20
La marea invulnerable
—Muerte bajo tortura. Ese es el castigo —le advirtió el colono, tendiéndole los arneses. El caballo le pareció a Ciarán un animal nervioso. Demasiado joven para una misión como aquella—. Te irán arrancando el cuerpo a trozos o te echarán a los perros para que lo hagan. Hasta que les digas dónde estamos los demás…
—No me atraparán —le interrumpió.
—Hacen lo que sea necesario. Para ellos es cuestión de supervivencia. —Aquel hombre de ojos vidriosos parecía a disgusto con lo que estaba haciendo.
—Ya te he dicho que no me atraparán.
Ciarán se había preparado a conciencia para la misión: sus ropas eran estrictamente negras y llevaba el cuerpo untado con glasto, que en la oscuridad parecía un ungüento oscuro. Un disfraz de los antepasados que seguía siendo eficaz: ocultaba al guerrero de la vista y su penetrante hedor a azufre lo protegía de los perros.
Terminó de colocar los arneses y comprobó que los pedazos de piel de oveja calzaban bien alrededor de los cascos. Cuando viera el humo del poblado, el silencio debía ser absoluto. Rechazó las riendas, que sustituyó por las suyas propias. Eran las mismas que llevaban expuestas las trenzas de Olwen y que conservaba siempre, enrolladas al cinto como una cuerda. Les ataba una especie de estaca, que podía pisar y clavar en tierra cuando necesitaba descabalgar y enfrentarse cuerpo a cuerpo. De esta forma, el caballo permanecía en su sitio en lugar de huir despavorido.
Cuando ya iba a subir a la montura sintió la mano de Murchad sobre el hombro.
—Deberías comer algo. Apenas has probado bocado antes.
—No tengo hambre.
Se apoyó en el lomo del animal en busca del impulso necesario para subir, pero nuevamente la mano del capitán le empujó hacia abajo. Este adelantó la antorcha para que Ciarán viera la seriedad en su rostro. Los ojos azules del guerrero se mantenían fijos en él, la pupila menguando ante el resplandor del fuego.
—Escucha, la precaución es esencial. Nada de lo que haya podido enseñarte tiene valor si te comportas como un insensato. Recuerda que vas de reconocimiento y no a conquistar ninguna plaza en solitario. Si no lo ves claro, te vuelves, y si lo ves, te vuelves también. No te precipites.
La mano de Murchad se cerraba como una garra sobre su hombro, arrugando la capa roja. No deseaba abrirse. Ciarán nunca le había visto tan tenso. Revelaba una dolorosa resistencia a dejarle marchar. A través de los dedos enterrados en la lana le transmitía la necesidad de un abrazo que nunca había llegado a darle.
—Volveré pronto. Sé lo que tengo que hacer.
El caballo se alejó en la oscuridad dejando atrás, bajo el acantilado, la playa larga y silenciosa. Las estrellas vigilaban mudas. El Camino de la Vaca Blanca se extendía como un arco de arenas plateadas sobre el mar. Y en su centro, protagonista, brillaba la estrella del conocimiento[32].
El fuego se elevaba ya desde la base de los muros. Ciarán había recomendado atacar de inmediato.
Durante su misión había trepado a un árbol, en los alrededores de la empalizada, y había hecho el recuento: alrededor de cuarenta hombres preparados para empuñar armas y veinte más en una milicia auxiliar, en el exterior. Muchos de ellos llevaban armadura romana, piezas viejas, recicladas. Localizó la casa del jefe, la despensa y las cercas de los animales, aunque esta vez no habían venido a por el ganado.
Al grito de «¡escotos!», la alerta se propagó por todo el recinto. Los defensores intentaron bloquear la puerta de la empalizada y defenderla desde la atalaya, pero los atacantes le habían echado grasa líquida y ya la habían prendido.
Estos se habían dividido en dos grupos: la banda experimentada de los guerreros de Ailill se concentraba en la puerta principal, con los escudos alzados para evitar los proyectiles. La veintena de defensores de la milicia local logró organizarse y arremetió contra ellos, mordiendo el anzuelo. Cuando ya se creían en superioridad numérica, la banda de Eochaid salió de los bosques y entre ambas les rodearon. Algunas de las jabalinas lanzadas desde la atalaya alcanzaron su objetivo, mordiendo la carne de guerreros ajenos y propios. Los últimos se debatían desconcertados entre los golpes que les caían desde el frente y la espalda. Cuando las dos bandas irlandesas se juntaron en el centro, sobre los cadáveres enemigos, volvieron a dividirse sin perder tiempo: la facción de Ailill se quedó para enfrentarse al muro anterior, mientras que la de Eochaid rodeaba el asentamiento para alcanzar el posterior. La altura de las defensas, de unos cuatro metros, no era suficiente como para disuadirles y, para colmo, Dúngal había traído sus hachas de guerra, que eran capaces de partir a un hombre por la mitad. Unos cuantos golpes fueron suficientes para abrir brecha en la base de la madera. Se infiltraron Étaín y Ségán, que eran los más menudos de tamaño.
