II

Los acontecimientos de la vida de Raymond Noel, desde que partió de Roma esa primavera, fueron variados: algunos agradables, otros desagradables, y otros francamente inesperados. Sus combinaciones y resultados le impidieron regresar a Italia ese invierno, y el invierno siguiente lo pasó en Egipto. Cuando volvió a contemplar la cúpula de San Pedro, se dio cuenta de que apenas faltaba un mes para que se cumplieran dos años completos de su partida; entonces había sido abril, y ahora era marzo. Se instaló en unas bonitas habitaciones, estuvo curioseando un poco y finalmente comenzó a recuperar, uno a uno, todos los lazos de su antigua vida en Roma. Encontró muchos. Los lazos no se rompen en Roma. Él mismo había dicho una vez que el aire era tan dulce e histórico en Roma que nada se rompía, ni siquiera los corazones. Pero no había sido más que una de sus frases ingeniosas. En realidad, no creía en los corazones rotos. Los había visto dilatarse muchísimo antes de romperse.

Hay que decir, en honor a la verdad, que Noel llevaba meses sin pensar en la señorita Macks. Había tenido otras cosas en que pensar. Le había enviado los libros desde París, acompañados de una nota, una simpática notita sin dirección del remitente. Desde entonces había tenido la cabeza ocupada en otras cosas. Pero, como nunca olvidaba del todo nada que alguna vez le había interesado, aunque sólo hubiese sido superficialmente (en realidad, era un sistema suyo, que le ofrecía muchas maneras de abordar la vida y le permitía almacenar gran cantidad de recursos, listos para ser utilizados según su voluntad), al cabo de un tiempo, en el lienzo de sus impresiones romanas, dio con la figura de la señorita Macks. Y, cuando dio con ella, fue a verla, es decir, fue a la calle del Jacinto.

Era posible, desde luego, que ya no estuviera allí; podían haberle pasado cientos de cosas. También habría podido ir a ver a Horace Jackson; pero, en líneas generales, Noel prefería visitar primero a la joven, siempre que siguiera allí. La señora Lawrence, la única persona de su círculo que la conocía, no estaba en Roma. Cuando llegó a la calle del Jacinto interrogó a la señora mayor que hacía las veces de portera, a la vez que regentaba en el portal un pequeño negocio de venta de buñuelos; sí, las americanas seguían en el cuarto piso. Noel subió la escalera oscura. La confiada tarjetita de «Ettie» ya no estaba en la puerta. En su lugar, un pequeño rótulo enmarcado decía: «Escuela de la Srta. Macks».

¡Eso sí que era una noticia!

Pese a todo, llamó. Era la misma campanilla de repiqueteo agudo y malhumorado; cuando se abrió la puerta, fue la propia señorita Macks la que salió a recibirlo. Había cambiado mucho.

La salita había sido transformada en aula, en ese instante vacía de alumnos; pero incluso como aula resultaba más agradable que antes. Noel tomó asiento y, con su desenvoltura y cortesía habituales, dijo las cosas que suelen decirse cuando se reanuda una relación amistosa. La señorita Macks respondió sucintamente. Dijo que su madre no se encontraba muy bien; ella, en cambio, estaba bien. No, no habían salido de Italia, ni siquiera de los alrededores de Roma; habían pasado un tiempo en Albano.

Su semblante había cambiado notablemente. La antigua mirada abierta y directa había desaparecido y, con ella, se había esfumado también lo que él había juzgado exceso de confianza; parecía mucho mayor. Por otro lado, tenía más gracia en el porte y había más comprensión de la vida en su voz y en sus ojos. Vestía con tanta sencillez como antes; pero todo, incluido su peinado, seguía la moda dominante.

No dijo nada de la escuela y, por tanto, él tampoco lo hizo; pero, al cabo de un rato, le preguntó cómo iba con la pintura. Su expresión cambió un poco, pero no tanto hacia la duda o la emoción como hacia una calma más profunda.

—Ya no pinto —respondió.

—¿Lo ha abandonado temporalmente?

—Definitivamente.

—Ah... qué pena, ¿no?

Ella lo miró y un destello de desdén se filtró en su mirada.

—Usted sabe que no es ninguna pena —dijo.

A Noel le molestó un poco el desdén. Lógicamente, la única actitud que él podía adoptar era la que ella misma había adoptado la última vez que la había visto; en aquel momento, ella se proponía pasar el resto de su vida pintando, y la buena educación lo obligaba a él a aceptar sus intenciones tal como ella se las había presentado.

—Usted ya sabe que nunca me he erigido en juez de nadie —respondió—. La última vez que tuve el placer de verla, la pintura era, como usted recordará, su principal ocupación.

—La última vez que tuvo el placer de verme, señor Noel —dijo la señorita Macks, aún con una calma impasible—, yo era una tonta.

¿Deseaba entrar a fondo en el tema o debía tomarlo como una simple exclamación?

—La última vez que tuve el placer de verla, estaba usted tomando clases con el señor Jackson —dijo Noel, para dar a la conversación un giro práctico—. ¿Sigue aquí? ¿Cómo está?

—Ahora está muy bien. Está muerto.

(Era evidente que, en cualquier caso, ella iba a ponerse dramática.)

Noel expresó su pesar, que era sincero, porque siempre había apreciado y respetado al honrado y taciturno inglés. Hizo un par de preguntas. La señorita Macks respondió que había muerto allí mismo, en la calle del Jacinto, en la habitación contigua. Había caído enfermo el otoño siguiente a la partida de Noel y, cuando su enfermedad se agravó, ellas (su madre y ella misma) lo habían convencido para que se trasladara a su casa. Había vivido un mes allí y había muerto apaciblemente, en Nochebuena.

