6

Hijo de Macha

Se levantó de buen humor. Tenía la sensación de que sus sueños habían sido afortunados, aunque no podía recordarlos. El día estaba nublado, pero luminoso, y la choza olía a leche hervida. El telar había sido desplazado para permitir el paso de la luz y en su lugar estaba sentado Fergus, solo, dando cuenta de las gachas de avena, la panceta y el queso del desayuno.

—Vamos, ven a comer, que no hay mucho tiempo para la rumia.

Ciarán se incorporó y se puso la camisa y la túnica de viaje, que aún estaban húmedas, pero limpias, y olían al humo de la hoguera.

—¿Qué tal ayer? ¿Tuviste todo lo que te hacía falta?

Ciarán asintió, concentrándose en la comida.

—Ya sé que Bríg está un poco consentida —continuó Fergus, arrancándole un buen mordisco a un trozo de pan—. Es un desastre en la casa… Quizá debería corregirla un poco, pero qué remedio me queda… ¡Si la repudio me tengo que comprar otra! —Fergus reía abiertamente, con una jovialidad contagiosa. Estaba deseando salir hacia Caisel—. Tú me recuerdas un poco a mi sobrino, el hijo de Eochu. Solía pasar bastante tiempo con él antes de que le enviaran en adopción. Con cinco o seis años ya sabía jugar al immáin, y cuando perdía la pelota se dedicaba a lanzar piedras. Hizo sus buenos agujeros en las techumbres vecinas…

Se había servido media jarra de cerveza tibia y la bebía a sorbos muy espaciados, lentamente, que era «como toda cerveza debía beberse» porque tragarla sin cuento era «de animales y de ignorantes». Mientras tanto, picaba de los cuencos, aquí y allá, y rebañaba la mantequilla con el pan.

—La corte Eóganacht es un lugar extraordinario. Atrae a los mejores comerciantes y gentes de arte. Es… enorme. Nada que ver con esto. —Apuró la cerveza y adoptó una postura campechana, abriendo las piernas y apoyando ambas palmas en las rodillas—. En su fortaleza no podrían entrar ni las Gentes de la diosa Danu. Te lo digo yo. Nadie se atrevería a entrar ahí. En Temair tienen la envidia metida hasta en las ubres de las vacas. Desayunan, comen y cenan envidia…

Ciarán esbozó una sonrisa. Fergus le caía bien. Era un tipo simple, optimista, no se quejaba de su suerte. Parecía en armonía con su propio mundo. Parecía feliz.

Tres veces cien cabezas de ganado salieron de Múscrige de las Tres Llanuras con dieciséis pastores para guardarlas, siendo Ciarán y Fergus los únicos nobles. De las reses, doscientas pertenecían a los pueblos dependientes y otro ciento representaba los impuestos del propio Eochu y su reino. El cielo rosado recortaba las siluetas de los animales cuando la caravana de patas, morros y gruñidos se puso en marcha al unísono, como una misma criatura, hacia el Noroeste. Quedaban por delante cuatro días de marcha.

Fergus se había asegurado de que los sirvientes llenaran bien las alforjas de los caballos. La cerveza iba cargada en buenos odres, de gran tamaño y cuero duro, redondos como tambores. Estar de viaje no tenía por qué significar comer mal. En su propio cinturón, Fergus llevaba una preciada cajita con pimienta, sal, y una exótica raíz de jengibre, además de los dados y fichas de juego de los que nunca se separaba.

Después de despedirse de Bríg, Fergus dio una vuelta a caballo alrededor de la casa, en el sentido de la mano derecha, con la esperanza de que el gesto ayudara a devolverle sano y salvo al hogar. Ciarán, subido ya al caballo, miraba a su anfitrión con cierta reserva. No estaba dispuesto a obsesionarse con los tabúes que dominaban la vida de algunos de sus vecinos. Confiaba en la protección de Macha, que para él era suficiente. El resto de los miembros de la Llanura sentían una gran devoción por el dios local Necht, pero Ciarán tenía una sombra de duda cuando miraba hacia los túmulos de los antepasados: sabía que, de alguna manera, no le correspondían. Aquel cementerio le era extraño, como los dólmenes que ya nadie sabía a quién conmemoraban.

