16
Tres cazadores
La primavera llegó anticipadamente a la Llanura y, con el buen tiempo, llegó también la apertura del mar irlandés a los viajeros.
Oíbell, empapada, descargó su cansancio en los brazos de su hermana. Había cruzado el mar desde Demet, en la isla de Alba, y además había tenido que recorrer la mitad de la provincia del Sur para alcanzar la Llanura. Aunque siempre se unía a grupos de colonos, era muy inusual que una mujer pudiera recorrer distancias tan largas.
Brionna la estrechó, feliz, bajo la lluvia. Le cubrió la cabeza con un pañuelo de lana negra y la invitó a que entrara en la choza. Olwen ya tenía preparada ropa seca, caldo de puerros, juncos frescos para las camas y varias mantas. Abrazó a su tía, cuyas ropas le calaron el pecho y el vientre del vestido.
Oíbell se parecía mucho a Brionna, pero era menos nerviosa, más serena. Mujer robusta, su fisonomía era muy distinta de la de Olwen. Los ojos grises, sin embargo, se asemejaban. La mirada de la extranjera transmitía una gran tranquilidad.
La muchacha ayudó a su tía a desnudarse y a cambiar sus ropas por otras secas.
—Tú debes de ser Olwen… Te pareces mucho a tu padre. Y eso que la última vez que le vi fue el día de su contrato con mi hermana, pero lo cierto es que nos llegan noticias de todos vosotros… Ha debido de ser duro crecer rodeada de tanto muchacho, ¿no? —bromeó—. ¿Por dónde andan tus hermanos?
—Los mayores están con mi padre, trabajando. Y Oissíne está fuera. Se marchó a la escuela del Lago Léin, en el Oeste.
—Dios le proteja. Es una lástima. Para una vez que podemos venir… —se lamentó Oíbell, mientras retorcía la ropa mojada y la golpeaba con fuerza contra una piedra. La viva imagen de Brionna. Ahora sí que era una encarnación perfecta de su hermana, excepto por la expresión que había utilizado. Era la primera vez que Olwen escuchaba mentar a la divinidad en nombre propio singular.
El señor de la propiedad se limpió el sudor que le humedecía las barbas y hacía marcas circulares en su camisa. Era el cabeza de familia y debía tomar una decisión. Tenía dos maneras de enfrentarse al asalto de un grupo de muchachos tan bien armados y dispuestos: una de ellas era presentar pelea hasta que ardiera el último poste. La otra, menos honorable, era pactar. Había que asumirlo, las bandas eran como las manadas de «aulladores»: se esperaba por su parte un cierto margen de rapiña.
Las antorchas alineadas en las paredes iluminaban los rostros inquisitivos de sus parientes: hermanos, primos, hijos, sobrinos… Algunos angustiados y temerosos, otros trastornados por la furia ante la tropelía que se estaba cometiendo. El sobrerrey de la zona y su guarnición habían abandonado el fuerte el día anterior, dejándoles desprotegidos. El hijo mayor permanecía sereno, con una buena lanza en la mano.
—¿A qué estamos esperando, padre? Salgamos de una vez. Somos más que suficientes…
—No vamos a luchar —sentenció él.
Un tenso silencio se apoderó de la habitación.
—¿Que no vamos…?
—El ganado va y viene —continuó el padre—. Volveremos a reunirlo. Esto lo haremos a mi manera.
Rebasó el muro interno, blandiendo una tea, dispuesto a parlamentar. Tendidos en la entrada, acuchillados, yacían sus amados perros guardianes.
—¿Quién de vosotros es el líder? —exigió el noble, aparentando seguridad.
Eochaid dio un paso al frente. El señor del fuerte pudo ver que era aún muy joven, pero que en sus ojos azules ardía el relámpago de la temeridad. Era la ventaja con la que siempre contaban los atacantes: ellos venían buscando la sangre. No les importaba lo que fuera de sí mismos. A él, ganadero y terrateniente, lo que le interesaba era prosperar: el parto de las vacas en primavera, el sol que maduraba la cosecha, el buen matrimonio de sus vástagos. Aquellos muchachos, sin embargo, parecían enamorados de la muerte.
