25
Demet
—Ayudarás a Ciarán a adaptarse. Preséntale a la familia y a tus amigos, que ya queda poco para Lugnasad. Consíguele algo de ropa. Y enséñale a pronunciar.
Aífe llegaba cargada con un cubo de leche y otro de agua. A la luz de la mañana se distinguían mejor sus rasgos. Ojos vibrantes bajo cejas negras, finas y arqueadas. No eran especialmente grandes ni pequeños, pero se veían resaltados por la palidez de su rostro. La melena, oscura y lisa, los labios, finos, y el suave resalto en el puente de la nariz le daba una nota de carácter, un aire ligeramente córvido que no era incompatible con su belleza.
—Hablas como si no tuviera otra cosa que hacer en todo el día —protestó ella, liberando su carga. Finnén estaba distraído, terminando de atarle a Ciarán las vendas nuevas. Aífe no pudo evitar una mirada al cuerpo del herido, que era ya el de un guerrero experimentado. En su mano izquierda llevaba cinco anillos brillantes, esmaltados en diferentes colores. Bajó la vista, tomó de nuevo el cubo de leche y se dirigió a un lateral para colarlo—. Necesito ver a los clientes. Renovar los contratos de mi padre.
Su hermano, Rónán, era ahora el propietario de todas las tierras de Murchad a ambos lados del mar y debía mantener a sus clientes para no perder estatus. Aífe se encargaría provisionalmente de las tierras que tenía en Alba, por si algún día decidía reclamarlas.
—Vamos, muchacha, no vas a pasarte todo el día en eso… Ciarán ha sido muy amable estos días y me ha ayudado mucho a pesar de sus heridas. Tengo leña suficiente para todo el invierno —insistió su tío, señalando una pila de troncos y ramas en un lateral.
—Está bien…
Ella salió y Finnén hizo un gesto a Ciarán para que la siguiera.
—Adelante, que yo tengo mucho trabajo.
Una vez estuvo solo, Finnén se sentó sobre la cama y desplegó con cuidado dos rollos de piel fina de ternero. En el de la izquierda se inscribía la tabla que usaban en Alba para calcular la fecha de la Pascua. En el de la derecha, recién traído del continente, se inscribía la tabla oficial de Roma. Finnén lanzó un suspiro al imaginar la cantidad de cálculos que le quedaban por hacer antes de que se pusiera el sol. Aún quedaban muchos meses para la fiesta, pero aquella no era una cuestión baladí. Celebrar correctamente la fecha de la muerte de Cristo era una cuestión de coordinar el tiempo divino y el humano, de entrar en comunión con el plan de Dios. No podía haber nada más importante.
Ciarán salió detrás de Aífe, metiendo la cabeza por dentro de la camisa mientras caminaba a su lado. La muchacha avanzaba a grandes zancadas, sin volver la vista atrás. Llegó hasta el caballo, que estaba atado junto a la casa, y le soltó el nudo de las riendas.
—Vamos, sube —indicó ella—. No he traído más que uno.
—Sube tú —la animó. Ella se recogió las faldas y apoyó el pie sobre las manos que él le ofrecía—. Yo iré andando. Así tendrás tiempo de resolver tus asuntos.
—¿Sabrás guiarte? —preguntó Aífe mientras recogía las riendas sobre la cruz del caballo.
—Sí. Seguiré el camino.
Ella comenzó la marcha al paso, pero, cuando apenas hubo avanzado, frenó en seco y se volvió hacia él.
—Es una tontería que vayas andando… No tienes por qué. Aún no te has recuperado y mi tío es responsable de ti. Sube, vamos.
Él se encaramó sin dificultad sobre la grupa. A pesar de que habían intentado darse espacio mutuo, la inclinación natural de esta les llevaba a juntar sus cinturas. Aífe se tensó cuando el caballo echó a andar y sintió el cuerpo de Ciarán afianzarse contra el suyo. Él también lo notaba. Tanto esfuerzo ponían en marcarse y respetarse los límites que la más mínima situación se volvía incómoda. Aífe se esforzaba por ser distante, le molestaba cualquier tipo de familiaridad, y Ciarán deseaba adaptarse a eso, a las normas de convivencia de las que le había hablado Finnén, a la mentalidad cristiana de la comunidad. Al fin y al cabo él era el extranjero y ellos sus anfitriones. La mejor manera de deshacer la tensión era un buen galope. Rodeó la cintura de la muchacha, le tomó las riendas y azuzó al caballo.
