11
Los del Norte
De pronto, sucedió algo muy extraño. Al caballo le dio un ataque de pánico y Ciarán se encontró paralizado, con las manos agarrotadas sobre las riendas, incapaz de moverlas. No comprendía lo que estaba sucediendo, no podía pensar, tan solo ser un observador de aquella huida sin sentido. Nunca antes había perdido el control de un caballo. Cuchillo le llevaba a pleno galope hacia las profundidades del bosque.
Corrió como un salvaje, como si la floresta le hubiera hecho de nuevo primitivo. Corrió y corrió, cortando el aire a medida que rebasaba los troncos de los árboles y azotando, como un látigo, todo lo que estuviera dispuesto a arquearse. Le dominaba una sensación de peligro como nunca antes había sentido, una sensación irracional que le obligaba a seguir hacia delante.
Vislumbró la barrera. Resultaba clara en su mente, luminosa al igual que en la carrera de Samain. Se avecinaba como una tormenta que le agarró el corazón.
Se le revelaron de nuevo cosas que no podía ver con los ojos abiertos. Una luz o un fuego, cuyo núcleo daba vueltas como la cabeza de un cometa. Cabalgó hacia él mientras sentía arder los cabellos, los dedos de las manos. La fricción contra el aire era como la del pedernal contra el acero, desgastándole, abrasándole. Era como si se hubiese convertido en el caballo, en un caballo en llamas.
Cuando estuvo más cerca se dio cuenta de que aquel incendio procedía de una gran pira funeraria. En ella ardía un cuerpo que no consiguió reconocer. Las llamas se habían vuelto incontrolables y se prendían en su propia carne.
Entonces se levantó una neblina blanca, dulce como un bálsamo, que le envolvía y le rescataba de aquella destrucción. Le pareció que, desde atrás en la grupa, le rodeaban unos brazos de mujer.
Al abrir los ojos se percató de que estaba acostado en su cama. Conaire estaba sentado a su lado y la luz del sol se entretenía en sus joyas.
—¿Qué ha pasado? —le interrogó el capitán, al verle despierto.
Era la misma pregunta que Ciarán deseaba formular.
—No lo sé. —Le dolía el pecho al hablar y se lo cubrió instintivamente. Tenía lágrimas en el borde de los ojos.
—Yo te contaré la parte que conocemos. Estabas en mitad del entrenamiento y tus compañeros te lanzaron unos palos para ver cómo andabas de reflejos. Apenas fueron seis o siete, pero de pronto pareció como si te hubieras vuelto de piedra. Te quedaste paralizado, impasible mientras los palos te alcanzaban de lleno. Por eso te duele el pecho. Tu cuerpo seguía ahí, pero tu cabeza… es como si se hubiera vaciado.
—Eso no es posible. Estaba huyendo hacia el bosque. Estaba galopando…
Conaire le miró en silencio, preocupado. Durante la carrera de Samain también se había quedado inconsciente. La próxima vez, si es que había alguna, podía caerse del caballo. Se pondría en peligro, a sí mismo y a todos.
—Tenemos que averiguar por qué te pasa esto.
El capitán se levantó del suelo y acudió al caldero central. Tomó un cuenco, lo hundió en el agua fresca y se lo tendió después a Ciarán, que se había incorporado sobre las pieles. Se sentó de nuevo, con la capa púrpura desplegada a su espalda, las elegantes botas negras por delante.
—¿Desde cuándo?
—Desde pequeño… —reconoció Ciarán—. Aunque entonces no era como ahora. Siempre paraba antes…
—¿Antes de qué?
—Antes de pasarme… Antes de cruzar.
Ciarán tomó el cuenco con las dos manos y bebió un trago corto, más por cubrirse el rostro que porque tuviera sed. Conaire reflexionó un instante mientras indagaba en el significado oculto de aquellas palabras.
—¿Tú tienes druidas en tu familia, Ciarán?
—No… —respondió, antes de recordar que no conocía a su propia familia—. No lo sé.
—¿Algún poeta? ¿Alguien que pueda ver lo que otros no ven?
—No lo sé… No lo sé…
Conaire le miraba seriamente, considerando las posibilidades.
—No veo nada que no haya pasado todavía —aclaró Ciarán—. Más bien era algo que estaba pasando en ese momento. Algo que me estaba pasando a mí. Era como si pudiera verme a mí mismo, galopando, ardiendo…
El capitán permaneció pensativo por un momento.
—Sea lo que sea, tienes que dejar que salga. Es parte de tu transformación. No puedes cabalgar con miedo. Los demás se tienen los unos a los otros, pero tú estarás allá afuera solo. Necesitarás de todas tus fuerzas.
Ciarán se quedó en silencio. No podía apartar el recuerdo de estarse quemando, de sus cenizas deshaciéndose en el viento. Conaire tenía razón. Tenía miedo de no poder volver a cabalgar libremente, con entrega. Temía quedarse atrapado en el Otro lado, en el Otromundo, incapaz de regresar.