—Era uno de los hombres mas honrados que he conocido —dijo Noel.

Después, como ella no respondiera, añadió tentativamente lo siguiente:

—Por esa razón lo elegí, cuando usted me pidió que le recomendara un profesor.

—Su plan no surtió efecto, por una desafortunada circunstancia —respondió la señorita Macks, con visible esfuerzo.

—¿Una circunstancia?

—Sí; se enamoró de mí. Si no pensara que su afecto puro, profundo y devoto es el mayor honor que me han hecho en mi vida, no se lo diría. Se lo digo porque así se explicará usted su forma de proceder.

—Me la explico, en efecto —dijo Noel.

Mientras decía esto, se le reveló de pronto en toda su amplitud la fuerza del amor que habría sentido un hombre como Horace Jackson y el modo en que habría podido influir en él. ¡Claro que había visto toda la imperfección de sus trabajos, la falta de concepción artística y la ausencia de visión y del toque propios del auténtico talento! Pero probablemente se había enamorado de ella desde el principio y había seguido adelante, con la esperanza de ser correspondido. No había entre ellos ninguna distancia; ella era joven, pero era pobre, no tenía amigos y estaba sola. Cuando fuera su mujer, le diría toda la verdad y, en medio de la grandeza de su amor, la revelación perdería toda su importancia.

—Era un buen hombre —dijo Noel—. Siempre estuvo solo. Me alegro de que en sus últimas horas haya estado con usted y con su madre.

—Su bondad no conocía límites. Si hubiera vivido, habría sido siempre un hijo leal, amable y respetuoso para mi querida madre. Eso, como usted comprenderá, lo habría sido todo para mí.

Lo dijo en voz baja y tranquila, pero en su tono había cierta intencionalidad.

Por un momento, Noel pensó que quizá se hubiera casado con el inglés y fuera ahora su viuda. En el rótulo de la puerta figuraba su nombre de soltera, pero era posible que el cartel fuera anterior a la boda.

—¿Había abierto ya la escuela por esas fechas? —preguntó—. Me permito preguntarlo porque no he podido menos que ver el rótulo en la puerta.

—No, la abrí dos meses después; entonces encargué el rótulo. Pero no me sirvió de mucho; las escuelas sin internado no prosperan en Roma; no son lo habitual. Tengo una clase pequeña, dos veces por semana, pero me gano la vida como institutriz por horas. Tengo bastantes alumnos; he tenido mucho éxito. Ya sabe que las institutrices de habla inglesa están de moda entre las familias de la aristocracia romana. El verano pasado fui a Albano con la princesa C.; sus hijos son alumnos míos.

—La princesa tiene una villa preciosa —dijo Noel—; debe de haber disfrutado mucho de su estancia.

—No sé si la disfruté, pero aprendí. He aprendido mucho en muy diversos aspectos, desde la última vez que lo vi, señor Noel. He envejecido mucho.

—Como era usted extremadamente joven cuando nos vimos por última vez, eso no será un gran inconveniente —respondió él, con una sonrisa.

—Sí, era extremadamente joven. —Lo miró con solemne seriedad—. No le guardo rencor —prosiguió—. Es curioso. Pensé que lo haría. Pero ahora que lo veo en persona, se me ocurre que probablemente no tuvo usted intención de engañarme, que no sólo intentó sacarme de mi error cuando me recomendó al señor Jackson como profesor, sino que volvió a intentarlo cuando me envió aquellos libros. No fue mucho. Pero, conociendo el mundo como lo conozco ahora, veo que era lo más que podía esperar. Sin embargo, al principio no lo entendí. Después de ir a ver al señor Bellot y, más adelante, al señor Salviati, hubo meses en que sentí mucho rencor contra usted. Mis esperanzas eran falsas y lo habían sido desde el principio; usted lo sabía, pero no me sacó del error.

—Pude haber hecho más de lo que hice —respondió Noel—. Tengo la costumbre de no asumir responsabilidades; supongo que me he vuelto egoísta. Pero, si fue usted a ver a Bellot, ¿entonces no fue Jackson quien se lo dijo?

—Algo insinuó cuando me propuso matrimonio; después enfermó, y ya no volvimos a hablar de ello. Fui a ver al señor Bellot el 1 de enero; quería que me aceptara como alumna. Su respuesta fue que yo no tenía ni una partícula de talento, que todos mis trabajos eran insufriblemente malos, y que lo mejor que podía hacer era tirar los pinceles y dedicarme a la costura.

—¡Bellot siempre ha sido un bruto! —dijo Noel.

—Por muy brutalmente que lo dijera, no dejaba de ser la verdad, y yo necesitaba la verdad. Pero ni siquiera entonces me convencí del todo, y fui a ver al señor Salviati. Él fue más amable; me hizo ver mis defectos, pero su juicio fue el mismo. Volví a casa; era el 10 de enero, un hermoso día del invierno romano. Dejé mis pinturas, fui a San Pedro y pasé toda la tarde caminando bajo sus mosaicos resplandecientes. Al día siguiente mandé poner anuncios de una escuela sin internado en las oficinas bancarias y en los periódicos. Pensé que podía ser mejor enseñando que cosiendo.

Todo eso lo dijo con completa calma.

—Admiro inmensamente su valor, señorita Macks, y permítame añadir que admiro todavía más la firmeza y la claridad del buen juicio que la ha guiado para salir adelante.

—Tenía que pensar en mi madre; de lo contrario, es posible que mi... buen juicio no hubiera sido tan firme.

—¿No ha pensado en volver a Estados Unidos?

