Revuelo frente al Café Royal

Un relato de la señorita Van Snoop, detective

El coronel Mathurin era uno de los aristócratas del crimen; al menos, ése era el nombre con el que había cometido un peligroso atraco en un banco de Detroit, causando la muerte violenta de su director, aunque la policía estuviera convencida de que el Rossiter responsable de varios timos del nazareno* en Melbourne no era sino el propio Mathurin con otro nombre, y de que el cerebro y principal beneficiario de un espectacular caso de asesinato en las Midlands era el mismo personaje ubicuo y misterioso.

Pero Mathurin llevaba años burlando a sus perseguidores; todos sabían que era el más infame de los criminales, y que nunca se dejaría coger vivo. Además, como siempre trataba con subalternos que ignoraban su paradero y apenas conocían su aspecto físico, la policía tenía muy pocas pistas sobre su identidad.

La verdad es que sólo dos personas, aparte de sus cómplices más cercanos, habrían podido reconocer a Mathurin de habérselo encontrado cara a cara. Una de ellas era el director del banco de Detroit a quien había matado de un tiro delante de su prometida. Gracias a la intervención de la segunda persona, detuvieron a Mathurin y lo extraditaron a Estados Unidos, donde acabó expiando toda una vida de delitos. Su detención pasó casi inadvertida para los espectadores. Pero la historia —que he reconstruido con los datos proporcionados por un oficial de policía que conocí en una taberna de Westminster y por una joven llamada señorita Van Snoop— tiene un componente romántico cuando se profundiza un poco.

Un bonito y luminoso día, alrededor de la una y media, una joven bajaba por Regent Street en un carruaje que había cogido en la puerta de su casa de huéspedes, cerca de la estación de Portland Road. Había pedido al cochero que condujera despacio, pues le daban miedo los caballos; y eso le permitía observar, con la curiosidad de una recién llegada, la muchedumbre de paseantes que atestan Regent Street casi a todas horas del día. Era una mañana soleada, y todo el mundo parecía feliz. Las señoras hacían sus compras o miraban los escaparates; a los hombres se les abría el apetito para el almuerzo; las floristas vendían «preciosas violetas, dulces violetas, a un penique el ramillete». Y la joven del carruaje, con un brazo apoyado en la manta de piel, contemplaba con suma atención la escena. No era exactamente hermosa, pues la simetría de sus facciones se veía mermada por cierto rictus de dureza. Pero su pelo, casi negro, y sus ojos color azul grisáceo le conferían un gran atractivo.

Justo frente al Café Royal* se produjo cierto revuelo, y el tránsito de peatones se interrumpió temporalmente. Una berlina se había detenido para que bajaran sus ocupantes, y detrás de ella había una victoria y detrás, un cabriolé; y, mientras la joven dirigía una rápida mirada a la pareja de la berlina, vio a varios hombres en los escalones. Echándose bruscamente hacia atrás, abrió la trampilla del techo.

—Pare aquí —dijo—, he cambiado de opinión.

El cochero se detuvo junto al bordillo y la joven se apeó de un salto.

—No se preocupe por el cambio —exclamó, dándole media corona.

Había cierto deje norteamericano en su voz; y el cochero, metiéndose el dinero en el bolsillo, le dio las gracias y sonrió.

«Puede que critiquen el impuesto ** —dijo para sí, mientras avanzaba lentamente en dirección a Piccadilly Circus—, pero, ¡demonios!, es mucho mejor que el comercio libre.»

Entretanto, la joven volvió andando al Café Royal y, después de echar una ojeada a los hombres que había en la puerta, entró. Un par de individuos la miraron con asombro; pero la muchacha no reparó en ello y siguió hasta el comedor.

—Apuesto a que es norteamericana —comentó uno de los mirones—. Van a cualquier sitio y hacen lo que les da la gana.

Al empujar la puerta vio delante de ella a un hombre alto y bien afeitado, impecablemente vestido con una levita y un brillante sombrero de seda, y con una flor en el ojal. El hombre miró a uno y otro lado para elegir una mesa bien situada. Vaciló, y ella también; pero cuando el camarero indicó al hombre con un gesto que se sentara a una mesa de dos cubiertos, la joven se apresuró a ocupar la mesa vecina.