—No sabes en lo que te estás convirtiendo, ¿verdad? —continuó el capitán.
Ciarán no supo darle una respuesta. Tenía demasiadas preguntas y el silencio le ahogaba.
—Nosotros —siguió Conaire—, los miembros de los fiana, tenemos que estar lo más cerca posible de los animales. Cuentan que ha habido guerreros que han logrado transformarse físicamente en ellos, como los mismos dioses. No es solo una técnica de supervivencia, sino una conversión, desde el fondo del espíritu. Pronto marcharemos a los bosques y ocuparemos nuestro lugar, el mismo del rey, entre ambos mundos. Los collares, los tatuajes, las pinturas… todos nuestros símbolos nos recuerdan que estamos por encima de los hombres corrientes. Nosotros somos las manos de las diosas triples. Tenemos ese privilegio.
Los tres rostros de Macha: fertilidad, guerra y poder. ¿Era en un sirviente de ella en lo que, de forma última, se estaba convirtiendo? Ciarán recordó la niebla de su sueño, aquellos brazos blancos que surgían de la nada y le abrazaban sobre la grupa, rescatándole de la extinción. Tenía que ser ella.
—Lo que sientes, lo que experimentaste ayer —siguió el capitán—, puede ser un efecto de esa transformación. Tu tótem se está haciendo contigo. No debes temerle. Te protegerá y te ayudará a alcanzar el vapor de batalla, cuando llegue el momento. Cuanto más cerca estés del caballo, mejor. —Conaire se incorporó y se dirigió a la puerta anterior—. Deberías hablar con un druida. O quizá con la abuela de Eochaid. También tiene visiones. A veces sueña a sus hijos y el rey le consulta a menudo. Quizás ella pueda ayudarte.
Habían pasado siete lunas y Ciarán no había podido pasar aún por los establos, así que Eochaid se ofreció a mostrárselos.
La estructura era abierta, con una techumbre renovada y sin desgarros, y los sirvientes estaban repartiendo un lecho fresco de juncos en el suelo. Ciarán observó la tarea satisfecho pues era importante mantener los cascos a salvo del terreno húmedo, que parecía omnipresente. Algunas vallas de mimbre marcaban las separaciones entre compartimentos y había abrevaderos en abundancia. Los animales se refugiaban allí de la lluvia intensa, el granizo y la nieve, pero el resto del tiempo permanecían libres en los prados de La Roca.
Ciarán distinguió a la yegua blanca de Fergus, que el buen hombre había perdido por su culpa al apostarla en las carreras. El hermoso animal estaba aislado y destacaba entre los pardos, grises, ocres y rubios de los demás animales de la cuadra.
La hembra le observó desde sus grandes ojos oscuros. Primero con el izquierdo. Luego volteó la cabeza, lentamente, y le miró con el derecho. Ciarán sonrió cuando ella inclinó el cuello, por encima de la valla, para aproximarse a su palma levantada. Eochaid, que le había acompañado por ser el primer día, tuvo la impresión de que Ciarán la estaba encantando, atrayéndola muy despacio con el calor de su mano.
—Esta yegua no se puede tocar. No sin la supervisión de un druida.
Ciarán se volvió, sobresaltado. Fue como si le arrancaran de una tierra donde se estaba nutriendo y expandiendo. Su corazón se contrajo para recuperar sus dimensiones humanas.
La autoritaria voz pertenecía a un hombre maduro, de unos cuarenta años y piel tostada. La forma de su cráneo se marcaba en su cabeza, completamente calva, y sus grandes ojos negros parecían apoyarse en las bolsas inferiores de sus párpados. Su acento era el más extraño que Ciarán había escuchado jamás y su timbre era metálico y grave, como el de un gran cuerno de bronce, con el espíritu de un toro.
—¿Tampoco para limpiarla? —se repuso Ciarán, haciendo un gesto con la cabeza hacia los cascos, que mostraban una gruesa capa de barro seco.
—Nada se le hace a la yegua sin supervisión. No la toques. No quiero que la arruines.
Ciarán sintió como la ira le subía por el cuerpo. ¿Arruinarla? ¿Por una caricia? Poco podía imaginarse aquel hombre que, hacía apenas unas semanas, había tenido los brazos metidos en sus entrañas.
—¿Desde cuándo? —se contuvo, aunque la tensión en su voz era evidente.
—Desde que fue elegida para el sacrificio. El animal pertenece a los dioses.
Ciarán tuvo que callar y tragarse, al tiempo, sus palabras y su amargura ante el final que se le había reservado a una yegua de tan buenas condiciones. Las ofrendas tenían un peso demasiado grave. Un solo animal podía salvar a todo un pueblo ante un invierno de escasez y enfermedades. Podía proteger a miles de personas y a miles de otros animales. Los ejemplares blancos, en todas las especies, eran los más apropiados para servir en los altares.
