Phyllis y Rosamond
En estos tiempos tan extraños, ahora que empezamos a necesitar retratos de la gente, de su mentalidad e indumentaria, podría ser útil un boceto fiel, dibujado sin maestría pero con veracidad.
Que cada hombre, oí decir el otro día, anote los detalles de su jornada de trabajo; la posteridad se alegrará tanto como nos alegraríamos nosotros si dispusiésemos de una crónica de cómo el portero del Globe y el guarda del Parque pasaron el sábado 18 de marzo del año del Señor de 1568.
Y, como quiera que los retratos de que disponemos son casi siempre del sexo masculino, que se pavonea por el escenario de un modo más llamativo, parece oportuno tomar como modelo a una de tantas mujeres hacinadas en la sombra. Pues un estudio histórico y biográfico convence a cualquier persona honrada de que estas figuras oscuras ocupan un lugar no muy distinto del de la mano del titiritero en el baile de las marionetas; y con ello se pone el dedo en la llaga. Es cierto que nuestros inocentes ojos creyeron durante mucho tiempo que las figuras bailaban por voluntad propia y daban los pasos que se les antojaba; y la escasa luz que algunos novelistas e historiadores han comenzado a arrojar sobre ese lugar oscuro y atestado de gente, situado entre bastidores, ha servido hasta el momento poco más que para mostrarnos cuántos hilos hay en él, movidos por manos desconocidas, de cuya sacudida o tirón depende por completo el resultado del baile. Este prefacio nos lleva, pues, al punto de partida. Intentamos observar lo más atentamente posible a un pequeño grupo de personas que vive en este momento (20 de junio de 1906) y que por razones que indicaremos más adelante parece compendiar las cualidades de muchas otras. Se trata de un caso común, pues, a fin de cuentas, hay muchas mujeres jóvenes, nacidas de padres ricos, respetables, reconocidos; y todas ellas se enfrentan a problemas muy similares, y es difícil, por desgracia, hallar demasiada variedad en sus respuestas.
Son cinco, todas mujeres, le explicarán con pesar, lamentando toda la vida este error inicial en nombre de sus padres. Además, están divididas en dos bandos: dos de las hermanas se oponen a las otras dos; la quinta vacila igualmente entre ambos. Ha querido la naturaleza que dos de ellas hereden un carácter resuelto y batallador, que se aplica felizmente y con éxito a la economía política y a los problemas sociales; mientras que a las otras dos las ha hecho frívolas, hogareñas, de temperamento más dócil y sensible. Estas últimas están, pues, condenadas a ser lo que en la jerga del siglo se llama «niñas de su casa». Sus hermanas, por el contrario, deciden cultivar su intelecto, van a la universidad, terminan brillantemente sus estudios y se casan con académicos. Su trayectoria profesional es tan parecida a la de los hombres que casi no merece la pena convertirla en objeto de un estudio especial. La quinta hermana tiene una personalidad menos marcada que cualquiera de las demás; pero se casa a los veintidós años, por lo que apenas dispone de tiempo para desarrollar las características propias de las jóvenes damas que nos proponemos describir. En las dos «niñas de su casa», a quienes llamaremos Phyllis y Rosamond, hallamos un material excelente para nuestro estudio.
Disponemos de algunos hechos que nos ayudarán a situarlas en el lugar que les corresponde antes de emprender nuestra investigación. Phyllis tiene veintiocho años y Rosamond, veinticuatro. Son hermosas, vivaces, de mejillas sonrosadas; un observador atento no encontraría belleza alguna en sus rasgos, pero su indumentaria y sus modales les confieren la apariencia de la belleza, aunque sin su sustancia. El salón parece ser su medio natural, como si, nacidas entre mantillas de seda, jamás hubiesen pisado suelo más duro que el de la alfombra turca, o jamás se hubiesen reclinado sobre terreno más árido que el sillón o el sofá. Verlas en un salón lleno de hombres y mujeres bien vestidos es como ver al corredor en la Bolsa, o al abogado en los Tribunales. Éste, cada movimiento y cada palabra así lo proclaman, es su medio natural, su centro de operaciones, su círculo profesional. Aquí, es obvio, practican las artes en las que han sido instruidas desde su más tierna infancia. Aquí, tal vez, cosechan sus victorias y se ganan el pan. Pero sería tan injusto como fácil forzar esta metáfora hasta el punto de sugerir que la comparación resulta acertada y completa en todos sus aspectos. Tiene sus fallos. Sin embargo, necesitaremos tiempo y un poco de atención para descubrir dónde y por qué falla.