En la entrada principal, la puerta no tardó en resquebrajarse y en ceder por efecto del fuego y los impactos. Los guerreros de Ailill se derramaron entonces por ambos lados de la empalizada interior, haciendo frente a los pocos hombres que habían empuñado armas y se habían congregado allí en un intento desesperado de defender la plaza. No eran soldados. Uno a uno fueron cayendo todos los hombres adultos, mientras que los adolescentes eran atrapados con cuerdas y echados a un lado, junto a la hoguera central. El batallón de Ailill estaba formado por luchadores rápidos y eficaces, que tenían ya muchas escaramuzas en su haber y que habían capturado esclavos antes. El ataque principal había sido fulminante y se había zanjado en menos de una hora.
Mientras, en el lado opuesto del poblado, la banda de Eochaid había franqueado por completo las defensas.
—Traeré más luz —les indicó Murchad. No era prudente avanzar con aquella oscuridad.
—Iré contigo —se ofreció Ciarán.
—Todos los hombres están ya muertos.
—De todas formas.
Murchad asintió.
Ambos se acercaron al centro del poblado, hasta la gran hoguera principal, y el capitán encendió una antorcha. Con ella prendió la techumbre de las casas para iluminar el camino a sus pupilos. Al resplandor de las llamas salieron varias mujeres y niños, que no ofrecieron resistencia. Comenzaron a atar a las primeras.
De pronto Murchad se dio cuenta de que en una de las casas había dos niños pequeños. Eran hermano y hermana y no tendrían más de cuatro años. Estaban sentados al fondo de la estancia y parecían inmovilizados por el terror, incapaces de levantarse y salvar la propia vida. El tejado de juncos ardía rabioso y se estaba convirtiendo en una llamarada por momentos.
—Voy a por aquellos dos —señaló—. No dejes que estos se te escapen.
Ciarán echó una rápida ojeada hacia el flanco oeste, por donde se acercaban sus compañeros. Se encontraban bastante dispersos, lejanos aún, vaciando las casas y atando a sus habitantes, llevándolos hacia la hoguera central donde todos debían reunirse. Volvió entonces a fijar la vista en la casa adonde se dirigía Murchad, entornando los ojos, pues la fuerza de las llamas le impedía distinguir bien lo que veía. «No entréis en las casas», les había dicho siempre el capitán, «quemadlas y dejad que salgan». Pero estaba claro que solo había dos niños pequeños. Murchad había traspasado ya el umbral y había tomado la precaución de mirar a ambos lados tras las jambas. Se dirigió al fondo de la habitación, rodeando la hoguera, para tomarles de las manos.
Ciarán estaba nervioso. Tenía que atender a demasiados frentes. Por un lado estaban los compañeros que llegaban, por otro los cautivos que habían dejado a su cargo y por último no le quitaba ojo a la casa donde estaba Murchad. En el umbral de esta última, unas figuras atrajeron su atención y, por un momento, le pareció que estaba viendo fantasmas. Por delante de la hoguera se recortaban siluetas que parecían emerger del suelo, como criaturas del Otromundo, envueltas en un manto de sombra. Enseguida entendió lo que estaba sucediendo. La casa contaba con una especie de subterráneo. Era una trampa.
Todo sucedió demasiado rápido, demasiado lejos como para poder hacer algo. Inmediatamente abandonó a los cautivos y se lanzó a la carrera hacia la casa en llamas. Pensó en gritar, pero ningún grito podía alertar ya a Murchad, que había recibido varias cuchilladas mortales, por la espalda, y se había visto rodeado y sin posibilidad de reaccionar.