El rey Eochu había pedido a su druida el sacrificio de un ternero para garantizar un viaje sin percances. Sin embargo, no había dejado la protección de sus bienes exclusivamente en manos de los dioses: había contratado al fían de Múscrige, la banda de guerreros que habitaba la frontera, para que fuera por delante de la comitiva y patrullara los montes a ambos lados del camino.

—Contadnos la historia del cerdo de Mac Datho… —se adelantó uno de los pastores, nada más encender el fuego. Se habían alojado en la hospedería de un ganadero deseoso de prestigio. A las cinco de la tarde ya era imposible distinguir el pie derecho del izquierdo, de tan cerrada que era la oscuridad.

En el grupo de pastores había dos hermanos de melena rubia y lacia, la cual parecía escurrirse por sus rostros delgados. A Fergus le gustaba llevarles porque tocaban la flauta con acierto y conocían un buen puñado de cuentos que, junto con la cerveza, eran el único consuelo cuando se acababan las horas de luz y se ponía a diluviar.

Los dos hermanos se miraron preocupados ante aquella petición. El de Mac Datho era un poema épico con cientos de versos y ellos no conocían ni la primera estrofa. La versión que circulaba para el pueblo llano no era la misma que se escuchaba en las salas de audiencia de los reyes pero, aun así, estaba muy por encima de sus posibilidades. La única historia que conocían en la que intervenía un cerdo era una fábula en la que un cochino doméstico acababa comiéndose a su congénere salvaje.

—Eso. Contadnos cómo todos aquellos guerreros se mataron por un jamón. Como no empecéis a pasar la carne me parece que aquí va a pasar lo mismo…

—Esa historia es demasiado larga —se quejó un tercero—. Y pesada. No quiero oír nada donde haya guerra ni asuntos de reyes. Ni personas que se transforman en patos o viceversa… La historia de los patos la he oído ya como siete veces. A mi madre le encanta.

—¿Qué tiene de malo la historia de Mac Datho? —Se enfureció el primero—. ¿La has escuchado acaso? Seguro que te la ha contado un aprendiz. Yo la escuché el año pasado, en la capital, porque me llevó mi primo…

—No me hace falta. Ya sé de lo que trata. Me cansa escuchar esas historias tan largas donde todo el mundo acaba muerto.

—Eso no es así. ¿Ves? Te la han contado mal. O no la has entendido porque tienes el mismo sentido del humor que una gallina. Cállate si no sabes de lo que estás hablando.

—Sé de lo que estoy hablando cuando te digo que tu madre tiene peor reputación que las mujeres de Cercado Grande. ¡No pienso escuchar otra historia sobre los malditos patos!

El otro se levantó, se le echó encima y ambos se enzarzaron a puñetazos hasta que Fergus los separó.

—¡Maldita sea, se contará lo que yo diga! ¡Y son cisnes, no patos! ¡Patanes!

—Tranquilo, Fergus —le tranquilizó uno de los hermanos—. Si, en realidad, no nos sabíamos ninguna de esas historias. Si recitáramos alta poesía estaríamos en el salón de hidromiel de algún rey y no aquí, llevando vacas…

—¡¿Y qué tiene de malo llevar vacas?! —les abroncó, visiblemente alterado.

Los hermanos palidecieron.

—N… nada.

Fergus mantuvo el ceño fruncido un momento, los pliegues de su cara arrugados en una mueca terrible, y luego estalló en carcajadas, para alivio de los muchachos.

—Contaréis la misma historia del año pasado. La del rey que no podía parar de comer. Y no se hable más.

Los hermanos se sentaron el uno junto al otro y los demás compañeros se distribuyeron en torno a la hoguera. Afuera seguía lloviendo sin tregua. Los dos hombres que habían tomado el turno de cocina repartieron el estofado y el pan pasó por todas las manos. La cerveza circulaba menos porque el que se hacía con el odre procuraba no volver a soltarlo en toda la noche. Uno de los hermanos tomó aire y la audiencia guardó silencio.

—Esta es la historia de un hombre rico, un hospedero, que se llamaba Mac Datho, y organizó un gran banquete con un enorme cerdo…

—¡Malditos críos! ¿Queréis que os mande a decapitar a los dos? —exclamó Fergus, como un resorte, ante las carcajadas del resto de los oyentes.

