La quinta edición

La tarde no había sido un éxito para él. La señorita Elliott, a quien tenía especial interés en ver, no estaba «en casa», lo cual resultaba muy molesto pues ella sabía que iba a visitarla; además, un amigo excesivamente obsequioso le había enviado una nota con una reseña que lo había ofendido mucho y que, si no hubiera sido por su amigo, jamás habría visto. Por tanto, cuando reparó en que estaba cerca de las habitaciones de Maxwell, decidió de inmediato ir a verlo por si el joven actor podía ofrecerle una entrada para algún espectáculo esa noche. Cualquier disgusto pasajero le producía un odio intenso, y quería algo que lo distrajese.

Maxwell vivía en Museum Street, y Leyden había estado en sus habitaciones muchas veces, así que, cuando encontró el portal de la calle entreabierto, entró sin más ceremonias y subió hasta el segundo piso. Seguramente la criadita para todo había ido a llevar una carta al correo o a comprar a una tienda cercana, y era inútil llamar a un timbre al que nadie iba a responder.

Al entrar en la habitación, lo primero que pensó fue que Maxwell había hecho limpieza; lo segundo, que la transformación era demasiado radical para interpretar eso. Las innumerables fotografías que, cubiertas de polvo, adornaban la repisa de la chimenea y la parte superior del estante de libros en el que nunca había libros destacaban por su ausencia. Los montones de periódicos, de los que Leyden se quejaba alegando que dificultaban el movimiento, habían desaparecido por completo, junto con los soportes de pipas y los botes de tabaco. Los muebles conocidos estaban colocados en ángulos más convenientes, decoraban las paredes unos cuantos grabados buenos, y un costurero ocupaba el alféizar de la ventana. Sobre la mesa había un jarrón con narcisos y un libro. Era evidente que Maxwell había cumplido al fin su amenaza semanal y se había trasladado con sus enseres a otra parte. También era evidente que la habitación pertenecía en aquel momento a una mujer.

El intruso miró a su alrededor con gesto aprobatorio. Todo le pareció tranquilo y relajante; el lugar había adquirido ese aire de dignidad que se crea al convertir un alojamiento en un hogar.

Iba a marcharse, preguntándose qué tipo de mujer sería, cuando el azar lo llevó a mirar el título del libro, forrado con papel, que estaba leyendo la desconocida. El nombre Franklyn Leyden lo desafió desde la portada. Era un libro suyo.

¿Hay que ser absurdamente vanidoso por alegrarse de algo tan trivial? En cualquier caso Leyden, cuyo carácter lo llevaba a deprimirse o entusiasmarse por detalles insignificantes en comparación con los demás, se sintió muy complacido ante aquel pequeño descubrimiento; y cuando además se fijó en que algunos de sus párrafos preferidos habían sido resaltados con notas al margen, los finos labios, que las contrariedades de la tarde habían convertido en una línea recta, dibujaron las curvas habituales de un leve buen humor. Le parecía que iba a ocurrir algo agradable cuando percibió el leve frufrú de un vestido de mujer en la habitación contigua; y, cuando las puertas correderas se abrieron y la sucesora de Maxwell vio a su inesperado visitante, éste fingió momentáneamente que no reparaba en su presencia.

Ella contuvo un grito de sorpresa, tal vez de miedo, y Leyden se volvió en seguida, con el sombrero en una mano y el libro en la otra.

—Le ruego que disculpe mi intromisión —dijo con la mayor amabilidad, aunque la situación perdió parte de su encanto en cuanto la vio. La mujer podía ser la madre de la joven que él se había imaginado sin ningún fundamento—. Vine sin avisar a visitar a mi amigo Maxwell, que vivía aquí hasta hace muy poco. ¿Puede decirme qué ha sido de él? No tenía ni idea de que se hubiese mudado.

Ella lo miró fijamente en vez de responder. Cubrió sus mejillas el adorable rubor de una mujer que conservaba la tez pura de la juventud perdida.

—Usted es... debe de ser... Disculpe, pero ¿no es usted el señor Leyden? —dijo al fin.

Habló en tono apresurado y, luego, dudó, atropellando las palabras por el nerviosismo.

—He visto retratos suyos... Todo el mundo los ha visto... Y me encanta... Admiro su obra. ¿Querrá... quedarse un poco? No tengo la culpa de no ser el señor Maxwell.