Ciarán entró en la casa a la carrera, furioso, con el vapor de batalla fluyendo por sus venas. Detrás de él entraba Eochaid, que le había observado desde lejos y sabía que algo no marchaba bien. Ciarán se enfrentó a dos de las figuras y les arrancó los hierros sin dificultad. Eran apenas cuchillos de desollar y las muñecas que los empuñaban eran frágiles. A contraluz destacaba una última figura, más alta que las otras. Luchó con ella y bastaron tres golpes para hacer que se arrodillara, con la mano temblorosa. Ciarán se le echó encima, iracundo, gritando por la frustración y el dolor que le producía la muerte del capitán, y obligó a aquel desgraciado a girar el rostro hacia el fuego. Quería ver, quería recordar, los rasgos del hombre que había matado a Murchad antes de hundirle la espada en la garganta y enviarle de nuevo bajo tierra.
Lo que vio le resultó inconcebible y paralizó su brazo. No eran los rasgos de un hombre los que estaba contemplando. Aquel rostro era demasiado joven, el de una criatura todavía, que aún no había terminado de afirmarse. Tenía los ojos azules muy abiertos, sin temor, en su faz pálida y llena de pecas. No podía tener más de doce años, ¿cómo era posible aquello? Su mano se endureció en torno a la empuñadura, dudando sobre lo que debía hacer.
Eochaid le dio una patada al cautivo y este se revolvió, con un quejido. El golpe pareció sacudir a Ciarán, que regresó de su estado de locura.
—Salgamos de aquí —le azuzó Eochaid. El techo ardiente se caía a pedazos— o moriremos todos.
Eochaid tenía razón. Aquel no era un guerrero. Ciarán dio la vuelta al muchacho y se lo llevó, sacándole a empujones de la casa en llamas. Eochaid sacó al resto de los que debían de ser sus hermanos pequeños. Todos eran niños. Y Murchad, uno de los mejores guerreros que Ciarán había conocido, había caído bajo sus manos.
Ciarán y Eochaid los ataron y los pusieron al lado de los demás. Al amanecer estaban todos reunidos en el centro. Los cuerpos de los rivales caídos habían sido apilados y ofrecidos al fuego y sus cabezas, moradas de sus almas, ofrecidas al agua. Ejecutaron a los ancianos y a los tullidos, a cualquiera que no fuera capaz de seguir el paso o que careciera de valor en el mercado de esclavos. El poblado entero había ardido hasta los cimientos y los prisioneros permanecían ahora junto a una montaña de ceniza. En ella veían los escombros en los que su vida se había convertido, de la noche a la mañana. Habían sido despojados de pueblo, tierra y familia. Ahora ya no tenían nombre, ni pasado, ni lugar de procedencia. Aunque seguían viviendo se habían extinguido.
El camino de vuelta a la playa resultó largo y penoso. En la caravana, los prisioneros iban unos atados a otros por el cuello, las muñecas amarradas entre sí salvo en el caso de las madres lactantes, que podían conservar a sus bebés siempre que pudieran cargar con ellos. Cuando alguno de los prisioneros tropezaba, dificultaba también el paso de los que llevaba delante y detrás. Las muchachas gimoteaban y maldecían su suerte hasta que Lugaid, harto de las quejas, amenazó con echarlas al primer río que encontrasen. Todos estaban hambrientos y cansados, tanto los atacantes como los prisioneros, y todos iban a pie. Los niños permanecían mudos y cabizbajos. Los más pequeños iban sin ataduras, a veces caminando y a veces corriendo. Eochaid cargaba a una niña rubia de unos tres años al refugio de su pecho y de su capa. Dúngal y Caílte habían seguido su ejemplo y llevaban a un niño de tres y a una niña de dos, respectivamente.
Una de las mujeres estaba en avanzado estado de gestación y se retrasaba constantemente. Ciarán sintió lástima por ella y le ofreció el lomo del caballo.
La mujer encinta le miró con una mezcla de desprecio y orgullo, una mirada arañada, pero no rota.
—Sube —insistió Ciarán—. Si no es por ti, hazlo por tu hijo. Dale el tiempo que necesita para nacer.
La mujer hablaba el céltico propio del otro lado del mar, algo diferente del suyo, pero entendió el gesto que le hizo, señalando su vientre hinchado. Él hincó en tierra una de las rodillas y entrelazó las manos sobre la otra, para que la mujer pudiera auparse. Ella se apoyó sobre su hombro, la mano cerrada en una garra de furia e impotencia sobre el enemigo que era, al mismo tiempo, su única ayuda. La bota se hundía duramente sobre las manos, con una saña inútil. Su impulso era el de arrancarle a aquel muchacho los cabellos, arrancarle los ojos en pago a tanto sufrimiento. Pero finalmente se rindió. Aquel había sido el único viso amable que se le había ofrecido, en mitad de aquella barbarie. Aceptó el apoyo y se acomodó sobre la montura, aunque le dedicó palabras amargas.