Ciarán sonrió. Aquellos muchachos serían capaces de pasar una antorcha bajo las barbas de su propio padre. El otro hermano aplicó la boca al extremo de la flauta para evitar la risa, tocó unas pocas notas y luego formuló la pregunta de arranque:

—¿Cómo consiguió el rey Connla librarse del hambre insaciable en él?

—No es difícil —dijo el otro—. Connla era un buen rey de Mumu, justo y hábil en la lucha, muy querido por su pueblo, fuerte y justo. —El muchacho se repetía, intentando darse tiempo para recordar las partes de la historia que no tenía claras—. Pero un mal día, en una hora aciaga para la que ningún druida hubiera encontrado buen uso, se cruzó en su camino una mujer. Era una mujer anciana, envuelta en mantas, que le pidió algo de comer. Sin embargo, el rey Connla estaba de viaje, haciendo un circuito con su séquito, y no tenía nada que ofrecerle. Llevaba en sus alforjas la comida justa hasta la siguiente hospedería y no la quiso compartir. La anciana, enfurecida, le echó una maldición…

Ciarán disimuló su incomodidad. Su encuentro con la hermana de Cranat aún estaba demasiado reciente. Para el resto de la audiencia aquella anciana era solo un personaje popular, pero a Ciarán le erizó la piel.

—Ya que me has dejado pasar hambre —añadió el hermano, imitando el tono de la bruja—, que esté el hambre contigo día y noche y que no te abandone.

—Y al tiempo que lo decía, algo que parecía un mosquito entró en la boca del rey y se alojó en su estómago y allí se convirtió en una criatura ávida que le provocaba hambre a todas horas. —Miró un momento a Fergus, para comprobar que estaba satisfecho, y luego clavó la mirada en la hoguera para no distraerse—. Para desayunar se metía un cerdo entero en el cuerpo, una vaca y una ternera de dos años, tres veces tres pasteles y hasta medio cubo de cerveza. Solo en el desayuno. Este rey estaba llevando a la ruina a todo el túath con sus ansias devoradoras y la escasez empezaba a afectar a sus vecinos, para los que darle hospedaje era una calamidad. Entonces, en la fiesta del fuego de Beltine, llegó al pueblo un hombre sabio llamado F… —Miró de nuevo a Fergus e intentó improvisar algún nombre que no sonara fantástico en exceso. Siempre que contaba una historia evitaba nombrar a los personajes porque nunca recordaba cómo se llamaban. Estaba seguro de que Fergus sí que lo hacía—. Funnán… —Fergus arrugó el entrecejo, las pobladas cejas amontonándose bajo su frente, pero no dijo nada—. Se llamaba Funnán y oyó hablar de las desgracias del buen rey y decidió emprender un viaje por ver si podía ayudarle y obtener fortuna de ello.

Hizo una pausa y su hermano aprovechó para tocar unas notas. Demasiado escasas, a opinión del primero, que pronto tuvo que continuar.

—Así que tomó su manta de viaje, su capa de lana blanca, su vara de siete cascabeles de plata y, dando una vuelta a su casa en el sentido de la mano derecha, se encaminó hacia el fuerte de uno de los nobles, el cual debía ofrecer el banquete al rey aquella noche.

El narrador tomó aire. Sabía que debía esmerarse en la descripción de las virtudes, olores y aspecto de las viandas, ya que se trataba del pasaje favorito de Fergus.

—Tenía el noble ya preparados tres celemines para la ocasión: uno de avena, otro de cebada y otro de guisantes secos. Un barril de manzanas de su propio jardín y una bandeja con tortas de trigo. —Le pareció que se había quedado corto y comenzó a añadir elementos que no recordaba en el relato original—. Había también hidromiel en abundancia, mucha cerveza… Había tanta cerveza que se desparramaba por encima de las mesas, salpicaba los bancos y caía al suelo como por una catarata. Había queso y suero de leche, mantequilla, liebres recién asadas, venados de piel crujiente… Había tanta miel que hubiera llenado siete veces siete cáscaras de huevo en el mercado. Y jabalíes y avellanas y pichones y setas… —Su hermano le propinó un codazo para que abreviara—. Y muchos animales más.

El hermano de la flauta repitió el fragmento que separaba las partes de la historia. Mientras tanto, el narrador aprovechaba para engullir rápidamente todo el pan que podía. Sabía que no tendría mucho tiempo y tanto hablar de comida le estaba abriendo el apetito.