—No puedo aceptarlo —dijo al fin.
—¿Cómo dices?
—Tengo que hablar con el rey.
—Ciarán… —Eochaid intentó detenerle, pero él ya se dirigía, a grandes pasos, hacia el salón de audiencias de La Roca—. Ciarán, espera un momento…
El rey Nad Froích estaba frente al tablero de fidchell cuando abrieron las puertas. La presencia de Eochaid hizo que los guardianes se hicieran a un lado.
«Otra vez Ciarán», pensó. De nuevo empeñado en hacer su voluntad. Esperaba que los capitanes pudieran inculcarle algo de disciplina, al menos la imprescindible como para que dedicara sus esfuerzos a servir a su rey en lugar de a sí mismo.
—¿Qué está pasando, Narsés? ¿No te gusta tu nuevo aprendiz? —lo dijo como una burla, pues sabía que Ciarán llevaba criando caballos toda su vida—. ¿O es que a él no le gustas tú?
Continuó moviendo las piezas del juego, despreocupadamente. Recordaba bien la llegada del persa a la corte. Los relatos, mediante traductor, sobre aquellos caballos metalizados que le habían deslumbrado. Narsés había pintado en su mente un ejército de criaturas plateadas, pertrechadas de armaduras, brillando en el campo de batalla como estrellas en la noche. Clibanarii, una hueste digna de las Gentes de Danu. Verla en acción debía de ser la quintaesencia de lo heroico. Desde entonces había soñado con que, algún día, Caisel formaría en sus establos una unidad igual de magnífica, que pudiese ganar batallas tan solo con su presencia.
—Se trata de la Blanca de Fergus —dijo Ciarán.
El rey arrugó el entrecejo.
—¿Qué pasa con ella? Creía que la íbamos a sacrificar.
—Precisamente —se adelantó el persa, severo.
—Tiene los cascos dañados —intervino Ciarán.
Nad Froích tragó saliva. Las patas eran esenciales. Nullus pedis nullus equus eran las únicas palabras en latín que, probablemente, aprendería en toda su vida. La mano se detuvo sobre una de las piezas de juego.
—Si va a ser destinada al sacrificio, eso no importará —dijo Narsés.
—¿No importará que se les ofrezca a los dioses un animal enfermo? —protestó Ciarán.
Nad Froích palideció ante la posibilidad de ofender a sus dioses protectores. Un intercambio de miradas con su druida le dejó aún más preocupado.
—El animal es sagrado —se defendió Narsés—. Es el druida quien debe supervisar su manipulación y no tú.
—Deberías ponerla a criar.
El rey miró a Ciarán extrañado, pues todo el mundo sabía que estaba prohibido cruzar a un animal destinado al sacrificio. Aquella yegua significaba mucho. Podía necesitarla en cualquier momento para interceder por su gente si el invierno ponía mala cara. Desde su llegada había sido purificada con agua y con fuego y no debía contaminarse de nuevo.
—Me has pedido que te críe el mejor caballo de carreras de toda la isla —continuó Ciarán—. Para eso estoy aquí. Pues bien, yo te digo que ese animal debe ser hijo de Cuchillo Negro y de la Blanca de Fergus mac Rónáin. Será un ech búada como nunca soñaste.
Los ojos del rey se abrieron de ambición. Un caballo de la victoria, digno de poemas. Vendrían desde todas las cortes para admirarlo. Ciarán conocía bien sus debilidades.
Hizo un gesto a su druida para que se acercara e intercambiaron unas pocas palabras en voz baja. El sabio cedió, finalmente, y Nad Froích exhibió una sonrisa complacida.
—Tendrás a la Blanca a tu cuidado, Ciarán, al menos de momento… Siempre podemos purificarla de nuevo, más adelante. Antes quiero ese potro que me has prometido. El que será capaz de ganar todas las carreras. Y luego ya veremos.
Ciarán asintió, satisfecho por la moratoria. La yegua no aceptaría un macho hasta la primavera. Le había conseguido por lo menos un año y medio más de vida.
El invierno siguió avanzando lentamente hasta que llegó Oímelc, el festival de febrero, y fue entonces cuando el dolor de la separación se hizo más agudo y Ciarán se encerró más en sí mismo.
A Oissíne le preocupaba verle siempre tan silencioso, tan empecinado en sus tareas. Él siempre había tenido algo de aquello, pero en el pueblo se marchaba a cabalgar, a charlar con Olwen o simplemente a estar con los caballos, en el río. Parecía gustarle lo que hacía y no como ahora, que no encontraba placer en nada. Le veía comer, pero no le aprovechaba, y le veía dormir, pero su sueño era estéril. La tensión tiraba de los hilos de su ánimo, consumiendo la madeja lentamente. No sabía cómo ayudarle.
