Unas navidades con el ALF
Por razones obvias el ALF encuentra en las navidades el momento apropiado para extender la paz y los buenos sentimientos. La nochebuena de 1990 es un claro ejemplo de ello. Aquí tenemos una historia de primera mano sobre lo que ocurrió aquella noche en el tranquilo pueblo de Nuneham Courtenay (Oxfordshire, Inglaterra).
Decidimos que al menos uno de los pocos criaderos de gatos para laboratorios debería ser atacado. Corrían rumores de que todos los lugares que encerraban gatos eran demasiado seguros. Nos habían dicho: “imposible, no vais a poder entrar ahí dentro”. Pero pudimos.
El lugar que habíamos decidido atacar pertenecía a la Universidad de Oxford y estaba aislado, en medio de la nada, como suelen estar estos lugares. Después de una acción a mediados de los ochenta en la que la Central Animal Liberation League (CALL) arrancó las puertas de metal y rescató doce gatos, era evidente que los propietarios habían aumentado los sistemas de seguridad para impedir que volviese a suceder.
Al ver el lugar desde fuera era difícil imaginar que en su interior ocurrían cosas siniestras. Se trataba de una vieja nave bastante alta hecha de ladrillos y situada cerca de un camino. Al otro lado había unas cuantas casas y poco más. La única vía de entrada al edificio eran dos puertas de acero alarmadas en la parte de delante. Las paredes eran muy resistentes y sólo tenían unos pocos sistemas de ventilación. El techo estaba hecho con láminas onduladas de asbesto.
Al mirar a través de los sistemas de ventilación podíamos ver sólo unos pocos gatos, pero fuera de nuestro campo de visión podía haber muchos más. No estaban metidos en jaulas, así que disponían de cierto grado de libertad. El único motivo por el que eran mantenidos era para producir cachorros para los vivisectores de la Universidad de Oxford. Hubiese sido sencillo quitar las rejillas de uno de los sistemas de ventilación y entrar a través de él, pero dimos por hecho que tendrían alarmas, así que no lo intentamos.
No parecía fácil entrar ahí sin la ayuda de una grúa. De hecho habíamos pensado utilizar un toro, pero de esa forma no hubiésemos tenido tiempo para sacar a todos los gatos. Tirar la puerta abajo hubiese alertado a los vecinos, pero también a la policía. Al final nos quedamos con dos opciones: la primera era secuestrar al director cuando llegase al lugar y, la segunda, era el tejado. Pensamos que el tejado era la más sensata. Necesitaríamos dos escaleras desplegables, una para el exterior y otra para el interior.
Llegamos al sitio al principio de la noche, equipados con las escaleras y con llaves inglesas. Necesitaríamos las escaleras para bajar las láminas del tejado. Pudimos deshacernos de las uniones fácilmente.
Dentro de la nave había un suelo entre nosotros y la zona de los gatos. Este suelo estaba hecho de madera contrachapada, por lo que no nos supuso un gran obstáculo. A través de algunos huecos que había pudimos ver la parte de abajo y hacernos una idea del número de gatos que había ahí. Había dieciséis habitaciones de un metro cuadrado, en las que había distinto número de gatos. En algunas estaban los machos, en otras los gatitos jóvenes, y en otras las madres con sus cachorros. Los gatitos más jóvenes estaban en jaulas.
Era tentador sacar unos pocos gatos en ese momento por si los dueños se daban cuenta de que habíamos estado, pero no estábamos preparados para llevárnoslos. Cuando ya sabíamos todo lo necesario borramos nuestro rastro, subimos otra vez el panel al tejado y lo colocamos hasta dejarlo como nuevo.
En las siguientes dos semanas lo planeamos todo. Necesitábamos muchas jaulas y un veterinario preparado. Había uno o dos que estaban dispuestos a arriesgar sus carreras por ayudar a animales con problemas rescatados de lugares como éste.
Nos pusimos en contacto con uno de los activistas que estuvo en la liberación que hizo ahí la CALL en 1985 y nos advirtió que dentro había gatos con problemas psíquicos por haberse pasado toda la vida en una nave dando a luz. Tampoco sería fácil conseguir que entrasen en nuestros trasportines, así que conseguimos material para atraparlos y cogerlos. También nos avisó de que nuestro trabajo sería más duro de lo que fue para ellos, pero nos deseó suerte.
Eran las nueve de la noche del 24 de diciembre, estábamos en posición y listos para actuar. Nuestros vigilantes estaban en su sitio y cinco minutos más tarde el panel del tejado ya estaba fuera y de camino al suelo. Poco tiempo después ya habíamos hecho el primer agujero sobre la primera celda, que contenía quince gatos. Si hubiesen sabido quien es Papá Noel se hubiesen dado cuenta de que era navidad, porque justo encima suyo tenían a Papá Noel con un pasamontañas.