—Sujétate.
Aífe se encontró, de pronto, con la sensación de estar entrando en la misma corriente que la hierba, las ramas y los jirones de nube. Tenía la impresión de que eran ellos mismos, y no la montura, quienes corrían sobre la planicie con patas prestadas. Era el mismo caballo que tantas veces le había costado dominar, sobre el que muchas veces se sentía insegura y dolorida, como si el encuentro de hombre y animal fuera un acuerdo forzado al que ambas partes se resignaran. Pero no ahora. Ahora no podía ser más sencillo, fluía de forma natural, se sentía en calma. Ciarán notó cómo ella se relajaba y se separó entonces del camino más rápido, tomando las curvas y las cuestas, disfrutando de la arena y la caricia larga del agua en la orilla. Convirtiendo el trayecto en un paseo.
Cuando llegaron, ella descabalgó primero.
—Ha estado bien —sonrió antes de tomar el camino de la casa principal.
Durante el resto del día, le presentó a los demás miembros de la familia: sus dos tías y sus primos, el anciano padre de Fand y un par de primos segundos, de unos trece años. No había ningún hombre de mediana edad en la granja. Todos habían tenido que contribuir a la defensa del territorio que tan duramente se disputaba a britanos y piratas. Para Finnén, la llegada de Ciarán suponía un doble alivio: por un lado podría ayudar en el campo y, por el otro, su torques y su espada eran buena garantía. Había que estar preparado para defenderse.
—Se llama Ciarán. Conocía a vuestro tío, Murchad. —Aífe le presentó a sus primos adolescentes.
—Hola, Piran.
—Hola, Perran —se presentaron los muchachos.
Aífe se reía, disfrutando de la confusión. Ciarán empezó a hacerse a la idea de que nunca volvería a escuchar correctamente su nombre. Al menos mientras permaneciera en Alba.
—Mañana por la mañana tenemos la misa —le explicó ella. Habían pasado el día realizando las presentaciones. Ambos descansaban ahora en la playa mientras el sol descendía con lentitud por detrás de las colinas—. Supongo que mi tío te habrá explicado…
—Me ha hablado un poco estos días. Pero tampoco sé hasta qué punto yo estaba despierto o dormido por entonces.
Aífe arrancó la vara de un junco y comenzó a hacer dibujos sin sentido sobre la arena húmeda.
—Mi tío habla mucho. Se toma muy en serio lo que él llama la «salud espiritual de la comunidad». ¿Qué te ha dicho, más o menos?
—Me dijo algo de empezar por el principio. Y que en el principio había un hombre y una mujer y una criatura…
—La serpiente…
Ciarán asintió.
—¿Cómo es la serpiente?
—Es un bicho largo y curvo. Más o menos así —le explicó ella, dibujándolo sobre la arena—. Aquí tiene la cabeza. Se arrastra por la tierra, como un gusano, pero más flexible. Lo ves mejor con una cuerda. Déjamelas —señaló las riendas que Ciarán llevaba enrolladas, colgando siempre del cinturón.
—No.
Aífe se fijó en ellas. Llevaban cosidas unas trenzas pálidas, como de rubio ceniza.
—Las riendas fueron un regalo —continuó él, resguardándolas—. No quiero que se estropeen.
Aífe asintió y ya no volvió a preguntarle por ellas.
En la granja de Diarmait las tareas se multiplicaban sin solución. El hermano mayor, Muiredach, cada vez pasaba menos tiempo sobrio. Había descuidado los contratos de préstamo de la familia y los clientes estaban descontentos. Diarmait se ocupaba de gestionar y negociar en su nombre todos los asuntos de la granja, pero cuando llegaba el momento en que el cabeza de familia debía dar su aprobación, habitualmente llegaba borracho a las reuniones y despedía a insultos y a gritos a sus interlocutores. Arruinaba todo el esfuerzo de acercamiento previo. Eso, a la postre, solamente redundaba en más trabajo, que recaía sobre su esposa y sobre Diarmait especialmente. Los tres hijos de la pareja eran aún demasiado pequeños y la abuela pasaba mucho tiempo en cama, quejándose de enfermedades imaginarias y penando por la muerte de su esposo.