—No lo creo probable; dudo que mi madre pudiera resistir el viaje ahora. No hemos dejado a nadie allí, excepto a mi hermano, y él hace años que no está con nosotras, y no creo que lo estuviera si regresáramos; vive en California. Vendimos la granja también, antes de venir. No; de momento, al menos, es mejor que nos quedemos.

—Hay otra pregunta que me gustaría hacerle —dijo Noel, poco después—, pero no tengo ningún derecho a hacérsela.

—Le concedo ese derecho. Teniendo en cuenta las cosas que le pedí que hiciera por mí y el tiempo que le reclamé, muy bien puedo contestar a cambio unas preguntas. Yo era un milagro de ignorancia.

—Eso siempre lo he visto, señorita Macks; lo comprendí en seguida. Mi pregunta es a propósito de Horace Jackson. Veo que usted apreciaba su valía (que era muy poco corriente) y, aun así, no quiso casarse con él.

—No estaba enamorada.

—¿Ha venido algún pariente suyo de Inglaterra? —dijo Noel, después de un momento de silencio.

—Después de su muerte, vino un primo.

—¿En calidad de heredero?

—Sí.

—Tendría que haberle dejado todo a usted.

—Era lo que él deseaba. Naturalmente, yo no lo habría aceptado.

—Gracias por responder. No era curiosidad frívola. —Hizo una pausa—. Si me permite decirlo, su comportamiento ha sido valiente y leal. Admiro mucho lo que ha hecho.

—Es usted muy amable —dijo la señorita Macks.

En su voz no había ningún indicio de sarcasmo. Sin embargo, el solo hecho de concebir la posibilidad le hizo sospechar que quizá lo hubiera. Poco después, se despidió. Le dolía un poco la nota de sarcasmo que había adivinado y, como le dolía, fue propio de él pedirle permiso a la señorita Macks para volver a visitarla en otra ocasión.

De hecho, Raymond Noel procuraba con bastante determinación estar a la altura de lo que él consideraba una recta conducta varonil y, aunque esa conducta no incluyera grandes elevaciones de sacrificio ni de heroísmo, al menos era una norma firmemente establecida, que se esforzaba por cumplir. Si la señorita Macks había sido sarcástica, entonces él habría cometido algún error, que era preciso enmendar.

La vio cuatro veces en las cinco semanas de su estancia en Roma, y otras tres veces fue a la calle del Jacinto y no la encontró en casa. La tercera semana de abril decidió viajar a Venecia. Antes de partir le preguntó si podía ayudarla en algo, pero ella dijo que no, y a él no se le ocurrió nada. Estaba bien instalada en su nueva vida y sus ocupaciones, y no necesitaba nada, o al menos nada que él pudiera darle.

Al invierno siguiente, Noel volvió a Roma al principio de la temporada, antes de Navidad. Por casualidad, una de las primeras personas con que se encontró fue la señora Lawrence, que de inmediato empezó a contarle una noticia norteamericana que a él, siendo también norteamericano, forzosamente debía interesarle. La noticia era que el hermano de la princesa C., «ese tal conde L.», estaba empeñado en casarse con Ettie Macks.

—La recuerda, ¿verdad? Yo misma se la presenté en la recepción de los Dudley, hace tres años.

Noel pensó que probablemente él la recordaba mejor que la señora Lawrence, teniendo en cuenta que esa dama nunca se había molestado en acudir a la calle del Jacinto. Pero la estaba juzgando mal. La señora Lawrence se había molestado... en los últimos tiempos.

—Por lo visto, ha pasado dos veranos en Albano, haciendo de institutriz de los hijos de su hermana; allí fue donde la conoció. El muchacho ha comunicado su decisión a la familia y todos están inmensamente disgustados y atemorizados, porque lo tenían todo dispuesto para que se casara con una prima segunda de Nápoles, que es rica... ¡Estos italianos son muy materialistas, ya sabe usted! Pero dicen que él está decidido y que hará lo que le plazca, a pesar de la familia. No tiene mucho dinero, pero, ¡claro!, es un partido soberbio para Ettie Macks, que se convertirá en condesa. ¡Supongo que ahora vendrán más chicas americanas que nunca! En cuanto lo supe, fui a verla, por supuesto. Pensé que necesitaría consejos sobre un millón de cosas. Cuando llegó a Roma me trajo una carta de presentación de una prima muy querida y, lógicamente, ahora confiará en mí como su amiga más cercana. Ha mejorado mucho. Me pareció más bien callada; pero volveré, por supuesto. El conde está dispuesto a aceptar también a la madre, y eso, dadas las circunstancias, no es asunto menor; porque esa madre es mucho aceptar. ¡Hasta el otro día yo no había visto nunca a la señora Spurr! Sin embargo, supongo que sus defectos no resultarán tan evidentes en un idioma que no sabe hablar. ¡Si al menos su hija la convenciera de que vistiera de negro! Pero la propia señora, muy feliz y contenta, me dijo que le gustaba llevar «un toque de color». ¡Y le aseguro que en ese momento llevaba encima cinco tonos diferentes de rojo!

Noel se había propuesto presentarse de inmediato en la calle del Jacinto; pero una indisposición lo tuvo encerrado en casa durante un tiempo, y pasaron diez días antes de que volviera a subir la escalera oscura. La doncella le dijo que la señorita Macks estaba en casa, y ésta salió a recibirlo en seguida. Hablaron diez minutos sobre temas corrientes y finalmente él sacó a colación la novedad.

—He oído que pronto será usted condesa —dijo Noel— y he venido para expresarle mis mejores deseos. La enhorabuena se la reservo al conde L., con quien he coincidido fugazmente; en mi opinión, es un hombre muy afortunado.

—Sí, yo también creo que es afortunado, porque lo he rechazado. No voy a casarme con el conde L.