Eran suficientes para defender la granja, había dicho su hijo mayor. En número, quizá sí. Los asaltantes eran apenas trece y todos parecían muy jóvenes. Pero en los ojos de su líder adivinaba al perro de presa con ganas de caza, la señal de peligro, perceptible por cualquier ser vivo con instinto de conservación. Sus familiares no estaban igual de preparados para luchar y, sobre todo, no estaban igual de preparados para morir.
—Podéis llevaros el ganado de las cercas exteriores, pero respetad el interior de mi casa —negoció.
El noble sabía que era como pedirle a un ave rapaz que se diera la vuelta y renunciara a lo mejor de la presa. En el interior del fuerte se resguardaban los ejemplares jóvenes, los caballos y los esclavos.
Pero Eochaid asintió y el hambre del perro se retiró de sus ojos. No había honor en ensañarse con quien se había rendido y más cuando no tenían intención de hacer esclavos hasta que cruzaran el mar. La amenaza había hecho todo el trabajo demostrando que una imagen de fuerza era un instrumento tan válido como cualquier otro. Bien lo había aprendido de Conaire.
De vuelta al campamento iban más despacio al tener que llevar el ganado con ellos. Reunir las mayores cantidades del mismo era una obsesión y los robos formaban parte del aprendizaje de todo guerrero. Siempre había una misma idea, independientemente de la tribu o familia: que el ganado les había sido robado a los propios ancestros y que, por lo tanto, uno estaba en el derecho de recuperarlo.
Además, suponía una de las bazas más importantes para la sucesión: sin vacas para prestar no había clientes y sin clientes no había apoyos ni bienes ni nobleza. A la postre, esas eran las armas que podían darle a Eochaid el asiento de La Roca.
El asalto había tenido lugar en Laigin, la provincia del Este, y ahora debían regresar a Mumu rodeando el paso de Belach Gabráin y las colinas que lo vigilaban. No se habían alejado muchos metros cuando escucharon un grito a sus espaldas.
—¡Alto ahí!
Estaba amaneciendo, pero los contornos eran aún difusos. La luz de las antorchas reveló a un muchacho rubio, de unos dieciocho años. Empuñaba una lanza extraordinaria, anillada de oro, y un pesado collar que daba cuenta de su alta cuna. Por un momento Eochaid creyó reconocer el diseño peculiar de aquella joya: un medallón adornado con el perfil de un toro, en oro y esmalte carmesí. Lo ambicionó desde el primer momento, tanto como la cabeza de su portador.
Emergieron del bosque varias figuras, que se añadieron a las espaldas del extraño, hasta dieciséis en total: eran todos muchachos de la misma generación, pero iban excepcionalmente bien armados y sus hierros eran antiguos, de lujosa ornamentación, como salidos de las sagas.
—Venimos a reclamar esos animales —continuó el rubio, que, sin duda, era el líder de la banda.
—¿Y con qué derecho lo hacéis? —protestó Eochaid.
—Llevamos tres días acampando frente a esta granja, aguardando el momento en que el sobrerrey y su guarnición se retiraran y siguieran su circuito. Y ahora que lo hace, venís vosotros y os metéis en medio. No dejaremos que os llevéis el botín. Nosotros llegamos primero.
Eochaid le dedicó una media sonrisa.
—Y ahora que nosotros hemos hecho el trabajo —ironizó—, queréis que os entreguemos el ganado, sin más… —El perfume de la pelea le espoleaba el ánimo. La cocción del fuego, el hierro y la sangre, como una promesa que ya casi podía paladear—. ¿Por qué no me dices tu nombre para que sepa de quién es la cabeza que le llevo a mi padre?
