18

El secreto de Eochaid

Ciarán ganó la carrera de aquel Samain y también la del año siguiente con lo que su fama de buen jinete comenzó a extenderse más allá de la capital. El verano había sido prácticamente inexistente, como si el tiempo hubiera pasado directamente de invierno a otoño otra vez, por lo que el mar había resultado intratable y los capitanes habían decidido no arriesgar ninguna expedición. Durante aquel año los compañeros continuaron realizando asaltos en la provincia vecina, vigilando las fronteras de Caisel, recibiendo y despidiendo a los viajeros. Si estos eran poetas habían de ser especialmente cuidadosos. Era importante que abandonaran la provincia satisfechos y bien recompensados, contentos con la hospitalidad recibida para que le dedicaran alabanzas en lugar de sátiras.

Los muchachos también dedicaban su tiempo a patrullar y defender las granjas locales. En ellas les daban cobijo, alimento y ganado y a cambio ellos ayudaban con las construcciones o en la temporada de cosecha, que era cuando más trabajo había en el campo. Las relaciones entre las bandas y la población eran de beneficio mutuo, si bien ambas partes sabían que el equilibrio era delicado y que los fíana podían ser una fuerza beneficiosa y destructiva a partes iguales.

Pasado aquel año, el invierno les pareció más lento que nunca y el tedio de la corte comenzó a hacer mella en los corazones de los jóvenes soldados.

Ciarán solía calmar la ansiedad en el cuerpo de Étaín, cuyo calor le envolvía y le llevaba al sueño. «Los hombres siempre desean volver al lugar que les dio vida», decía ella con una frase que había aprendido de su madre, en Alba. Llovía afuera. Había llovido durante cincuenta y dos lunas, sin descanso.

Ciarán le recorrió con los dedos una cicatriz vertical que se extendía por debajo de sus costillas y que le había cosido hacía ya más de un año, después de uno de los primeros asaltos. La melena de Étaín había crecido durante aquel tiempo, sombreando de cabellos anaranjados la curva de sus hombros. Seguían estando juntos, pero la ilusión de que habían tenido un refugio sólido, a tres paredes, se había desmoronado. Eochaid pasaba la mayoría de su tiempo disperso en los placeres de la corte: el immáin, los juegos de tablero, los festines y la seducción. Cuando veía alguna oportunidad, se reunía con Mór y con su hijo. Deseaba revelar la procedencia de este último para intentar comprárselo a Bran, según la ley. Mór, sin embargo, dudaba de que el capitán fuera a venderlo y tampoco quería desvelar que se estaba acostando con un muchacho al que superaba en casi una década.

La ausencia del príncipe mortificaba a Étaín, que había pasado de tenerle en exclusiva a no poder verle casi nunca. Al cambiar el entorno se habían revelado las mismas flaquezas de antaño. Habían pasado demasiado tiempo ociosos, demasiado tiempo en reflexión, y Ciarán sentía la asfixia en los miembros. Regresaban a él la tristeza, la angustia, las dudas. Volvió a instalarse el viejo hábito de cabalgar de noche, sin rumbo fijo, huyendo de la oscuridad. Los guardianes de Caisel no se extrañaban cuando le veían regresar al amanecer, exhausto de interponer la distancia entre su corazón y él mismo. Cuando escapaba, siempre lo hacía a solas. No consentía ni siquiera que Étaín le acompañase.

La muchacha le acarició el cabello. La melena negra, ahora más larga, se le ensortijaba alrededor del collar rígido. Tanteó la piel de su cuello hasta dar con la cuenta de ámbar que siempre llevaba colgada, aquella que se balanceaba en lo alto cuando estaba en lo más esforzado del amor. A veces, ella se estiraba desde debajo de él y la tomaba en su boca para acallar su brillo hipnótico. Ahora la cuenta parecía apagada, ahumada, tan opaca como él mismo. Era la peor parte de hacer el amor con él: la melancolía y el mutismo que venían después.