Ciarán empezaba a sentir el peso de sus decisiones como un susurro de ceniza, depositándose poco a poco sobre sus huesos. Cuando pensaba en Olwen no sabía qué hacer para calmar su ansiedad pues nunca antes había estado tan lejos de ella. Sentía entonces ganas de comerse la tierra, de poner las manos sobre hierro ardiente, de arrancar más piel, animal y vegetal. Cuando la oscuridad le llegaba por encima de la garganta, buscando su cabeza, tomaba el caballo y cabalgaba. Cabalgaba hasta que se sentía tan agotado que apenas podía dirigir las riendas. Para entonces la marea oscura se había retirado sin sumergir su alma, que permanecía seca, protegida por el cráneo. Cuchillo acababa regresando por voluntad propia a las cercanías de La Roca, con su amo medio inconsciente sobre el lomo. Los guardias le dejaban pasar y ya no se alertaban. Se habían acostumbrado a aquel deambular extraño.
Llegó entonces Beltine, el festival de mayo, y se incorporaron al grupo tres muchachos nuevos, venidos del Norte. No vestían pantalones, según la moda gala adoptada en el Sur, sino tan solo la túnica corta de sus antepasados.
—Me llamo Lugaid —se adelantó uno de ellos. Su acento era muy marcado y sus atractivas facciones denotaban un origen noble, tanto como sus ropas y sus hierros. La melena avellana le caía larga y cuidada por los hombros y su voz parecía la de un líder—. Hijo de Cett, rey de Dál Reti, de los Ulaid.
Eochaid se adelantó, como era su deber, y le dio los tres besos de bienvenida que correspondían a alguien de tan elevada posición. En aquel saludo nacía una posible alianza. Gentes del Norte y del Sur, contra Temair, quizás. Aquella era una buena oportunidad.
—Yo me llamo Uallgarg —se presentó el segundo. Era delgado y largo como el poste de una casa de reunión, un auténtico gigante. Su pelo era negro y se escurría por un cráneo tan alargado como el resto de su cuerpo. Ojos, nariz y boca parecían diminutos en contraste, desamparados en la extensión pálida de su piel.
—Y yo Ségán —contestó el más menudo de los tres. Al lado de su compañero parecía un niño. Al escuchar su nombre, que significaba «pequeño halcón», Ciarán reparó en que, efectivamente, el puente de la nariz le sobresalía un poco, pero el rasgo era casi imperceptible. Sus mejillas parecían cicatrizadas por alguna enfermedad y sus cabellos eran de un color apagado, como el de juncos que llevaran demasiado tiempo en un tejado.
Conaire formó las parejas para el combate cuerpo a cuerpo. Enfrentó a Ciarán con el nuevo aspirante, Lugaid, y a Oissíne con el pelirrojo Suibne. Eochaid era el único que tenía ante sí a un rival claramente más robusto, pues siempre pedía al capitán que le emparejara con los más fuertes, incluso si tenía que recurrir a hombres mayores, de la banda de su hermano. Al príncipe no le importaba estar constantemente en el suelo o recibir palizas. Se crecía ante la visión de su propia sangre. Conaire veía en su hijo adoptivo a un hombre capaz de mellar la historia, con heridas profundas, que no se borraran con la lluvia. Pero cuando se quedaba a solas con él, no le trataba como a un príncipe y simplemente le llamaba Cúán, el cachorro del perro de presa[22]. Eochaid, por su parte, le llamaba «papá» cuando pensaba que nadie más escuchaba, mientras que a Nad Froích solo le llamaba «padre».
Lugaid tomó una tira de cuero, se ató el cabello en alto y se puso en guardia ante Ciarán. Aquella mañana, había dado una vuelta a la arena en el sentido de la mano derecha para tener la fortuna de su parte.
Los primeros ejercicios eran de lucha cuerpo a cuerpo. Los capitanes avanzaban con calma entre las parejas enfrentadas y, ocasionalmente, se detenían a observar y a corregir posturas. Después, venía la práctica con la lanza y el escudo. Murchad solicitaba entonces algún voluntario, que siempre acababa lleno de cardenales o postrado en el suelo, con una bota sobre la espalda. Eochaid se ofrecía a menudo. Decía que así se aprendía más. No era un secreto que el capitán moreno era un maestro de casi todas las armas que habían sido inventadas y de algunas otras que había inventado él mismo. Esto le había dado, entre los guerreros, el sobrenombre de Garra de la Morrígan, que él llevaba con orgullo.
Después de que terminara la lección, volvían las parejas, que practicaban por turnos de ataque y defensa y, por último, se pasaba a la espada.
Entonces fue cuando Lugaid aprovechó para desquitarse de los ejercicios de toda la mañana. Ciarán podía aguantarle físicamente, pero el hierro demostró ser una fuente constante de frustración. Su oponente pertenecía a la aristocracia guerrera del Norte y había recibido un entrenamiento excelente desde la infancia. Al final del entrenamiento, Ciarán se encontraba malhumorado y exhausto y abandonó las armas en el suelo, aliviado de que por fin todo hubiera terminado.