El exquisito rubor seguía cubriendo su rostro, y las titubeantes y mal elegidas palabras fueron más gratas que el incienso para Franklyn Leyden. Por cosas así trabajaba y escribía y tenía aquel carácter tan poco selectivo. Habría estrangulado al articulista de aquella tarde por obstaculizar lo que él consideraba su deber; y el sincero culto al héroe de aquella mujer lo llevaba a perdonarle sus cuarenta años y las arrugas de su rostro agobiado por las preocupaciones y a aceptar con satisfacción su homenaje.

—¿No es Maxwell? No, afortunadamente para mí —aseguró Leyden—. Me considerará impertinente si le digo la verdad, pero me ha gustado tanto el bonito hogar en el que he entrado que estaba deseando conocer a su propietaria. Y es usted. —Se volvió y hojeó la novela—. ¿Es usted la señorita Suttaby?

—Sí, soy Janet Suttaby. —Seguía en la habitación interior, donde se había detenido al verlo—. Procuraré enterarme de dónde vive su amigo. Un caballero se marchó el sábado, y creo que ése era su nombre.

—Lo averiguaremos en seguida —afirmó Leyden. Dejó los objetos que tenía en la mano y cogió una silla—. ¿No podríamos hablar un poco primero? Es curioso que me haya reconocido. Los retratos no son muy fieles.

La mujer contempló con gesto serio a Leyden cuando se reclinó en la silla: un gigante de cabellos rubios, ojos azul porcelana y unas manos grandes extraordinariamente blancas y expresivas. Cuando no tenían nada que hacer, la izquierda solía juguetear con la solapa de la chaqueta.

—Es usted más joven de lo que pensaba dijo la señorita Suttaby.

Continuó mirándolo como si fuera un dios recién aterrizado de otro planeta, pero estaba menos nerviosa.

—Lo que al principio me atrajo de su libro fue su profundo conocimiento del sufrimiento. Por eso creí que sería más mayor, que había vivido mucho.

—Tal vez lo sea si, como Bailey, cuenta usted «el tiempo por latidos» —dijo él en tono amable mientras pensaba: «¿A qué diantre se refiere?».

Le sorprendía la cantidad de ocasiones que le habían comentado que debía de haber sufrido mucho para escribir Desdichado. Se había limitado a ser testigo directo y extremadamente fiel de aquel pobre argelino al que había retratado.

—Cuénteme los detalles esenciales. Sí, explíquemelos. ¿También a usted la ha visitado la tristeza?

Leyden dedujo, por la extraordinaria timidez con que ella le respondió, que no solían hacerle preguntas personales tan directas. Cosa comprensible, puesto que, una vez desaparecido el rubor, no se podía negar que la señorita Suttaby era muy corriente. Peor aún, carecía por completo de interés, o al menos Leyden se daba cuenta de que la mayoría de la gente no la encontraría interesante; y recordó el consejo de Kingsley de que sólo las almas nobles ven la belleza en los rostros vulgares y abrumados. A él, en todo caso, le interesaba la señorita Suttaby, cuyo pálido rostro le parecía atractivo.

Le contó algunas cosas de su vida, rasgos mínimos en realidad —y, aun así, Leyden tuvo que arrancárselos—, no de mala gana, sino como manifestaciones de alguien que no está acostumbrado a hablar de sí mismo. Seguramente nunca había tenido tiempo de pensar en sí, de valorarse y de catalogarse; seguramente nadie se había molestado en escucharla.

Era hija de un granjero acomodado, que al morir había dejado una segunda familia a cargo de ella, todos muy jóvenes y maldecidos con la semilla de una enfermedad de pulmón que su madre les había legado. Había dedicado la vida a aquellos hermanos pequeños, a los que cuidó y atendió como una esclava, sólo para perderlos uno tras otro al llegar a la adolescencia. Bertie, el que más resistió, había muerto el año anterior.

Sin duda, Franklyn era un oyente admirable. Las cosas buenas que le contaban le aburrían a veces, pero las tristes nunca, según afirmaban sus amigos, que en su sincero entusiasmo no se daban cuenta de que todas sus amabilidades y consideraciones surgían de lo que veía, de lo que le afectaba personalmente. Si su mejor amigo se estaba muriendo, lo rehuía por temor a sufrir, pero, si encontraba a un niño que se había caído en la calle, no podía pasar sin consolarlo; el llanto del niño lo afligía más.

Traicionado por la curiosidad que había sentido a partir del libro y que le había llevado a escuchar los problemas de la desconocida, en seguida acabó preocupándose en serio por ellos.