—No es mala persona.

—¿No le parece un poco débil su elogio?

Esta vez, el sarcasmo era evidente.

—¡Oh, yo no soy su defensor, ni mucho menos! Lo único que quería decir es que, para como son estos romanos modernos, él no es de los peores. Naturalmente, si usted me hubiese dicho que iba a casarse con él, me habría expresado de una manera muy diferente.

—Sí; me habría halagado con sus mejores cumplidos.

Él no lo negó.

—¿Seguirá viviendo en Roma? —preguntó.

—Desde luego. Tendré tantos alumnos y protectores que no sabré qué hacer con ellos; toda la familia me ha quedado profundamente agradecida.

Estuvieron hablando un rato más.

—Siempre nos hemos tratado con mucha franqueza, señorita Macks —dijo Noel, hacia el final de su visita—. Nunca nos hemos parado ante los convencionalismos. Me pregunto si me dirá usted por qué lo rechazó.

—Es usted demasiado curioso. En cuestión de franqueza, yo he sido franca con usted, pero usted no lo ha sido conmigo. Y si no hubo convencionalismos, fue simplemente porque yo no los conocía.

—Estoy convencido de que usted está enamorada de alguien que ha dejado en América —dijo él, riendo.

—Puede que sí —respondió ella.

Era indudable que había ganado mucho en aplomo durante el último año.

Después de eso, la vio con bastante frecuencia. La vida de la señorita Macks ya no era solitaria. Como había dicho, estaba abrumada con la cantidad de alumnos que le enviaban los amigos de la princesa C. y con su patrocinio; además, la joven americana que había rechazado a un conde medianamente adinerado y bastante bien parecido se había convertido en una celebridad entre los estadounidenses que visitaban Roma. No era culpa suya que todos se hubieran enterado de su rechazo. Los parientes del conde L. habían anunciado sus objeciones a los cuatro vientos, tanto como el conde había voceado su determinación de casarse. Al parecer, ninguno de los interesados había previsto la posibilidad del rechazo. No pocas tarjetas fueron enviadas a la calle del Jacinto, y algunas personas llegaron a subir los cinco tramos de escalera. La señora Spurr tuvo muchos visitantes y se alegró de recibirlos.

A Noel le gustaba mucho la hípica, y cuando estaba en Roma solía ir a montar a la Campagna. En diversas ocasiones había cabalgado en compañía de varias damas, y un día invitó a la señorita Macks a ser su compañera, siempre que le gustaran los caballos. Ella había montado en América y le gustaba hacerlo; aceptó ir una vez, si a él no le preocupaba su vestimenta improvisada. Fueron esa vez; después una segunda, con un intervalo de tres semanas entre una y otra, y finalmente, al cabo de cierto tiempo, una tercera.

En esa ocasión se produjo un accidente, el primero de Noel en toda su vida. Su caballo se espantó y, aunque era un jinete hábil, lo derribó y lo arrastró un corto trecho. Se golpeó la cabeza con unas piedras y perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí, no recobró del todo la conciencia. Se sentía muy lejos y le parecía como si la joven que lloraba y lo llamaba por su nombre estuviera del otro lado de una inmensa extensión semejante a un océano, sobre la que él flotara lentamente sin la menor intervención de su voluntad. Cuando se acercó a ella, todavía con lentitud, descubrió que de alguna forma misteriosa la joven tenía entre los brazos algo que parecía ser él mismo, aunque él aún no la había alcanzado. Después, gradualmente, espíritu y cuerpo volvieron a unirse, y oyó lo que ella decía y sintió su contacto. Aun así, todavía pasaron varios minutos antes de que pudiera moverse y abrir con esfuerzo los pesados párpados.

Cuando la señorita Macks vio que Noel no estaba muerto, su dolor feroz se fundió de inmediato con la imperiosa necesidad de salvarlo. Había saltado de su caballo, sin saber cómo; pero el animal no había ido muy lejos; un pastor lo había visto, y ahora venía hacia ellos. El hombre le hizo señas a otro para que acudiera y entre los dos cargaron a Noel hasta una casa no demasiado lejana. Enviaron un mensajero a la ciudad; llegó la ayuda que esperaban y, antes de que anocheciera, Noel estaba ya en su apartamento al comienzo de la vía Sistina, cerca de la escalinata de la Piazza di Spagna.

Sus heridas no resultaron graves; había perdido el conocimiento a raíz del golpe, y eso, combinado con su palidez natural y con la sangre de los cortes que le habían hecho las piedras, le había dado aspecto cadavérico; pero los cortes no eran profundos, y el efecto de la conmoción desapareció por completo. Guardó cama una semana, por consejo de su médico, y esa semana tuvo mucho tiempo para pensar. Después empezó a aceptar las visitas de sus amigos. Como se ha dicho antes, Noel era muy conocido en Roma y sus amigos no eran pocos. Los que no pudieron acudir personalmente le enviaron notas y cestas con flores. La señorita Macks no fue uno de ellos. Pero ella no era una joven elegante de la buena sociedad.

Al cabo de dos semanas, el paciente recibió autorización para salir. Dio un corto paseo para probar sus fuerzas y, viendo que lo resistía, se dirigió a la calle del Jacinto.

La señorita Macks estaba en casa. Dijo estar «muy contenta» de volver a verlo y de que se encontrara «con suficientes fuerzas»; le recomendó que fuera «muy prudente durante un tiempo», y cosas así. Hablaba más que de costumbre y, para ser ella, con bastante rapidez.

Él la dejó seguir durante un tiempo. Después tomó la iniciativa de la conversación. Con pocos preliminares y mucho sentimiento en la voz y los ojos, le propuso matrimonio.