—No ha estado mal, ¿verdad? ¿Un trago? —Su rival volvió a despegar los labios y remató la frase con una sonrisa satisfecha, que apareció de súbito.
Ciarán asintió. La cerveza estaría del tiempo, pero le vendría bien.
—¿Quién eres tú?
Ciarán bajó el odre y tragó con prisa.
—Ciarán, hijo de Bróenán, hijo de Óengus, reyes de los Necht de la Llanura del Cisne.
A pesar de la costumbre, no podía evitar sentirse incómodo cada vez que se presentaba. No le gustaba definirse con relaciones que sabía postizas, pero no había encontrado ninguna alternativa y no podía ir por el mundo sin padre y sin tribu.
Lugaid arrugó el rostro, en un gesto de extrañeza. Ciarán era materia de rey y, sin embargo, aún distaba mucho de tener una preparación adecuada. Parecía que, al fin y al cabo, los rumores acerca de las gentes del Sur eran ciertos: las alianzas habían debilitado el interior de la provincia y la tradición guerrera se concentraba únicamente en Caisel, en torno a La Roca. Las bandas tradicionales se estaban sustituyendo por clientes de la plebe, que acudían a combatir por obligación. Pensó que era vergonzoso. La guerra era un arte honorable, el patrimonio de las clases nobles, y no debía ponerse en manos de granjeros. Y, sin embargo, su padre había insistido en enviarle al Sur: «Participa en las expediciones a Alba. Visita las colonias al otro lado del mar», le había dicho. También era de los que pensaban que el mejor futuro para los Dál Reti[23] se encontraba en tierra conquistada, más allá de las «nueve olas».
Cuando Ciarán ya desconfiaba de su silencio, Lugaid abandonó sus cavilaciones y le sonrió. Podía interesarle llevarse bien con él.
—Estoy seguro de que vamos a tener un año lleno de gloria.
Ciarán no pudo participar de su optimismo: más bien auguraba un año esforzado y duro, sin gloria ninguna.
—Uallgarg y Ségán son primos —el norteño señaló a los dos muchachos que habían llegado con él—. Familia mía, por parte de madre. Son de buena cuna. Los llaman los primos de Cuailnge porque se criaron juntos allí. —Esperó alguna reacción por parte de Ciarán. La de Cuailnge era una región que ya estaba barnizada con la pátina de la leyenda, gracias a las historias del héroe Cú Chulainn. Al comprobar que no parecía impresionado, dirigió su atención a Oissíne—. ¿Y tu amigo? —preguntó.
—Oissíne es mi hermano —improvisó Ciarán para ocultar que Oissíne no tenía sangre noble.
—¿De veras? No se parece en nada a ti…
—Somos hijos de madres distintas.
—Pues no sé si habrá más materia de rey en tu familia, pero entre vosotros dos… está claro quién será el próximo líder. —Se despidió, dándole unas palmadas en la espalda.
Ciarán contempló cómo Oissíne se quedaba recogiendo las armas desperdigadas por el suelo, como un sirviente cualquiera. Sería el primero de una serie de castigos por venir. Tendría también que cazar para Murchad, compartiendo la penitencia con Suibne. Murchad no perdonaba las distracciones y Oissíne estaba distraído casi todo el tiempo.
Ciarán rodeó con los brazos el cuello de la Blanca y le susurró unas palabras, que nadie más oyó. Contempló de cerca a Cuchillo mientras todos sus músculos se tensaban, al incorporarse sobre los cuartos traseros y montar sobre la yegua. Ciarán, abrazado a ella, recibió en el pecho el primer choque de ambos, un golpe violento que resistió con firmeza. Algunos de los latidos de su corazón se perdieron en aquel momento de reencarnaciones, cuando las puertas de la vida aún estaban plenamente abiertas. Buscando otro cuerpo en la oscuridad.
Se apartó enseguida para observarlos y admiró hasta qué punto su semental era hermoso. Qué orgullo haber criado un animal como aquel: cómo se había lucido en sus acercamientos, levantando el cuello y las manos, relinchando, estirándose ahora, esbelto y fuerte. No habían tardado en acoplarse, como si una parte del cortejo hubiera quedado ganada en el pasado, durante la carrera por el río en que Cuchillo la había acosado hasta rendirla. Ahora que la Blanca estaba en celo podría simplemente habérsela echado a un cercado, pero lo cierto es que no podía arriesgarse. Tenía que asegurarse de que saliera bien. Después de empujarla varias veces, Cuchillo quedó inmóvil, relajado, con el cuerpo oscuro completamente arqueado sobre ella, las patas anteriores colgando contra los flancos níveos. La desmontó y Ciarán le palmeó el cuello, lo tomó de la cuerda y lo separó. Lo dejó solo en el corral y se llevó a la yegua mientras la acariciaba, como si fuera ella, y no Cuchillo, la que era de su propiedad.
