5
Los amantes de Múscrige
La audiencia tenía lugar en lo alto de la colina fortificada, al aire libre, junto a la piedra de las inauguraciones y el roble sagrado de Múscrige. Decían que cada uno de los árboles ancestrales que habían plantado en sus territorios era hijo del árbol original de la tribu. Sus ramas se habían extendido por toda la provincia, al igual que las ramas de su pueblo.
El gentío se apiñaba en espera de turno. La corte se revolucionaba en vísperas de Samain, pues durante los días festivos no había audiencias y nadie quería dejar sus asuntos en suspenso. La cercanía del festival también multiplicaba los casos a juzgar: los caminos estaban más transitados, los contratos proliferaban, las familias negociaban los matrimonios de sus hijos… Todos aquellos asuntos desfilaban ahora ante el sobrerrey Eochu. A su derecha se encontraban su druida y su poeta mayor, el ollam. A la izquierda se sentaban su juez y una poeta que dominaba la historia y la genealogía locales. Los dos últimos eran hermano y hermana, ambos pálidos y rubios como una espiga madura de cebada. Junto a ellos había una tabla donde se colocaban las prendas que se empeñaban para dar validez a los juicios y que incluían la fianza de los propios hermanos, comprometidos a dar un veredicto justo. Garantes, inculpados y testigos tenían su lugar en los laterales.
Después de supervisar el contrato de dos matrimonios, recibir noticias de tres emisarios y arreglar cuentas entre cinco o seis demandantes, Eochu estaba cansado. Quería ir a ver a sus toros, como hacía a diario, y pensaba en el cochinillo que los sirvientes debían de estar cocinando en su casa. Aderezado con cebolletas y endrinas, regado con cerveza… Su estómago le importunaba, ruidoso. Los demandantes, por su parte, protestaban por el escaso orden en la fila, señalando a los que intentaban colarse. Llevaban a cuestas sus sacos de avena, su burro herido, su rueda rota. Cada uno con su cuerpo del delito particular. Eochu había oído algo sobre un vecino que llevaba dos días ayunando, sentado ante la casa de un noble que no asumía su deuda. ¿Dónde estaban las carreras de perros, los juegos de tablero, los bailes y las riadas de vino que se le suponían a un hombre de su estatus? Aquel era el mes con más trabajo del año: el mes de las bodas, de atar los cabos sueltos y acumular antes de que el invierno se echara, como un peso muerto, ante la puerta de las chozas. «Lo que quede fuera, para la Púca», dirían en años posteriores. Eochu imaginó que en las capitales de provincia la situación sería muy distinta. Fantaseó con un rey de Caisel sentado todo el día ante un tablero tan grande como una capa estirada, rodeado de los más excelentes músicos, bebiendo hidromiel servida por las mujeres más bellas, mientras los problemas del reino daban vueltas alrededor de la colina.
Fergus terminó de subir la loma, seguido de Ciarán, dispuesto a dar parte a su hermano de la llegada de los tributos. Se sonrió ampliamente al contemplar el desorden de la corte judicial. Su hermano Eochu estaba desbordado. En momentos como aquellos se alegraba de no estar en su piel.
De pronto la audiencia guardó silencio. Las cabezas se volvieron hacia un pasillo que se abría entre la multitud.
—Este va a ser un proceso largo —susurró Fergus.
Abrían el paso dos hombres maduros, bien vestidos, de capas sujetas con ricas fíbulas. Las espadas tintineaban al andar, encadenadas a sus cinturas. Nobles de la cabeza a los pies. Las pequeñas trenzas que adornaban sus cabellos se balanceaban por el peso de sus cuentas, mientras avanzaban con paso firme. Detrás de ellos, dos hombres jóvenes e igualmente engalanados flanqueaban a un cautivo, un muchacho joven de unos dieciocho años, que parecía exhausto. Le dejaron caer de rodillas frente a la asamblea, pero él no mudaba su expresión. Parecía ausente, como si nada de aquello le estuviera pasando en realidad.
