nacía del dolor, porque era su defensa desde niño; su intento de resolver de un tajo lo que le estaba haciendo daño.

—¿Y luego qué harás? ¿Vas a matarle en su propia casa? ¿Delante de los niños y de su madre? ¿Te ocuparás entonces tú de ellos? Diarmait nunca anda solo. Lleva al menos cuatro hombres guardando su costado. ¿Cuántos crímenes quieres seguir añadiendo a tu cuenta? No matarás…

—Es su familia, tu familia la que tiene el poder a costa de Bróenán. No puedo dejar las cosas así.

Salió de la casa con intención de buscarle, de resolver aquella situación cuanto antes, pero Olwen salió detrás de él.

—Bróenán está muerto. Es verdad. —Las palabras salían temblorosas, debido a la tensión. Notaba que su ánimo se desmoronaba. Se acercó hasta él y le tomó las manos, que estaban crispadas por la ira—. Pero tú estás vivo, Ciarán, al menos de momento, y libre de delitos. Tienes que irte para que eso siga así.

Olwen apoyó su frente sobre el rostro de él. Doblegó su voluntad firme con tan solo una caricia, con la debilidad que le producía estar tan cerca de ella, del calor de su cuerpo, que le domaba. La voz de Ciarán conservó la firmeza, ahora serena.

—Yo no me voy a ningún sitio sin ti.

El destino, ofuscado, insistía en juntarles y separarles una y otra vez. Olwen no había hecho penitencia pública. No había podido. Requería un baño de lágrimas, el arrepentimiento y el dolor hacia aquello que se expiaba. Su único dolor había sido separarse de nuevo de Ciarán. Se estremeció al pensar en el horror de lo que les esperaba. Se separó de él y se cubrió el rostro con las manos.

—Es muy tarde, ya…

—No. —Él la obligó a mirar de nuevo en sus ojos azules, para que se apoyase en ellos—. Aún estoy vivo, como has dicho, y tú también. Hagamos esto. Cumplamos esta vida, ahora, y averigüemos lo que nos depara. ¿Qué puede ser peor que no haberlo sabido nunca?

Olwen no podía contestar. Sus pensamientos le dolían, arrastrados igualmente por su sentido del deber y las palabras de Ciarán.

Ceist, in n-éláfa limm?[44] —susurró él.

Ella levantó la vista, húmeda por el tormento de las contradicciones y miró en lontananza, más allá de Ciarán, buscando en el paisaje verde alguna señal. Solo encontró una extensión desconocida, ausente de dios alguno. Una existencia marcada por el abandono de las leyes, humanas y divinas.

Cuchillo Negro se echó al galope, nuevamente, por los caminos de Ériu. A su paso dejó tan solo el rastro de lo esencial: un hombre, una mujer, un caballo.

Olwen se despertó con los cabellos húmedos y apelmazados por el rocío de la hierba. Acarició el brazo de Ciarán, que la asía con firmeza, como si también lo necesitara en su sueño. Llevaban ya dos días de viaje y aún no estaban ni a medio camino del bosque de Fochoill. Allí había siempre trabajo, le había dicho Ciarán. Estarían lo suficientemente lejos, en el Noroeste, a salvo. Habían dejado atrás las Montañas de los Juncos y se habían desviado para cruzar el río Sinann. Ahora seguían la costa occidental, evitando las ciénagas que cubrían las tierras medias de la isla.

Ciarán abrió los ojos ante las caricias de ella. Los iris estaban pálidos a la luz del alba, dotados de una claridad serena. Besó la nuca tibia de la muchacha.

—Seguiría durmiendo a tu lado toda esta vida —le susurró, aún medio dormido. Nunca antes habían pasado una noche entera juntos. Ahora que era una realidad, no le importaba que la cama estuviera hoyada en la tierra, bajo los árboles.

—Tienes que volver al caballo…

—Por ti renunciaría incluso a eso.

Llevó entonces la mano a una bolsa que guardaba cerca, tomó algo de ella y continuó con sus caricias.

—¿Manzanas? —preguntó Olwen, sonriente, al comprobar que era la piel de la fruta la que rozaba su cuerpo—. ¿Tenemos manzanas?

—Ahora sí. Y también bastante queso.

Ella le besó, feliz, y se incorporó para comerlos, pero su rostro se ensombreció al contemplar las viandas extendidas sobre un trapo desconocido.