—Me llamo Cett, hijo de Niall de los Nueve Rehenes, rey supremo de Temair, rey de sobrerreyes. ¿Qué nombre corresponde al dueño de tu cabeza?
Eochaid sintió un calambre de excitación. Materia de rey y de la más alta. El hijo del mismo Niall en persona.
—Eochaid, hijo del rey Nad Froích Eóganacht, señor de Caisel. Bienvenido, Cett de las fieras palabras.
—Bienvenido, Eochaid del fuego en el pecho. ¿Tienes algún sobrenombre?
—Aún no, pero lo obtendré con tu muerte.
—Con la tuya obtendré yo el mío. Este es un combate justo.
—¿Entonces a qué estáis esperando? ¿Queréis el ganado? ¡Venid a por él!
Ambos bandos se estrellaron como un yunque y un martillo en una forja, atrapando los enganches invisibles del tiempo, que sufrió desgarros en su discurrir. El cuerpo del amanecer se marcó de hematomas titánicos, se pringó de rosas y violáceos que habían estallado como arterias, como bolsas de luz, como bazos y pulmones y corazones luminosos sobre las colinas lejanas. Aquellos derrames atmosféricos espejaban la ferocidad de la pelea.
Eochaid demostró desde el primer momento lo letal que era en el cuerpo a cuerpo: se enzarzó con el líder de la banda rival y en su forma de luchar podía verse que ambos eran hijos de reyes. Varios de los muchachos enemigos acudieron a asistir a su cabecilla, pero los compañeros de Eochaid se los quitaron de encima uno tras otro. La estrategia habitual para proteger a un rey era guarecerle con un hombre por cada uno de los puntos cardinales. Dúngal se situó adelante y Lugaid atrás. Uallgarg, con sus dos metros de altura, y su inseparable primo Ségán quedaron protegiendo la mano derecha, mientras que en el lado izquierdo, espalda contra espalda, se apostaron Ciarán y Étaín. El enemigo rubio había quedado completamente aislado en su duelo con el príncipe.
Eochaid consiguió abatir a su rival de un golpe en el pecho y, tomando el hacha de Dúngal, le cercenó de un tajo la cabeza. Entonces sacó el collar de oro y lo alzó, y la sangre manchó el grabado como si al toro lo hubieran sacrificado y el líquido manara abundante de su cuello.
Entonces el resultado de la trifulca se precipitó. Ahora que había perdido a su líder, la banda de Temair no sabía hacia donde dirigirse y la de Caisel no tardó en rematarla.
El sabor de la sangre era satisfactorio, extático cuando se dejaban inundar por él. La intensidad de la lucha no era comparable a nada que hubieran vivido antes: una experiencia extrema, prestada, que participaba de lo sobrenatural. Eochaid y Étaín eran auténticos guerreros vocacionales, cortadores de cabezas. Para Ciarán, en cambio, las escaramuzas eran confusas, rápidas como en un partido de immáin donde lo que se jugaba era la supervivencia y donde no podía permitirse una distracción.
Los capitanes les vieron llegar aquella mañana y su imagen les hizo contener el aliento: sus capas ondulantes, el paso firme de sus botas, sus lanzas, espadas, hachas y garfios. Las ropas aún ensangrentadas, oliendo a llamas y a polvo, como si se hubieran acercado demasiado a los dioses y se hubieran quemado ligeramente con su resplandor. Eochaid, Ciarán y Étaín eran su mayor orgullo, tan cercanos a sus espejos animales que eran casi dolorosos. Habían conseguido conectar con una corriente invisible que les unía a todas las criaturas salvajes. Por el día transformaban el mundo y por la noche se lamían las heridas al calor del fuego, en aquellos tiempos de sangre, sexo y oro.
Olwen se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, mientras el druida cantaba. El nuevo sabio reservaba aquella voz rasgada para los cantos fúnebres y con ella parecía empujar a las almas para que dejasen lo antes posible este mundo y entrasen en el Otro. Cuando su voz se elevaba hacia la asamblea lo hacía de forma costosa, con dolor. Parecía arrastrar los espíritus de los muertos con la misma dificultad y cansancio.
