VII
—Últimamente me he preguntado por qué me gusta usted —exclamó lady Tal una mañana, dirigiéndose a Marion; y sus palabras se vieron interrumpidas por las carcajadas de su odiosa y poco femenina prima (¿cómo podía ella soportar a esa joven?, pensó Marion), quien dijo con la picardía de una fregona:
—Oh, Tal, ¿cómo puedes ser tan maleducada con este caballero? No deberías decir a las personas que no sabes por qué te gustan, ¿verdad, señor Marion?
Marion guardó silencio. Se despreciaba a sí mismo por detestar a aquella joven rubia y corpulenta de modales espantosos, que insistía en llamarlo «Mary Anne», recreándose en su broma. Lady Tal hizo caso omiso de la interrupción, pero repitió pensativa, apoyando su bonita barbilla partida en la mano mientras cortaba un melocotón con el cuchillo:
—Me he preguntado por qué me gusta, señor Marion (antes no me gustaba, pero procuré congraciarme con usted por el bien de Christina), ya que no se parece nada al pobre Gerald. Pero ya lo he descubierto y estoy encantada. En este mundo no hay nada mejor que descubrir por qué se hacen o dejan de hacer las cosas. En realidad, es lo único agradable, aparte de ir a caballo por el campo y beber agua helada un día caluroso. Usted me gusta porque, a pesar de haber visto mucho mundo y de conocer a mucha gente, sigue teniendo una buena opinión de ellos. La gente intenta siempre presumir de inteligencia y buscar la explicación de todo en pequeñas mezquindades; pero usted no. Es muy considerado por su parte, e inteligente. Incluso más inteligente que sus libros, ¿sabe?
Al hacer este comentario (con aristocrática indiferencia, como si no fuera nada personal), lady Atalanta dio de lleno en el clavo. Aquel don, muy poco común, de ver el lado sano, limpio e incluso relativamente noble de las cosas, de no ser un misántropo, aun siendo pesimista, era la característica más extraordinaria de Jervase Marion; la que le convertía, pese a sus manías de solterón y a su rechazo de las relaciones íntimas, en un hombre, y además muy varonil, y lo dotaba —a él, persona analítica y nerviosa— de cierta calma, dulzura y firmeza.
Pero el comentario de lady Tal, aunque singularmente acertado en lo fundamental, resultó un mazazo para el novelista. Pues daba la casualidad de que, por primera vez en la vida, Marion no había observado con ojos imparciales, serenos y confiados a uno de sus afligidos congéneres en este mundo melancólico; y de que esa persona, con la que no se había portado como debía, era precisamente lady Tal.
Se veía incapaz de explicar por qué le sucedía. Pero tenía la certeza de que —aun reconociendo en la conversación de lady Tal, en su novela, en lo poco que le había contado de su vida, unos sentimientos delicados, incluso nobles, reflejo de una personalidad un tanto extraña o a primera vista no demasiado atractiva, aunque sin duda original y deseable— había adoptado la costumbre de explicar de un modo innoble cuanto había de oscuro y contradictorio en ella; y de creer que tal vez sus virtudes aparentes acabaran siendo un engaño o una trampa. Quizá dependiera de las continuas críticas que le llegaban sobre todas y cada una de las facetas del carácter y de la conducta de lady Atalanta: la historia de su matrimonio mercenario, el relato de la asombrosa falta de sentimientos tras la muerte de su hermano, y la perpetua y al parecer fundamentada insinuación de que aquella mujer, que poseía una renta de quince mil libras anuales y, según decían, gastaba dos, estaba labrándose la opulencia del día de mañana y burlando los deseos de su difunto marido. Además, había algo un tanto desagradable en la insólita falta de emociones exhibida en aquella parte de su biografía que podría considerarse propiedad pública.