Innumerables veces había intentado Diarmait hablar con su hermano, preocupado por el rumbo que estaban tomando su vida, sus propiedades y el túath. La indiferencia del rey era un problema, no solo para sus allegados, sino también para toda la tribu. Si tan débil se mostraba no tardarían en invadirles. La tierra era tentadora, el pueblo estaba sin rumbo y sus familias nobles en extinción. A pesar de las alianzas y los tributos, la presión de los vecinos nunca cedía y los perros de Iarmumu se afilaban los dientes pensando en la Llanura.
Muiredach parecía haberse refugiado definitivamente en la bebida. No quería escuchar. Si se le presionaba tenía estallidos de furia, alternados con estados depresivos en los que adoptaba la misma actitud autocompasiva que su madre. Estaba claro que había heredado los nervios de ella mientras que Diarmait tenía toda la templanza de su progenitor.
Sin embargo, era su hermano y Diarmait se sentía responsable, así que evitaba enfrentarse con él abiertamente. Sabía que sería definitivo una vez que lo hiciera. Un día, cuando su cuñada y él estaban juntos en el campo, ella se le abrazó y se echó a llorar.
—Ya no sé qué más hacer —sollozaba—. Todo le da igual. Estoy harta de los gritos y de las amenazas…
—Deberías romper el contrato y llevarte a los niños de la casa.
Ella negaba con la cabeza, compulsivamente, sin dejar de derramar lágrimas.
—¿Por qué no? —insistió él—. Estás en tu derecho…
—Ahora es el rey. No le importa nada, ni siquiera nosotros. Hay noches en que no nos dirige la palabra y otras… en que solo lo hace para insultarnos. Se deja caer en una esquina y… y…
—No te preocupes. —La abrazó más fuerte, para calmarla—. No voy a dejar que os pase nada. También sois mi familia. Demasiado tiempo habéis aguantado ya.
Diarmait se fue aquella noche a la cama con la mente llena de preocupaciones. Solamente había dos cosas que le importaban por encima de todas: la tribu y la familia. Debía asegurar el bienestar de ambas. No podía permitir que la situación siguiera deteriorándose.
Al poco tiempo de estar sobre el lecho, dándole vueltas a estas cuestiones, advirtió la llegada de su hermano.
—¿Por qué no hay nadie en esta casa que salga a recibirme? —gritó, borracho—. ¡Mi caballo y yo tenemos sed!
—¡Ya basta! —La esposa, agitada por las emociones del día, sacó fuerzas para salir fuera y enfrentársele, aunque Diarmait podía detectar el temblor en su voz—. ¡No dejas dormir a los niños!
—¡Los niños dormirán cuando yo lo diga! ¡Que para eso son mis hijos!
—¡Y ojalá no lo fueran!
Desde la casa contigua, Diarmait escuchaba cómo los gritos iban en aumento hasta que no pudo soportarlo y se levantó, dispuesto a ponerle fin.
La pareja había entrado ya en su choza y Diarmait cruzó la puerta principal. Sus sobrinos se refugiaban en el lateral de esta, asustados. La madre les tendía los brazos alrededor, mientras lloraba desconsolada. El marido sostenía en la mano un cayado de madera.
—¡Cobarde! A chride ind eoin ittig[43] —le insultó Diarmait. Le tiró la madera al suelo de un golpe—. ¿Desde cuándo te has vuelto tan miserable?
—¿Quién me va a respetar si no se me obedece ni en mi propia casa? ¡Yo soy el rey! —Diarmait pudo leer toda la inseguridad que había tras aquellas palabras. Lo débil que realmente su hermano se sentía. Era como si tuviera que repetírselo para creérselo.