Ella quedó abrumada de asombro; se puso muy pálida, y no respondió. Noel creyó que iba a echarse a llorar. Pero no; solamente se lo quedó mirando, con los labios temblorosos. Él insistió, hablando con firme determinación.

—Usted vale cien veces más que yo —dijo—. Es buena y sincera, mientras que yo soy frívolo y superficial. Soy un diletante en todo; pero, como buen diletante, de alguna manera siempre la he apreciado, y últimamente la aprecio también de todas las maneras. Soy completamente sincero; sé lo que hago; lo he pensado detenidamente y con toda seriedad, y le ruego que se case conmigo.

Hizo una pausa. Ella seguía sin decir nada.

—Lógicamente, no le estoy pidiendo que se separe de su madre —prosiguió él, bajando por un momento la vista al ala del sombrero, que tenía en la mano—. Me alegrará que viva con nosotros para siempre.

Entonces ella habló. Y, a medida que desgranaba las palabras, el color le iba encendiendo la cara, hasta enrojecer intensamente las mejillas.

—¡Con cuánto esfuerzo lo ha dicho! Pero sepa que no tendrá que superar esa prueba. Una sola cana de la cabeza de mi madre tiene más valor para mí, señor Noel, que todo lo que usted pueda ofrecerme.

—Antes de empezar, ya sabía que ése sería el punto de conflicto entre nosotros, Faith —respondió él—. Sólo puedo asegurarle que ella siempre tendrá en mí al más respetuoso de los hijos.

—Y mientras pensaba con tanto detenimiento y seriedad, ¿era eso lo que ocupaba sus reflexiones? ¿Si podría soportarla o no? ¿Cree que no noto el esfuerzo? ¿Cree que yo pondría alguna vez a mi madre en semejante situación? ¿Cree que tiene usted para mí alguna trascendencia al lado de ella, o que alguna cosa en este mundo puede tener alguna importancia para mí, en comparación con su felicidad?

—Podemos hacerla feliz; eso es lo que creo. Y creo otra cosa también; creo que nosotros podríamos ser muy felices, si nos casáramos.

—¡La chica del Oeste, la muchacha de Tuscolee! ¡La chica que se creía capaz de pintar, pero no tenía ni idea! ¡La chica que conocía tan poco las normas sociales que se comportaba como una tonta cada vez que lo veía a usted!

—Nada de eso tiene importancia, porque ésa es la chica que yo quiero.

—No la quiere. Es mentira. ¡Oh, sí, es una mentira noble y generosa, desde luego, pero una mentira al fin y al cabo! ¿Dice que lo ha pensado detenidamente y con toda seriedad? Sí, pero ¡sólo durante los últimos catorce días! Ahora lo entiendo todo. Al principio no. Estaba confusa; pero ahora veo claramente todo lo que pasó. Usted no estaba inconsciente allá en la Campagna; oyó lo que dije cuando lo creí moribundo, o muerto. Y ahora viene (con mucha generosidad y afán de sacrificio, lo reconozco) y me pide en matrimonio. —Se puso de pie; tenía los ojos brillantes cuando lo miró a la cara—. Podría decirle que fue sólo la emoción del momento, que no entendía ni sabía lo que estaba diciendo; podría decirle que no recuerdo haber dicho nada. Pero no tengo miedo. A diferencia de usted, yo no mentiré, ni siquiera por una buena causa. Lo quise, es cierto. Ya está, ya lo he dicho. Lo quise durante mucho tiempo, a mi pesar y para mi vergüenza. Porque no lo respeto ni lo admiro; lo han corrompido por completo, y ya no puede cambiar. A partir de este momento el propósito de mi vida será superar lo que he sentido por usted, y lo conseguiré. Nada podrá hacer que me case con usted, aunque me lo pida un millar de veces.

—Sólo se lo pediré una vez —dijo Noel.

También se había puesto de pie, y, al hacerlo, le vino a la cabeza aquel momento en que, estando en el mismo lugar e idéntica posición, cara a cara, ella le había asegurado que estaba a sus pies.

—Oí lo que dijo, sí. Y en eso he estado pensando seriamente estos días de confinamiento en casa. También es cierto que lo que usted dijo me ha impulsado a venir hoy aquí; pero la razón es que saberlo, saber que usted me quiere, se ha convertido para mí en algo muy preciado. Como he dicho antes, en cierto modo siempre la he valorado, y ese aprecio me hace comprender plenamente lo que un amor como el suyo podría significar para mí. Si es cierto que me han corrompido, como usted dice, un amor como el suyo me hará una persona mejor, si es que hay algo en el mundo que pueda conseguirlo. —Hizo una pausa—. No he hablado mucho de mis sentimientos —añadió—; sé que usted no concederá que pueda tenerlos. Pero yo creo que sí. Creo que la quiero.

—Para mí tiene poca importancia que usted me quiera o no.

—Comete un error —dijo él, después de una pausa, durante la cual los ojos de ambos se habían encontrado en silencio.

—El error sería aceptarlo.

Para entonces, la señorita Macks había recuperado su aplomo. Hasta sonreía un poco.

—¡Imagínese al señor Raymond Noel en la calle del Jacinto! —dijo.

—Oh, no creo que quiera vivir aquí, y mi mujer, naturalmente, vendrá a vivir conmigo.

—Así lo espero, y también espero que sea graciosa, obediente y cariñosa. —Después abandonó el sarcasmo y le tendió la mano, a modo de despedida—. No hay razón para prolongar esto, señor Noel. Pero no piense que no aprecio lo que acaba de hacer; lo aprecio, se lo aseguro. Le dije que no lo respetaba y era cierto hasta ahora; pero ahora lo respeto. Entienda, sin embargo, que prefiero no volver a verlo, y absténgase de buscarme. Siga su camino y olvídese de mí; ahora puede hacerlo con la conciencia tranquila, porque ha hecho lo que tenía que hacer.