—¡Cuánto lo siento! ¡Lo siento de verdad! —exclamó, y Janet Suttaby le dio las gracias entre murmullos.

Había reconocido la sinceridad del tono de Leyden, y por fortuna pocos cuestionarían una sinceridad tan profunda o la falta de ella, que a veces se oculta tras el tono.

Cuando se fue, ambos creían saber más el uno del otro que si se hubiesen visto una docena de veces en reuniones convencionales; y, si al menos por parte de ella la impresión era equivocada, eso no le restaba placer en absoluto.

—Volveré a visitarla muy pronto —prometió Leyden al despedirse.

Si se hubiera despedido de la señorita Elliott, habría añadido: «Si me lo permite», pero en seguida captamos el truco que nos permite inclinarnos desde un pedestal, y los hombres lo aprenden en menos de una hora.

—Jueves o viernes. Hum. Sí. Vendré el jueves.

Sin embargo, dio la casualidad de que el jueves Leyden tuvo un compromiso más agradable y no volvió a Museum Street hasta uno o dos días después. La alteración de fechas sirvió para que viese cómo se ganaba la vida la señorita Suttaby: escribiendo.

—Pero no es lo que usted entendería por escribir. No hay arte en lo que hago —dijo ingenuamente, cuando él la acusó de secretismo—. Hilo cosas para ganarme el pan; se publican en periódicos baratos de los que seguramente nunca habrá oído hablar. Aquí tengo el último.

Sacó un semanario de debajo de un montón de manuscritos. Era una de tantas publicaciones con pretensiones en las que la religión, tal y como la interpretaba la secta favorita del dueño, se convertía en algo digerible para todos, menos para la plantilla.

—Me pagan setenta y seis peniques por mil palabras, y casi siempre tengo que cambiar un tercio y ellos recortan otro —explicó la señorita Suttaby—. Es absurdo reconcomerse, porque, si tuviese aptitudes para escribir en revistas, me pagarían mas, sin duda.

—Mientras tanto, no debería comprar narcisos.

—No lo hago las semanas que como carne. Los narcisos significan prescindir del pan y el café, pero los prefiero. Soy muy fuerte.

Leyden cogió el periódico.

—¿Le molesta que fume? Leeré esto, y usted siga con su trabajo. ¿No puede conmigo delante? ¡Oh, tonterías! Me pondré cómodo, como si estuviera en casa, y se acostumbrará a mí en un segundo.

La historia era mucho mejor de lo que Leyden había supuesto. El argumento apenas estaba a la altura del papel de calidad inferior en que se había publicado, pero por el medio había delicados toques y una gran originalidad en la descripción de un viejo granjero representado en el borroso grabado como un dandi londinense en lo mejor de la vida. Era difícil calibrar la calidad por las restricciones editoriales, pero Leyden decidió que la señorita Suttaby lo haría bien sin tuviese vía libre. Seguramente podría escribir algo realmente bueno.

La butaca era cómoda y para mirar a su anfitriona tenía que cambiar de postura, así que la dejó escribir y se dedicó a pensar en sus propios asuntos.

El libro, ¡el maldito libro!, ¿cómo diablos iba a escribirlo? Dos años antes formaba parte del grupo de jóvenes cuyos nombres y obras entraban con gran boato bajo el título genérico de «nuestros jóvenes escritores». Había ensayado sus habilidades de aprendiz en algunas obritas antes de cautivar al mundo teatral cuando estuviera preparado y había escrito dos libros de poesía que no sólo habían destacado en su género, sino que se habían vendido bien. Su editor, que conocía a demasiados poetas para dejarse impresionar por él, afirmó que la dulce voz y las blancas y gesticulantes manos tenían más que ver con el éxito que los versos; pero sólo expresaba tales opiniones en privado, así que no lo perjudicaba, y desde luego Leyden no tenía la culpa de que su personalidad fuese una buena carta de presentación. A estos débiles pilares se añadía una sólida formación en colaboraciones de prensa.

Ésa era su modesta situación cuando escribió Desdichado, el libro que lo había hecho ascender en la escalera literaria; en aquel momento era una persona a la que unos cuantos aspirantes desconocidos señalaban en los estrenos y en otras reuniones sociales y a la que los personajes conocidos trataban de buen grado como a un adlátere que pronto se convertiría en uno de ellos.