Bien sabe Dios que a Marion no le gustaban las mujeres que se dejaban arrastrar por una grande passion; de hecho las pasiones, algo que no había experimentado ni descrito, le resultaban claramente repulsivas. Pero, después de todo, lady Tal era joven, lady Tal era hermosa y lady Tal llevaba años y años siendo viuda; así que era inhumano por su parte no haber encontrado ninguna tentación que pusiera en peligro su corazón o su herencia. Era feo; sin duda lo era. El mundo, a fin de cuentas, tenía derecho a exigir que una joven de noble linaje y mediana educación tuviera corazón. Era evidente, pensó, que el físico de lady Atalanta era, asimismo, culpable de su actitud recelosa; la naturaleza le había otorgado un rostro que parecía una máscara, unos músculos que jamás se estremecían, unos nervios que se ocultaban en algún lugar más recóndito de lo habitual: lady Tal era enigmática, y un hombre tiene derecho a detenerse ante un enigma. Además... Pero Marion no podía comprender del todo ese además.
Lo comprendió unos días más tarde. Lady Tal y él habían celebrado su séance * habitual con Christina aquella mañana, y, ahora que empezaba a anochecer, tres o cuatro personas pasaron por casa de lady Tal tras su paseo diario por San Marcos. La dama había alquilado una pequeña casa, dignificada con el título de Palazzina, en el Zattere. Era bastante moderna, y la colonia de estetas de Venecia miraba con desdén a una mujer que, a pesar de su cuantiosa fortuna, no vivía en un auténtico palacio. Como la mayoría de ellos eran norteamericanos, decían que no podían sentirse a gusto en una vivienda sin reminiscencias históricas. La ventaja de la casita de lady Tal, como ella la llamaba, era que tenía un jardín —diminuto y circular— por el que una mujer solitaria podía pasear. En aquellos instantes, Marion y ella estaban dando una vuelta por él. Las ventanas de la planta baja estaban abiertas, y en el salón se oían tazas y platillos, el rasgueo de una guitarra y unas carcajadas, sobre las que se elevaba la voz fuerte y la aristocrática pronunciación de fregona de la varonil prima de lady Atalanta.
—¿Dónde está Tal? ¡Seguro que ha salido con Mary Anne! ¡Pobre Mary Anne! Estará preguntándole cosas de Christina: cómo mejorar la pelea entre Christina y su suegra, dónde poner puntos y comas, etcétera. Christina es su novela, ¿saben? Se supone que usted pedirá Christina en su club cuando se publique, señor Clarence. He escrito ya a todos mis primos para que la pidan en Mudie's*.
Marion frunció el ceño, como si le apretaran las botas, y siguió paseando por el camino de grava entre los oscuros matorrales y las pequeñas y espectrales estatuas de terracota, con la jarcia de los barcos del canal Giudecca recortándose sobre el cielo azul del atardecer, y el aroma indefinido, dulce y embriagador del Olea fragrans.
¡Maldita muchacha! ¿Por qué no podía pasear él por el jardín con una hermosa mujer de treinta años sin que todos se enteraran de que era sólo por la novela de lady Tal? Aquella novela, aquella posición de consejero literario, de una especie de institutriz varón, le harían quedar en ridículo. Por supuesto que lady Tal estaba sirviéndose de él —sólo sirviéndose de él— con su actitud grosera y descarada; por supuesto que lo único que quería es que la ayudara con su novela; por supuesto que, en cuanto acabara de escribirla, se olvidaría de él. Marion sabía todo eso, y le parecía natural. Pero no le hacía ninguna gracia que toda Venecia se riera de él.
—¿Le parece que entremos, lady Tal? —dijo bruscamente, tirando el cigarrillo—. Los demás invitados estarán suspirando por su compañía.
—Y ¿usted no? La verdad es que no me apetece entrar; Gertrude cuidará de ellos y de su bienestar; además, me da igual. Quiero hablar con usted. No entiendo por qué esa situación le parece tan forzada. Yo la habría considerado de lo más normal, es decir, bastante correcta... ¡No me cabe en la cabeza que no la entienda!
Jervase Marion estaba en esa disposición de ánimo capaz de considerar a lady Tal un sujeto legítimo de estudio, y la vivisección intelectual, una ocupación digna de elogio. Dicho estudio requiere, por regla general, una gran dosis de duplicidad por parte del observador; duplicidad sin duda santificada, como todo lo demás, por la elevada misión de husmear en el alma de nuestros congéneres.