Desde la primera celda accedimos a las restantes con la ayuda de un taladro manual y una sierra. Algunos de los gatos, especialmente los más jóvenes, entraron felices a los trasportines. Otros no estaban tan dispuestos a complacer a Papá Noel y a sus ayudantes del ALF. Tuvimos que usar nuestros palos con trampa para atraparlos. Algunos realmente no sabían lo que estaba pasando y se resistieron mucho. Una vez dentro de las jaulas, los subíamos al ático y de ahí al tejado. En el tejado había que tener mucho cuidado para no perder el equilibrio, un pie en el sitio equivocado podía ser un desastre. Después se dejaban por las escaleras y se colocaban cuidadosamente escondidos en la parte de atrás de la furgoneta.
Todo estaba yendo bien hasta que una de las vigilantes dijo que parásemos. Le había parecido oír a alguien salir de una de las casas cercanas. Dada la proximidad, no debíamos hacer ningún ruido. La vigilante dejó su puesto y cruzó el camino para poder ver mejor. Nos sentamos inmóviles y cruzamos los dedos. La furgoneta, que tenía unos veinticinco gatos en su interior, se encontraba en una posición en la que un héroe urbano o un coche de policía podían bloquearnos la salida.
Cuando nos pareció que no ocurría nada preocupante, la vigilante nos advirtió de que se acercaba un coche. No era la policía y no parecía ser el director del centro, pero después ocurrió algo muy extraño. El coche se detuvo con las luces encendidas —como nuestros corazones— en frente de la casa en la que en ese momento estaba la vigilante, al otro lado de donde estábamos nosotros. Entonces el conductor se bajó, se colocó justo al lado de donde se había escondido la vigilante, se encendió un cigarrillo y se quedó ahí un rato que nos pareció una eternidad. Apagó el cigarro, se metió al coche y lo metió al garaje. No sabíamos lo que estaba haciendo, pero en realidad tampoco nos importaba porque parecía claro que no se había dado cuenta de nada. Tan pronto como desapareció, seguimos nuestro trabajo.
Dos horas más tarde habíamos conseguido atrapar y meter a la furgoneta un total de sesenta y cuatro gatos. Ésos eran todos los gatos que había en el edificio y no había sido un trabajo fácil. Pero un gatito consiguió escapar de una cesta cuando lo estábamos llevando por el ático, justo cuando ya nos íbamos a ir. El hecho de que el suelo estuviese ya lleno de agujeros hacía muy difícil su búsqueda. Salimos, recogimos todo lo que quedaba y volvimos a empezar la búsqueda. Eran la 1:20h del día de navidad y ya tendríamos que habernos ido de ahí. Estaba oscuro y había muchos lugares por los que podría haberse escapado.
Por una vez estuvo bien oír los gritos de un gatito asustado. Había caído dentro de una de las celdas, era un gran salto pero estaba bien, era un gato. Ahora sabía donde quería estar y no era ahí abajo solo y en la oscuridad. Minutos más tarde la furgoneta salía del campo. Era la 1:45h y ya habíamos estado ahí cuatro horas, más de lo que hubiésemos querido, pero el trabajo ya estaba hecho. La furgoneta se llevaba el material y los gatos, y los activistas y el vídeo de la acción iban en otros coches.
En un principio pensábamos quemar el edificio después de vaciarlo, pero como habíamos estado más tiempo del esperado y los vehículos iban a estar en las carreteras más tiempo decidimos no hacer el incendio. Así tendríamos unas pocas horas de ventaja respecto a la policía. Cuando se diesen cuenta de lo que había pasado, Papá Noel y sus ayudantes estarían a salvo.
Cuando los vehículos y sus ocupantes estábamos en nuestros destinos, pasamos un rato junto a los gatos. Los revisamos y los examinamos. Algunos necesitaban asistencia veterinaria urgente. Llevamos todos al veterinario, quien los operaría si era necesario, los esterilizaría o les quitaría los tatuajes de las orejas. Hubo que sacrificar a seis hembras, ya que debido a criar durante años a la fuerza habían desarrollado un cáncer que les causaba un fuerte sufrimiento continuo.
Había dieciséis hembras preñadas. En total salvamos casi noventa gatos directamente y cientos o quizá miles de gatos que hubiesen tenido como descendencia en el futuro. Nunca sabrían la suerte que habían tenido. Cuando regresamos a buscarlos al veterinario su mirada lo decía todo. A algunas gatas se les había practicado tantas veces la cesarea que cuando el veterinario les hizo la primera incisión para esterilizarlas se les abrió el abdomen automáticamente.
Se encontró hogar para todos los gatos, donde se les cuidaba y se les quería. Se adaptaron mejor de lo que suelen hacerlo los beagles, a pesar de que la Universidad de Oxford declaró a la prensa que todos los gatos morirían por no estar ya en su “ambiente estéril”. Enviamos un mensaje a la Universidad de Oxford advirtiendo que no se les ocurriese volver a usar ese edificio para criar animales.
Hasta el día de hoy el edificio permanece vacío y está colonizado por la naturaleza.