—No deberías estar siempre así —le espoleó ella—. No eres el único que no puede tener lo que quiere…

Él no contestó. Ya conocía aquellos arranques suyos. Solo pretendían buscar pelea.

—La noche que se fue —siguió Étaín— Oissíne me pidió que me casara con él.

—Pues tendrías que haberte casado con él —respondió Ciarán, hastiado—. Ahora tendrías una casa y una familia. Y tendrías a alguien que te quisiera, en lugar de estar con hombres que no pueden amarte.

—Cuando quieres puedes llegar a ser odioso. Deberías volverte a tu pueblo. Total, si te matan no le va a importar a nadie.

—Va a importar lo mismo que si te matan a ti.

Étaín se sentía herida y frustrada de ver cómo los golpes se volvían contra ella. Ciarán tenía razón. Eochaid no iba a emplear ni una sola noche de su tiempo en lamentarse.

—Quiero que te vayas. No quiero que estemos juntos más.

—Bien, porque te iba a decir lo mismo. Estoy cansado… de esta situación —le contestó, recogiendo sus ropas y desapareciendo de su vista.

Ambos estaban cansados de verse sufrir mutuamente, por amores ajenos. Parecía claro que eran incapaces de ayudarse.

Después de discutir con Étaín, Ciarán abandonó las hospederías de La Roca y se trasladó al fuerte de Murchad.

Algunos de sus compañeros de banda habían tomado esposas durante aquel tiempo. Caílte era padre de un niño. Ciarán se preguntaba por qué, después de haber estado tanto tiempo con Étaín, ni él ni Eochaid habían conseguido engendrar un hijo en ella. Al fin y al cabo, era preferible así. Nueve meses de inactividad no eran recomendables para ningún guerrero. ¿Qué haría si se quedaba embarazada? Poco sabía ella que Eochaid había iniciado una apuesta sobre cuál de los dos lo conseguiría primero.

Étaín siempre decía que si se quedaba encinta esperaría a tener el niño y que luego volvería a la banda. Que era un guerrero y no un ama de cría. Forzarse a perderlo era impensable y ni los dioses ni la sociedad podrían perdonarlo. Las penas más altas protegían la vida de los no nacidos y ningún hijo era considerado ilegítimo. Sería el hijo de Eochaid o de Ciarán, la inestimable propiedad de uno de ellos. Por último, aunque no menos importante, estaba el riesgo de morir desangrada o intoxicada por artemisa, poleo, ruda o una mezcla de todas ellas. Desde luego, estaba muy lejos de la idea que se había hecho de su propia muerte, en combate y por gracia de la espada.

Llegó Oímelc del 431 y en el transcurso de aquel tiempo Ciarán estuvo más cerca de los secretos del universo femenino. Volvió a compartir casa con Fand y su esclava y se dedicó a pasar más tiempo con Ceara, que ya tenía dos años y se involucraba con gusto en todos los juegos. Ciarán cosía los muñecos de cuero y grano que la niña desgarraba constantemente. Fand cantaba siempre un rato para amenizar las tardes del invierno y el resto del tiempo las horas se iban entre los bordados y la cháchara.

—¿Tienes algunas noticias nuevas? —preguntó Fand a su esclava. Los siervos de las distintas granjas se reunían frecuentemente para sacar el agua del pozo, para lavar o para cocinar, y eran una excelente vía para meterse en la vida de los vecinos.

—Parece ser que a Araid Cliach ha llegado un hombre santo, de Roma. Ha visitado muchas granjas e incluso ha bautizado a algunos esclavos. ¿Se acuerda del niño pequeño al que recogieron, el que estaba tan solo el pobrecito?

—¿Ailbe?

—Ya está bautizado.

—¿Tan pequeño?

—Pues sí, porque el obispo no iba a quedarse allí hasta la resurrección… Le vio que estaba rezando, con los bracitos en cruz, mirando al cielo, y le preguntó que si sabía quién había hecho ese cielo y el bosque y todas las cosas, y ¿sabes lo que le contestó? Que él sabía que no lo habían hecho los hombres, que lo había hecho Dios…

—Qué criatura tan lista…

—Y tan obediente, porque, por lo que dicen, el niño no podría ser más bueno.