Debemos estar dispuestos a seguir a estas jóvenes damas hasta su casa y oír sus comentarios en el dormitorio, a la luz de las velas. Debemos estar con ellas cuando despierten a la mañana siguiente; y debemos observar su actividad a lo largo del día. Una vez hecho esto, no sólo durante un día sino durante muchos, podremos valorar correctamente las impresiones que recibiremos por la noche, en el salón.
Esto nos recuerda en cierto modo la metáfora que ya empleamos anteriormente: que el escenario del salón representa para ellas trabajo y no diversión. El hecho queda claro en la escena que se desarrolla en la calesa, de vuelta a casa. Lady Hibbert es una crítica muy severa de este tipo de representaciones. Ha estado observando si el aspecto de sus hijas era el que tocaba, si hablaban como es debido, si se comportaban como es debido; si atraían a quien debían atraer y rechazaban a quien debían rechazar; si la impresión que causaban era en conjunto favorable. Resulta fácil apreciar, por lo variopinto y minucioso de sus comentarios, que dos horas de espectáculo son, para este tipo de artistas, un trabajo sumamente delicado y complejo. Al parecer, todo depende en gran medida de cómo se defiendan. Las hijas contestan sumisamente y luego guardan silencio, tanto si reciben halagos como si reciben censuras por parte de su madre; y sus críticas son siempre severas. Cuando por fin se quedan solas en el dormitorio de modestas dimensiones que comparten en la última planta de una casa grande y fea, se abrazan y suspiran aliviadas. Su conversación no es muy edificante: hablan como hombres de negocios. Calculan sus beneficios y sus pérdidas y no manifiestan el menor interés por nada, salvo por sí mismas. Y, sin embargo, también podríamos oírlas hablar de libros y teatro y pintura, como si fuesen cosas de suma importancia para ellas. Discutir sobre este tipo de asuntos era el único objetivo de una «reunión social».
Con todo, en estas horas de desabrida franqueza también puede observarse algo completamente sincero y en modo alguno desagradable. Las dos hermanas se querían de verdad. Su afecto se había convertido en una especie de libre asociación, que es cualquier cosa menos sentimental. Comparten por igual esperanzas y temores; y es éste un sentimiento auténtico, profundo, pese a su prosaica apariencia. Demuestran un estricto sentido del honor en todos sus pactos, e incluso hay cierta hidalguía en la actitud de la menor con la mayor. Para ésta, que en razón de su mayor edad es la más vulnerable, ha de ser siempre lo mejor. Hay también cierto patetismo en la gratitud con que Phyllis acepta el privilegio... Pero se hace tarde y, por respeto a su cutis, estas jóvenes profesionales se recuerdan mutuamente que es hora de apagar la luz.
Pese a esta precaución duermen de buena gana hasta que las despiertan a la mañana siguiente. Pero Rosamond se levanta de un salto y sacude a Phyllis.
—Phyllis, llegaremos tarde a desayunar.
El argumento debía de ser convincente, porque Phyllis se levantó y empezó a vestirse en silencio. Pero las prisas no impidieron que se vistiesen con sumo cuidado y destreza, y que cada una de las hermanas examinase minuciosamente los resultados antes de bajar a desayunar. El reloj daba las nueve cuando entraron en el comedor: el padre ya estaba allí, besó a sus hijas mecánicamente, alargó la taza para que le sirvieran el café, leyó el periódico y desapareció. El desayuno transcurrió en silencio. Lady Hibbert lo tomaba en su habitación; ellas tenían que ir a verla en cuanto terminasen para recibir las órdenes del día y, mientras la una redactaba sus notas, la otra se fue a discutir el menú con la cocinera. A eso de las once quedaron libres, por el momento, y se reunieron en la sala de estudio, donde la menor de las hermanas, Doris, de dieciséis años, escribía una redacción en francés sobre la Carta Magna. Sus quejas por la interrupción —pues ya soñaba con un sobresaliente— fueron recibidas sin la menor consideración.
—Tenemos que sentarnos aquí porque no disponemos de otro sitio —observó Rosamond.
—No pienses que buscamos tu compañía —añadió Phyllis. Pero ambas frases fueron pronunciadas sin acritud, como meros tópicos de la vida diaria.