—Bueno, pues lo que pasa —continuó, con la boca llena— es que el noble —tragó con dificultad y tuvo que toser antes de seguir— le prometió a Funnán el precio de tres esclavas en vacas, si le ayudaba con todo aquel asunto del rey Connla y del banquete. El soberano llegó a la casa de su hospedero con todo su séquito, se sentó frente a la mesa dispuesta con todas aquellas maravillas y se puso a comer. Funnán, en cambio, tomó una piedra y comenzó a afilarse los dientes con ella, lo que provocó en el rey un gran asombro.

—¿Por qué te estás afilando los dientes con una piedra, sabio Funnán? —preguntó el hermano músico, interpretando al personaje.

—Es por verte comer solo y de esta manera —contestó el narrador, que se había echado la manta por encima de la cabeza, a modo de capucha.

—Hay una gran vergüenza en mí por todo esto. Toma unas manzanas.

—¿Me concederías otro favor?

—Sí, sabio Funnán. Está concedido. Como si hubiera garantes.

—Ayuna esta noche conmigo.

El narrador se retiró entonces la capucha y retomó su papel imparcial.

—Aquel era un enorme sacrificio para el rey que, poseído por el hambre, no podía pensar en otra cosa que no fuera en comer, pero había dado su palabra. No le quedó otra opción que pasar toda la noche sin probar bocado, con todas aquellas viandas humeando ante él. Por la mañana, el sabio Funnán pidió panceta, carne de buey y miel e hizo unas ricas brochetas con la carne y las puso a asar en un hermoso fuego. Pidió que ataran fuertemente al rey a su silla y, cuando estuvo bien sujeto, empezó a mojar las brochetas en miel y a pasarlas por delante de sus ojos, cerca de sus bigotes, para después metérselas en su propia boca y comérselas ante sus narices.

Se escucharon algunos murmullos en la audiencia y exclamaciones de asombro.

—Si me hicieran eso, Funnán iba a durar menos que un pastel de riñones en un día de fiesta —susurró Fergus al pastor de su derecha.

—El rey protestó, exigiendo a gritos que le desataran y ordenando que mataran a Funnán, pero nadie le hizo caso y este seguía pasando la carne untada de miel por delante de su rostro y recitaba estos versos:

Remé por lagos de leche

con mi barca de buey y cecina.

Islas de queso y cuajada

y puentes de mantequilla.

Vi una casa hecha de trigo,

junto a un río de natillas.

De panceta eran sus camas

y de salchichas sus vigas.

Y cien tiras de tocino

la empalizada tenía

y un buen lago de cerveza

con espuma en sus orillas.

De manzana era un caballo

que por el campo corría;

un campo de pan de avena

¡qué pronto me lo comía!

Y su dueño era de vaca

muy fresca y muy bien cocida

con sus ropas de salmón,

jugosas y sin espinas.

Cerca del monte de nata

me dio una cuerda muy fina.

De tuétano era la cuerda

que ahora os ata a esa silla.

Y estas brochetas que veis

de aquel lugar son traídas,

pero no las probaréis,

que son demasiado ricas.

Son de la tierra que llaman

la Tierra de la Comida.

Fergus aplaudió, contento. La había recitado perfecta, tal y como la recordaba.

—Entonces la criatura maligna que estaba dentro del rey, desesperada por el hambre que le había causado la descripción de todos aquellos manjares, se asomó fuera del cuerpo y saltó a la brocheta de carne dulce, y en ese momento Funnán aprovechó, tiró la brocheta al suelo y cubrió a ambos, brocheta y monstruo, con un caldero de hierro bien forjado. En ese momento, los guerreros del rey trajeron un baúl de hierro que tenían y, poniendo una plancha bajo el caldero para que nada escapara de él, lo introdujeron bocabajo en el baúl y lo cerraron con una cadena gruesa, que le dio siete vueltas alrededor y lo tiraron al fondo del río. Y así fue cómo Funnán obtuvo una vaca de cada granja del reino y tuvo el honor de trinchar el cerdo del rey y de sentarse a su diestra hasta el día en que murió.

Fiachu y Oissíne remontaron la última parte del camino hasta su granja, en plena noche lluviosa. Las antorchas del exterior se habían apagado y la única luz procedía de las casas.

—Salud, hermana. —Oissíne tendió a Olwen las riendas y desmontó, malhumorado. El agua de la lluvia se escurría por sus mechones rubios y sus ropas. La capa de lana le pesaba como un saco.