El druida fue el primero en hablar, como correspondía a su posición privilegiada.
—Con la protección de los dioses y de los no-dioses, que nuestra boca hable solo la verdad y que esta nos haga prósperos.
Habló entonces el rey.
—¿Qué justicia pedís a esta asamblea?
—Venimos a buscar compensación por el rapto y la muerte de una de nuestras hijas —dijo el cabeza de familia. Por el enojo y la emoción que había en su rostro, Ciarán dedujo que debía de ser el padre de la muchacha.
El juez tomó entonces la iniciativa.
—¿Hay algún testigo que pueda relacionar al acusado con estas faltas?
Se adelantó el otro noble que encabezaba la comitiva. Llevaba una extensa capa escarlata, de más de dos plegados.
—Este niño es hijo adoptivo mío —señaló a un niño rubio de unos diez años, que aguardaba a su lado—. Dice que vio cómo se la llevaba a caballo.
El juez miró al rey Eochu. El niño era demasiado pequeño para presentarse como testigo o hacer un juramento válido, pero era mejor que nada. Eochu pensó de nuevo en el cerdo aromático, frío en su casa. Decidió que aquella sería la última demanda antes de comer. Asintió, dando su aprobación.
—Que el testigo se presente —continuó el juez.
—Soy Áed, hijo de Dathal. De la Llanura de los Hombres Féni.
—Bien, Áed. ¿Dices que viste cómo se subían al caballo y se marchaban juntos?
—Sí, yo los vi marcharse —respondió el niño, con voz queda.
—¿Dirías que ella se subió voluntariamente o que, por el contrario, él se la llevó sin consentimiento?
El niño tragó saliva. Los cinco pares de ojos de la presidencia estaban fijos en él. Evitó mirar al druida y al rey y habló directamente a la muchacha poeta, en el extremo izquierdo.
—¿Qué es un consentimiento?
—Que si se la llevó por la fuerza.
—No… no sabría decir. Estaba oscuro…
Eochu bajó la cabeza, suspiró y se pasó la mano por la frente.
—Dejadme pasar —exigió una mujer corpulenta, que subía la colina arremangándose las faldas y el delantal. Era la madre del acusado. Su marido iba unos pasos por detrás de ella, pero cuando alcanzaron la cima se adelantó, pues el cabeza de familia era el que debía hablar.
—La muchacha y él eran amantes. Incluso se hicieron intentos por arreglar el matrimonio… —expuso el hombre, sin apenas resuello—. La familia tenía conocimiento… pero el precio de la novia era excesivo.
—¿Crees que él empleó la fuerza para llevársela? —El juez insistió con el niño, pues deseaba centrar la cuestión por medio de un testigo imparcial—. ¿Te pareció una escena violenta? ¿Crees que ella se escapó de su casa?
—Creo que no hubo fuerza… —respondió el niño, tragando saliva, ante la severa mirada de su padre adoptivo.
El juez se inclinó hacia el rey y susurró el veredicto.
—Pago del precio de rostro y de cuerpo para los parientes y el cabeza de familia. —Eochu se frotó las sienes, con los ojos cerrados. Únicamente habían resuelto la parte del rapto—. Ahora tenemos que ver la jurisdicción…
—¿La jurisdicción?
—Tenemos que saber si la muchacha murió dentro o fuera de los límites del territorio.
—Será fuera, ¿no dice que se la llevó a caballo?
—Debemos estar seguros, si queremos hacer buena justicia… y hacer buen uso de la verdad.
Eochu hizo un gesto, levantando la mano, pidiendo tregua.
—Sigamos, entonces.
—¿Murió la muchacha dentro o fuera del túath? —El juez retomó el interrogatorio, levantando la voz de nuevo.
—Fuera —respondió el cabeza de la familia demandante.
—¿Y se sabe de qué murió?
—Pensamos que murió por el frío. No había señales en su cuerpo y no estaba en cuidado de enfermos cuando se la llevó.