Sin embargo, por deferencia a su hermana, Phyllis cogió un volumen de Anatole France y Rosamond abrió los Greek Studies de Walter Pater. Leyeron en silencio algunos minutos; luego, una doncella llamó a la puerta y dijo, casi sin aliento, que «la señora quería ver a las señoritas en el salón». Todas refunfuñaron. Rosamond se ofreció a ir ella sola; Phyllis dijo que no, que las dos eran víctimas; y, preguntándose cuál sería el recado, bajaron la escalera a regañadientes. Lady Hibbert las esperaba con impaciencia.
—¡Ah, por fin llegáis! —exclamó—. Vuestro padre ha invitado a comer al señor Middleton y a sir Thomas Carew. ¡Qué inoportuno por su parte! No sé qué le habrá movido a hacer una cosa así, y no hay suficiente comida... Veo que no has arreglado las flores, Phyllis. Y tú, Rosamond, quiero que cosas un pañuelo limpio en mi vestido marrón. ¡Dios mío, qué desconsiderados son los hombres!
Las hijas estaban acostumbradas a este tipo de insinuaciones contra el padre: por lo general se ponían de su parte, pero nunca lo decían.
Salieron en silencio para cumplir sus cometidos por separado. Phyllis tenía que ir a por flores y un plato extra para el almuerzo; y Rosamond se sentó a coser.
Apenas pudieron acabar sus tareas con tiempo suficiente para cambiarse antes de comer; pero a la una y media aparecían lozanas y sonrientes en el ostentoso y gran salón. El señor Middleton era el secretario de sir William Hibbert: un joven de cierta posición y muy prometedor, tal como lo definía lady Hibbert; un buen partido. Sir Thomas, un tipo gordo y gotoso, atractivo pero insignificante, trabajaba en la misma oficina.
Durante la comida, Phyllis y el señor Middleton entablaron una animada conversación, mientras los demás hablaban de cosas triviales con voz profunda y sonora. Rosamond se mostraba más bien reservada, como era su costumbre; especulaba con entusiasmo sobre el carácter del secretario que podría convertirse en su cuñado y revisaba sus teorías a cada palabra que él pronunciaba. Habían decidido de común acuerdo que el señor Middleton era cosa de su hermana: ella no se inmiscuiría. Si alguien hubiese podido leer sus pensamientos, mientras escuchaba las historias de sir Thomas sobre la India en 1860, habría descubierto que Rosamond estaba enzarzada en cálculos más bien abstrusos. El pequeño Middleton, como ella lo llamaba, no estaba nada mal; tenía talento; era, a ella le constaba, un buen hijo, y sería un buen marido. Además era rico y llegaría a hacer carrera. Por otro lado, su agudeza psicológica le decía que aquel hombre era corto de miras, que carecía por completo de imaginación o cualidades intelectuales, tal como ella las entendía, y conocía a su hermana lo suficiente para saber que jamás amaría a aquel hombrecillo activo y eficaz, aunque sí lo respetaría. La cuestión era: ¿debía su hermana casarse con él? Éste era el punto al que había llegado justo cuando lord Mayo fue asesinado*; y mientras sus labios murmuraban ¡oh! y ¡ah! con horror, enviaba con la mirada un mensaje telegráfico a través de la mesa: «Tengo mis reparos». Si Rosamond hubiese asentido, su hermana habría comenzado a practicar esas artes mediante las cuales se habían consumado ya tantas proposiciones de matrimonio. Rosamond, sin embargo, aún no disponía de información suficiente para decidirse. Se limitó a telegrafiar: «Síguele el juego».
Los caballeros se marcharon poco después de comer y lady Hibbert se retiró a descansar un rato. Pero antes de salir llamó a Phyllis.
—Bueno, querida —le dijo con más afecto del que había mostrado hasta entonces—, ¿has disfrutado de la comida? ¿Te ha gustado el señor Middleton? —Acarició las mejillas de su hija y la miró atentamente a los ojos.
Cierta petulancia se apoderó de Phyllis, que contestó con indiferencia:
—No es mala persona, pero no me entusiasma.
El rostro de lady Hibbert se transformó de inmediato; si antes parecía un gato bondadoso que jugaba con un ratón por razones filantrópicas, ahora mostraba al auténtico animal, sin ningún tipo de adornos.