—Tú ya no sabes ni quién eres. Dejarás de ser rey ahora mismo.
Sacó del cinto el cuchillo de cortar los juncos, empujó a su hermano al suelo y se arrodilló junto a él. Los chillidos de Muiredach, mientras le herían, tenían aterrorizados a los niños y también a la madre, que les cubría los ojos.
—No miréis, niños, no miréis…
—Tú no sabes lo que significa ser un líder. Mi padre se equivocó —le recriminó Diarmait. Se incorporó y se limpió el cuchillo en el faldón de la camisa.
La sangre le chorreaba a Muiredach por el cuello y las ropas. Caía desde su oreja, que ahora estaba rebanada en parte. Una herida menor que le inhabilitaba para el cargo, pues un rey debía ser de condición física intachable y conservar todas las partes de su cuerpo. Se quejaba amargamente y respiraba con pesadez. Le costó incorporarse y se tuvo que ayudar de una sola mano pues con la otra se intentaba taponar la herida. Veía correr la sangre por el brazo hasta el codo.
—¡Esto era lo que querías al final! —le reprochó Muiredach entre sollozos—. Quedarte con todo. Quitar a Bróenán, luego a nuestro padre y ahora a mí… ¡Estarás satisfecho!
—¡Márchate de aquí! Por lo menos un año. Y si vuelves que sea como un hombre más sabio, dispuesto a ocuparse de su familia y que no apeste a bebida. A tu mujer le dejo la decisión de si perdonarte o no.
Muiredach se quedó inmóvil sin saber qué decir. Pensaba que su hermano iba a desterrarle de por vida.
—¡Fuera! ¡Muévete! —ordenó Diarmait convertido ya prácticamente en rey.
Su hermano abandonó la estancia dando tumbos.
—Se van los buenos, solo se van los buenos. —La madre de ambos había aparecido en el marco de la puerta como si fuera un fantasma.
—Vete a dormir, que tú no entiendes lo que ha pasado aquí —la acalló su nuera. Se abrazó a Diarmait, que se había dejado caer contra la pared, agotado. Le limpió con un paño las manos ensangrentadas.
—Solo se van los buenos… —repetía la madre mientras se alejaba, de vuelta a su cama.
Los niños miraban a Diarmait trastornados, con una extraña luz en los ojos, sin saber muy bien lo que debían sentir. No todos los días se veía caer a un padre. No todos los días se veía caer a un rey.
El tiempo empeoraba día tras día. El agua empapaba los cabellos rubios, ligeramente rizados de Patricio, que le habían rapado sus amos pero que ahora volvían a crecer. Se refugió en la choza de los esclavos, a esperar a que escampara.
Yo soy Patricio, hijo del diácono Calpurnio, nieto de Potito, un sacerdote de la ciudad de Banna Venta Berniae. Este es el año 432, finales de otoño.
Me levanto el primero de los esclavos. Siempre he sido esclavo, siempre lo he hecho así, les digo a mis dueños una y otra vez. Pero, en el fondo, yo sé cuál es la verdad.
No les daré motivos para que me peguen. No le temo al dolor físico, pero conozco bien las servidumbres del alma y los efectos de la humillación. He conocido a esclavos suficientes a lo largo de mi vida. Debo adaptarme lo antes posible, fingir que me entrego, antes de que me obliguen a hacerlo de verdad. Recuerdo a mi antigua nodriza, que casi formaba parte de nuestra familia, su pacífica diligencia… A otros esclavos, más rebeldes, les azotaban una y otra vez hasta que perdían toda su voluntad. Vivían derrotados. Cuanto peor hacían su trabajo, más se les pegaba y viceversa. No seré como ellos.
Pueden vestirme como esclavo, obligarme a hacer las tareas más bajas, insultarme en una lengua que no entiendo. Yo conozco la verdad. En mi interior tengo guardado lo que soy: un noble romano, un patricio. Lo llevo en secreto, como mi nombre. Esa convicción es lo que debe sobrevivir. No debo creerme mis propios engaños. Por eso estos monólogos son tan importantes. Ha dejado de llover.