En otras palabras, su primera novela encerraba tantas promesas que la mayoría de la gente se había entusiasmado, y una minoría esperaba que cristalizasen. Querían ver su segunda obra, decían algunos críticos. Si el señor Franklyn Leyden era inteligente, comprendería que Desdichado sólo le proporcionaría fama efímera. Y, si quería conservarla, debía continuar con algo escrito con mayor proporción, con más fuerza.

Franklyn Leyden coincidía plenamente con aquel veredicto. Iba más lejos y reconocía dónde estaba su debilidad. Era incapaz de crear. Aún no se había dado cuenta nadie porque la acogida de la crítica era buena y su receptividad enorme, pero, a menos que tuviese otra oportunidad como la que le había deparado su estancia de dos semanas en Argel, sabía que nunca escribiría el libro que los críticos esperaban. Naturalmente, como decía la señorita Suttaby, podía «hilar unas cuantas cosas» hasta llenar unas páginas, pero comprendía que, si no superaba Desdichado, sería mucho mejor que lo dejase.

Pensó en todo aquello mientras fumaba y contemplaba las casas de enfrente con los párpados entrecerrados y le pareció que casi debía guardarle rencor a Ned Jermyn por haberle proporcionado la situación de que disfrutaba. El pobre diablo se estaba muriendo en el hotel cuando la casualidad los había reunido y, tal vez porque estaba débil y solo, y sin duda por la actitud profundamente compasiva de Leyden, le había contado su vida.

—Es un poco triste, ¿verdad? —había dicho, con la indiferencia de un hombre que sabe que pronto acabarán sus penurias—. Empecé con los diez talentos de la parábola, pero he arruinado mi vida antes que el tipo que empezó con uno solo. Tal vez puedas meterme un día en alguno de tus libros, ¿eh, Leyden?

Y Leyden, sopesando la sensatez de la burlona sugerencia, le había tomado la palabra y, nada más llegar a Inglaterra, había «metido» al pobre Ned Jermyn, con todos sus pecados y tribulaciones, en un manuscrito, y el manuscrito se habían convertido en libro impreso en cuanto acaeció la muerte de Jermyn. Lo había escrito en pleno frenesí, con todas las locuras y arrepentimientos... «La gente habla como si el arrepentimiento fuese igual que el remordimiento —se quejaba el enfermo—. No lamento lo que he hecho. Sólo lamento no haber hecho más...» La habitación en penumbra, mientras el sol deslumbrante se colaba por un agujero de las persianas de madera, la voz cansina y las manos inertes sobre la colcha, todo se había reproducido fielmente. Jermyn había sido un hombre solitario y reticente, según su propia confesión; y había muy pocas probabilidades de que alguien que conociese un aspecto de su carácter o una parte de su vida conociese los otros. La alteración de nombres y lugares proporcionó a Leyden mayor seguridad, pero, si a pesar de todo se descubría la verdad, no le importaba. Tenía el permiso del hombre, y todo dependía del estilo de la narración. No se consideraba ni un ápice menos que si hubiese escrito una obra original. Su fuerte no era ése, y nada más. Naturalmente, esa carencia lo fastidiaba a la hora de escribir una segunda novela.

«¡Condenado fastidio!», repitió mentalmente y dio la vuelta para mirar a la señorita Suttaby.

—Creo que ha acabado hace un buen rato. He dejado de oír el ruido de su pluma.

—Sí, hace un rato. No quería molestarlo.

La miró con gesto agradecido. Se daba cuenta de que las mujeres de su clase siempre se ponían sus mejores galas para recibir a los invitados y que se sentían desgraciadas cuando las sorprendían sin previo aviso. La señorita Suttaby llevaba el patético y deslustrado vestido de sarga de la primera vez, y no parecía abatida por ello ni ocultaba las manchas de tinta de los dedos. Sin querer renunciar a sus teorías preconcebidas, se dijo que la madre de ella debía de ser de noble ascendencia y que había contraído un matrimonio inconveniente; mientras tanto, le agradeció en voz alta que le hubiese permitido disfrutar de un rato de felicidad.

—Esto es una especie de puerto de abrigo. Tanta tranquilidad me ha vuelto muy egoísta —comentó, fijándose en si aquel desprecio de sí mismo producía el agradable rubor que tanto le había gustado la primera vez. Le agradó que ella no lo vulgarizase—. Parece usted cansada —indicó en tono solícito, preguntándose qué fibras podía tocar para obtener una respuesta inmediata.