Habían acudido muchos, pero solo algunas de las mujeres permanecían en la casa de reunión. Junto al poste central se habían preparado los cuerpos de los difuntos. Se habían lavado exhaustivamente para eliminar los restos cotidianos, ligados a la existencia en el túath: la tierra bajo las uñas, la hierba, los juncos, el olor a humo del cabello. Cualquier recuerdo que pudiera lastrar el viaje. Conseguir que los espíritus se desprendieran completamente requería un gran esfuerzo, pero era fundamental que se hiciese correctamente.
Olwen miraba con lástima el cuerpo sin vida de Daoil. Después de cuidarla durante tantos meses, a medias con Gráinne, no había podido salvarla. Ataron vendajes alrededor de sus cabellos negros, que habían sido como las plumas de mirlo después de la lluvia. Cerraron sus ojos claros, de mirtilo aún no maduro. La habían enterrado junto a su niño, que había muerto poco antes que ella.
Olwen vio pasar a Diarmait al otro lado de la puerta. Fue apenas un instante, en que su figura se recortó bajo el dintel para desaparecer de nuevo. Hacía pocas lunas que él también había tenido que enterrar a su abuelo. La procesión salió de la casa con las mujeres al frente y los hombres detrás. Se había levantado un viento castigador, que se llevaba los cantos hacia lugares donde no podían ser escuchados. La niebla densa del camino hacía que los habitantes del túath solo pudieran ver lo que tenían inmediatamente delante, con la sensación de vagar en solitario por una extensión desconocida, de la que nada podía anticiparse. Olwen permanecía en el grupo más adelantado y se esforzó por mantener su vista fija en el borrón del fuego, la antorcha que intentaba guiar aquel cortejo fantasma. Miró con temor la llama vacilante, esperando que los vientos la apagasen de un momento a otro. Solamente podía confiar y seguir andando.
Enterraron a Daoil en su granja familiar, una tumba más para la cosecha de muerte que, como atraída por una maldición, se había cebado en ellos: abuelos, padres y hermanos. Habían tenido mala suerte. Era como si los dioses les hubieran abandonado a la extinción. Uno tras otro se habían ido levantando los montículos en torno a la casa. Ya no quedaba nadie.
Daoil no tendría por qué haber muerto. Olwen no podía dejar de rebelarse ante aquello, ante la sensación de que era una injusticia. Tenía veintidós años. Era tan hermosa cuando todavía era feliz. Daoil había sido la auténtica princesa del túath, adorada y pretendida por todos los hombres de su generación. Olwen todavía recordaba el día de su boda, cómo la había admirado, cómo había deseado ser igual que ella algún día. Le habían hecho coronas de flores y guirnaldas y le habían bordado el vestido de novia entre todas las muchachas del pueblo. Era la primera vez que ella había tomado las agujas, con ocho años.
La tía Oíbell se sentó a su lado, sobre el collado.
—Me había regalado sus bordados de boda —dijo Olwen—. Pensaba que viviría lo suficiente como para verme llevarlos.
Se mantuvo en silencio unos instantes y luego alzó sus ojos enrojecidos.
—¿Qué pasará con Daoil ahora? —Cerró los dedos alrededor de las briznas de hierba y las arrancó de cuajo, como solía hacer Ciarán. Ahora entendía por qué se sentía mejor cuando lo hacía—. ¿Volverá al túath? ¿Volverá a pasar por lo mismo que ha pasado? Yo la vi cumplir con los dioses y asistir a los sacrificios, como todos nosotros. No lo entiendo…
Oíbell tomó aire.
—No creo que Daoil vaya a volver al túath —respondió sin mirarla. Tenía la vista fija en el sol que se hundía, como una mancha pálida por detrás de las colinas—. Ni a ningún otro sitio. Lo que no significa que no vayas a volver a verla.