—Te recuerdo —le espetó— que esto no puede durar eternamente. Intenta ser un poco menos egoísta, querida. —Sus palabras no habrían sonado peor de haber pronunciado directamente una maldición.
Salió majestuosamente y las dos hermanas se miraron con una expresiva mueca en los labios.
—No he podido evitarlo —dijo Phyllis echándose a reír—. Y ahora, démonos un respiro. «La señora» no nos llamará hasta las cuatro.
Subieron a la sala de estudio, que ahora estaba desierta, y se sentaron en unos cómodos sillones. Phyllis encendió un cigarrillo mientras Rosamond chupeteaba caramelos de menta como si la indujesen a pensar.
—Y bien, querida —dijo Phyllis al fin—, ¿qué decisión tomamos? Estamos en junio. Nuestros padres me darán de plazo hasta julio: el pequeño Middleton es el único.
—Sin contar a... —comenzó a decir Rosamond.
—Sí, pero más vale no pensar en él.
—¡Pobre Phyllis! Bueno, no es un mal hombre.
—Limpio y sobrio, leal y trabajador. ¡Seremos una pareja modélica! Deberías vivir con nosotros en Derbyshire.
—Podrías aspirar a algo mejor —continuó Rosamond, con el aire reflexivo de un juez—. Por otra parte, ellos no van a aguantar mucho más. —«Ellos» eran sir William y lady Hibbert.
—Papá me preguntó ayer qué haría si no me casase. No supe qué responder.
—No; nos han educado para el matrimonio.
—También tú podrías aspirar a algo mejor. Yo está claro que soy tonta, de modo que lo mismo da.
—Yo creo que el matrimonio es lo mejor que hay... si te dejasen casarte con el hombre al que quieres.
—Ya lo sé: es repugnante. Pero no hay otra salida.
—Middleton —dijo Rosamond brevemente—. Él es la salida en este momento. ¿Sientes algo por él?
—Nada en absoluto.
—¿Podrías casarte con él?
—Si «la señora» me obliga...
—De todos modos, podría ser una solución.
—¿Qué piensas de él? —preguntó Phyllis, que habría aceptado o rechazado a cualquier hombre sólo por consejo de su hermana. Rosamond se había visto obligada a desarrollar su aguda y poderosa inteligencia observando exclusivamente la personalidad humana, y puesto que su ciencia apenas se veía entorpecida por prejuicios personales, sus conclusiones eran por lo general dignas de crédito.
—Es un hombre estupendo —comenzó—. Cualidades morales: excelentes. Inteligencia: media. Seguro que lo hará bien. No tiene ni una pizca de imaginación o romanticismo, pero será justo contigo.
—En resumen, seremos una pareja respetable: ¡como nuestros padres!
—La cuestión es —continuó Rosamond—: ¿vale la pena soportar otro año de esclavitud hasta que aparezca el próximo? ¿Y quién será el próximo? ¿Simpson, Rogers?
A cada nombre su hermana le ponía una cara.
—La conclusión parece ser ésta: fíjate un plazo y guarda las apariencias.
—¡Divirtámonos mientras podamos! De no haber sido por ti, Rosamond, me habría casado ya doce veces.
—Tendrías que haber pasado por la sala de divorcios, querida.
—Soy demasiado respetable. Sin ti me siento muy insegura. Y ahora, hablemos de tus asuntos.
—Mis asuntos pueden esperar —dijo Rosamond con decisión. Y las dos jóvenes discutieron sobre la personalidad de sus amigos con cierta agudeza y sin la menor benevolencia, hasta que llegó la hora de cambiarse de nuevo. Pero merece la pena señalar dos aspectos de su conversación. Primero: que mostraban un gran respeto por la inteligencia y hacían de ella uno de los puntos cardinales de su discusión; segundo: que cuando albergaban la sospecha de una vida infeliz o una unión decepcionante, incluso en el caso de la menos atractiva, sus juicios eran siempre amables y comprensivos.
A las cuatro salieron con lady Hibbert a hacer visitas. El juego consistía en recorrer solemnemente las casas en las que ya habían cenado o esperaban cenar, y depositar dos o tres tarjetas en manos del criado. En una de las casas entraron, tomaron una taza de té y hablaron del tiempo exactamente quince minutos. Concluyeron con un lento paseo por el parque, sumándose a la procesión de alegres carruajes que a esa hora circulaban a ritmo de paseo alrededor de la estatua de Aquiles. Lady Hibbert lucía una sonrisa permanente e inmutable.