—Nacer para ser siempre un esclavo.
—Mejor esclavo que muerto.
—Eso pregúntatelo a ti mismo.
—¡Lour co sin![33] —le reprendió Ailill, que ahora se había convertido en el líder de la expedición. Murchad se lo había dicho a todos con claridad: nada de hablar con la mercancía. Comprobó que las bolsas de moneda romana seguían bien sujetas a su cinturón. Él era ahora el encargado de distribuirlas y rendir cuentas a su padre, una vez finalizada la venta de esclavos.
Finalmente divisaron la orilla, suavizada por un amanecer pálido y sonrosado. El comienzo de una nueva vida para los cautivos, a los que distribuyeron en los tres barcos, concienzudamente atados. Un motín en los botes podía suponer un contratiempo fatal y no sería la primera vez que había que lanzar parte de la carga por la borda. Ailill habló con los colaboradores de Murchad y les pagó según lo acordado. Después, la expedición embarcó, exhausta y silenciosa, de vuelta a Ériu.
Cuando ya avanzaban rodeados de agua, camino del Puerto de Grian, Ciarán recordó las palabras con que un día Bróenán le abofeteara el corazón: «los matamos y los quemamos a todos. No quedó nadie», le había dicho entonces de los Barr. Así es como debía de haber sido. Miró a aquellos niños que llevaban en el barco, al muchacho que había abatido al capitán. Siempre había reprochado a Bróenán que se lo hubiese llevado, que le hubiese convertido en un niño robado, pero ¿cuántos niños había robado él? A todos ellos les había dejado sin raíces, perdidos en el mundo.
Había creído, en el pasado, que podría mantener la armonía entre los tres rostros de Macha, pero lo cierto era que aquel fuego de destrucción, bajo el amanecer, incendiaría muchas veces los campos de sus sueños.
Los campos y las casas estaban en llamas. No sabía cómo, pero estaba en la Llanura, en la mitad oeste, territorio de los Barr. La madera ardía por completo y devoraba las grandes casas del que debía de ser el asentamiento real. Los cercados estaban vacíos. El silencio era absoluto y solamente escuchaba el crepitar del fuego.
Ciarán estaba paralizado ante la casa principal. No tenía miedo del incendio, pero sí de lo que pudiera encontrar en el interior. Finalmente, se adentró en ella. Había una cuna, pero estaba vacía. La granja entera estaba desierta. Nada que estuviera vivo, ni hombres ni animales. Devastado.
Sabía que aquella había sido su casa. Los vestidos de su madre, las armas ceremoniales de su padre. Podía reconocer todo aquello que le rodeaba, como si hubiera vuelto al principio, al recuerdo primero.
Acarició el mimbre y las pieles de caballo que le habían pertenecido y le habían arropado en sus primeros meses. El fuego también los había alcanzado y los estaba devorando.
Dio la espalda a la casa y pasó bajo el dintel antes de que empezara a derrumbarse. Inmediatamente, un caballo desbocado se le cruzó por delante cortándole el aliento, a punto de atropellarle. El caballo estaba en llamas. Torturado por el fuego, se dirigía al río Cisne.
Finalmente, el animal alcanzó la ribera y se sumergió en el agua tibia. El Cisne estaba lleno de sangre. A cierta distancia, una barca de mimbre forrada de piel de yegua era arrastrada por la corriente. Macha, la mujer de sus visiones, dormía acostada en ella, y Ciarán quiso correr y alcanzarla, pero alguna fuerza le impedía moverse o gritar. La montura salió del agua despacio, empapada en el tinte rojo que le chorreaba por los flancos, pero ya parecía calmada y no presentaba quemadura alguna. Se acercó hasta Ciarán y él alzó la mano sobre su cabeza, como antaño en los establos de Caisel. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Había sido blanca. La yegua blanca de Fergus. Ahora era roja. Él lo sabía. Sabía lo que le había pasado, aunque hasta entonces no lo había querido ni pensar. Narsés lo había confirmado con su silencio. El potro había nacido en primavera, negro brillante como el agua misma de los ríos por la noche. Era como Cuchillo, magnífico, de patas largas y fuertes preparadas para la carrera. Le habían llamado Ailcne Dub, la Esquirla Negra. Todo había sucedido mientras él estaba ausente en el campamento de la frontera. Y a la yegua la habían sacrificado.