—Perdón, señora —dijo el camarero—, esta mesa es para cuatro personas; ¿le importaría...?

—Prefiero quedarme aquí —respondió ella.

Y la expresión de sus ojos, además de cierto peso liviano en la palma de la mano del camarero, le garantizaron que no volvería a importunarla.

El restaurante estaba lleno de gente que almorzaba, sola o en grupos de dos, tres o incluso más personas; y fueron muchas las miradas de curiosidad dedicadas a aquella joven que comía tranquilamente sin compañía alguna. Pero ella no pareció advertirlo. Cuando no tenía los ojos en el plato, los fijaba enfrente: en la espalda del hombre que había entrado instantes antes que ella. Después de beber media botella de champán con la comida, el hombre pidió un licor con el café. La joven, que había tomado agua con gas, se recostó en la silla y frunció el ceño. Sus cejas eran tan rectas que parecían juntarse sobre la nariz cuando hacía un gesto de perplejidad. Luego llamó a un camarero.

—¿Me trae una hoja de papel, por favor? —dijo—. Y la cuenta.

El camarero siguió sus instrucciones y la joven, tras un momento de reflexión, procedió a escribir unas líneas a lápiz. Cuando terminó, dobló cuidadosamente la hoja y la guardó en su cartera. Entonces pagó la cuenta, metió la cartera en el bolsillo del vestido y esperó pacientemente.

Unos minutos después, el hombre bien afeitado de la mesa contigua pidió la cuenta y se preparó para marcharse. La joven se puso los guantes al mismo tiempo, sin perder de vista la espalda de su vecino. Cuando éste se levantó para salir y pasó por delante de su mesa, ella estaba mirándose en un espejo y arreglándose el pelo. Luego se dio la vuelta y siguió al hombre al exterior del restaurante, mientras la pareja que tenía al lado se extrañaba de que un hombre y una mujer entraran y salieran a un tiempo sin conocerse aparentemente de nada.

Pero lo que sucedió fuera fue aún más curioso.

El hombre se detuvo un momento en los escalones. El portero, que estaba charlando con un policía, se volvió con el silbato en la mano.

—¿Un carruaje, señor?

—Sí —dijo el hombre bien afeitado.

El portero estaba llevándose a los labios el silbato cuando reparó, detrás del hombre, en la chica.

—¿Quiere también un coche, señora? —le preguntó, y tocó el silbato.

Cuando se volvió de nuevo en espera de una respuesta, vio con toda claridad cómo la chica, que estaba justo detrás del hombre bien afeitado, metía la mano debajo de su levita y, sacándole algo del bolsillo trasero, lo guardaba rápidamente en el suyo.

—Bueno, yo... —empezó a decir el hombre bien afeitado, dándose la vuelta y palpándose el bolsillo.

—¿Ha perdido usted algo, señor? —dijo el portero, poniéndose delante de la joven para impedirle la huida.

—Me falta la pitillera —dijo el hombre, mirando a derecha e izquierda.

—¿Qué sucede? —dijo el policía, dando un paso adelante.

—He visto cómo esta mujer metía la mano en el bolsillo del caballero —dijo el portero—. Tan claro como le estoy viendo a usted.

—Oh, así que es eso... —dijo el policía, acercándose a la joven—. Lo que me había parecido...

—Vamos, vamos —dijo el hombre bien afeitado—. No quiero ningún escándalo. Devuélvame esa pitillera, y no se hable más del asunto.

—Yo no la tengo —protestó la joven—. ¿Cómo se atreve? Nunca he tocado su bolsillo.

El semblante del hombre se oscureció.

—¡Venga! —exclamó el portero.

—Mentir no le servirá de nada —dijo el policía—. Tendrá que venir conmigo. Será mejor que cojamos un coche de punto, ¿no cree, señor?

Porque, al ver que se gestaba algo interesante, un grupo de mirones se había agolpado frente a la entrada del café. Detuvieron un carruaje, y la joven montó en él, seguida del policía y del hombre bien afeitado.

—Jamás me habían insultado así —dijo ella.

Sin embargo, tomó asiento con mucha calma, como si estuviera perfectamente preparada para afrontar esta o cualquier otra situación comprometida, mientras el policía la vigilaba de cerca para que no se deshiciera subrepticiamente del objeto robado.

