VII
Después de que cayera la oscuridad de la noche, violentas ráfagas de viento empezaron a recorrer el campo, misteriosas, ataviadas con jirones de un blanco fantasmal. Los innumerables copos de nieve, que antes se habían detenido, volvieron a aparecer, huyendo del viento; los árboles grandes movían las ramas como si los atravesara el dolor; los árboles pequeños se retorcían y adoptaban formas extrañas y fantásticas.
En el Bear, cada vez que el viento trazaba su enloquecido recorrido por la calle del pueblo, las ventanas repiqueteaban y el humo entraba en la sala, por debajo de la repisa, en densas nubes, como si se retirara para no enfrentarse a la tormenta de fuera. Rushout se llevó el vaso a los labios con pulso titubeante, y se dio un golpe en la barbilla con el borde.
Las manecillas del lento reloj casi marcaban las diez. Ya tenía que salir a enfrentarse con Jonathan en la encrucijada. No sabía muy bien lo que sucedería allí; tenía la vaga idea de que algo tenían que arreglar, pero poco le importaba. Jonathan le había perjudicado, y la conciencia del agravio conjuraba dentro de él un espíritu pendenciero que exigía una hostilidad violenta e impulsiva.
El embate del viento dio paso a un gemido de congoja: la ventana tembló con furia en el marco. Demasiado aturdido para salir a la tormenta, se sirvió un poco más de bebida.
Dieron las diez y media antes de que se pusiera el sobretodo y se embutiera el sombrero torpemente en la cabeza. Salió a la calle y de inmediato le abatió la fuerza cegadora del viento y de las ráfagas de nieve: se tambaleó, y no cayó al suelo porque se agarró a la pared. Se detuvo y recuperó el aliento. Tenía los sentidos lo bastante embotados para que no le importaran el frío penetrante de las rachas ni la humedad helada de la nieve; además, el esfuerzo de no caer requería toda su atención.
Se detuvo al lado del parapeto del puente, luchando desesperadamente por recobrar las facultades. Lo inusitado de la tormenta acentuaba su estupor. Detrás de él, en la oscuridad, se agolpaban un sinfín de copos de nieve; delante, también en la oscuridad, desaparecían. ¿Dónde estaba? ¿Había cruzado el puente? Sabía que el aire de la noche lo había embriagado. Lo espabiló la vaga sensación de un propósito sin cumplir: debía vengar la memoria de Jane. Y volvió a emprender la marcha. Cruzó el puente e incluso subió la cuesta del otro lado, aunque el recorrido le ocupó mucho tiempo.
Ahora el frío empezaba a calar en él. La encrucijada estaba apenas a cien metros. Pero no sabía en absoluto dónde estaba. Tropezó con algo y cayó de cabeza en la nieve.
—Lo vi hecho un ovillo en la cuneta; si no me hubiera parado, aún estaría ahí tirado —dijo el arriero.
—Vamos a dejarlo en el sofá, así —propuso el mozo de cuadra—. Pásale los brazos por debajo... eso.
—Pues no pesa nada éste —observó el arriero mientras depositaban el cuerpo.
—¿Cómo ha llegado allí? —preguntó la doncella.
Las tres figuras estaban hombro con hombro. El farol del arriero se encontraba encima de la mesa: era la única luz que había.
—Enciende una de esas velas, echémosle un vistazo —propuso el mozo.
La doncella le obedeció.
Pero la corriente convirtió la llama en una chispita.
—Cierra la puerta, la puerta de la calle. ¡Escuchad el viento!
—Tiene un golpe feo en la frente —observó el arriero.
—Lo mejor será llamar al médico —propuso la doncella.
El mozo salió.
—Sólo está atontado, nada más —dijo el arriero—. Creo que le voy a desabrochar el cuello.
Cinco minutos después el doctor Wilkinson estaba con ellos y daba instrucciones a los dos hombres para que lo acostaran en el piso de arriba. Una vez hecho esto, el arriero prosiguió su camino.