Tenía el corte del cuchillo alrededor del cuello y cada vez se hacía más largo. Se abrazó a ella e intentó sujetarle la cabeza junto al cuerpo para mantenerla en su sitio. Sabía que, cuando el corte completara el cerco, la decapitaría.
Abrió los ojos entonces, debido al horror. Estaba lívido y no podía hablar. Pensó entonces que quizás aún estaba paralizado, como en su sueño, pero la sacudida de su despertar había alertado a Étaín.
—Ciarán, ¿qué te pasa? —Le pasó la mano por la frente y comprobó que estaba sudando. Era como si le costara respirar. Temió que se estuviera ahogando—. ¡Eochaid! —le llamó, volviéndose al otro lado.
—Son los sueños —susurró Ciarán para tranquilizarla, trayéndose el aliento desde el subconsciente.
Eochaid tenía entreabiertos los ojos azules. Retiró el brazo que rodeaba las caderas de Étaín.
—Ponle en el centro —susurró.
Étaín se apartó y Eochaid se puso boca arriba y pasó el brazo bajo la nuca de Ciarán. Le recostó la cabeza sobre el perro tatuado que tenía en el pecho. Era lo mismo que hacía con sus hermanos pequeños de adopción, en casa de Conaire, cuando no podían dormir.
—¿Lo escuchas?
Eochaid tenía un músculo fuerte por corazón. Ciarán lo escuchaba con toda claridad, le inundaba la mente con su sonido, desplazando cualquier otro pensamiento y manteniéndole sujeto a su constante ritmo.
—Te escucho.
—Duerme tranquilo. No dejaremos que te pase nada. Aquí estás seguro.
La música del corazón de Eochaid fue lo que le calmó. Era una música protectora, demasiado primaria como para preguntar por su misterio. Solo antes de nacer era posible escuchar un corazón humano con tanta claridad.
La distancia entre ambas orillas permitía realizar varias incursiones a lo largo del verano. Necesitaban de un día para llegar a las costas enemigas y de un día para regresar. Salían al amanecer y atacaban siempre durante las noches. Cuando llegaban al Puerto de Grian vendían gran parte de los esclavos a los mercaderes y el resto eran enviados a Caisel. En el puerto era donde separaban a hermanos de hermanas y a padres de hijos. Los muchachos de las bandas recibían su recompensa y gastaban una buena parte durante el tiempo que permanecían en la costa, en espera de la siguiente expedición, mientras descansaban y curaban sus heridas. Cuando el mar se volviera intratable, después de Lugnasad, es cuando iniciarían el camino de vuelta a casa.
Al cabo de cuatro o cinco ataques de menor envergadura, Étaín ya poseía una pequeña reserva de oro. Ciarán no sabía cómo se las apañaba, pero siempre conseguía rapiñar algo para sí misma, cuando lo más fiero del combate había pasado y el resto de la banda se afanaba en organizar a los prisioneros. Étaín poseía un deseo de oro interminable. No tenía necesidad de ostentar, solo de acumularlo: el instinto primitivo de enterrar, como un zorro, todo aquello de valor que cayera en sus manos. Aquel impulso parecía haber roto freno dentro de ella y la empujaba a una codicia peligrosa. Cuando pagaba las bebidas, su oro estaba tibio del calor de su cuerpo.
—La lujuria del oro la ha vuelto loca —la disculpaba Eochaid.
Ciarán pensaba que todos se habían vuelto locos de alguna manera. Locos de sangre, riquezas y alcohol, olvidados de sí mismos. Se estaban bebiendo el futuro a cubos y la intoxicación les mataría mucho antes que las armas.
Con Eochaid se mantenía atento. No pocas veces se veía obligado a rescatarle de los excesos alcohólicos, a llevárselo hasta la orilla del río para meterle la cabeza en el agua. Nunca le había visto beber tanto, de forma tan bárbara. Ponía a prueba su resistencia a la bebida noche tras noche, durante unas crisis que duraron todo el verano. Cada vez que volvían de un asalto el banquete era excesivo, mayor cuanto más peligrosa y difícil la prueba. El suicidio de Mór, la ruptura con Conaire y la angustia de perder también a Eithne habían desencadenado una transformación en su interior. Cuando pedía consejo lo hacía siempre desde su posición de líder y únicamente ante Ciarán se permitía mostrarse dubitativo y débil. Bajo una luz trémula se estaba formando el hombre que sería ya durante el resto de su vida.