En la comisaría cercana se iniciaron los trámites pertinentes, y el hombre bien afeitado se constituyó en parte querellante. Pero la joven insistía en su inocencia.

El inspector a cargo del caso parecía dudar.

—Habrá que registrarla —dijo.

Y la condujeron a otra sala para que una mujer llevase a cabo el registro.

En cuanto se cerró la puerta, la joven se metió la mano en el bolsillo, sacó la pitillera y la puso encima de la mesa.

—Aquí tiene —exclamó—. Esto aclarará el asunto de momento.

La mujer pareció muy sorprendida.

—Y ahora —dijo la joven, extendiendo los brazos— busque en este otro bolsillo y saque mi cartera.

La mujer sacó la cartera.

Ábrala y lea un papelito que hay dentro.

En la hoja de papel que el camarero le había dado, la joven había escrito estas palabras, que la mujer leyó en voz baja, casi entre dientes.

Voy a sustraerle a este hombre lo que lleve en el bolsillo para que se avenga a entrar pacíficamente en una comisaría. Se trata del coronel Mathurin, alias Rossiter, alias Connell, y se le busca en Detroit, Nueva York, Melbourne, Colombo y Londres. Que cuatro hombres lo apresen desprevenido, porque va armado y está dispuesto a cualquier cosa. Soy Nora Van Snoop, del cuerpo de detectives de Nueva York.

—Muy bien —se apresuró a decir la señorita Van Snoop, mientras su interlocutora alzaba la mirada hacia ella después de leer la nota—. Muéstresela al jefe; inmediatamente.

La mujer abrió la puerta. Después de consultar con alguien en voz baja, apareció el inspector con la nota en la mano.

—Vamos, dese prisa —exclamó la señorita Van Snoop—. ¡Y no se preocupe! Aquí están mis credenciales.

Y hundió la mano en el otro bolsillo.

—Pero... ¿está segura —preguntó el inspector— de que es el hombre que disparó contra el director del banco de Detroit?

—¡Santo Dios! ¿Acaso no vi con mis propios ojos cómo disparaba a Will Stevens? ¿Y no me metí en la policía para atraparlo?

La joven dio una patada en el suelo, y el inspector salió de la sala. Ella aguardó de pie, y aguzó el oído uno, dos, tres, cuatro minutos. Al final le llegó un grito amortiguado. Poco después, volvió a entrar el inspector.

—Creo que tiene razón —dijo—. Hemos encontrado pruebas suficientes para identificarlo. Pero ¿por qué no lo entregó antes a la policía?

—Quería detenerlo yo misma —contestó la señorita Van Snoop—. Y lo he conseguido. Oh, Will, Will...

La señorita Van Snoop se desplomó en una silla de mimbre, apoyó la cabeza en la mesa y se echó a llorar. Ahora podía permitirse el lujo de perder los nervios: se lo había ganado. Media hora después salía de la comisaría y, dirigiéndose a una oficina de correos, mandaba un telegrama con su dimisión al jefe del cuerpo de detectives de Nueva York.

[Traducción de Marta Salís]

Alas rotas

Henry James

(1900)

HENRY JAMES

(1843-1916)

Nació en Nueva York en 1843, en el seno de una rica y culta familia de origen irlandés. Recibió una educación ecléctica y cosmopolita, que se desarrolló en gran parte en Europa. En 1875 se estableció en Inglaterra, después de publicar en Estados Unidos sus primeros relatos. El conflicto entre la cultura europea y la norteamericana está en el centro de muchas de sus obras, desde sus primeras novelas, Roderick Hudson (1875) o El americano (1876-1877), hasta El eco (1888) o La otra casa (1896) y la trilogía que culmina su carrera: Las alas de la paloma (1902), Los embajadores (1903) y La copa dorada (1904). Maestro de la novela breve, algunos de sus logros más celebrados se encuentran en este género: Otra vuelta de tuerca (1898), En la jaula (1898) o Los periódicos (1903). Fue, asimismo, un brillante crítico y teórico, como atestiguan los textos reunidos en La imaginación literaria, y escribió numerosos relatos breves. Nacionalizado británico, murió en Londres en 1916.

«Alas rotas» (Broken Wings) apareció por primera vez en The Century Magazine, en diciembre de 1900, y fue uno de los cuentos incluidos en Lo más selecto, publicado en 1903.