Tomó las pieles de oveja, que eran de lana negra, no como en Alba. Como si nada pudiera ser blanco ni luminoso ni santo en aquel lugar odioso. Las arrojó al cubo y las pateó cuando este se volcó por el impacto. Cuando estaba solo y nadie le veía, descargaba contra ellas toda su rabia.
Arrastró el tanque de orina rancia fuera del almacén. Había llevado semanas recolectarlo, entre esclavos y habitantes de la casa. Patricio había llevado incluso un cubo al camino para que los transeúntes contribuyeran al pasar, tal y como se hacía en Banna Venta. Aunque nunca le había prestado verdadera atención, conocía bien el proceso de lavado. Túnicas, togas, capas y vestidos habían sido siempre limpiados en su propia villa, sin necesidad de llevarlos a los fullones profesionales de la ciudad.
Echó la primera de las pieles en el apestoso balde y después se descalzó y se introdujo en él para pisar sobre la lana, alternando los pies. Seguidamente, echó al tanque las pieles donde dormían sus amos y luego las ropas. Los baños de orina ayudaban a mantener lejos a los parásitos, que se empeñaban en refugiarse en las costuras. Finalmente, tiritando, se quitó su propia ropa y la introdujo en lo que quedaba de la sucia urea. El siguiente paso era descargar toda la colada en el río para frotarla con el jabón. Victorico lo había hervido dos días antes, mezclando ceniza de aliso y manteca de cerdo. Había añadido lavanda para que la lana pudiese olvidar el hedor de los tratamientos y recuperase algo de la dignidad perdida. Él mismo se introdujo en el agua helada y permitió que el jabón le borrara aquel recuerdo.
Después de pasar todo el día restregando la ropa contra las piedras, de arrastrar la lana, pesada del agua, escurrirla, colgarla y cepillarla con todas sus fuerzas, llegó agotado y hambriento al umbral de la noche. Las sobras de pan y gachas le resultaban mejor que cualquier comida que hubiera saboreado en el pasado, pero su cansancio era demasiado como para siquiera probarlas. Se deslizó junto a Julia y Victorico, que dormían abrazados para darse calor. Dejó que las lágrimas le corrieran por las mejillas, una rutina que era necesaria al final del día.
Al principio tenía miedo siempre que me despertaba. Temía salir de la cama y que algo aún peor pudiera sucederme. Sin embargo, ahora los días se me parecen mucho entre sí. Tengo siempre la sensación de estar viviendo una vida que no es mía, sino de otro.
Lucho cada noche contra los recuerdos del día, los arrincono hasta que ya no me hacen daño. El dolor, el cansancio, pertenecen al cuerpo, nada más. A la parte menos noble de mí mismo, la menos importante. Puedo aprender a no sentir nada. Que hagan lo que quieran a este esclavo, que no soy yo.
La noche me cura y espero el momento en que el sol se eleve. Helías salvador, en su carro de fuego, cruzando el cielo. Él me da fuerzas, cada día un poco más. Empiezo a sentir que Dios puede ayudarme. Tengo que guardar esa parte de mí en lo más profundo, como un tesoro.
Si no lo consigo, me convertiré en un ser sin alma y Patricio habrá muerto. Ruego a Dios que no lo permita.
—No deberías pasar tanto tiempo junto a los acantilados —dijo Aífe.
—¿Qué has dicho? —Ciarán se volvió, sorprendido en un momento que creía de soledad.
—Digo que no es bueno. Lleva a la melancolía. Y eres demasiado joven para eso.
Habían pasado casi tres meses desde su llegada y Samain estaba cercano. Ciarán iba a cumplir los veintiún años.
—Bajemos a la playa —continuó ella—. Desde allí se ve el mar de otra manera.
Fueron dando un paseo mientras ella repasaba la pronunciación. Para Finnén era importante, puesto que muchas de las palabras cristianas, tomadas del latín, incluían sonidos que para Ciarán eran impronunciables.
—Púrpura —decía Aífe.
—Corcra.
—Pluma…
—Clúm.
Aífe se rio. No había mejorado nada.
—Planta.
—Cland.
—¿Y Pascua…?