En cuanto a Étaín, a pesar de su pequeña fortuna, distaba mucho de encontrarse bien. Cuando estaban en puerto permanecía encerrada muchas horas y no asistía a los festejos ni comía con los demás. Se había vuelto huraña y solo hablaba con Dúngal y con el propio Ciarán. Algunos pensaban que se apartaba porque quería mantener sus ganancias a buen recaudo, pero Ciarán sabía que no se trataba solo de eso. La notaba muy nerviosa cada vez que cruzaban, distraída antes de los ataques, concentrada en el entorno en lugar de en la batalla. Ciarán sospechaba que se aislaba para evitar a Eochaid, pero también se le ocurrió que quizá podía estar embarazada y no quería revelárselo.
—Si es eso puedes decírmelo —inquirió él, directamente—. Yo podría ayudarte.
—Ah, ¿sí? —bromeó ella, escéptica—. ¿Y cómo es eso?
—¿Entonces es que sí?
—No. Pero tengo curiosidad.
—Pues para empezar podrías quedarte en Caisel hasta que se te cumpliera el tiempo. Y luego, si quieres volver a guerrear, podrías dejar al niño en adopción. En la casa de Conaire…
—¡No! —le interrumpió Étaín. Ciarán se extrañó de que reaccionara así con solo oír el nombre del capitán. Ella se esforzó por calmarse—. Ya sabes cómo es Conaire… Solamente acoge a hijos de reyes y nobles…
—Si no, podría crecer junto a Ceara. Fand lo criaría bien. A ella seguro que no le importa. O bien puedes alejarte de todo esto y quedarte con tu hijo. Tienes ya oro como para alimentarlo hasta que sea hombre.
—Sí… y siempre podría volver al cuero y a las pieles, ¿no? —ironizó, triste—. Yo podría curtirlas y tú coserlas. Podríamos tener un taller. —Acarició el mechón de cabello negro que le caía a Ciarán sobre la frente—. Siempre hemos hecho un buen equipo. Pero no estoy embarazada. Estoy sangrando desde ayer.
—Está bien —aceptó él.
—¿Estás decepcionado?
Negó con el gesto.
—Así podrías ganar esa apuesta que tienes con Eochaid…
—Creía que no lo sabías. No pretendía…
—Ya sé que no fue idea tuya.
El príncipe y él lo habían hablado alguna vez: si el niño era moreno sería de Ciarán y Eochaid lo tomaría en adopción, en su casa familiar. Y si era rubio sería al contrario. Aunque siempre cabía la posibilidad de que fuera pelirrojo. Y luego entre susurros, en la cama, Ciarán traicionaba aquella apuesta, y Étaín, sus ambiciones.
—Si quieres puedo desuncirme ahora. Así el niño que tengas será de Eochaid. —Ella le había abrazado, impidiendo que se fuera.
—No. No lo hagas.
—Sé que él es tu deseo. Y además es hijo de rey.
—Tú también lo eres.
—No sin la tierra…
—Yo puedo ser tu tierra. Plántalo en mí.
Ahora Étaín parecía exhausta, consumida. Le dolía verla así. Se acercó hasta ella y la abrazó, besando sus mechones anaranjados.
—No debes preocuparte por mí —le pidió Étaín. Su extraño acento del Este llevaba una cadencia de despedida—. Pase lo que pase.
—No va a pasarte nada. Ya lo ha dicho Eochaid. Nos protegemos entre nosotros. Somos una familia.
Ella asintió y cerró los ojos, en el refugio de su pecho.
Al final de la semana emprendieron un nuevo ataque, a escasa distancia de la cuña del Sabrina. Nunca habían estado tan cerca, pues se trataba de una zona peligrosa, bien defendida, y trataban de evitarla. Durante el asalto perdió de vista a la muchacha. Cuando todo hubo terminado, ella había desaparecido.
Supo entonces que se había marchado y que ya nunca volvería a verla.
—Una pena lo de Étaín. —La voz subterránea de Uallgarg, con su acento del Norte, llegó hasta sus oídos mientras observaba con hastío la comida. Ciarán levantó la mirada. Parecía que lo dijera sinceramente.
—Fue su elección.
Pasó los dedos por entre la acelga marina sin decidirse a comerla. Habían dicho que era buena y que todos debían comer un poco, pero casi toda había acabado en manos de Cáem, que parecía sobrevivir a base de ella, de cenizo blanco y de algas. La mesa alargada y los bancos de madera apestaban a pescado, a marisco y a cerveza, y estaban siempre manchados de sangre. Le habían echado un cubo de agua salada por encima antes de apilar los animales muertos.