A eso de las seis ya estaban de vuelta en casa, donde sir William intentaba entretener a un primo mayor y a su mujer mientras tomaban el té. Eran personas a las que se podía tratar sin ceremonia, de modo que lady Hibbert se retiró a descansar un rato; y dejó que sus hijas se encargasen de preguntar cómo estaba John y si Milly se había recuperado ya de la viruela.
—Recuerda que cenamos a las ocho, William —dijo mientras salía de la habitación.
Phyllis se fue con ellos; la fiesta la ofrecía un distinguido juez y ella tuvo que distraer a un respetable KC*; podía relajar sus esfuerzos, al menos en una dirección; y su madre la miraba con indiferencia. Hablar con un hombre mayor e inteligente de temas impersonales, pensaba Phyllis, era como una corriente de agua clara y fresca. No teorizaban, pero él le ofrecía hechos y a ella le agradaba descubrir que el mundo estaba lleno de cosas importantes que nada tenían que ver con su vida.
Cuando se hubieron marchado, le dijo a su madre que iba a casa de los Tristram para reunirse con Rosamond. Lady Hibbert apretó los labios, se encogió de hombros y dijo: «Muy bien», como dispuesta a objetar algo si es que encontraba una buena razón. Pero sir William la esperaba y se limitó a fruncir el ceño por todo argumento.
De modo que Phyllis se fue sola hasta aquel barrio de Londres, alejado y poco elegante, donde vivían los Tristram. Ésta era una de las muchas cosas envidiables de su suerte. Las fachadas de estuco, las impecables hileras de Belgravia y South Kensington le parecían el destino que le correspondía: el de una vida para crecer según una pauta deplorable en consonancia con la deplorable seriedad de sus semejantes. Pero quien vivía aquí, en Bloomsbury —empezó a teorizar saludando con la mano mientras su calesa cruzaba las grandes plazas tranquilas bajo el pálido verdor de los árboles—, podía crecer como quisiera. Había espacio, y libertad, y en el bullicio y el esplendor del Strand leía las vivas realidades del mundo, del cual su estuco y sus columnas la protegían tan completamente.
El coche se detuvo ante unas ventanas iluminadas que, abiertas a la noche estival, derramaban sobre el pavimento parte de la conversación y la vida del interior. Esperó con impaciencia a que se abriese la puerta que le permitiría entrar y participar en la reunión. Sin embargo, una vez en la sala, tomó conciencia de su propio aspecto, que, como muy bien sabía, era en tales ocasiones el de una mujer de Romney*. Se vio a sí misma entrando en aquella sala llena de humo, donde todo el mundo se sentaba en el suelo y el anfitrión llevaba una chaqueta de cazador, con su pequeña cabeza bien alta y los labios apretados como a punto de recitar un epigrama. Llamaba la atención por su vestido de seda blanca y sus lazos de color cereza. Y sin que le pasase por alto la diferencia que había entre ella y los demás, se sentó sin decir palabra y sin aprovechar el hueco que para ella se hizo en la conversación. Continuó observando a las doce personas allí reunidas, con sensación de desconcierto. La conversación versaba sobre unos cuadros que estaban expuestos al público en ese momento, y sus méritos se discutían desde un punto de vista más bien técnico. ¿Por dónde iba a empezar Phyllis? Había visto los cuadros; pero sabía que los tópicos que pudiera decir al respecto jamás pasarían la prueba de la pregunta y la crítica a la cual quedarían expuestos. Sabía además que allí no había lugar para esa gracia femenina que tantas cosas podía disimular. Había pasado el momento, pues la discusión era seria y acalorada y ninguno de los litigantes deseaba ponerse en evidencia con argumentos ilógicos. De modo que se sentó y observó, sintiéndose como un pájaro con las alas cortadas; y más incómoda, dada la autenticidad del sentimiento, de lo que nunca se había sentido en ningún baile o fiesta. Se repetía a sí misma el amargo axioma de que había caído entre dos aguas; y al mismo tiempo se esforzaba por interpretar con sensatez lo que allí se decía. Rosamond le indicó desde el otro lado de la habitación que ella se hallaba en idéntico aprieto.