—¿Ha ido todo bien?

—Sí. Todo bien —se precipitó al interior de la casa, deseoso del calor del fuego.

Olwen hizo el esfuerzo de preguntarle otra vez. Le daba vergüenza, pero su necesidad de saber era mayor. Se puso de puntillas, como si pudiera oírla mejor por encima del ruido de la lluvia.

—¿Y Ciarán? ¿Está ya en su casa… o venía detrás de vosotros?

—Ciarán se quedó.

Olwen se adelantó entonces hasta colocarse frente a su hermano.

Oissíne miró en sus ojos suplicantes. Detestaba darle malas noticias. Ella había sido la única niña de seis hermanos, la menor. Todos ellos la adoraban, pero sobre todo él, que había crecido a la par con ella. El resto se habían criado en adopción, pero ellos se habían quedado en casa para evitar más gastos a sus padres. Eso los había hecho inseparables.

—Se fue a Caisel, con los tributos. Necesitaban gente y… se ofreció a ayudar. Volverá muy pronto, no te preocupes.

Caisel. Demasiado lejos. No llegaría a tiempo para la fiesta, ¿por qué lo había hecho? Olwen se dirigió hacia un lateral de la casa y se arrodilló, de cara a la pared. Comenzó a plegar lentamente la ropa, que descansaba en una pila, en el suelo. A Oissíne le preocupaba que no dijera nada. Miró a su madre, intranquilo, y Brionna se acercó a su hija, que ya tenía los ojos llenos de lágrimas.

—No te disgustes. Hay veces en que uno tiene que hacer cosas por obligación, por deber. Seguro que Ciarán tomó la decisión que en ese momento creyó mejor. Este no será el último Samain…

—¡Y hay otras veces en que las cosas se hacen por maldito capricho! —Era Fiachu, que había aparecido bajo el dintel. Se quitaba con rabia la ropa empapada—. Que no se te ocurra preocuparte por él, Olwen, porque se portó como un insolente. Aunque no me cabe duda de que tendrá su merecido cuando vuelva. Acabo de darle la noticia a Bróenán y lo va a pagar multiplicado por siete.

Estaba claro que la conversación con Bróenán no había sido fácil para Fiachu. «Maldita sea», refunfuñaba. Se había sentido estúpido a los ojos del rey Necht, débil, incapaz de imponerse. Para él, pocas cosas eran tan importantes como dar buena imagen ante su soberano.

Bróenán, dentro de su choza, mantenía una expresión ceñuda, claroscura en la zozobra del fuego. Estaba verdaderamente furioso. Era un hombre que no perdía el equilibrio fácilmente, pero su paciencia tenía un límite y no era recomendable sobrepasarlo.

Cuántos errores había cometido con Ciarán, pensaba. El muchacho no mostraba respeto por su gente ni por su familia. No estaba preparado para ser líder.

Pensó en que la generación de Ciarán lo había tenido todo. Un mundo seguro, de alianzas, reforzado desde Caisel. Sin luchas fraticidas. Era una época de paz, pero ¿por cuánto tiempo? Tendría que haberle dado la disciplina de un guerrero, haber adelantado su entrenamiento en las armas, haberle enseñado a ser más justo. El deber primero de un rey y su razón última era la de sacrificarse por su pueblo, ¿cómo iba a cumplir con su función si solo pensaba en sí mismo? La gente de un rey falso no podía esperar nada, salvo la hambruna y la ruina.

Tampoco había querido enviarle en adopción. Necesitaba que su gente le conociera y le aceptase. Que dejara de ser un extraño del otro lado del río para convertirse en uno de ellos. No había querido que volviese de otro túath, ya adolescente, siendo un desconocido. No había querido separarse de él.

Ciarán llevaba casi una hora ausente, más atento a la reparación de unas riendas que a la conversación que se desarrollaba a su alrededor. Siempre llevaba consigo un juego de agujas de hueso, hilo recio y un par de haces de pelo de caballo. Tenía habilidad con la costura y eran muchos los arneses que ya había remendado, pues siempre era mejor reparar una brida a tiempo que perder el control del caballo en carrera.

Derdriu le había enseñado a coser durante los inviernos más duros, cuando el vendaval azotaba los árboles y amenazaba con arrancar las techumbres de las casas. Otras veces le ponía a hilar la lana, a hacer cestos o a trenzar cordeles. Cualquier excusa era buena para llenar el tiempo hasta la primavera.