—Bueno —respondió Marion (odiaba terriblemente aquel elegante apellido francés de Alabama después de verlo transformado en Mary Anne)—, desde luego, es comprensible que una mujer evite las tentaciones de una pasión individual; pero ha de reconocer usted que, cuando una mujer decide evitar las tentaciones de cualquier pasión en abstracto, y se muestra, además, obsesionada por ello, una situación así (sobre todo cuando jamás ha experimentado la menor pasión, cuando no sabe lo que significa quemarse siquiera las yemas de los dedos) resulta bastante inverosímil.
Lady Tal no se calló, como él esperaba. No parecía encontrar peligroso que alguien le sonsacara el secreto de su vida.
—Eso lo dice sólo porque es una mujer. Seguro que conoce a muchos hombres que, pese a no haberse enamorado nunca ni correr el riesgo de hacerlo, ¡pobrecillos!, viven firmemente decididos a no ponerse nunca en peligro, a no sacar jamás el corazón del bolsillo del chaleco para contemplarlo, y todo por temor a perderlo.
Ahora fue Marion quien guardó silencio. De no haber oscurecido, lady Tal le habría visto estremecerse y sonrojarse; y él habría visto la extraña, aunque no desagradable, sonrisa de ella. Y empezaron a discutir los tecnicismos de la famosa novela.
Marion se quedó un poco más que el resto de los invitados. La ingeniosa prima estaba rasgueando la guitarra en el cuarto contiguo, intentando tocar una canción veneciana que el capitán de la marina le había enseñado. Marion bebía lentamente una tercera taza de té —se preguntaba por qué tomaba tanto té; el té era muy nocivo para sus nervios—, sentado entre arbustos en flor, antiguos retales de brocados y bordados, y los distintos bibelots que convertían el salón de lady Tal —como todo salón con pretensiones de modernidad y distinción— en una mezcla entre exposición de flores y tienda de prestamista, como si el súmmum de la tapicería moderna fuera evitar el uso de agujas y clavos, y permitir que las visitas se sentaran en pequeños montículos de trapos multicolores. Lady Tal ajustaba una lámpara que estaba quemándose o, mejor dicho, humeando en aquellos instantes, rodeada de colgantes de encaje sobre una columna tallada.
—Ah —dijo de pronto—, qué difícil es que la comprendan a una en la vida. Estoy pensando en Christina, ¿sabe? En realidad, nunca espero que nadie comprenda nada. Pero imaginaba que todo se debía a que, hasta ahora, mis amigos eran unos frívolos que sólo leían anales de la nobleza y periódicos deportivos. Creía que, como usted escribía novelas, era diferente. Supongo que, a la postre, todo es cuestión de constitución física y parentesco..., cuando se trata de comprender a nuestro prójimo. Si las moléculas no son exactamente iguales y están en el mismo lugar (no se extrañe, acabo de leer los Principios de fisiología mental de Carpenter*), es inútil. Lo cierto es que la única persona que me ha comprendido ha sido mi hermano Gerald.
Lady Tal daba la espalda a Marion, y su alta silueta sólo era una masa oscura recortada contra la luz de la lámpara y la pared blanca iluminada.
—Y, sin embargo —dijo de pronto Marion—, usted no estaba... no estaba... muy unida a su hermano, ¿verdad?
Marion se horrorizó de estas palabras antes de que terminaran de salir de sus labios. ¡Santo cielo! ¿Por qué se había permitido decir eso? Pero no tuvo tiempo de analizarlo. Lady Tal se dio la vuelta y lo miró. Su rostro estaba muy pálido, muy tranquilo; en absoluto irritado, pero desdeñoso. Siguió ajustando la lámpara con una mano.