Finalmente, los contendientes se dispersaron y la conversación volvió a generalizarse; pero nadie pidió disculpas por el clima tan concentrado que la discusión había generado, y las hermanas Hibbert descubrieron que la conversación general, si bien derivaba hacia asuntos más triviales, tendía a despreciar el tópico, y no vacilaron en decirlo abiertamente. Sin embargo, resultaba divertido y Rosamond se defendió muy dignamente al opinar sobre cierto personaje que pasó a ser objeto de la discusión; pero comprobó con asombro que sus más profundos hallazgos se aprovechaban como punto de partida para nuevas investigaciones y no resultaban en absoluto concluyentes.
Además, las hermanas Hibbert estaban sorprendidas y algo desalentadas al ver hasta qué punto eran víctimas de su educación. A Phyllis le habría gustado abofetearse por reprobar de manera instintiva un chiste sobre el cristianismo que las Tristram contaron y los demás aplaudieron tan a la ligera como si la religión fuese una minucia.
Sin embargo, lo que resultó aún más asombroso para ellas fue el tratamiento que se otorgó a su propio gremio profesional, pues ellas suponían que incluso en aquel ambiente tan extraño «los hechos de la vida» eran importantes. La señorita Tristram, joven de gran belleza y artista realmente prometedora, discutía sobre el matrimonio con un caballero que, a juzgar por su actitud, bien podía tener intereses personales sobre el particular. Pero la libertad y la franqueza con que ambos exponían sus opiniones y teorizaban sobre la cuestión del amor y del matrimonio parecían situar el asunto bajo una luz nueva y sorprendente. Esto fascinó a las dos hermanas mucho más que todo cuanto habían visto u oído hasta entonces. Ellas se jactaban de conocer todos los aspectos o enfoques de la cuestión; pero aquello era algo no sólo nuevo, sino incuestionablemente auténtico.
—Yo no he recibido todavía ninguna proposición de matrimonio; quisiera saber qué se siente —dijo la cándida y reflexiva voz de la menor de las Tristram; y a Phyllis y Rosamond les pareció que era el momento de relatar sus experiencias para ilustrar a los allí presentes. Pero no eran capaces de adoptar ese punto de vista nuevo y extraño, pues sus experiencias eran a fin de cuentas de naturaleza muy distinta. El amor era para ellas algo inducido por ciertas acciones calculadas; y surgía en los salones de baile, en los conservatorios perfumados, al abrigo de miradas furtivas, golpes de abanico y tonos de voz entrecortados y sugestivos. El amor era allí algo intenso e ingenuo que despuntaba a plena luz del día, desnudo y sólido, para ser explotado y analizado como cada cual mejor juzgase. Si bien eran libres para amar como quisieran, Phyllis y Rosamond creían muy poco probable que ellas pudiesen amar de aquel modo. Se condenaron por completo movidas por ese rápido impulso juvenil, y concluyeron que todo intento de liberación sería en vano: su largo cautiverio las había corrompido tanto por dentro como por fuera.
Siguieron, pues, allí sentadas, inconscientes de su propio silencio, como personas que, excluidas de una celebración, se quedan en la calle, expuestas al frío y al viento, invisibles para quienes participan en la fiesta. Pero, en realidad, la presencia de aquellas dos muchachas silenciosas y de ojos ávidos resultaba opresiva para todos los allí presentes, aunque no sabían exactamente por qué; tal vez porque estaban aburridos. Las señoritas Tristram se sintieron responsables y Sylvia Tristram, la más joven, tras oír un suspiro, entabló una conversación en privado con Phyllis. Phyllis se aferró a la ocasión como el perro al hueso; de hecho, su rostro cobró una expresión voraz cuando vio que la ocasión se le escapaba y que la esencia de aquella extraña velada quedaba fuera de su alcance. Ya que no era capaz de participar podía al menos explicar qué se lo impedía. Anhelaba demostrarse a sí misma que tenía buenas razones para sentirse impotente; y, como tenía a la señorita Sylvia por mujer íntegra, pese a lo impersonal de sus generalizaciones, cabía la esperanza de que algún día ambas se encontrasen en terreno común. Cuando se inclinó hacia delante para hablar, Phyllis tuvo la extraña sensación de estar abriéndose camino febrilmente entre un montón de frivolidades artificiosas para aferrarse a esa sólida partícula de yo puro que ella suponía oculta en alguna parte.
—¡Ay, señorita Tristram! —comenzó a decir—. Son todos tan brillantes que me siento intimidada.
—¿Se burla de nosotros? —preguntó Sylvia.
—¿Por qué iba a burlarme? ¿No ve lo tonta que me siento?