La relación que ahora tenía con la Blanca no era menos intensa que la que había establecido, después de años de amistad, con su propia montura. Durante aquellos meses la había tomado a su cuidado en exclusiva, ya que ninguno de los sirvientes había querido tocarla por miedo a los dioses. Había curado las heridas en sus patas con friegas de vino, que teñían su pelaje de un tono carmesí, y protegido sus cascos con sandalias de juncos. Gracias a sus cuidados, la yegua se encontraba ahora sana y en plenitud de facultades.
Debía quedarse preñada. Su vida dependía de ello.
Ciarán se despertó temprano y sintió una luz inusualmente cálida e intensa sobre el rostro. Sus ojos azules se abrieron con dificultad y miraron directamente al haz que se colaba por la entrada. Ladeó la mejilla ligeramente, observando cómo el resplandor se movía entre las rendijas de la madera, pugnando por derramarse en el interior. Sus pupilas se encontraron con el rayo y mantuvo el cara a cara hasta que se rindió con un rápido parpadeo de defensa. Una lágrima se deslizó hacia el borde del ojo, dejando la piel húmeda y suave allí donde hacen su trabajo las lágrimas, justo antes de la sien. Dudaba de que ningún enemigo fuera más poderoso que aquel sol, la diosa Grian, cuya mirada acababa de desafiar.
El verano estaba próximo. La llegada del calor y los días largos no solo traían un clima más benigno sino también la caza de esclavos, las incursiones, el peligro.
Aprovechó que era temprano para salir a cabalgar. Estaba pendiente de que los animales estabulados se mantuvieran en buenas condiciones y se encargaba de desfogarlos él mismo si nadie los reclamaba. No había nada peor que un caballo anquilosado y falto de campo, al ayuno de las distancias y del viento.
Notaba su espíritu menos agarrotado, más sereno: después de Beltine, el año había entrado en su mitad luminosa. Podía sentirse ya cerca de Olwen e imaginaba que cabalgaba con ella, como en el pasado: «Llévame a arrancarle la piel a la tierra». A veces la soñaba y le hacía el amor. Luciérnagas entre los árboles, al regreso del refugio. Antorchas secretas de «la gente noble». El recuerdo húmedo de sus encuentros se dibujaba en su vientre al despertar. El bálsamo de la espuma de mar, que aún no conocía. Trago final, remate dulce al látigo de sus días.
Tras devolver el caballo a los establos se encaminó al área de entrenamiento. Durante el trayecto pensaba en los montones de piedras apilados por los rincones y en el ejercicio puramente físico de arrastrar, lanzar y empujar, gratuito, destinado tan solo a fortalecer los músculos. Sentía ya los resultados sobre su cuerpo después de seis meses de entrenamiento, que eran paralelos a los de su desarrollo. Se estaban transformando en hombres y no en unos cualquiera, sino en miembros de la élite. Cuando fueran guerreros completos, su estatus tenía que ser evidente en todos los aspectos: en su formación cortesana, en lo que bebían y comían, en cómo vestían y se adornaban, en las leyes que regían sus vidas y, por supuesto, en sus cuerpos bien formados. La forma física era tan depositaria de su rango como el resto de sus símbolos.
Le sacó de sus pensamientos el alboroto que procedía del interior de la arena, más allá de la valla circundante.
—¿Quién te crees que eres para hablarle así? ¡Está haciendo el esfuerzo tanto como tú! —Era la voz de Suibne, con su acento peculiar de Alba, buscando problemas. No le sorprendió. No le gustaba su perfil manipulador y envidioso, siempre pegado a Eochaid como una cola.
Se abrió paso alrededor del grupo y presenció una escena que le resultaba incomprensible: Oissíne se hallaba en el suelo, cubierto de tierra y con un corte en la mejilla. Lugaid intentaba llegar hasta él, flanqueado por sus dos parientes norteños, que parecían seguirle a todas partes. Suibne era el único que parecía defenderle, interponiendo su cuerpo en la refriega.
—Él y yo no tenemos nada en común —protestó Lugaid, señalando a Oissíne—. Mírale. No tiene remedio… Debería volverse a esa granja de ortigas de la que salió.
Suibne le empujó y Lugaid se lo quitó de encima para seguir hablando.
—No solo no vale —continuó el norteño—, sino que además su sangre no ha visto una pizca de nobleza en siete generaciones.
—¿Y eso a ti qué más te da? ¿Tienes miedo de que al final llegue a superarte? ¿Por eso no quieres que termine su entrenamiento en paz? —le gritaba Suibne, cada vez más agitado—. A simple vista, no encuentro ninguna diferencia entre él y tú.
—Lugaid está emparentado con Conchobar mac Nessa y con el mismo Cú Chulainn —intervino Uallgarg, indignado.
—Es la sangre más noble de Ériu —se adelantó su primo Ségán.
Lugaid se tensó al ver cuestionada la calidad de su linaje. Levantó la barbilla e hizo un gesto con la mano a sus secundarios para que se calmasen.