—Los has robado, ¿verdad? Durante la noche…

Él tomó su mano y apretó la manzana contra ella.

—Necesitas comer. Cazaría para ti, pero sin perros llevaría mucho tiempo…

—Lo entiendo —le interrumpió. Miraba el desayuno sin saber qué pensar. No quería que él se sintiera mal, pero se preguntaba si aquella era la única vida que les quedaba por delante, la de los robos y las mentiras.

—Será por poco tiempo. Ya estamos cerca. Aguanta un poco —la consoló, adivinando sus pensamientos.

—Debes tener cuidado. No heriste a nadie, ¿verdad?

Él negó con la cabeza.

—Porque no quiero que uses tu espada —continuó ella— ni que vuelvas a matar. He visto lo que hace el hierro en la carne de los hombres. En la casa de la pena podemos ver lo que dejan atrás unos momentos de pelea. No quiero que seas parte de eso nunca más. Prométeme que no volverás a hacerlo.

—No puedo prometerte eso. Tengo que ser capaz de protegerte. A ti y a tus hijos, cuando los tengas. Un hombre no puede estar amputado de sus armas. Se queda indefenso. No es natural.

—Entonces prométeme que no lo harás a menos que sea absolutamente necesario.

Ciarán asintió y solo entonces comió ella de las viandas que él le ofrecía.

Continuaron galopando y al tercer día llegaron a la región de los lagos del Oeste. Las grandes superficies de plata se iluminaban bajo el cielo opaco. Su luz blanca parecía la de los prados del Otromundo, que, por un momento, asomasen bajo las aguas. Un resplandor oblicuo iluminaba el paisaje, dándole una pátina de sobrerrealidad. Estaba vacío de hombres y pertenecía más que nunca a una edad imperecedera.

Ciarán había localizado una fosa, una de las muchas que utilizaban las bandas cuando vivían a la intemperie, forrada de placas de madera. Permitieron que el agua de un riachuelo la llenara y quemaron piedras en la hoguera, para calentar un baño.

El vapor se desprendía de la superficie, mientras el agua caliente les desentumecía los miembros. Las gotas frías y perezosas de la lluvia caían y alteraban el espejo líquido. La pradera parecía cubierta de grandes manchas argénteas, de metal fundido. Lágrimas de agua caían sobre el agua y recorrían sus rostros y sus cabellos. Ciarán abrazaba a Olwen desde atrás, en silencio. Ambos estaban inmóviles, como el resto de Irlanda, regresando al origen, volviendo a crearse bajo las manos de la lluvia.

—Si alguno de los dos se marcha antes, tenemos que esperarnos. En el Otromundo. La próxima vez tenemos que nacer en el mismo túath.

Llegaron al bosque de Fochoill al comienzo del quinto día, exhaustos sobre el lomo de Cuchillo. El bosque era un frondoso robledal, de árboles fuertes y antiguos, y la hojarasca parda del otoño ya cubría los pies de los troncos. El sol se filtraba por entre las ramas y destellaba súbitamente en los arroyos, al pasar los recodos del sendero.

Ciarán permanecía atento a las paredes de piedra laterales por las que se escurrían, ocasionalmente, los hilos de agua escapados al río. Con más caudal hubieran formado cascadas, pero ahora, simplemente, servían para poblar de plantas viscosas los cortes de la roca. Aquellas caprichosas piedras eran un perfecto escondite para bandidos. La mano diestra de Ciarán permanecía siempre junto a la empuñadura de la fiel Echrí.

Se apoyó un momento sobre una roca cubierta de musgo, de un verde radiante a pesar de que las copas de los árboles eran tan frondosas que apenas llegaba la luz. Estaban en semioscuridad y el resto de los colores de aquella hora eran negruzcos. La trama se espesaba. Retumbó el trueno. Ciarán miró a su alrededor, en busca de algún indicio que indicase hacia dónde se abría la espesura. Había bosque por todos lados, con líneas de árboles como cortinajes, verde sobre verde, sin final.

—Nos hemos apartado demasiado del camino.

Las primeras gotas de lluvia palmearon las capas altas. El único remedio era apretar el paso. Avanzaron, cuidando de no tropezar con las gruesas raíces de los árboles, dejando sus huellas en el barro húmedo. Escuchaban cómo la lluvia hundía poco a poco las hojas superiores de la bóveda que les servía de refugio. Bajaba a la siguiente capa, luego a la tercera.