Todo el mundo sabe las satisfacciones que depara narrar una buena historia cuando se cuenta de antemano con la risa incondicional del oyente; y esa sensación, tal vez similar mentalmente a la experiencia física del cazador que se cobra una pieza, había sido desarrollada hasta la exageración por Franklyn Leyden. Si estaba en un vagón de ferrocarril con un completo desconocido se imaginaba, por ejemplo, qué lo alegraba y qué lo enfurecía; y luego se recluía de nuevo en sí mismo, sin darse tiempo para comprobar la veracidad de sus teorías. La consecuencia de aquel rasgo de vanidad aparentemente inofensivo era que había acabado por ver a sus semejantes como perchas en las que colgaba sus propias emociones a través de la habilidosa descripción de las de ellos; y, debido en gran parte a que Winifred Elliott se había negado a ser observada bajo aquella luz, su amistad había derivado en los últimos tiempos hacia la fricción. En cierto momento había pensado en casarse con ella porque era la joven más agradable —lo era casi siempre, no cuando lo contradecía— que conocía; y en el fondo se sentía tan atraído por aquella clase de ritual, cómodo y reconfortante, como los moradores de Bohemia con detalles similares. No había abandonado la idea, aunque no ocupaba el primer plano en aquel momento; mientras tanto, la «reverencia» de la señorita Suttaby suponía un cambio grato y lo fortalecía en su decisión de darle a su prometida tiempo para echarlo de menos y para que le escribiese contándole lo mucho que lo añoraba.

Cuando la señorita Suttaby reconoció que Leyden tenía razón y que estaba cansada, le sugirió dar un paseo; ella puso reparos, pero él insistió y ganó al fin; salió entonces a buscar un coche de caballos.

—Ya que tiene la bondad de apreciarme, permítame hacer algo para estar a la altura —dijo Leyden, alegremente.

Se sentía animado. Dejó de pensar en sus preocupaciones y en el libro pendiente de escribir y se dedicó a su acompañante.

—¿Le parece que vayamos a Oxford Street? ¡Pues claro que podemos! Opino lo mismo, no tiene sentido ir a Hampstead porque no hay nadie. En Oxford Street se disfruta de cada milímetro. ¡Ah, cuántas veces te he pisado! Y el coche parece un carruaje de cuatro caballos en comparación con los demás... Si le molesta el reflejo del sol en los ojos, póngase donde no le dé... ¿Le gusta? Me alegro, porque a mí también me gusta. Ocultar la luz del sol me parece tan perverso como reprimir la risa de un niño. Ya llegará el día en que suspiremos por ambas cosas.

La señorita Suttaby lanzó un profundo suspiro. Parecía como si estuviese bebiendo, literalmente, la suave brisa primaveral.

—Creo que... esto es encantador —dijo—. Nunca había conocido a un escritor famoso hasta que lo conocí a usted y, por favor, no se ría, pero nunca había subido a un coche de punto hasta esta tarde.

—¿Nunca ha viajado en un coche de punto?

—No. Cuando Bertie y yo llegamos a Londres, cogimos un landó hasta nuestro alojamiento debido al equipaje; desde entonces, sólo he ido en ómnibus o me desplazo a pie.

—¿No ha conocido a ningún escritor?

La señorita Suttaby hizo un gesto negativo.

—Tal vez en la biblioteca, pero en ese caso no lo reconocí.

—¡Increíble! —El asombro de Leyden se expresó en una mirada atónita—. Señorita Suttaby, tenemos que darnos la mano inmediatamente. Es usted más refrescante que el mes de abril. Me alegro de que el coche de punto sea bueno dentro de los de su categoría.

Ella apenas lo oyó mientras se inclinaba hacia delante con espontáneo regocijo.

—Las aceras parecen de color malva en comparación con la calle. Nunca me había fijado. ¡Y cuántas floristas! Ojalá pudiera darles a ellas, o a cualquiera, un momento de felicidad como el que usted me está proporcionando a mí.

—No debería pensar eso, sino tan sólo disfrutar.

Lo miró y soltó una risita. Era la primera vez que oía su risa, y sonaba a música.

—Bromea usted. La esencia del placer está en transmitirlo. Esta noche subiré a visitar a una joven enferma que vive en la buhardilla y le hablaré del colorido y de este viento que se parece al que soplaba en nuestros campos, y de cómo son las calles, de que no hay que cansarse ni ansiar otras cosas.

—¿Y de mí? —preguntó Franklyn Leyden—. ¡Mire! Estamos llegando al parque. ¿No le hablará de mí?