Ciarán recorrió la mesa con la mirada, buscando alternativas. A un lado estaba la caza, que habían intercambiado con los viajeros del interior: liebres y gallináceas, sobre todo. Un guión de codornices, un gallo del bosque y dos gallinas de matorral. Si tenían suerte podían comprar algún cordero. La mayoría prefería comer solo eso y rechazaba las lechugas de mar, los caracoles y las lapas que ofrecían los lugareños. «Eso no es comida», había dicho Eochaid. El resto de sus hombres no podía estar más de acuerdo.
—De todas formas. Es una pena que ella se fuera —continuó el norteño, echándose a la boca una pata de liebre que parecía minúscula entre sus dedos.
Ciarán se quedó observándole mientras masticaba. Últimamente se sentaba a comer y a cenar al lado del gigante y había descubierto que, aunque hablaba muy poco, tenía un gran conocimiento de la historia y de la tradición, no solo de su provincia, sino de toda la isla. Era el respeto a sus ancestros y a su gente lo que le daba fuerzas. A pesar de todo, tenía un aire ceniciento alrededor: se levantaba siempre antes del amanecer, con sacrificios animales para aplacar la ira de los dioses, de los locales y de los no tanto, pues se esforzaba por repartir la devoción para que ninguno tomara represalias contra él. Inmediatamente después, se zambullía en el agua para que le protegiera el cuerpo del castigo físico. Sus primos se mofaban a veces de sus temores. Pensaba demasiado en la muerte.
—Me voy adentro —anunció Ciarán, levantándose de la mesa.
—Yo también —le secundó Uallgarg, limpiándose la grasa en la camisa—. No tengo mucha hambre.
En los barracones de Fuertegrande era donde pasaban el tiempo entre una expedición y otra. Uallgarg se echó sobre las pieles del suelo, deterioradas del agua de mar y siempre pringosas de sal y de arena. A veces, en lugar de lavarlas, simplemente las desechaban y compraban unas nuevas, ya que los beneficios del saqueo eran abundantes y podían darse el lujo. Los lugareños se paseaban por los alrededores de los barracones en busca de las ropas y los trastos abandonados.
El gigante se cubrió el rostro con el brazo para intentar dormir un rato. Los días eran largos y había muchas horas en que no hacían nada salvo esperar. Muchos se dedicaban a afilar y a preparar sus armas, con una cadencia lenta, que buscaba prolongarse en el tiempo. Uno de los muchachos había caído en un ataque y se habían quedado sin herrero. Oissíne les hubiera hecho falta entonces. Otros se esforzaban en recoger hierbas y restañar heridas, otro más se entrenaba en la poesía, un último reforzaba sus conocimientos de navegación… Cada uno cumplía lo mejor posible con las tareas que se le habían asignado dentro de la banda.
Ciarán se dirigió hacia donde estaban las mantas y los arneses para preparar su montura. De pronto escuchó un llanto quejumbroso.
—¿Has oído eso?
—¿Oír el qué? —Uallgarg se descubrió ligeramente los ojos. No había tardado mucho en adormilarse.
—Era un niño pequeño. O un bebé…
—Habrá pasado alguna mujer. Vendrán a pedir más ropa.
Ciarán salió de los barracones. El sonido venía del bosque. Siguió el camino de oído, rodeando los árboles. Estaba cerca. Era un llanto insistente y aunque Ciarán se paraba de vez en cuando, intentando localizarlo, su urgencia le empujaba.
Detrás de unos matorrales encontró a Ségán. Estaba tranquilamente sentado contra el tronco de un árbol, machacando hojas y bayas en una especie de mortero, distraído y ajeno al llanto del bebé que tenía a su lado, envuelto en pañales sucios.
Por un momento Ciarán no consiguió decir nada. Miró los dedos de Ségán, manchados del tinte amarillo. El apio de agua, de nabo azafrán. El «veneno de caballo». Tan mortal que podía matar a un hombre adulto en menos de una hora.
Tomó al niño y lo levantó del suelo antes de que Ségán pudiera reaccionar. Este levantó el rostro, muy lentamente.
—Vuelve a ponerlo donde estaba.
Ciarán tenía los ojos abiertos de par en par, mudo de espanto. Esperaba no haber llegado demasiado tarde.
—¿Qué es lo que quieres? ¡Deja ya de importunarme! —exigió el norteño.
Algo estaba roto en el interior de Ségán, de eso Ciarán estaba seguro. Su calma era sincera. No encontraba disfrute en lo que hacía, no había sadismo. Simplemente no sentía nada. Ciarán tragó saliva y midió sus palabras, que pronunció muy lentamente, apenas en un susurro, como si evitara asustar a un depredador.