—¿Y el nombre del santo?

—Pues no supieron decírmelo. Un nombre extranjero, impronunciable… —La esclava tomó un peine de anchas púas y comenzó a desenredar los rizos de su ama—. Yo no sé ahora cómo se cría a los niños, porque como Ailbe quedan ya muy pocos. Aífe y Rónán mostraban un respeto, pero fueron la última generación buena. Ahora son unos salvajes, incontrolables. Solo les falta emplear la palabra contra sus padres. No quiera Cristo que lleguemos a esos extremos. Para mí es evidente que estamos en los Últimos Días… Un orden, una disciplina, eso es lo que hace falta. Porque aquí, yo no es por meterme con nadie, pero parece que aquí cada uno hace lo que quiere y que da lo mismo un dios que otro. Que con asistir a los sacrificios un par de veces al año ya uno tiene a salvo la familia y las vacas. No importa qué es lo correcto o lo incorrecto. Lo que importa es que caiga el rayo en la granja del vecino en lugar de en la propia…

Para Ciarán aquel parloteo era como el sonido del agua: una cascada de palabras indefinidas que se precipitaba a sus espaldas. Escuchar a aquella esclava, aunque fuera un rato, era extenuante. Estaba claro que los oídos de las mujeres eran mucho más profundos, preparados para asimilar un torrente como aquel.

Seguía dándole vueltas al desencuentro que había tenido con Étaín y a las palabras que se habían dirigido. Que volviera a la Llanura, le había dicho. Que a nadie le iba a importar si vivía o moría. Estaba disgustada, nada más…

—No enviará a Ceara en acogida, ¿verdad, domina? —continuó la esclava—. Que eso es una pena. A esta casa le vienen bien los niños… Fue una lástima que se marcharan Aífe y Rónán, tan pequeños. Es un uso antiguo, obsoleto. Cristo prefiere que a los hijos los críen sus verdaderos padres… Aífe al menos tendrá una formación adecuada, con su tío, en Demet. Rónán, en cambio… su madre sabrá. —Fand la miró con suave reprobación porque no le gustaba que criticara a Órlaith—. Ya me callo, señora, ya me callo, que si sigo hablando no sé lo que diría, no sé…

Étaín despertó súbitamente de su sueño, exhausta, empapada, experimentando una fractura violenta de emociones. Había vuelto a soñar que se ahogaba en el mar, cruzando hacia Alba.

Desde que Ciarán se había ido, las pesadillas la acosaban casi todas las noches. Después de perderle también a él, la soledad la había rodeado con sus brazos. Su desamor era enfermizo, como lo eran todos, pero en su caso no había un hombre concreto, solamente un ideal, una imagen. Conaire, Eochaid, Cú Chulainn, el mismo dios Lug, eran, para ella, una misma figura dorada y luminosa, un modelo opuesto al de su padre, en Alba, un tipo borracho y violento, sin ningún autocontrol, al que nunca había respetado y de cuyo techo había huido, cansada de abusos físicos y decepciones. Los malos años eran los que le habían dado la voluntad que tenía, la necesidad del acero, la sed del oro. Pero también la habían hecho esclava de una obsesión: seguía buscando a un hombre imposible, alguien que no la decepcionara nunca. Un hombre capaz de recibir su devoción. Allí, en aquellas aguas utópicas, era donde estaba naufragando. Debía tomar una decisión definitiva.