Sylvia empezaba a ver y lo que veía suscitó su interés.
—La suya es una vida maravillosa y totalmente extraña para nosotras.
Sylvia, que era escritora y experimentaba una suerte de placer literario al verse reflejada en espejos extraños y levantar su propio espejo para observar en él la vida de los demás, se aplicó con gusto a la tarea. Era la primera vez que veía a las hermanas Hibbert como seres humanos; siempre las había llamado «jovencitas». Así pues, ahora estaba plenamente dispuesta a reparar su error, tanto por vanidad como por auténtica curiosidad.
—¿A qué se dedica usted? —preguntó de repente, para entrar en materia lo antes posible.
—¿A qué me dedico? —repitió Phyllis—. Bueno, me ocupo de los menús y arreglo las flores.
—Sí, pero ¿cuál es su profesión? —continuó Sylvia, que estaba decidida a no dejarse intimidar por frases estereotipadas.
—Ésa es mi profesión. ¡Ojalá no lo fuese! No olvide, señorita Tristram, que la mayoría de las muchachas jóvenes somos esclavas; y usted no debe insultarme sólo porque tiene la suerte de ser libre.
—Dígame —interrumpió Sylvia— lo que quiere decir exactamente. Me interesa mucho. Me gusta saber cosas de la gente. Al fin y al cabo ya sabe usted que lo importante es el alma humana.
—Sí —dijo Phyllis, ansiosa por evitar tópicos—. Pero nuestra vida es tan simple y vulgar... Seguro que conoce a docenas de personas como nosotras.
—Conozco sus trajes de noche —dijo Sylvia—. Las veo desfilar delante de mí en hermosas procesiones, pero nunca las he oído hablar. ¿Son realmente de carne y hueso? —Advirtió que su tono había herido a Phyllis, de modo que cambió de táctica—. Yo diría que somos hermanas. Pero ¿por qué somos tan distintas por fuera?
—Por desgracia no somos hermanas —dijo Phyllis con acritud—; si eso fuese cierto, la compadecería. ¿Ve usted? Nos han educado simplemente para salir por la noche y pronunciar bonitos discursos y casarnos, supongo. Por supuesto, podríamos haber ido a la universidad si hubiésemos querido: pero como no quisimos ahora sólo estamos dotadas para la vida doméstica.
—Nosotras tampoco fuimos a la universidad —dijo Sylvia.
—¿Y no se sienten como nosotras? Claro que usted y su hermana son lo auténtico, y Rosamond y yo somos burdas imitaciones: yo al menos lo soy. Pero ¿no lo ve ahora todo claro, no se da cuenta de lo perfecta que es su vida?
—No veo por qué no pueden hacer lo que quieren, igual que nosotras —dijo Sylvia, mirando a su alrededor.
—¿Cree que nosotras podríamos invitar a gente así? Nunca podemos invitar a nuestros amigos a casa, a menos que nuestros padres estén fuera.
—¿Por qué no?
—Para empezar, no disponemos de una sala, y, además, jamás nos lo permitirían. Somos hijas, hasta que seamos mujeres casadas.
Sylvia la miró con cierto desagrado. Phyllis comprendió que se había equivocado al hablar con franqueza del amor.
—¿Usted quiere casarse? —preguntó Sylvia.
—¿Cómo puede preguntarme una cosa así? ¡Qué inocente! Claro que tiene usted toda la razón. Tendría que ser por amor y todo lo demás. Sin embargo —continuó Phyllis, diciendo desesperadamente la verdad—, nosotras no podemos pensar de ese modo. Es tanto lo que deseamos que nos es imposible considerar el matrimonio como un hecho aislado, tal como es o debería ser. Siempre se confunde con muchas otras cosas. El matrimonio significa libertad y amigos y una casa propia y, bueno, ¡todas esas cosas que usted ya tiene! ¿Le parece esto terrible y mercenario?
—Resulta bastante terrible, pero no creo que sea mercenario. Yo de usted me pondría a escribir.
—¡Pero bueno, señorita Tristram! —exclamó Phyllis con cómica desesperación—. No consigo hacerle comprender que, en primer lugar, no tenemos talento; y, aunque lo tuviésemos, no podríamos aplicarlo. Menos mal que el Buen Dios es compasivo y nos ha dotado debidamente para ocupar nuestra posición. Rosamond podría haber hecho algo; pero ahora ya es demasiado mayor.