—Veo —señaló con frialdad— que se lo han contado todo sobre mi singular comportamiento. Al parecer, sorprendí y escandalicé a mis conocidos con mi conducta tras la muerte de Gerald. Supongo que lo decoroso es que una mujer se ponga histérica, guarde cama y se encierre tres meses, como mínimo, tras la muerte de su único hermano. En aquel momento no se me ocurrió; de lo contrario, lo habría hecho, cómo no. Tengo por norma amoldarme a esas cosas. Ahora me doy cuenta de que cometí un error, de que demostré una falta de savoir-vivre y todo eso. ¡Qué estúpida! Sólo tuve en cuenta mis preferencias, y da la casualidad de que quería llevar las riendas de mi vida. No parecía gustarme la compasión de los demás; ya sabe que ahora el mundo tiene derecho a mostrar compasión en determinadas circunstancias, del mismo modo que un desconocido tiene derecho a dejar su tarjeta después de haber sido presentado. Era consciente, asimismo, de que Gerald habría odiado que yo me convirtiera en un payaso para todos *. Aunque le parezca extraño, solíamos leer juntos los sonetos de Shakespeare; y, ¿sabe?, lo único que me importaba realmente era hacer lo que él quería. Jamás me ha importado otra cosa; ni me importará... Después de todo, si no me gusta llamar la atención es porque Gerald lo habría detestado. Todo lo demás es irreal. Uno cree que está vivo, pero no lo está.
Lady Atalanta había dejado de juguetear con la lámpara. Sus grandes ojos azules se habían llenado de lágrimas que no resbalaban por sus mejillas; pero, al pronunciar estas palabras, en tono súbitamente ronco, miró a Marion con una sonrisa extraña, al tiempo que rompía un trozo de papel doblado con sus bonitos dedos largos.
—¿Se da cuenta? —añadió con aquella sonrisa medio desdeñosa, secándose apaciblemente los ojos—. Así son las cosas, señor Marion.
Una luz repentina pareció iluminar el cerebro de Marion; una luz acompañada de algo más, no sabía qué, algo relacionado con la música, el perfume, lo hermoso y seductor, aunque solemne. Era consciente de sentirse conmovido, terriblemente apenado, al tiempo que inmensamente feliz; estaba a punto de decir no sabía qué, algo correcto, natural, como las cosas que se dicen de cuando en cuando a los niños de manera improvisada.
«Mi querida joven...»
Pero estas palabras no salieron de sus labios. Recordó de pronto cómo y con qué ánimo había suscitado aquella explosión de sentimientos por parte de lady Tal. No podía dejar que continuara, no podía aprovecharse de ella; carecía de valor para decir: «Lady Tal, soy un miserable canalla que ha estado husmeando en sus sentimientos; no merezco que me hable». Y se avergonzó tanto de su propio cinismo que vio aflorar su antiguo rechazo al contacto espiritual con los demás.
—Sí, lo comprendo, lo comprendo —se limitó a decir, mirándose las botas y moviendo arriba y abajo el anillo de su madre, que llevaba en la leontina—. Claro que lo comprendo. De hecho, tiene mucha razón cuando dice lo de que no estamos siempre vivos. O mejor, que normalmente estamos vivos cuando vivimos nuestra pequeña y monótona existencia, repleta de nada; y que, en los momentos en que creemos estar vivos, en que realmente sentimos y existimos, no somos nosotros mismos sino otra persona.
Marion no tenía intención de pronunciar un discurso cínico. Sabía que se había comportado como un canalla con lady Tal, y, por ese motivo, le decía que la consideraba una impostora. Reaccionaba contra el enorme placer que le procuraba descubrir que tenía aquella alma de la que tanto dudaba. Ahora estaba en situación de decirle que carecía de ella.
—Sí —respondió lady Tal, encendiendo un cigarrillo por encima de la lámpara—. Tiene razón. Tomaré prestado su comentario y lo incluiré en Christina. Ya sabe que puede usted utilizar, a cambio, cualquiera de mis observaciones.
La dama adelantó el labio inferior con aquel feo gesto de cinismo que no le pertenecía, pero que copiaba de otras mujeres más frívolas, como el modo de colocar los codos o de pronunciar ciertas palabras: una señal de casta, como podría ser un triángulo azul en la barbilla o una mariposa amarilla en la frente, y no algo más airoso o atractivo.