—No sé por qué te afecta tanto esta cuestión —dijo, desafiando a Suibne—. ¿Qué hay de ti? Porque solo sabemos que vienes de Alba, poco más. Supongo que es más fácil ocultar unos orígenes vergonzosos al otro lado del mar…
Suibne acudió a Eochaid con la mirada y el príncipe, que había permanecido impasible durante toda la disputa, se incorporó ligeramente sobre la piedra en que se sentaba.
—Será mejor que no sigas por ahí —advirtió, sin perder la calma.
Lugaid esbozó una sonrisa cínica. La de Eochaid era una dinastía nueva: la sangre de su ancestro fundador estaba todavía fresca. El norteño estaba convencido de que ninguno de los allí presentes podía hacerle sombra a su abolengo, ni siquiera el príncipe Eóganacht, el hombre al que, supuestamente, debía jurar votos de lealtad.
Lugaid se aproximó a Suibne, insultándole con su cercanía, y le dirigió un susurro cargado de desprecio:
—Los dos deberíais haceros un favor y quitaros de en medio. Nos hacéis perder el tiempo.
Apenas dicho esto, vislumbró un filo metálico que ascendía hasta interponerse entre ellos. La hoja le pasó a pocos centímetros del rostro y su brillo tan cercano le sobresaltó. Ciarán bajó ligeramente la espada y utilizó el dorso para empujarle a la altura del pecho, obligándole a separarse de Suibne.
—Yo me encargaré de esto, Oissíne. Déjamelo a mí.
Aquellas palabras solo las entendieron el propio Oissíne, otro par de muchachos y Eochaid a medias. Lo había susurrado en lengua de hierro, para que no pudieran descifrarlo los norteños. Solo algunas gentes del interior de Mumu sabían manejarse con el ivérnico.
Aquella exclusión deliberada fue lo que colmó la paciencia de Lugaid. Su orgullo no pudo soportar la situación por más tiempo y, en un arrebato, desenvainó y cruzó su espada con la de Ciarán, que ya le esperaba en alto, despertando su canción. Al fin un desafío a hierro y a sangre.
Los golpes cayeron a un lado y al otro ante la expectación y la sorpresa de todos los asistentes. Eochaid estaba especialmente preocupado por el desenlace, pero no sabía cómo intervenir sin dañar la neutralidad que le exigía su honor. Habían pasado seis meses desde la primera vez que los contrincantes habían cruzado espadas y Lugaid notó la diferencia, la mejoría que Ciarán había experimentado en aquel tiempo. Sin embargo, todavía carecía de técnica suficiente para vencerle. La voluntad no lo era todo en el combate y eran muchos los años de ventaja.
Lugaid hizo retroceder a su rival paso a paso y prácticamente le acorraló contra la valla del recinto. Con el metal cruzado a escasos centímetros de su rostro, casi podía rozar la humedad del sudor en sus sienes. Le tenía al límite de su capacidad.
—Conseguiste engañarme con lo de que Oissíne era familia tuya —le dijo de manera que solo él pudo oírle—, pero no puedes ocultarme que no sabes pelear.
Entonces Lugaid sintió una fuerza como una ola inmensa, que le arrastraba hacia atrás y le tiraba al suelo. El brazo fuerte del capitán Conaire.
—¡Maldita sea! ¿Os habéis vuelto locos? —Por un momento había visto peligrar dos de sus más preciadas inversiones—. Esos hierros a sus vainas, insensatos, ¿es que no tenéis suficiente con el immáin para desquitaros? Hoy el castigo será para vosotros y dad gracias de que no os retire las armas. Si vuelvo a verlas desnudas tendréis que ir por ahí con espadas de madera, ¡para vuestra vergüenza y la de vuestras familias!
Lugaid tragó saliva. Se levantó del suelo, refrescado por el golpe, con la cabeza algo más fría. Se guardó el enfrentamiento con Ciarán bajo algún pliegue del alma, en espera de una ocasión mejor, y le dedicó a Suibne una mirada sombría. A Ciarán le respetaba como rival. Parecía valiente. Era nobleza local, después de todo, y de la línea real. Pero Suibne le había hablado de una manera que le ardía en el ánimo. Encajaba mucho mejor que le enfrentaran las armas a que le insultaran. No lo olvidaría.
Cuando la arena estuvo algo más despejada, Suibne se acercó a Ciarán y, contra todo lo que él esperaba, le propinó un empujón.
—No sé para qué tenías que meterte —le reprochó—. Lo de la espada te ha sobrado.
—¿Pero qué…? —Ciarán estaba atónito ante aquella actitud.
—¿Dónde está Oissíne? —preguntó, sin darle tiempo a reaccionar. Ciarán miró a su alrededor. Había desaparecido—. No puedes dejar de meter las narices en todo, ¿verdad?