La anciana dama descansaba en una silla a la izquierda de la sala. Parecía una figura intemporal, surgida de los relatos fundacionales de las dinastías. Ella era Aímend, la abuela de Eochaid, esposa primera de Conall Corcc, rey de los reyes de Mumu. Decían que era una mujer del Otromundo y que tenía el don de la profecía. Hacía mucho tiempo que Conaire había aconsejado a Ciarán que hablara con ella, pero por aquel entonces él no era más que un aprendiz que pasaba la mitad de su tiempo en la arena y la otra mitad en los establos, y que llevaba la palabra «exilio» pegada a los pies. Ahora, en cambio, su estatus era diferente: era guerrero de Caisel y el torques que llevaba al cuello le daba suficiente confianza como para dirigirse a ella.

Antes de acercarse echó un último vistazo y comprobó que el corredor permanecía seguro. Eochaid seguía arriesgando en exceso al encontrarse con Mór en las dependencias de La Roca y Ciarán había acabado por convertirse en celador habitual de sus encuentros.

—Querría tener una palabra contigo. Si tu generosidad lo permite —solicitó él.

—Puedes hablar —contestó Aímend.

Él tomó asiento en un banco, junto a la silla de la anciana dama.

—He oído hablar del don que posees y tu consejo sería de gran valor para mí.

La mujer sonrió, mudando las arrugas de su rostro ovalado. Sus ojos grisáceos miraban serenos desde los párpados envejecidos. Le faltaba alguno de los dientes, pero se notaba que había sido hermosa, la consorte de un gran líder.

—¿Y qué deseas saber exactamente?

—Cómo controlarlo —respondió Ciarán, directo a la cuestión. A Aímend no le molestaba aquella actitud de demanda. Estaba acostumbrada a rodearse de conquistadores antes que de poetas.

—Las visiones no pueden controlarse, joven… ¿Cuál es tu nombre?…

—Ciarán.

—Joven Ciarán, la profecía es el instrumento de los dioses. Primero está la visión, que es como la naturaleza, incontrolable. Y luego está la interpretación.

Ciarán guardó silencio.

—¿Cómo son tus sueños? —indagó ella.

—No puedo ver nada en concreto. Es solo una sensación.

—Pues describe esa sensación. A veces apenas se revelan los colores: el rojo de la sangre, el negro del cuervo. Describe y deja que otros busquen. Para eso están los druidas. Ya me han dicho que eres un muchacho solitario y que no te será fácil poner algo tan íntimo en manos de otro… Tu protectora es Macha, ¿verdad? Tú eres el muchacho de las carreras. El capitán Conaire me dijo que vendrías a verme. Esto fue hace mucho tiempo y pensé que quizá ya no lo harías… ¿Hay algo más que te preocupe?

—Me preocupa mi destino.

—Como a todos los hombres, entonces —respondió ella, decepcionada. Muchos eran los nobles que se acercaban a solicitar una predicción—. Eres un guerrero, no te engañes. Probablemente ya sabes cuál es tu destino. Un destino de espada. La Morrígan lavará tus ropas y el Dagda te bañará en su caldero. Una muerte semidivina…

—No es mi muerte lo que me preocupa, sino… mi vida. Lo que me preocupa es estar equivocándome… Apartándome del camino que verdaderamente debería seguir. A veces tengo la sensación de estar viviendo una vida que no me corresponde —el recuerdo de los Barr cruzó como un rayo por su mente—, y otras pienso que ya tendría que estar muerto.

La anciana reina le miró con extrañeza. Un camino nunca podía ser erróneo. Solamente era o no era. No se podía engañar a los dioses.

—Tus inquietudes son extrañas, hijo de Macha. El camino del hombre no puede desviarse porque es como la línea de una rueda. No puede ser cambiado porque es único. Las profecías se desvelan, no para evitarlas, sino para poder afrontarlas con honor.

Ciarán permaneció en silencio un momento y, al no verle convencido, Aímend prosiguió:

—Quizá lo único que te sucede es que tienes una conexión muy fuerte con tu diosa protectora. Por eso puedes percibir lo invisible. Los animales nos transmiten sus conocimientos, ¿sabes? —Le sonrió de forma enigmática, como si supiera algo que ni él mismo había llegado aún a averiguar.