—A veces creemos tener alma —dijo pensativa—. Pero no es cierto. El alma impediría que la ropa nos sentara bien, ¿no cree? Uno hace esto o lo otro porque es mejor. Aquí en el continente, por ejemplo, está bien mesarse los cabellos y rodar por el suelo, y fingir que tiene uno alma; nosotros hemos ido más allá, de igual modo que hemos ido más allá de las mujeres que simulan saber arte y literatura. Aquí se comportan así, y hacen el ridículo. ¿Acaso no acaba de pensar usted que yo tenía alma, señor Marion? Durante unos instantes he conseguido que lo creyera. Ha sido bastante mezquino por mi parte. Pero no la tengo. Soy demasiado educada.
Había cierta amargura en sus irónicas palabras; pero ¿cómo podía bromear? Marion sintió que odiaba a aquella mujer cuando ella extendió el brazo y le tendió su mano hermosa y fría.
—Sea bueno y acuérdese de la pobre Christina mañana por la mañana —dijo con su pequeña sonrisa de ojos y labios cerrados.
La odiaba con la misma intensidad con que la había querido media hora antes. Recordando esa pequeña efusión de sentimiento, lady Tal le pareció una mujer ruin mientras cruzaba una placita iluminada por la luna, con un pozo en el centro y casas blancas a su alrededor.
Jervase Marion, a la mañana siguiente, se despertó con la sensación de haber sido muy injusto con lady Tal y, lo que es peor, muy injusto consigo mismo. Uno de los inconvenientes de la amistad (ya que, después de todo, aquello era una especie de amistad) era que a veces se sorprendía a sí mismo diciendo cosas muy diferentes de las que pensaba y sentía, ocultando a los demás su verdadera naturaleza de un modo humillante para su dignidad. Marion deseaba ser claro y sincero; pero, por alguna razón, le resultaba casi imposible cuando aparecían otras personas en escena: no era fácil ni agradable mostrar su verdadero yo. Ése era otro de los motivos de que viviera solo en un ático de Westminster, y bajara de allí en cuerpo, pero no en alma, para moverse entre meras amistades, objetos incorpóreos, con los que no corría el menor peligro de entablar una relación sincera. Pero, en aquella ocasión, se había permitido estrechar el contacto con uno de sus semejantes; y, en consecuencia, no sólo se había comportado como un indeseable, sino que había hecho una cosa tan odiosa como simular sentir algo diferente de lo que sentía.
De lo que sentía en aquel preciso instante, entiéndase bien. Por supuesto que Marion, en su calidad de novelista analítico moderno, sabía que los sentimientos son algo meramente transitorio; y que el sentimiento que le había embargado la noche anterior, y que seguía embargándolo ahora, no iba a durar. El sentimiento, reconoció en su fuero interno (es mucho más fácil admitirse esas cosas a uno mismo, haciendo la salvedad de que no es más que una fase pasajera, el yo eterno e inmutable mirando plácidamente al yo transitorio y cambiante), el sentimiento en cuestión era un tanto admirativo y patético en relación con lady Tal. Incluso se confesó que entrañaba una pequeña dosis de poesía. Aquella mujer, alta y correcta, de rostro hermoso e inexpresivo y modales espantosos e igualmente inexpresivos, que había vivido un pequeño romance bastante singular que nadie debía sospechar, poseía un fuerte atractivo para la imaginación, un valor innegable. Excluida por algún motivo (Marion borró de su imaginación que éste fuera la fortuna del difunto Walkenshaw) del campo de las emociones y los intereses a que tienen derecho las mujeres, altas y hermosas, y trasladado todo esto a un hermano lisiado y adorable —por supuesto, mucho menos adorable de lo que ella pensaba—, con una vida convencional, y una religión de amor y fidelidad oculta en su interior, aquella noble y elegante condesa Olivia* de nuestros días había logrado despertar el caudal de ternura y caballerosidad celosamente guardado en el corazón de Marion. Y éste volvió a verla, con aquellas lágrimas inesperadas que le asomaban a los ojos.