—Cáisc…
—Esto es un desastre… No hay prisa, ya lo aprenderás. No tienes pensado marcharte en breve, ¿verdad?
Aífe intentó disimular su interés por aquella respuesta. Ciarán era, en verdad, como caído del cielo. Era lo que necesitaban la casa, la familia, también el túath. Alguien con experiencia en combate: no un voluntario, sino un auténtico guerrero que no cayera en la primera riña fronteriza. La familia entera le apreciaba. El muchacho se había adaptado a todo y a todos, como un molde donde cabían todas las esperanzas. Asistía a las misas, trabajaba en la granja… El único inconveniente que tenía era aquella tendencia a dejarse la mirada colgada del litoral. Aífe temía que su nostalgia fuera a llevárselo de nuevo, en cualquier momento, tan abruptamente como había llegado. Aquella era la pregunta que conjuraba su miedo.
—No. Quiero llevar una vida tranquila aquí.
Para Aífe esas palabras eran suficientes. Ciarán había llegado a ella como una suerte de amnésico, desprendido de pasado. Un hombre recién creado que, falto de referencias, debía aprenderlo todo de nuevo: el comportamiento, el habla, las creencias. Era un náufrago, un superviviente necesitado de ayuda. La espuma del mar parecía haberle lavado la memoria.
Su condición cautivaba el corazón de Aífe y no había tardado en enamorarse de él. Para ella era irrelevante el que no pudiera o no quisiera recuperar sus recuerdos. Se conformaba con que siguiera a su lado. Tomó un cubo con leche, que era el alivio de los guerreros.
—Vamos. Ven a la casa para que te cure las heridas.
Olwen extendió los brazos y cerró los ojos, tal y como le habían enseñado. Paladio la había bautizado antes de marcharse y ahora rezaba a diario. Sus trenzas y sus ropas estaban húmedas debido a la lluvia fina y por su rostro, ocasionalmente, rodaban gotas de agua.
Diarmait la encontró donde le había indicado Fiachu, a la orilla del río donde solía ir a lavar. Los árboles la rodeaban con sus tonos dorados y rojizos de otoño. El cielo se iluminaba como las alas de una grulla, con un abanico de grises, desde el nacimiento claro hasta los extremos oscuros.
Todo en ella era pálido como los fenómenos atmosféricos. Igualmente etéreo, inasible para él. Su rostro, sus manos, su vestido gris, sus trenzas empapadas. Sin contrastes, como un elemento más del paisaje. Lavada en un agua que hubiera desvaído sus colores.
Cuando Olwen abrió los ojos encontró a Diarmait ante ella.
—No sabía que hubieras vuelto —le dijo serena.
Diarmait acababa de regresar de su período de inauguración como rey. El proceso de convertir a un hombre normal en una figura sacra no era fácil y requería de numerosos rituales que debían observarse con precaución. Había pasado un primer tiempo en los bosques, durmiendo sobre la tierra y habitándola con sus hombres. Después de la ceremonia de inauguración había emprendido un circuito interno, alojándose en las casas de ganaderos y nobles. Por último, había viajado a Múscrige para reforzar las alianzas, aceptando regalos y comprobando la seguridad de los rehenes políticos. Al volver estaba exhausto, pero orgulloso del deber cumplido.
—Yo tampoco sabía que habías vuelto tú —contestó él.
—Hace varias lunas.
Ella empezó a caminar por la orilla del río y él la siguió.
—¿Encontraste lo que buscabas?
Ella asintió.
—¿Te quedarás ahora?
—Mis padres me necesitan…
—No son los únicos… No, no bajes la mirada. Esta vez me dirás que sí. Ya no puedo seguir solo ni esperarte. Tengo que ocuparme de mi madre, de la esposa de mi hermano y de mis sobrinos. Necesito una mujer y una reina. Alguien que me dé hijos y me acompañe en mis tareas. Ya no somos niños. Necesito que me ayudes.
Le hablaba sin la pasión adolescente de otras veces, con una determinación serena.
—Piensa en todo el bien que podrías hacer —continuó él—. Ordenaré que se construya un hospital y podrás seguir con las curaciones. Y también una iglesia, si tú quieres. La primera de todo Mumu. Le daré a tu familia el mayor precio de novia que se haya pagado en este túath.