—No es muy probable que la olvide —respondió Noel—, pero seguiré mi camino. Veo que su resolución es firme. Así pues, llegados a este punto, lo único que puedo hacer es marcharme.

Se estrecharon las manos y él se despidió. A su paso por el pequeño vestíbulo, de camino hacia la puerta, se encontró con la señora Spurr, vestida con tanta exuberancia como siempre en materia de colores, y ella le devolvió el saludo con gran cordialidad. Noel volvió la vista; la señorita Macks había presenciado el encuentro desde la puerta de la salita. Había perdido el color; parecía triste y pálida.

Cumplió su palabra y no volvió a verlo. Si él iba a la calle del Jacinto, como hizo dos o tres veces, la doncella lo recibía con el equivalente italiano de «la señorita no recibe a nadie», que con seguridad figuraba permanentemente en sus instrucciones. Si le escribía, como hizo más de dos o tres veces, ella le devolvía las cartas, abiertas, pero sin respuesta. Noel pensó que en algún momento podía coincidir con ella y se tomó mucho trabajo para averiguar sus diversos compromisos. Pero todo fue en vano; pasaron los días y ella siguió siendo invisible. Hacia finales de mayo, él se marchó de Roma. Después de irse siguió escribiéndole, pero sin indicar la dirección del remitente; ahora ella tendría que quemar sus cartas o quedárselas, porque ya no podría devolvérselas. No eran propiamente cartas de amor, sino misivas amistosas, no demasiado largas, agradables, fáciles de leer y a veces divertidas, como su conversación. Llegaban una vez por semana. También le enviaba libros y, ocasionalmente, algún pequeño recuerdo.

A comienzos de septiembre de ese año llegó a la calle del Jacinto una carta de América. La enviaba una de las antiguas vecinas de la señora Spurr en Tuscolee, que escribía para decir que John Macks había vuelto a casa, que había vuelto quebrado física y espiritualmente y, como él mismo decía, para morir. No quería que su madre se enterara, porque ella no podía viajar para estar cerca de él y la noticia no habría hecho más que alterarla. Tenía suficiente dinero para pasar el poco tiempo que le quedaba, y quería que su madre sólo supiera lo sucedido cuando él ya se hubiese ido; en realidad, hacía muchos años que él se había ido de su vida. En eso John Macks era sincero. Había sido un inútil, un bala perdida; no había sido un buen hijo. Lo único bueno que podía decirse de él era que no había vuelto a exprimir el exiguo monedero de su madre desde que le había pedido dinero para marcharse. De vez en cuando, le enviaba cartas breves. La última había llegado ocho meses antes.

Pero la vecina de Tuscolee también era madre y, actuando como hubiese querido que actuaran con ella, escribió a Roma. Cuando llegó la carta, la señora Spurr se sintió abrumada de dolor, pero también impulsada por una energía y una determinación que hasta entonces no había manifestado. Por primera vez en muchos años tomó el mando, devolvió a su hija a una posición subordinada y se hizo con el control. Iba a regresar a América. Tenía que volver a ver a su muchacho (el más querido de los dos hijos, como siempre lo es el pródigo). Pero, mientras estaba preparando el viaje, cayó enferma; eran sus trastornos reumáticos de antes, sólo que más graves. Era evidente que no podía viajar. Entonces le pidió a su hija que fuera en su lugar, que viajara y le trajera a su muchacho a Roma para que el aire suave de Italia diera nueva vida a sus pulmones. ¡No, ella no iba a morirse! Ettie no debía preocuparse por eso. ¡Viviría muchos años, sólo para verlo una vez más! De ese modo se decidió la partida de la hija, dejando a la madre al cuidado de una eficiente enfermera. El médico dijo que, si bien la señora Spurr probablemente quedaría tullida, no corría ningún otro peligro.

La señorita Macks partió de Roma el 15 de septiembre, y el 2 de diciembre volvió a ver la cúpula de San Pedro recortada contra el cielo azul. Estaba sola cuando la vio. John Macks había vivido tres semanas más desde que ella llegara a Tuscolee, y esas tres semanas habían sido las más serenas y felices de su vida infructuosa, indigna quizá, pero también amargamente infeliz. Su hermana no lo juzgó. Le dio un beso de despedida cuando perdió la conciencia y poco después le cerró con ternura los ojos, notando lágrimas en los suyos. Aunque era su hermano, no lo había conocido; se había ido de casa cuando ella era pequeña. Se quedó mucho tiempo sentada a su lado, después de su muerte, viendo cómo sus rasgos marchitos recuperaban una extraña paz juvenil.

Cuando llegó a la calle del Jacinto, había un carruaje delante de la puerta; los ocupantes de los pisos inferiores no solían contratar ese tipo de coches, por lo que se sorprendió. En Londres había recibido noticias de su madre; la enfermera, haciendo de amanuense, le comunicaba que la señora Spurr estaba bien y a gusto, aunque seguía confinada en la cama la mayor parte del día. Mientras pagaba al cochero, oyó pasos en la escalera del edificio. Entonces apareció ante sus ojos el siguiente cuadro: la enfermera, con unas mantas y una almohada en los brazos; detrás, su madre, en una silla de inválido transportada por dos hombres, y por último, Raymond Noel.