—¿Hace cuánto que notáis su falta?
—Unas treinta y dos jornadas.
—¿Y cuándo murió la muchacha?
—Seguramente, hace dos.
El rubio juez se inclinó de nuevo sobre el hombro del rey, para susurrarle. Su hermana le miraba con preocupación.
—Está en el límite. Precio de rostro y de cuerpo.
Eochu miró a los nobles. Parientes. Lejanos, pero parientes al fin y al cabo. Asintió.
—Pago del precio de rostro y de cuerpo para los parientes y el cabeza de familia —proclamó el juez.
La madre del acusado se llevó las manos a la cabeza, horrorizada. El alto estatus de la muchacha hacía impagable aquella deuda. Ellos no eran más que unos ganaderos menores.
—¿Puede la familia hacerse cargo?
La corpulenta mujer miró suplicante a su marido, que tuvo que negar con la cabeza. Si intentaban pagar, la familia entera se vería en apuros y no podía condenar al resto de sus parientes a la indigencia y a la esclavitud.
—No una tan alta.
—El acusado pierde su estatus y pasa a ser cautivo de la familia perjudicada.
Los nobles le pusieron entonces las cadenas. Ciarán no recordaba en la Llanura ninguna sentencia tan extrema. No entendía cómo un simple asunto de amores había podido complicarse tanto. Le impresionó cómo el muchacho había recibido la pena sin que su semblante mudara un ápice. Realmente ya no le importaba qué hicieran de él; no sentía nada.
—Ahora lo venderán como esclavo para sacarle algún dinero, o bien… le reservarán algún destino peor —aclaró Fergus. Movió la cabeza, con pesar—. Estas cosas siempre acaban mal.
Fergus bajó la colina fortificada a grandes pasos y señaló a Ciarán la dirección de su casa.
—Yo voy a ir al fuerte de mi hermano, a ver si por fin puedo hablar con él. Ve a buscar a mi mujer, Bríg. Ella te atenderá. Dile que te prepare un baño. Que te dé algo de comer —indicó, distraídamente, mientras intentaba no perder de vista al rey.
Ciarán se dirigió hacia el lugar que Fergus le había señalado: una empalizada amplia con un par de chozas de grandes dimensiones. Debían de vivir allí varios miembros de la familia, pero en aquel momento parecía que no hubiera nadie y los gansos y gallinas habían escapado de sus corrales y alborotaban dispersos por el patio. La presencia de Cuchillo, atado a un poste junto a la entrada, le confirmó que se trataba de la casa correcta. Se acercó a saludarle, con una caricia, y admiró sus arneses rematados en minúsculas cabezas de caballo. Los había escogido en la feria, cada pieza por separado, y luego había pedido al herrero que se los engarzara. La combinación era inusual: el conjunto era de hierro, pero los adornos eran de plata, lo que los hacía resaltar aún más. Las bocas de los pequeños caballos parecían morder los aros para las riendas y su plata brillaba en los laterales de la cabeza de Cuchillo al cabalgar, como puntos de luz sobre una inmensidad negra.
—¿Quieres algo?
Ciarán levantó la vista y se encontró con una muchacha que parecía haber salido de la nada. Tenía quizás unos dieciséis años como él, pero el maquillaje, con las cejas y mejillas realzadas con baya de saúco, le hacía parecer mayor. Sus ojos eran tostados como leche requemada y su melena era rizada y oscura. Mordía una manzana como si le tuviera rabia.
—Estoy buscando a Bríg.
La muchacha le miraba sin decir palabra, el rostro semioculto por el corazón de manzana.
—¿Eres tú? —insistió Ciarán.
Ella apuró la fruta y arrojó el corazón a los animales. Se secó los dedos húmedos en los pliegues de la falda.
—Ven. Pasa.