Ambos estaban ya cansados. Olwen de negarse y Diarmait de pedírselo. Tomó la mano de ella, bajo la lluvia que ahora era más intensa, y la llevó lentamente a su rostro, con cuidado, como si ella fuera un ciervo asustadizo que pudiera huir en cualquier momento. No había más que vacío en los ojos grises de Olwen. Tan solo un elemento más del paisaje, una extensión más de la diosa de la tierra. La besó en los labios.
—Ayúdame —susurró.
Ella asintió.
Habían estado cabalgando durante toda la tarde. Desde aquel primer paseo juntos, Aífe se lo había pedido muchas veces. Cuando llegaron a la playa, la luz estaba declinando. Ella bajó primero del caballo, como siempre lo hacía.
—Si dices correctamente «pie», como en «sujétame el pie», te ayudo a bajar del caballo.
—No empieces otra vez… Además, para qué iba yo a necesitar tu ayuda.
—Es que aún hablas como cuando yo tenía siete años y llegué aquí por primera vez —se rio ella.
—Tú te crees que lo sabes todo…
—Mi mente es más rápida aún que tu galope.
—¿E igual de hábil? —Ciarán volteó la montura a un lado y al otro. La hacía avanzar y retroceder en cortos pasos y la ponía a dos patas. Un baile muy parecido al del cortejo que hacían los sementales a las yeguas.
—Vamos a resolver esto de una vez por todas —siguió ella. Él descabalgó, para ponerse a su altura—. Se hace así, mira, presta atención. «Pe». —Hizo el movimiento despacio—. Junta y separa los labios, como si fueras a darme un beso. —Utilizó la palabra póc, que era la que se utilizaba allí y que había sido tomada del beso de la paz romano, que era el que se daba en misa.
Ciarán la miró un momento y supo lo que ella le estaba pidiendo. Un paso más en aquel camino distinto, tan alejado del que había imaginado. Sus ojos adolescentes esperaban que él dijera algo.
—Si fuera a hacerlo, sería un beso diferente —y él utilizó la palabra memm, que era más sensual en los labios y mantenía las connotaciones eróticas de las que carecía póc.
Aífe estaba ya muy próxima a él. Recordaba aquella palabra, de un tiempo muy lejano en Caisel, pero aún era niña entonces y no había comprendido su significado hasta hoy. Aquel sonido llevaba en su interior una promesa, una vibración primitiva y sexual.
—Enséñame a pronunciar esa palabra.
Ciarán besó entonces a Aífe y, a medida que lo hacía, afianzaba en ella una huella de deseo. El olor de Ciarán, de su cuello y de sus labios, permanecería ya siempre en su memoria, asociado a aquella palabra melosa, precursora de un placer invisible y secreto.
Ciarán se casó con Aífe en la mañana de Samain, a la orilla del mar, bajo el azote de unos vientos que levantaban por igual las crestas de las olas y las cintas bordadas del vestido de novia. El agua se desplomaba sobre las rocas con cada golpe. El pueblo entero se sujetaba las melenas y las capas mientras Finnén enlazaba las manos de los nuevos esposos. Ciarán llegó al matrimonio sin nada más que sí mismo, como un exiliado de ultramar, un «perro gris». Sin bienes ni familia alguna, sin precio de honor, sin poder pagar ningún precio de novia. Le dio la espalda al océano mientras realizaba sus promesas.
El mismo día se casó Olwen, convirtiéndose en la reina de Diarmait ante los fuegos paganos de sus antepasados. En el gran banquete que siguió al contrato, ella le sirvió hidromiel por vez primera. Le dio la espalda al camino del Este, que llevaba hacia Caisel, el camino que Ciarán había tomado una vez para no regresar. Y cuando estuvo junto a Diarmait en el lecho y él finalmente la abrazó, le pareció a Olwen que su destino y el de Ciarán estaban tan lejanos como el Este y el Oeste. Todo lo que hubieran podido ser se lo había llevado la noche, como en una nube oscura que ocultara las estrellas, allí por donde pasara.