—Muchacho, acércate al fuego y deja eso. Ya lo harás luego —le espoleó uno de los pastores.

Ciarán levantó la vista. Se había aburrido pronto, como solía sucederle cuando la cháchara degeneraba por efecto del alcohol. La costura le daba un refugio donde aislarse, una coartada.

—Escucha, Fergus, voy a dar una vuelta. Volveré enseguida.

—Ese no sabe divertirse —oyó que decía el pastor a sus espaldas. La voz resbaladiza por la borrachera, el tono dando bandazos como un carro con una sola rueda.

—Déjale en paz. Tu idea de divertirte es la de comerte y beberte en un día las provisiones que deberían haberte durado cuatro. No sé qué vamos a echarle al caldero de mañana, aparte de unas capas de cebolla…

—Mi sobrino es igual —continuó el pastor, ignorándole—. Más raro que un ternero con dos cabezas. Anda siempre por ahí, mirando las estrellas. Yo creo que habría sido poeta, si hubiera caído en la familia adecuada. Pero su abuelo pastor, su padre pastor, él pastor y su hijo…

—¿Qué es eso que os estáis comiendo? —preguntó Fergus a los hermanos rubios, que no habían dejado de engullir desde que terminaran el relato.

—Nada. Algo que nos hemos encontrado por ahí —se excusó uno.

Fergus se lo arrancó de las manos y se lo acercó a la nariz. Pastel de ternero con cebolla, cubierto por una fina capa de queso. La mano experta de la esposa de Eochu.

—Que os habéis encontrado en las alforjas de mi yegua, querréis decir… Este pastel era un regalo para un familiar, ¿es que no tenéis hartura?

—El resto os lo habíais comido ya todo, mientras contábamos el cuento —protestó el otro.

—Os encargaréis de fregar todo esto a primera hora. Y además, os reduciré la paga, para que la próxima vez no metáis las manos donde no debéis.

Los hermanos intercambiaron una mirada de disgusto.

A lomos de Cuchillo, el viento de la noche parecía aún más poderoso. Ciarán llevaba todo el día al paso uniforme del ganado y ansiaba saborear el galope furioso: desatarse, correr con todas sus fuerzas, salvaje y liberado, a medias animal. Cuando estaba en carrera se sentía parte del mundo, en armonía, que era justo lo que le faltaba cuando vivía a pie, con la vista a la altura del resto de los hombres. Aquella experiencia de ser a un tiempo todo y nada, del encuentro con una imagen superior de sí mismo, llevaba ansiándola desde por la mañana. Había estado todo el día cabalgando y lo único que deseaba, al llegar la noche, era continuar prolongando su cuerpo en aquellas cuatro patas de obsidiana, capaces de romper las reglas del tiempo y del espacio.

Por la mañana, le despertó la agitación que había junto a la hospedería. A pesar de las horas a las que se habían acostado ya estaba todo el mundo en pie, con mejor o peor cara. Ciarán se incorporó e intentó captar algunas de las palabras que los pastores intercambiaban a gritos. Se lavó la cara aprisa, se vistió la túnica y salió de la casa.

Cuatro de los hombres corrían de un lado a otro y dos más vociferaban a lo lejos, intentando formar un corro entre todos. Fergus también gritaba, llevándose las manos a la cabeza. Su yegua blanca se había vuelto loca.

—¿Qué ha pasado? —preguntó a uno de los hombres.

—No lo saben. Cuando nos despertamos estaba dando coces, relinchando, como la ves ahora. Nos tememos alguna enfermedad. Pero Fergus ha dicho que no quiere sacrificarla ni dejarla atrás, que la yegua es muy cara y que es suya. No sé cuánto tiempo vamos a tener que quedarnos aquí.

A Ciarán no le extrañó que Fergus evitara perderla a toda costa. Las yeguas blancas se consideraban animales sagrados y costaban una fortuna. Todos los pastores estaban involucrados en el rescate excepto los hermanos rubios, que llegaron corriendo desde el río portando el caldero, los cuencos y los manojos de puerro. Tenían las manos heladas de lavar.