—Tú no crees en nuestros dioses, ¿verdad?
—¿Te lo ha dicho Brionna?
Olwen asintió.
—Yo creo que se puede ir a un sitio mejor que el túath. Un lugar donde no te puedes morir de nuevo. La vida tiene más fuerza que la muerte.
Olwen pensó que un lugar así sería lo que Daoil merecía.
—¿Cómo lo sabes?
Oíbell sonrió con ternura. Se había encariñado mucho con Olwen, aunque la conociera desde hacía poco.
—Porque Cristo me lo ha dicho.
Atrás quedaba la cosecha y se encaminaban hacia el nuevo año, con su abundancia de bodas y compromisos. Diarmait se preguntaba cuánto tiempo más tendría que esperarla.
Mientras aguardaba en el exterior de la casa observaba las ropas tendidas en el manzano familiar, por ver si reconocía alguno de los vestidos de Olwen entre la multitud de prendas. Estas se agitaban levemente con el viento, adaptándose a las formas creativas del árbol. Diarmait había cumplido ya los dieciocho años y ella tenía casi dieciséis.
—He venido a pedirte que te cases conmigo… por última vez —declaró, al verla pasar bajo el dintel.
—¿Qué pasa con Gráinne? Está enamorada de ti… Ella espera que tú se lo pidas.
—Ya sabes que yo no quiero a Gráinne. Estoy con ella solo porque no puedo estar contigo. Si nos casáramos, los dos seríamos infelices. Sería muy diferente si fuéramos tú y yo…
—No puedo. —Su mano vino a cubrir el brazalete plateado que le había regalado Ciarán.
Diarmait se frotó los ojos mientras pensaba en qué era lo siguiente que le iba a decir. Cada palabra podía ser definitiva. Gráinne no era una excusa válida, no significaba nada. A veces le enfurecía la actitud de Olwen, ¿es que deseaba pasar toda su vida esperando a fantasmas, contemplando cómo su belleza se echaba a perder? Iba a dejar los campos abandonados antes de cosecharlos. El fruto para los cuervos.
—Yo te he esperado mucho… mucho… pero no puedo esperarte toda la vida, Olwen. —Tomó aire y regresó al camino—. Piénsalo. Todo un año si quieres, hasta el próximo Samain. Entonces tendrás ya diecisiete años, que es la edad con la que se casan los hombres y no las muchachas. Dime entonces que sí y yo te daré lo que siempre te he prometido: una familia, una buena casa, un fuego permanente. Lo que tanto deseas. Y si me dices que no, me casaré con Gráinne. Para desgracia de los tres.
Diarmait se dio la vuelta y se alejó por el camino en el instante en que Oíbell salía de la casa.
—Esa joya es maravillosa. No deberías llevarla siempre oculta… —dijo al ver cómo Olwen la tapaba. Había pasado muchas horas junto a ella desde el funeral. Le hablaba de Demet, de su familia al otro lado del mar y, de vez en cuando, también de sus creencias.
Olwen tomó aire e intentó relajarse. Su mano dejó de aferrarse al metal. Sabía que su corazón también debía hacerlo, tarde o temprano.
—Tía Oíbell, ¿tú cómo lo consigues?
—¿El qué, mi niña?
—Ser tan libre. Ir de un lado a otro. Sin estar casada… sin que te gobierne nadie.
La tía Oíbell sonrió. Había una chispa en el espíritu de Olwen que cada vez se hacía más visible. Su sobrina había heredado su mismo fuego. Uno que, bien orientado, podía alcanzar una fuerza inimaginable.
Levantaron una hoguera generosa en el centro del claro. Los troncos chisporroteaban, desplomándose y levantando las lenguas de un fuego festivo.
Estaban alegres porque llegaba el otoño y ya quedaba menos para que regresaran a las comodidades de la corte. Algunos, los más afortunados, volverían a ver a sus familiares o esposas, como en el caso de Caílte, que llevaba un año de casado.