—¡Dios mío! —exclamó Sylvia—. ¡Qué panorama tan negro! Yo estallaría, mataría, saltaría por la ventana, ¡haría algo!
—¿Qué? —preguntó Phyllis sardónicamente—. Si estuviera en nuestro lugar, tal vez; pero no creo que pudiera estar en nuestro lugar. No —continuó en un tono más ligero y cínico—, nuestra vida es así y tenemos que sacar el mayor provecho de ella. Sólo quiero que comprenda por qué venimos aquí y nos quedamos sentadas sin decir nada. Éste es el tipo de vida que a nosotros nos gustaría vivir, ¿sabe usted?; y ahora más bien dudo de que eso sea posible. Ustedes —dijo señalando a todos los presentes— nos consideran únicamente unas frescas con clase; y eso es lo que somos en realidad, o casi. Aunque podríamos haber sido algo mejor. ¿No es triste? —Y soltó su tonta risita de siempre—. Pero tiene que prometerme una cosa, señorita Tristram: que vendrá a visitarnos y que nos permitirá venir aquí de vez en cuando. Y ahora, Rosamond, tenemos que irnos.
Se marcharon y en el coche de caballos Phyllis se sorprendió un poco por el arranque que había tenido; pero tuvo la sensación de haber disfrutado. Estaban las dos algo excitadas y deseosas de analizar su inquietud y ver qué significaba. La noche anterior habían regresado a casa a la misma hora, en un estado de ánimo más taciturno pero al mismo tiempo más satisfactorio. Lo que habían hecho había sido aburrido, pero tenían la certeza de haberlo hecho bien. Y comprobaron con satisfacción que eran aptas para cosas mucho mejores. Esta noche no se habían aburrido, pero sentían que no habían dado la talla cuando tuvieron la oportunidad. Su conversación en el dormitorio fue poco animada; al penetrar en su auténtico ser, Phyllis había permitido que ráfagas de aire helado inundasen aquel lugar tan celosamente custodiado. ¿Qué quería en realidad?, se preguntaba. ¿Para qué servía? Para criticar ambos mundos y sentir que ninguno de los dos le ofrecía lo que ella necesitaba. Estaba demasiado alicaída para exponerle el caso a su hermana, y su sinceridad la convenció de que hablar no serviría de nada; si algo podía hacer, tendría que hacerlo sin ayuda de nadie. Sus últimos pensamientos de esa noche fueron que era realmente un alivio que lady Hibbert hubiese planificado el día siguiente para ellas de principio a fin: al menos así no tendría que pensar; y las fiestas en el río eran divertidas.
[Traducción de Catalina Martínez Muñoz]
Nació en Wellington, Nueva Zelanda, en 1888. Hija de un próspero comerciante, se educó en un colegio femenino en su país y luego, a los catorce años, la enviaron al Queen's College de Londres. En 1909 se casó con George Bowden, un cantante al que abandonó la misma noche de bodas, y luego se unió a un violinista. Embarazada, su madre se la llevó a Wörishofen, un balneario de Baviera, y luego la desheredó; después de abortar tuvo una aventura con un traductor polaco que posteriormente la chantajearía. En estos años accidentados, publicó su primer libro de cuentos, En un balneario alemán (1911), y gracias a él conoció a John Middleton Murry, crítico literario y director de una revista de vanguardia, Rhythm; fue ésta la relación central de su vida, tormentosamente documentada en las páginas de su Diario. En el meollo de los círculos artísticos e intelectuales de la época (el grupo de Bloomsbury T. S. Eliot, Bertrand Russell, Aldous Huxley, D. H. Lawrence) publicó el relato «Preludio» en la imprenta de los Woolf en 1916. Un año después contraería tuberculosis y a partir de entonces su vida fue un continuo vagabundeo en busca de la salud, combinado con el éxito creciente de sus libros: Felicidad y otros cuentos (1921), y Fiesta en el jardín y otros cuentos (1922). Murió en Fontainebleau en 1923, a los treinta y cuatro años. Murry (con el que finalmente se había casado en 1918) publicaría póstumamente dos colecciones de cuentos más, El nido de la paloma y otros cuentos (1923) y Algo infantil y otros cuentos (1924), así como su Diario (1933) y sus Cartas (1934).
«La Dama Progresista» (The Advanced Lady) apareció en su primer volumen de cuentos, En un balneario alemán (1911).