Ciarán tomó las riendas de Cuchillo y se aproximó al grupo. Observó los movimientos de la yegua, que estaba fuera de sí, revolcándose e incorporándose alternativamente, relinchando y galopando en círculos. Se escaparía de un momento a otro, si es que no hería a alguien primero.

—Búscate otra montura y ponte en marcha con el ganado. Déjame a mí la yegua.

Fergus no salía de su asombro ante las palabras de Ciarán. Ninguno de sus hombres había conseguido acercarse a menos de diez pasos del animal y ahora aquel muchacho decía tranquilamente que él lo iba a resolver todo. Miró más allá, a los pocos pastores que se habían quedado con las vacas, después miró la mancha del sol, cada vez más alta en el cielo, y luego a la montura. Desesperanzado, rindió su ánimo a la evidencia. Tenían que irse. Estaba perdida.

—Ten cuidado con esas patas. ¡Fuera todo el mundo! Tíagam ass trá[13].

Cuando abandonaron la explanada solo quedaron Ciarán, su caballo y la yegua de Fergus. Ciarán subió al lomo de Cuchillo y lo llevó al paso, trazando un semicírculo y protegiendo el flanco del bosque. Si la yegua se metía entre los árboles la perdería definitivamente. La bestia estaba sudorosa, presa de su locura transitoria y cuando pasaba cerca de los árboles se restregaba con ellos y se hería los flancos. Aquello tenía todo el aspecto de ser un cólico, pero necesitaba examinarla más de cerca.

Ciarán realizó un primer intento y se aproximó a ella, procurando controlar a Cuchillo, pero la yegua se alzó en dos patas en cuanto advirtió el envite. El caballo retrocedió con cautela. Ciarán siguió llevándolo en círculo alrededor de ella, presionándola cada vez más en los acercamientos y cerrándole el paso cuando trataba de huir. La dirigía poco a poco hacia el río, que era donde podría controlarla mejor. Cuchillo se resistía a acercarse, pero Ciarán le obligaba a acosarla una y otra vez.

«Él se cansará antes que ella», pensó Fergus desde la colina. Conocía bien a su montura. Era un animal fuerte, capaz de galopar sin descanso durante toda una jornada. Los pastores continuaban caminando por miedo a que Fergus les reprendiera, pero lo cierto es que cada vez se detenían con mayor frecuencia para mirar atrás. Lamentaban no poder pararse a contemplar un espectáculo que, seguramente, sería breve. La yegua se daría a la fuga o bien el muchacho acabaría con los huesos en el suelo.

Ciarán se lanzó al galope hacia la montura blanca, que huyó cuesta abajo en dirección al valle. Cuchillo se puso a su altura y los dos animales compitieron con furia, uno junto al otro, albo y negro alternándose en una carrera desenfrenada. Ciarán presionó a la yegua hasta que esta rebasó la orilla y el agua le cubrió las patas. El tramo era poco profundo y la mantuvo en el cauce. Cada vez que intentaba escapar la cercaba por los laterales, adelantándose por izquierda o derecha, impidiéndole el paso.

En la colina, la caravana ya se había detenido completamente. Las carreras de caballos por el río eran un espectáculo demasiado hermoso como para volverle la espalda.

—Va a conseguir llevarla así hasta Caisel. Este muchacho es un fenómeno —se admiró uno de los pastores.

—O los dos nacieron de la madre o los dos de la yegua, pero esos dos vinieron juntos al mundo —añadió otro.

Fergus, en cambio, guardaba silencio. Recordaba haber asistido a las grandes carreras de Caisel desde que tenía uso de razón. Incluso durante su período adoptivo había acudido a la cita anual de Samain. En su pueblo ya había presenciado carreras acuáticas por Lugnasad y, sin embargo… aquello que estaba viendo le había dejado sin palabras: era distinto y nuevo, más puro. Caballo y yegua ofrecían un baile firme y preciso, con Ciarán entre ambos, templándolo, dominándolo a placer. Sobre la montura lo tenía todo: precisión, destreza y velocidad. Empuñaba las riendas como quien blande una espada y la convierte en una extensión de su brazo. Tenía Fergus la impresión de estar contemplando, no a caballo y jinete, sino a una sola criatura hecha de ambos. El sol estallaba en el agua, los cascos lo hacían esquirlas. Ciarán se adornaba de estrellas diurnas.

—No es nacido de mujer ni de yegua. La diosa Macha es su madre. Tiene que serlo.