—¿Qué? —Ciarán seguía sin dar crédito a lo que oía. ¿A qué venía todo aquello? Suibne era el que había empezado, interponiéndose en una pelea que no era la suya. ¿Por qué se enfurecía? ¿Por el robo de protagonismo? ¿Era por Eochaid? Múltiples ideas cruzaron por su mente sin conseguir aclarar la actitud de aquel muchacho contradictorio—. Deberías agradecérmelo…
Suibne escupió en el suelo y se sacudió las manos.
—Lo que he hecho ha sido por Oissíne. Esto no cambia nada —sentenció, antes de darle la espalda.
—Ya me queda claro —masculló Ciarán.
El duelo con Lugaid, desde aquel día, le dio una perspectiva diferente ante el entrenamiento. Tenía que aprender a defender su actitud con algo más que palabras. Así no tendría que callarse ante nadie más. La fuerza de las armas le haría más libre, si es que conseguía ponerla a su servicio y no solo al del rey de Caisel.
—¿Por qué no has intervenido antes? Tú podrías haber parado todo esto. ¿Por qué no has hecho nada para ayudar a Oissíne? ¿Qué pasa? ¿Que solo das la cara cuando Suibne te lo pide? —Ciarán lanzaba sus reproches contra Eochaid mientras caminaban juntos hacia la fortaleza. El viento azotaba la colina y parecía tirarles del cabello. Les obligaba a gritar para poder oírse—. ¡Contéstame, maldita sea!
—Escucha —le detuvo el príncipe, intentando contenerle. Quería bajar el tono de la conversación, pero el vendaval ahogaba su voz. Las hojas de los tejos vibraban en un siseo permanente, palmeteando contra las ramas—. Lo mejor para Oissíne sería abandonar ya. Apenas avanza. No tengo nada en su contra, pero no me gustan los débiles.
—Entonces puede que nunca llegues a ser un buen rey —le contestó Ciarán, muy serio. El exceso de orgullo, la sombra de la tiranía eran las grandes amenazas a la «verdad del rey», unas amenazas que Ciarán creyó percibir por un momento cerniéndose sobre Eochaid, como penumbras que se mueven lentamente sobre montañas.
—Lo diré de otra manera. No me gustan los débiles en mi banda. Un buen rey es el que sabe colocar a cada uno en su sitio. Y no te quiero a ti pendiente de él en medio de la batalla. —Aguardó un momento y después continuó—. Escucha, mi padre tiene su particular forma de hacer las cosas. No le importa de dónde vengan sus guerreros, solo que le aporten más de lo que cuesta formarlos y mantenerlos. Los mismos capitanes han dicho que ese no será el caso de Oissíne.
Ciarán retrocedió ligeramente. No estaba al tanto de que los capitanes habían desaconsejado la permanencia del muchacho en la banda.
—Tu padre le impuso esa condición si quería quedarse en la forja. Dijo que debía entrenar como el resto. No tiene más remedio…
Eochaid negó con la cabeza.
—Ahí estás equivocado. Mi padre le levantó la obligación, pero Oissíne dijo que quería seguir con el grupo. No sé si por amor propio o por qué. No sé… No tengo ni idea… Pregúntaselo tú.
—¿Quieres decir… —Ciarán intentó encajar aquellas revelaciones en su mente— que tiene la oportunidad de seguir aquí, bajo protección…?
—Sin obligaciones, exactamente. Todo el tiempo para él.
—Creía que ese era su deseo. No lo entiendo.
—Dímelo a mí —resopló Eochaid—. Tiene menos sentido que intentar beber miel de las raíces de un tejo.
El príncipe levantó el rostro y disfrutó de la fuerza del viento.
—¿Para qué será bueno el día de mañana? —se preguntó, en voz alta, mientras llenaba su pecho con aquel aire renovador. Iría a preguntarle al druida a primera hora. Esperaba que los días por venir le trajeran la acción y la aventura que llevaba tanto tiempo esperando.
Ciarán, por su parte, observaba la superficie marcada de la hierba. El viento no podía verse, tan solo sus efectos. Le daba la impresión de que, igualmente, había algo invisible en la actitud de Oissíne. Tenía que llegar al fondo de aquel misterio.
—¿Y qué le dijo a Lugaid para que se pusiera así?
—Fue el norteño el que empezó… —contestó el príncipe—, por el immáin. Dijo que si Oissíne intentaba pararle algún otro gol le iba a meter la pelota por la boca y se la iba a sacar por donde ya te imaginas. Y Oissíne dijo que mejor la pelota que no el palo, como le iban a meter a él.
Ciarán se sonrió. Realmente Oissíne había reaccionado como Lugaid se merecía. La palabra lorg se podía utilizar como vara, mango, bastón, como palo de immáin… o también como miembro viril, así que la ambigüedad estaba servida. Eochaid le devolvió la sonrisa, mientras recordaba el enojo en el rostro del norteño.
—Se puso furioso como un perro con cadena. El resto ya lo conoces.
—Mierda de grulla para él.
—Eso mismo digo yo.