Al ver a su hija, la señora Spurr se echó a llorar. No la esperaba hasta el día siguiente. Fue tan grande su emoción que el paseo fue suspendido y volvieron a llevarla a su habitación. Noel no la siguió; estrechó la mano a la recién llegada, le aseguró que no iba a entretenerla y, después de saludar con el sombrero, montó en el carruaje que estaba esperando y se marchó.

Durante dos días la señora Spurr sólo quiso oír, una y otra vez, cada detalle de las últimas horas de su muchacho. Después, la emoción y el renovado dolor agravaron peligrosamente su enfermedad. Al cabo de diez días empezó a mejorar; pero hubieron de pasar aún dos semanas para que regresara suficientemente al presente y pudiera hablarle a su hija de todas «las amables atenciones del señor Novel». Él había vuelto a Roma el 1 de octubre y de inmediato se había presentado en la calle del Jacinto. Al enterarse de lo ocurrido, se había dedicado a ella...

—... como si fuera mi propio hijo, Ettie, de verdad. Claro está que él nunca podrá ser como mi niño querido —prosiguió la pobre madre, pasando totalmente por alto, con la sublime capacidad de las madres para el olvido, la escasa devoción que su hijo le había demostrado a lo largo de su vida—, pero ha hecho todo lo que ha podido y eso no se puede negar.

—No decías nada de eso en tus cartas, madre.

—Bueno, hija, le pedí a la señora Bowler que no escribiera nada al respecto, porque él me dijo con franqueza que quizá a ti no te gustara, pero me aseguró que haría las paces contigo en cuanto volvieras. Yo lo dejé hacer, y de verdad te digo que lo he pasado muy bien con él. Era la única persona que veía, aparte de a la señora Bowler y al doctor, y los dos me aburrían mortalmente.

Durante la segunda recaída de la señora Spurr, Noel no había ido personalmente a la calle del Jacinto; pero había enviado mensajeros a pedir noticias, y habían llegado flores y cestas de fruta en su nombre. La señorita Macks se enteró de que las flores y las frutas ya eran una costumbre antes de su regreso.

Al cabo de tres semanas la señora Spurr estuvo suficientemente repuesta de salud. Una de las primeras cosas que pidió fue que la llevaran a pasear en coche; en ausencia de su hija, el señor Noel la había sacado cinco veces, y ella había disfrutado enormemente con el cambio de aires. Complacerla no fue tan sencillo para la hija como lo había sido para el señor Noel, porque las arcas de la señorita Macks estaban prácticamente vacías, ya que los largos viajes y la enfermedad de su madre habían consumido casi todas sus reservas. Aun así, lo hizo. La señora Spurr quería ir a los jardines del Pincio, pero su hija creía que la aglomeración podía ser un inconveniente.

—El gentío no me cansaba lo más mínimo cuando me llevaba el señor Novel —dijo la señora Spurr, en tono ofendido—, y fuimos siempre, en cuanto se dio cuenta de que me gustaba. ¡Qué cantidad de gente conoce ese hombre, por Dios! ¡No pasaba un minuto sin hacer una reverencia!

Al día siguiente de ese paseo, el señor Noel fue a la calle del Jacinto y vio a la señorita Macks. Ella lo recibió callada y un poco distante, pero le agradeció las grandes atenciones que había tenido con su madre, haciendo escrupulosa mención de todas ellas. Él habló poco. Después de saber que la señora Spurr estaba mucho mejor, se interesó por la salud de la señorita Macks.

—Ha hecho dos viajes largos y fatigosos, y ha estado haciendo de enfermera; sería bueno para usted que se concediera al menos unas semanas de reposo.

Ella replicó con frialdad que se sentía bien y desvió la conversación hacia temas menos personales. Noel no se quedó mucho tiempo. Cuando se levantaba para marcharse, dijo:

—Me permitirá usted que vuelva, ¿verdad? ¿Ya no me dirán «la señorita no recibe a nadie», como la primavera pasada?

—A decir verdad, preferiría no verlo, señor Noel —respondió ella, tras un momento de vacilación.

—Lo siento. Pero, desde luego, acataré sus deseos.

Después se marchó.

La señorita Macks reanudó sus obligaciones. Se vio forzada a aceptar más alumnos que nunca y a trabajar aún mas duramente. No sólo tenía que mantener a su pequeña familia, sino pagar las deudas. Estaba fuera casi todo el día, todos los días.

Mientras ella estaba plenamente entregada a su trabajo invernal, Raymond Noel empezó a frecuentar de nuevo la calle del Jacinto. Pero no iba a ver a la señorita Macks, sino a visitar a su madre. Iba dos o tres veces por semana, y siempre a las horas en que la hija no estaba en casa. Se sentaba y conversaba con la señora Spurr o, mejor dicho, la escuchaba, y lo hacía de una manera que alegraba en gran medida la monotonía de los días de la anciana señora. Ella le contó toda su vida; le describió con minucioso detalle el pueblo de Tuscolee y su sociedad, y, por último, le hizo oír toda la historia de «John». Además, él le enviaba pequeñas atenciones, esforzándose por encontrar cosas que ella no conociera.

La señorita Macks habría puesto fin a todo eso si hubiese sabido cómo. Pero era evidente que el señor Noel no la estaba importunando a ella y, además, la señora Spurr se resistía a todo intento de interferencia.

—No entiendo por qué te opones, Ettie. A él le gusta visitarme, o eso parece, y a mí me quedan pocas cosas agradables en la vida, te lo aseguro. ¡No deberías amargármelas!

De ese modo pasaron dos meses, durante los cuales Noel prosiguió con sus visitas y la señorita Macks, con sus clases. Trabajaba muchísimo. Ya no sólo parecía pálida, sino marchita. El conde L., que llevaba mucho tiempo ausente, volvió a Roma por esa época. Un día la vio, sin que ella se percatara. Poco después, y como resultado de ese encuentro, viajó a Nápoles. Al poco tiempo, la codiciada prima segunda, dueña de una enorme fortuna, pasó a ser la hermana política de la princesa C.