Llamas azules y naranjas se ensortijaban en torno a los espetones de carne. Habían sacrificado a dos terneros para aquella celebración y los habían regado con cerveza. Todo sabía delicioso en aquella noche de victoria.
La bebida fermentada corría y se escurría por cuellos y camisas como si fuera necesario acabar con todo el alcohol antes del amanecer. Algunos de los tragos se jugaban con dados rectangulares o mediante fichas apaisadas de adivinación, que mostraban el tres y el cuatro en los cantos y el dos y el seis en las caras, como pequeños círculos en un dibujo mayor.
Antes de retirarse los capitanes mostraron su orgullo por que el grupo de los quince siguiera entero. Aparte de los arañazos y contusiones habituales, los muchachos se encontraban en plena forma. Conaire y Murchad habían abandonado las tiendas definitivamente y ya solo ocupaban las casas. El segundo, además, había traído una esclava en uno de los viajes que habían hecho para guardar ganado. Todos tenían la sensación de haberse ganado a pulso las buenas condiciones de las que ahora disfrutaban.
Una vez que los capitanes se hubieron retirado, no tardó en levantarse la primera voz con una canción popular de Mumu, que ensalzaba la tierra y el ganado de la provincia. En la parte que se refería a la belleza de sus mujeres, Caílte alzó la voz y cambió completamente la letra:
Vente conmigo al arbusto
y las estrellas verás.
Te las muestro muy a gusto
por delante y por detrás.
Ante la risotada general, Caílte se envalentonó y comenzó otra tonada muy conocida, que los demás continuaron, y luego otra más, pero al llegar a los estribillos siempre hacía lo mismo: los pervertía y los llevaba por derroteros más o menos soeces, provocando las carcajadas y la admiración de sus compañeros en proporción a su audacia. Étaín, que para todos ellos seguía siendo Suibne, aplaudía, y también Ciarán, que se había contagiado del humor general.
—Te sabes todas las letras picantes —celebró uno.
—No me extraña que corras tanto —rio Dúngal—. Con esa lengua hay que estar preparado para salir huyendo…
—Eochaid también se las sabe —intervino Étaín—. Le he visto mover los labios.
—Me sé algunas. No todas —se defendió él.
—Eochaid está por encima de las canciones —siguió Caílte, animado por la cerveza—. ¿Cuál es tu mejor conquista? ¿Has estado con las hermanas nubias?
El príncipe negó, sonriendo. Arrojó a un lado la ramita deshilachada con que se estaba limpiando los dientes. El alcohol se le había subido a las mejillas.
—No… Al menos no al mismo tiempo… —Hubo un rumor de risas generales y Caílte alzó ambas manos, dándose por vencido. Lugaid arrugó el rostro en una mueca de desagrado. Las nubias le parecían excelentes como brujas, pero tenía la impresión de que acababan de salir de una pila de carbón—. Ahora en serio, las propiedades del rey mejor no tocarlas. Eso deja fuera a mi madre… a Faochan… y a las nubias.
—¿Y desde cuándo la propiedad es un obstáculo? Las de otros no te parecen tan importantes… —intervino Lugaid, que estaba malhumorado y aburrido por el carácter local de la celebración.
El resto de los muchachos le miraron, expectantes. El príncipe se percató enseguida de la intención del norteño.
—Cada cual que guarde a su mujer. Si es que sabe guardarla —zanjó el príncipe.
—Y el que no tenga mujer, que guarde sus secretos.
Se hizo el silencio. Lugaid estaba traspasando los límites del desafío. El alcohol, sin duda, le estaba trastornando para hablar así a Eochaid.
—Si te refieres a Mór, la esposa de Bran —recalcó, orgulloso—, ya ves que no tengo reparo en pronunciar su nombre. Ni en decir que es mío el hijo que planté en su útero y que debe estar ya nacido y de seis meses. Y esto responde también a tu pregunta, Caílte, pues ella es, sin duda, mi mejor conquista hasta ahora.