Una de las entradas de la choza se encontraba prácticamente bloqueada por un telar vertical, parecido a los que se utilizaban en Alba. El lugar escogido para su montaje aprovechaba la luz del exterior y se beneficiaba también del calor del hogar. En el suelo yacían, esparcidos, un par de husos y también torteras de hueso, de plomo y de caliza, y Ciarán tuvo que pasar por encima de ellos con mucha precaución.
En el interior de la choza esperaba una tina de baño lo suficientemente grande como para que cupieran dos hombres sentados. La muchacha se arremangó y metió la mano en el agua. Estaba helada.
—Esto llevará un rato.
Con unas tenazas fue tomando unas piedras que se ennegrecían en la hoguera central y las depositó en la tina, una por una. Lo hacía con lentitud, como si el fuego le diera miedo, convirtiendo lo que debía ser una tarea rutinaria en un acto casi ceremonial. Las piedras salpicaban y provocaban sonoras burbujas al caer, como si la bañera se las estuviera tragando profundamente. El agua exhalaba columnas de vapor a su contacto. Ciarán miró hacia la puerta impaciente, pero el telar no permitía ver mucho más allá.
Cuando Bríg hubo terminado de echar todas las piedras, se quitó el cinturón y se deshizo acalorada del sobrevestido, como si fuera ella misma la que se iba a dar el baño. Su vestido básico tenía la apariencia de un pesado camisón.
—Quítate la ropa y dámela, ¿tienes algo para cambiarte?
—En el caballo…
La muchacha dudó un momento.
—Luego te la traigo.
Él se quitó una por una todas las prendas y las fue poniendo en los brazos de ella hasta que se quedó desnudo. Un cordel le daba doble vuelta alrededor del cuello y de él colgaba una luminosa cuenta de ámbar, un óvalo que atrajo poderosamente la atención de Bríg.
—Esto me lo voy a quedar —aclaró él, cubriendo su brillo con la mano.
—El jabón está en el lateral —dijo ella antes de salir de la casa con el montón de ropa.
El agua estaba tibia y la masa de ceniza de haya y grasa animal se deshacía, enturbiando la superficie. Con el dedo corazón, Ciarán jugaba a darle vueltas al ámbar que descansaba en el hueco de su cuello. No recordaba desde cuándo lo llevaba, suponía que desde siempre. El cordel de cuero se desgastaba por el uso, pero siempre lo reemplazaba antes de que se rompiera. Cuando era pequeño, era Derdriu quien se lo cambiaba: «Esto te protegerá», le decía.
Por superstición o por costumbre nunca se lo había quitado. Se zambulló en el agua y disfrutó de la sensación de sentir los cabellos sumergidos, ondeando bajo la superficie.
Cuando emergió de nuevo se encontró con que Bríg ya había regresado a la casa. La soledad le había durado poco. Afuera lloviznaba.
Ella se sentó en un tocón de madera, frente a él. Se había puesto otro vestido, cuyas faldas se recogió hasta por encima de la rodilla. Tomó un huso y una tortera y los ensartó. La tortera, de hueso, llevaba escrita una incisión en ogam que daba la vuelta alrededor del disco. La muchacha se colocó un tope de madera sobre el regazo y apoyó en él la punta inferior del huso. Entonces enganchó la hebra, que asomaba por entre la maraña de lana y comenzó a hilarla, dándole vueltas a la aguja rítmicamente, haciendo que bailara entre el pulgar y el dedo corazón. El huso giraba una y otra vez y la tortera giraba con él, haciendo que las marcas ogam se fundieran, se volvieran borrosas y otra vez nítidas y de nuevo difusas, manteniendo cautiva la atención de Ciarán. El movimiento de los dedos de la muchacha era casi imperceptible, pero la aguja no cesaba en su movimiento giratorio. Ciarán fue relajándose en aquella sensación que le atrapaba. Sin advertirlo, había continuado bailando la cuenta de ámbar, de manera que esta también giraba, al unísono con la aguja, el disco, las ogam… Como si las meciera, las rodillas de Bríg se separaban apenas y se juntaban de nuevo. Era como un encantamiento, como estar en un sueño. Las inscripciones parecían pronunciarse cuando estaban en movimiento y silenciarse cuando se detenían. El efecto hipnótico era irresistible.