Una tarde de marzo, la señorita Macks iba de camino a casa desde la nueva, extensa y agotadora Piazza Independenza; la distancia era considerable, y le costaba andar. Ya cerca de la cúpula del Panteón, se encontró con Raymond Noel, que se detuvo, se dio la vuelta y la acompañó a su casa. Ella llevaba tres libros.

—Démelos —dijo él, brevemente, quitándoselos de las manos—. ¿Sabe de qué me he enterado hoy? —prosiguió—. Van a derribar toda su calle del Jacinto. Finalmente el gobierno ha comprendido que es una vergüenza permitir que esas excrecencias modernas sigan desfigurando el magnífico templo pagano de la Antigüedad. Todas las calles de atrás, hasta cierta altura, desaparecerán. Y la del Jacinto será la primera. Las desalojarán a ustedes.

—Supongo que podremos encontrar otra parecida.

Noel siguió hablando del Panteón hasta que entraron en la calle condenada; parecía tan estrecha y oscura como siempre. Entonces él olvidó su templo pagano.

—¿Cuánto tiempo seguirá tratándome así, Faith? —dijo—. Me hace muy desdichado. Usted se está consumiendo y a mí eso me preocupa enormemente. Si cayera enferma, entonces podríamos acabar con esto. Yo me haría cargo de la situación y no creo que usted pudiera mantenerme al margen. Pero ¿por qué esperar a una enfermedad? ¡Sería un riesgo demasiado grande!

Estaban llegando al portal. Ella no dijo nada, sino que se limitó a apretar el paso.

—He hecho todo lo posible por convencerla, sin importunarla, de que se equivoca respecto a mí. Y la razón de que lo haya hecho es que yo mismo estoy convencido. Si la primavera pasada no estaba totalmente seguro de quererla, ahora ciertamente lo estoy. Lo he pensado durante todo el verano. Ahora sé, más allá de toda posibilidad de duda, que la quiero por encima de todas las cosas. No hay «deber» ni «generosidad» en esto, sino simplemente mis sentimientos. Perfectamente habría podido olvidar este asunto; usted me ha dado todas las oportunidades para hacerlo. No lo he hecho, y eso debería decirle mucho. Porque yo no tengo madera de héroe. No estaría aquí, si no quisiera; mi motivo es la causa egoísta de mi propia felicidad. —Habían entrado en el vestíbulo oscuro—. ¿Recuerda aquella mañana, cuando me dijo aquí mismo, con dos lágrimas en los ojos: «Da igual; ya vendrá usted otro día»? —En ese momento el zapatero bajó la escalera—. ¿Por qué no dejamos que el derribo de la calle del Jacinto sea la crisis que marque nuestro destino? —prosiguió él, tras devolverle al zapatero el gesto de saludo. (En ese momento el zapatero salió a la calle por el portal)—. Si me rechaza, no renunciaré; seguiré como hasta ahora. Pero... ¿no cree que ya he superado suficientes pruebas?

—No, no lo creo —respondió ella—. Pero a menos que se marche usted lejos de Roma y... de mí, no creo que pueda seguir resistiéndolo.

Fue una rendición considerable, desde luego, una gran caída, y así lo sostuvo Noel.

—Pero las alturas en que usted misma se había colocado, querida, eran demasiado sobrehumanas —dijo él, disculpándola.

También la calle del Jacinto sufrió una caída considerable. En verano fue demolida.

Antes de su demolición, la señora Lawrence, después de sofocar varias exclamaciones de asombro, fue a presentar sus parabienes, pero esta vez en una nueva dirección.

—Ha sido una suerte enorme —le comentaba a todo el mundo— que la señora Spurr esté confinada en cama de por vida y que ahora tenga que guardar luto.

Pero la señora Spurr no está confinada en cama; sale a pasear en coche con su hija, siempre que hace buen tiempo. Viste de negro, pero últimamente lo ha empezado a combinar con morado y malva.

[Traducción de Claudia Conde]

Elinor

Charlotte Mew

(c.1890)

CHARLOTTE MEW

(1869-1928)

Nació en Londres en 1869, tercera de los siete hijos de un arquitecto. Tres de sus hermanos murieron en la infancia, y otros dos fueron recluidos en manicomios siendo muy jóvenes. Ella y su hermana Ann decidieron no tener hijos para no transmitirles lo que consideraban una tara familiar, y vivieron siempre muy unidas y obsesionadas por el demonio de la locura. Desde muy joven, Charlotte Mew mostró un talento excepcional para escribir poesía, ensayo y relatos breves, y colaboró asiduamente en muchas de las publicaciones más conocidas de la época: Temple Bar, The Yellow Book, The Nation, The New Statesman, The Englishwoman... Su obra fue muy admirada por sus contemporáneos; Thomas Hardy la consideraba la mejor poetisa inglesa de la época, y Virginia Woolf era de la misma opinión. Su poesía está recogida en The Farmers Bride (1916) y The Rambling Sailor (1929), una colección póstuma de treinta y dos poemas. Incapaz de superar la muerte de su madre, y la enfermedad incurable de su hermana, que moriría en 1927, Mew empezó a tener alucinaciones y a perder la razón. Finalmente ingresó en una casa de reposo, donde se suicidaría el 24 de marzo de 1928.

«Elinor» (Elinor), inspirado en la figura de Emily Brontë —autora que admiraba mucho y sobre la que escribió un ensayo—, se publicó por primera vez en Collected Poems & Prose (Carcanet, 1981).