Aunque sin duda no era el mejor modo de tratar el tema. No había nada artístico en ello, ni moderno. Y Marion era en esencia un novelista moderno. Lady Tal, en su papel de lady Olivia, con un hermano muerto en la lejanía, varios duques en segundo plano y ningún paje encantador visible en parte alguna (la gente parecía opinar unánimemente que lady Tal jamás se había enamorado), ofrecía una estampa bella, pero nada procedente. Jervase Marion consideraba a lady Tal excesivamente convencional (aunque con un convencionalismo que concedía el debido valor a su natural romántico), porque a veces no pronunciaba ciertas desinencias, sacaba ostensiblemente los codos y se negaba en rotundo a mostrar cualquier clase de emoción. El propio Marion se aferraba a una serie de modelos para estudiar los asuntos humanos, que equivalían, en el terreno de la escritura de novelas, a esos mismos convencionalismos modernos de lady Atalanta. La dama de su novela habría vivido durante años bajo la influencia de un amigo inválido (el hermano habría de convertirse en una mujer mortalmente enferma, con un marido horrible —una situación muy parecida a la de Emma y Tony en Diana of the Crossways *—, de cualidades intelectuales y morales muy superiores a las de ella); por supuesto, tras la muerte de la princesa de Trasimeno (que sería el difunto Gerald Burne), lady Tal (Marion era incapaz de ponerle un nombre) volvería a verse gradualmente inmersa en una sociedad frívola, fútil y despiadada; el quid de la historia estribaría en la lenta desaparición de esa noble influencia, la progresión diaria del lado más ruin de lady Tal y del mundo en general. Se le presentaría una oportunidad —casarse, por ejemplo, con un hombre relativamente pobre— para escapar de aquella creciente marea de vileza y trivialidad; el lector tendría que pensar que ella se enamoraría de él, que lo elegiría. Aunque sería más moderno y artístico, menos romántico, que el lector inteligente pudiera adivinar la deprimente necesidad de la asimilación final de lady Tal a ese vacío moral e intelectual. Sí, las cosas para las que ella viviría, un círculo de monótona disipación que no podría divertirla; de gastar por gastar, del convencionalismo por el convencionalismo; como esas mujeres falsas, inteligentes y desmoralizadas, con sus múltiples quejas medio imaginarias contra el mundo, con sus maridos e hijos, con sus débiles y tímidas ansias de mesmerismo, espiritualismo, budismo y demás formas de adulteración intelectual... Marion tenía la sensación de estar viéndolo. Tiró su cigarro al canal, y se recogió el pantalón mientras se sentaba solo en la góndola, y alzó la vista para mirar los laureles y las adelfas, y las persianas amarillas de paja de la casa de lady Tal en el Zattere.
Sería una novela estupenda. La imaginación de Marion empezó a verse inundada de detalles: le asaltaron todas las conversaciones sobre lady Tal, su convencionalismo —que incluso los demás percibían—, su desagradable tacañería, el modo en que se aprovechaba del dinero del difunto Walkenshaw, incapaz de armarse de valor para renunciar a él, su extraña y desmesurada codicia.
Obviamente, aquello era la máxima degradación. Haría gala de una gran valentía al escribirlo, después de mostrar lo que había sido y lo que podría haber sido esa mujer; después de mostrar sus coqueteos con cosas más elevadas (la composición de aquella novela, por ejemplo, para la que debía encontrar un equivalente). Sería un texto valiente, moderno, artístico, a fin de hacer frente a la excesiva sordidez final. Y, sin embargo..., sin embargo Marion sentía cierta repugnancia a plasmar todo eso por escrito: se le antojaba demasiado horrible. Además, despertaba en él aquella sensación vaga e inquietante de ser un canalla que tanto le había perturbado esa noche. Sospechar todas esas cosas de una mujer... Pero Marion se dijo con cierta saña que —sabía— no eran sospechas sino certezas.