De nuevo el trueno, estremecedor. El golpe de Lug, capaz de sacudir los cimientos del mundo. El agua rompió sus invisibles diques y se derramó sobre el bosque.

Ciarán contempló a Olwen: los cabellos se le adherían al rostro, escapados a las trenzas, desmañados. Las gotas de lluvia recorrían sus mejillas pálidas, caían de sus pestañas claras y de su barbilla.

Subió a la grupa, por detrás de ella. La tomó de la cintura y se inclinó ligeramente para refugiarla.

Scáth, la Sombra, era el nombre que le habían puesto en Alba cuando capturaba esclavos. Pero aquel nombre también podía ser el de una sombra benefactora: la sombra del sol, la sombra de la lluvia. Un refugio, un protector. Podía estar de nuevo al servicio de la vida y no de la muerte.

Siguieron cabalgando al paso durante un rato, hasta que, por fin, los árboles se abrieron y divisaron las chozas del que sería, esperaban, su nuevo hogar.

Lo primero que hicieron, al llegar, fue preguntar por el rey local y acudir a su fuerte. Allí hicieron llamar al comprador de esclavos, que reconoció a Ciarán al instante.

—Es comerciante. Me vendió un buen esclavo en el puerto del Noreste, el año pasado. Todavía lo tengo. Un muchacho obediente, silencioso.

—¿Dónde está tu mercancía? —inquirió el soberano, con un repentino buen humor. Le sacaría un buen pico por el derecho de paso—. No veo que traigas a nadie, aparte de esa muchacha. —Un par de nobles que estaban junto a él mostraron atención. Realmente hacía falta más género. Llevaban tiempo esperando a una esclava como aquella.

—Esta mujer es mi esposa. No traemos mercancía. Venimos a trabajar la tierra. A formar parte de tu pueblo.

El rey se decepcionó. No había esclavos ni impuestos a la vista. Solo problemas. Aquellos casos eran los de gente proscrita o desahuciada, que lo había perdido todo debido a la guerra o a los problemas con la ley.

—No tenéis tierras aquí. Ni tampoco familia o ya habrían venido a buscaros. No acogemos a fugitivos. Podéis volveros por el camino del Sur.

Ciarán no estaba dispuesto a darse por vencido tan fácilmente. Ya esperaba una respuesta parecida, aunque no imaginaba que el rechazo sería tan pleno. Pensó en lo que iba a decir a continuación. El hijo pequeño del rey, que también estaba en la sala, no le quitaba ojo a sus rasgos. Sin poder contenerse por más tiempo, el niño dio un salto hacia delante.

—¡Yo te conozco! Tú eres el jinete de la apuesta…

Un murmullo se propagó por la sala circular y los asistentes quedaron escudriñando su rostro, algunos con escepticismo, otros con auténtico interés. Olwen le miró, desconcertada.

—¿Eres tú el jinete del poema? —inquirió el rey—. ¿El que apostó contra Niall de Temair y desafió a Grian en el cielo?

—No hay duda, padre, es él —insistió el niño, con gran emoción—. Le recuerdo perfectamente…

—Yo soy. Este es el anillo que me dio tu gente. —Levantó el anillo de Connacht, esmaltado en azul.

—Es verdad —murmuró otro de los hijos.

—Es un héroe —dijo uno de los nobles.

Fo-chen dúib! Bienvenidos entonces —sentenció el rey—. Comerciante o no, nuestra hospitalidad es lo primero para quien goza del favor de los dioses. Podéis quedaros el tiempo que queráis. —Ahora su sonrisa mostraba todos los dientes—. Aunque si es vuestro deseo estableceros, habrá que buscaros alguna ocupación…

—Soy una buena espada, si es lo que necesitas. —Olwen le reprobó con la mirada—. Pero mi especialidad son los caballos… como ya has podido ver.

—Más talentos que Lug Brazolargo, por lo que veo. Bien… Necesito un mensajero. Tengo uno, pero seguro que no corre como tú. —El rey rio abiertamente, pensando en la impresión de sus vecinos cuando vieran a Ciarán aparecer con sus noticias—. Decidido. Serás mi mensajero. Te buscaremos una casa para ti y para tu mujer.

Ciarán quedó satisfecho con el resultado. Un mensajero real contaba con la mitad del precio de rostro de su rey. Era una oferta más que suficiente.