—¿Le has hecho algo?
—Iba a empezar ahora. Antes de que me molestaras.
—¿De dónde lo has sacado?
—No te importa. Déjame trabajar.
En ese momento llegó Uallgarg y enseguida comprendió lo que estaba pasando.
—Primero los animales y ahora esto —le reprochó, disgustado.
—Estamos demasiado lejos del interior. Aquí no puedo conseguir más que bichos de mar. No puedo trabajar en los venenos… —se excusaba Ségán, sin alterarse.
—Está prohibido. Los dioses lo prohíben.
—Tú siempre con lo mismo. Te crees que todos estamos igual que tú, siempre con miedo. Yo me encargo de lo mío. ¿No os dais cuenta de que lo hago por el bien de todos?
—Ve a buscar a Eochaid ahora mismo —intervino Ciarán, haciendo una indicación a Uallgarg. Sacó la espada y mantuvo la mirada fija en Ségán, sin permitirse pestañear.
Desde aquel día no le perdió de vista. Temía que tuviera tanto tiempo libre. El niño fue llevado al pueblo y Eochaid amenazó al norteño con expulsarle de la banda, pero Ciarán fue más allá y le dijo que si volvía a hacer algo semejante le cortaría el cuello.
Como siempre, pasó la tarde recorriendo la playa a caballo. Pensaba en Murchad. Se había negado a dejar su cuerpo al otro lado y había hecho que se lo llevaran de vuelta a Ériu para que le enterraran en los límites de su granja, en pie con sus armas. Mirando hacia las tierras de Alba, que le habían derribado. Desde allí protegería a Ceara y a Fand. Nada resultaba más penoso que un suelo extranjero sobre la cabeza.
¿Cuántos días, cuántos años hacían falta para formar a un hombre como él? Murchad, que había comido y bebido, reído y amado, sufrido y cabalgado con pasión bajo las estrellas. Y ahora un bache, una trampa fatal, había acabado con aquel galope. Le había tirado del caballo.
Su pérdida y la de Étaín le habían endurecido el espíritu. Había pasado del abatimiento a la decepción ante el mundo y sus envites. El tiempo de los lamentos había quedado atrás. Si era necesario llegar a las manos con la vida, verle los puños, estaba dispuesto.
El caballo entró en el agua, cubriéndole hasta el cuello, y nadaron juntos a lo largo de la costa, a pesar de las olas. Normalmente lo hacía para relajarse, para olvidarlo todo. Sus ojos se liberaban entonces de sombras y se abrían para recoger la luz, reflejada en la superficie del mar. Se volvían diáfanos, como si su dueño recibiera curación para un enojo vital que era impropio de sus veinte años. Fundirse con la corriente era como rendirse en los brazos de Macha.
Sin embargo, aquella tarde no era así. No buscaba la calma. El tiempo estaba cambiando, anunciando una tormenta. Eochaid le observaba preocupado desde la playa y Uallgarg se acercó hasta colocarse a su lado.
—Otros ya han luchado antes contra el mar y sus caballos. A espada y lanza. No tiene sentido. La marea es invulnerable.
Eochaid negó con la cabeza.
—No tiene sentido porque esta no es su vida… No es lo que debería ser.
Batalló con las olas, furioso, recorriendo la playa de un lado a otro. El mar le golpeaba, pero jinete y montura permanecían en pie, desafiando a la tempestad, revolviéndose entre remolinos de espuma. El caballo arrodillaba las patas, pero volvía a levantarse. Llovía sobre el agua.
Durante todo el verano su espíritu había galopado inquieto. Cada vez era más silencioso, más hábil como espía y en el grupo de Ailill le nombraban con un juego de palabras, a medias entre escoto, que era como les llamaban en Alba, y scáth, que significa «sombra».
La captura de esclavos no se había hecho más fácil con cada asalto. La muerte del pelirrojo Bran se había repetido muchas, infinitas veces. Tenía una cadencia similar, un lastre monocorde a pesar de su sordera anímica. Siempre eran diferentes y, a la vez, los mismos hombres. «La muerte nunca es fácil», le había dicho Murchad, «pues las fuerzas divinas no fueron creadas a la medida humana. ¿Son fáciles los nacimientos? ¿O los amores? ¿O las promesas? La muerte puede ser la más fácil de todas estas cosas».
Ahora el verano había pasado y las aguas resultaban de nuevo peligrosas. Era el momento de volver a Caisel.