Todos callaron ante semejante revelación, pues Bran era torcado de oro del rey, un miembro de su guardia personal y de su propia banda de guerreros, un capitán como Conaire y Murchad, y aquel era un asunto que requería de la mayor discreción. Hasta entonces Ciarán había sido el único en saberlo.
Caílte comenzó entonces un cuento, para forzar un cambio de tema, y todos parecieron volver poco a poco a retomar las chanzas. Sin embargo, Ciarán, que no era insensible a los estados de ánimo de Étaín, tuvo la impresión de que ella se retraía a algún lugar profundo en su interior. Uno que solo le pertenecía a ella misma.
—Yo también tengo algo que deciros —anunció la muchacha, para sorpresa de todos.
Murchad la había convencido de que debía revelarse a sus compañeros antes de recibir los símbolos de guerrero.
—Estás en la banda por derecho propio —le había dicho—. Te has ganado tu lugar. El secreto te ha servido para conseguir respeto, pero ha llegado el momento de contar la verdad. Vas a juramentarte con ellos y no puede haber engaño alguno.
Se quitó el cuero protector y la camisa y los muchachos se sorprendieron de ver la cantidad de vendas que rodeaban su cuerpo. Alguno pensó que podían deberse a heridas graves. Entonces ella se desprendió poco a poco de las telas y se cubrió el pecho con el brazo cuando el lino dio la última vuelta.
—No me llamo Suibne, sino Étaín.
Buscó la aprobación de sus compañeros con la mirada, pero los muchachos se encontraban desconcertados ante aquel descubrimiento. Empezaron a comprender por qué Suibne había sido tan solitario y esquivo en ocasiones. La mayoría miraron a Eochaid en busca de una respuesta.
El príncipe permanecía sereno, cruzado de brazos, y asintió a las miradas inquisitivas de sus hombres. Algunos de los muchachos se miraron, cómplices. Otro se liberó de su capa y cubrió a la muchacha con ella. Caílte sonrió, y Dúngal, feliz, la estrechó como hubiera hecho con un familiar. Solamente quedaron al margen los norteños que, como era habitual, tenían sentimientos diferentes a los del resto del grupo. Lugaid despreciaba a Étaín, no porque fuera una mujer, sino porque sabía que era una muchacha vulgar, sin nobleza alguna. Era indigna de un lugar de prestigio como aquel. Sospechaba hacía tiempo de su femineidad, pues Ségán era muy observador y le había puesto sobre la pista. Por aquellas mismas dotes, Ségán sabía también que Lugaid la deseaba de una forma vengativa y soberbia y que la respetaba tan solo por la protección de Eochaid.
—Tengo que irme, querida niña. Lo siento mucho.
Aquella misma mañana se había hecho público, en la casa de reunión. Oíbell debía abandonar el túath y no había réplica posible. Olwen sabía que, probablemente, no volvería a verla nunca.
—No has hecho nada malo —dijo ella, apenada.
—No están preparados.
«Está diciendo y haciendo cosas que no podemos permitir», se habían quejado algunos cabezas de familia. «Tiene que marcharse cuanto antes».
La mujer de uno de los nobles había protestado por tener que compartir el lecho de su marido con una segunda esposa. Se empeñaba en decir que había dioses que lo desaprobaban. Otra de ellas estaba buscando a un sacerdote cristiano que pudiera sumergirla en agua, para protegerla. Otra más había preguntado si en los próximos sacrificios se podía reservar una vaca para Cristo. La casa de Brionna se estaba llenando de mujeres que buscaban cualquier excusa para reunirse, desatendiendo así sus granjas y a sus maridos.
—Debes ser fuerte, hija —le dijo Oíbell, a modo de despedida—. Y perseverante en lo que crees. No dejes que nadie te diga lo que tienes que hacer.