A Ciarán le parecía que, de alguna manera, podía acceder a lugares desconocidos en su interior, comprender lo que estaba viviendo en un momento determinado, ver la causalidad en una línea de acontecimientos. Quizá no eran más que un puñado de sensaciones, pero le revelaban algo más. Desde aquella perspectiva única podía ver al otro Ciarán, al hijo de Macha, en carrera por los páramos del tiempo, portador de una misión que todavía le era desconocida.

—No olvidaré esta conversación. —Besó las manos de la antigua reina—. Mi servicio para con el hijo del rey es, igualmente, mi servicio para contigo.

—Mientras sea tu camino el servir a los reyes de Caisel —apostilló ella, con complicidad— y no otro.

Ciarán regresó junto al corredor secundario. Al atravesar el salón se cruzó con Lugaid, que se dirigía a la puerta principal y le saludó con una seña. Ni siquiera le había visto entrar. Había estado menos atento que en otras ocasiones.

Se situó junto a la entrada y dudó de si tomar asiento en un banco lateral. Alguien había dejado plegada una capa verde brillante y Ciarán la observó con detenimiento. Tenía la impresión de haberla visto antes. El bordado del remate era similar al de las capas con que se premiaban las carreras de caballos. Recordó haberla visto mucho tiempo atrás, agitándose ante él durante la primera carrera de Samain. La capa del capitán Bran.

Desenvainó la espada y recorrió alarmado el corredor, en espera de que no fuera demasiado tarde. Su corazón le golpeaba, sumergido, ensordeciéndole. La sensación de catástrofe le impedía respirar.

Cuando por fin abrió la puerta sus temores se hicieron realidad: el capitán tenía el rostro desencajado y su cuerpo era presa de una extrema tensión que parecía erizarle hasta las puntas de la barba rojiza. Eochaid permanecía arrinconado en el suelo, desnudo y desprovisto de armas, a merced de su rival.

—¡No hagas esto! —imploraba Mór—. Fé amae[30].

Mór intentó abrazarse a su marido, pero él la rechazó una y otra vez, ciego de ira, con tan mala fortuna que le alcanzó la mano izquierda con la espada y le seccionó la palma, amputándole los cuatro dedos. La dama contempló horrorizada el brotar abundante de la sangre, que le regó la melena pelirroja y la piel blanca de los hombros y el pecho. Bran quedó conmocionado al ver la terrible herida que le había hecho a su esposa.

Rugió de dolor y, aún más enfurecido, con la frustración de ver cómo todo lo que había amado y honrado se desmoronaba a su alrededor, levantó la espada y se dispuso a descargarla sobre el pecho del príncipe. Entonces advirtió que este clavaba su mirada más allá de él, a sus espaldas. Se volvió ante la nueva amenaza y se encontró, de súbito, con el hierro mortal de Ciarán. Echrí, la espada del caballo, le atropelló desbocada en mitad del esternón.

Ciarán miró con horror en los ojos desorbitados de aquel hombre, unos ojos que no llegaban aún a comprender lo que le había sucedido. Ojos que se volvían densos y opacos, fríos, mientras se desprendían de la corriente de la vida y pasaban a formar parte de aquello que se abandona: una casa en ruinas, la tierra quemada, un tronco hueco, el mar.

Ciarán no había tenido un encuentro similar con la muerte hasta entonces. Las escaramuzas eran desquiciadas y no permitían detenerse en las víctimas. Eochaid y Étaín eran los que mataban. Pero en aquel instante en que le había sostenido la mirada a Bran, este se había llevado algo suyo, como un ladrón inesperado, a las moradas del Otromundo. En su lugar, como un señuelo, como un tronco disfrazado de niño tras el trueque de los síde, el moribundo había dejado una gota de muerte. Una sensación que, de ser cristiano, hubiera interpretado como una certeza de condenación.

El hierro cayó con estrépito, tiñendo de sangre los suelos de La Roca. Unos pocos nobles acudieron sobresaltados, al reclamo de los gritos y el escándalo. El espanto de lo que allí presenciaron les privó del habla.