Bríg cerró las piernas de súbito y Ciarán tomó conciencia de dónde estaba. No sabía por cuánto tiempo había estado fijando su vista en el regazo de aquella muchacha. Ella se rio abiertamente, al verle apartar la mirada. ¿Cuándo se cansaría de jugar?
—¿Qué dicen las inscripciones? —preguntó.
—Creo que dicen algo así como… «me gustaría montarte en mi cama». Cosas de Fergus. No sé de dónde lo habrá sacado. —Sonrió, atenta a su reacción, y se inclinó de forma que el pecho asomó a su escote.
Ciarán evitó mirarla, avergonzado de ser involuntariamente partícipe de las complicidades entre Fergus y su esposa. Seguro que no era verdad. Serían palabras de protección. Pero no tenía ocasión de examinarlas más de cerca.
—El agua se está quedando fría. Necesito mi ropa —recalcó, distante.
Ella se incorporó y el escote regresó a su sitio. Ignoró su petición.
—Toma. Están buenas. Son de nuestros árboles. —Se refería a una manzana que había puesto sobre su regazo, sobre las piernas desnudas. La había sacado de las profundidades de su falda. Debía de haber estado allí todo aquel tiempo, entre sus muslos, lo suficientemente oculta como para que él no la viera hasta entonces. Ciarán alargó el brazo desde la tina, pero cuando fue a tomar la manzana, Bríg abrió las piernas y atrapó la fruta entre ellas. Él le metió la mano entre los muslos para sacarla y cuando le rozó la piel sedosa y cálida se le erizó el vello de la nuca. Sacó la manzana y la mordió, todavía caliente por el contacto de su cuerpo, y después salió de la tina, tomó sus ropas y se dio la vuelta.
Una casa fuerte y sólida, sin ninguna duda. La techumbre había sido reforzada con grandes ramas, a modo de vigas, y el carrizo era frondoso, prieto. El poste central tenía buena altura. Las estacas parecían de roble firme, las varas de avellano se entramaban sin fallos y el aislamiento del musgo parecía en buen estado, a juzgar por el calor.
Pasó los dedos por el relieve del zarzo, mientras escuchaba a sus espaldas el sofoco amoroso de Bríg y su marido. Por las leyes de la hospitalidad y la cortesía Fergus estaba obligado a darle comida y alojamiento, pero no estaba en el compromiso de privarse del calor de su esposa. Las chozas tenían habitualmente una única estancia comunitaria y las familias dormían juntas sobre jergones de juncos apilados contra las paredes. En casa de Ciarán, en cambio, siempre había habido sitio de sobra. Bróenán no se había casado y tampoco Derdriu, por muy extraño que aquello pudiera parecer a los vecinos. Ciarán pensó que, en cualquier caso, estar en aquella situación era preferible a dormir al raso en aquella noche fría. El viento amenazaba con arrancar los manzanos de la tierra.
Sentía la mirada de ella ardiendo en su nuca. Se dio la vuelta sobre la cama: la podía entrever al otro lado de la hoguera, acalorada, hermosa como una criatura fantástica. Sus ojos tenían el color de la piel crujiente de manzanas asadas, resbaladizas de almíbar en el fuego. Se mantenían pendientes de él mientras el rostro de su marido se hundía en su cuello y entre sus pechos. Los pezones coloreados de tinte vegetal, azafrán oscuro, habían escapado a la caricia de las pieles. Su amante le subió los brazos y Ciarán vislumbró el vello íntimo en las axilas de la muchacha antes de girarse bocarriba y cerrar los ojos, arrancando su mirada de la de ella, obligándose a hacerlo. Largas vigas de tejo formando el marco de la techumbre, sólidas, desde luego. Una construcción maravillosa.
Apoyó el brazo, descargando el peso sobre la corteza del roble, mientras intentaba recuperar el aliento. Una nube de vapor subía desde su rostro, cautivo aún del placer del orgasmo. Había esperado a que Bríg y Fergus se durmieran para salir y aliviarse.
Tendría aún que seguir esperando, pues la ley no le permitía tomar esposa hasta el próximo año. A la cabeza de catorce años para una mujer y a la cabeza de diecisiete para un hombre. Ciarán fijó en su mente la imagen de Olwen y pensó que ella estaba más allá de todo aquello, que era la calma que seguía al deseo. Ahora podía verla claramente en su cabeza, con los ojos cerrados, cuando todo lo demás desaparecía. Solo quedaban ella y sus ganas de tenerla para él, de que fuera ella la única que le nublara.
Observó a Cuchillo, atado junto al resto de los caballos de Fergus. No dormía, al igual que él. Lo tomó de las riendas y lo llevó hasta la orilla del río.
Hacía ya varios días que no lo bañaba y esta era una necesidad que iba más allá de la higiene o de la apariencia de la montura. Eran baños de protección, renovadores, necesarios para que el caballo mantuviera sus fuerzas y siguiera cabalgando como lo hacía. Ciarán observó la superficie del río, las patas negras de Cuchillo abriéndose paso, confundiéndose, negro sobre negro.
Se desprendió de sus ropas y las colgó de un árbol junto a la ribera. Entró sin pensarlo y el dolor del agua helada le punzó la piel. Los cuerpos de ambos, jinete y montura, desaparecieron bajo las aguas opacas, salpicadas de plata, que susurraban al moverse entre las piedras. La cabeza orgullosa de Cuchillo se movió de un lado a otro, sus crines flotando bajo la superficie acuosa. El pelaje lustroso de su cuerpo resurgió a la luz de la luna, espléndido, luminoso, una continuación del manto estrellado en el que se habían convertido las aguas del Niam. Cielo, caballo y río formaban parte de un mismo tapiz cósmico en el que Ciarán se sentía arropado. Sumergió la cabeza en las aguas heladas y después nadó hasta abrazarse al robusto cuello del animal. La frialdad del agua ya no le dolía. Se abrazó a él con todo el cuerpo, descansó la cabeza sobre su carne para escuchar el rumor de la sangre en sus venas. Lo acarició y nadó junto a él, como si los cuerpos de ambos estuvieran invisiblemente unidos en el líquido amniótico de la diosa Niam, en el vientre oscuro y profundo de aquel río.
Ciarán y Cuchillo nadaron entonces hasta la orilla, donde el jinete descabalgó y utilizó la manta del caballo para secarse. Tomó las ropas de las ramas del aliso donde las había colgado, pero al terminar de vestirse no conseguía encontrar una de las botas. La buscó en derredor y la divisó a pocos pasos. Debía de haberse deslizado por el terreno, que el río hacía desigual. Se agachó a recogerla y, al incorporarse, le golpeó una visión que le arrancó el aliento.
Ahogó una exclamación de horror al contemplar el rostro de un ahorcado, desfigurado por la mueca de la muerte, con una expresión errante en los ojos. El cuerpo se mecía en la brisa de octubre sin emitir un sonido. Los cabellos de la melena se erizaban suavemente por encima de su cabeza, continuando el movimiento de las ramas, las hojas, la hierba. Se había convertido en una extensión de aquella inercia.
Ciarán apartó la vista de él. Había reconocido al muchacho del juicio. Sus propietarios le habían ejecutado. O quizás él mismo había tomado aquella vía, a las puertas de una esclavitud inacabable. Ciarán tomó las botas y, llevando a Cuchillo de las riendas, se alejó hacia el fuego de la casa de Fergus. No volvió la vista atrás. Confiaba en que la noche engullera al cautivo muerto, ya que aquel enterramiento simbólico sería el único que podría tener: el de la oscuridad y el olvido. Pero los rayos hirientes de la luna podrían haber abierto agujeros en la tierra, de tan incisiva que era su luz.