La señorita Suttaby tenía la costumbre de no responder a las preguntas que se respondían por sí solas. Su cándida mirada habló por ella.

Luego, para entretenerla, Leyden se dedicó a hablar de sus colegas, pero tuvo escaso éxito y, al darse cuenta, desistió. No quería encumbrarlos a ojos de ella, para no desmerecer su propia estima; y tampoco podía contarle anécdotas que, si bien eran ciertas, no los presentaban bajo una luz muy heroica, pues causaba el ofendido asombro de su interlocutora.

—Seguro que no habla usted en serio. Debe de estar citando palabras de otros. Siempre ve la parte buena de todo el mundo.

Leyden se sentía molesto, pero también halagado.

—Podemos erigir un altar al arte, señorita Suttaby, pero ni usted ni yo conseguiremos que sólo los mejores ocupen un lugar en él. Muchos han rehuido el aprendizaje y las consecuencias son tan nefastas como acabo de explicarle.

No estaba muy seguro de lo que quería decir, aunque le pareció que sonaba bien. Sin embargo, había visto que las mujeres casi siempre hacían una hermosa traducción de un original lleno de imperfecciones, y esperó a que ella respondiese, sabiendo que le daría la clave de lo que pensaba haber descubierto en él.

—Sí, ya entiendo —dijo ella, con gesto pensativo. Regresaban a casa; el sol se estaba poniendo y hacía frío—. Se refiere a que, a menos que la vida nos haya enseñando a servirla en otros altares, como los del deber, el autosacrificio y las añoranzas cumplidas, no deberíamos osar acercarnos al elevado altar del arte. Por fuerza, no tendremos frutos que ofrecerle. Sí, es una hermosa idea, y comprendo lo que quiere decir.

—Exacto —afirmó Franklyn Leyden.

Después de aquello, Leyden la visitaba continuamente, pues necesitaba a alguien con quien pasar las horas muertas, y la amistad se afianzó en seguida. Ella le había interesado desde el principio, y el interés aumentó a medida que inventaba caprichosas teorías sobre ella.

Sabía que era una mujer prematuramente envejecida. No existía para ella el veranillo de San Martín, cuando las osadías de la juventud se suavizan con la madurez, que para muchos es igual de cautivadora y para todos infinitamente más elegante. No había en ese sentido tiernos escarceos con el tiempo, puesto que la ansiedad apremiante y las crudas necesidades reales la habían obsequiado con las mejillas arrugadas y las manos venosas que aquél, por lo general, se reserva pacientemente.

Sin embargo, se trataba tan sólo de una impresión física; en sorprendente contraste con ella, lo contemplaba a través de los ojos francos, rodeados por una red de arrugas, el alma juvenil que las circunstancias nunca habían permitido manifestarse.

La fantasía lo fascinaba. La señorita Suttaby nunca había tenido un amante, lo confesó abiertamente cuando un buen día surgió el tema, y el increíble candor de su mirada lo confirmaba. Ninguna mujer, o al menos eso se decía con aire de suficiencia Leyden, que en tales asuntos había sido un maestro, ninguna mujer habría conservado una mirada tan ingenua si hubiese participado en las coqueterías de la juventud o si hubiese intentado sin conseguirlo encontrar un amante en las tímidas etapas iniciales de la edad casadera. Siempre quedará algo de la antigua dulzura, del antiguo dolor, se decía Leyden en silencio, y eso aún viviría en el recuerdo.

A pesar de los años que los separaban, a Leyden lo asaltó la tentación de encender en aquellos ojos la amorosa luz que su serenidad nunca había conocido, pero, aunque era fuerte, la resistió felicitándose por su renuncia y dando gracias piadosamente por «no ser tan vil» como para emprender aquel subyugante estudio. Tal vez no se equivocara, ya que, al fin y al cabo, algo así suele ser cuestión de matiz, y no perturbar la paz de aquella mujer, siendo como era él, decía mucho a su favor.

En otros aspectos, Leyden no necesitaba ser tan escrupuloso. Sin duda, existía una multitud de tonos en la voz de la señorita Suttaby que nunca se habían manifestado y que correspondían a cualidades que yacían dormidas. Tenía que tener aletargadas una completa gama de risas, las que en otras mujeres van desde el tierno arrullo de la primera infancia a la risita sofocada de la vejez. ¿Se había reído ella alguna vez con el regocijo de la sangre acelerada, o sencillamente porque el cielo era azul y la hierba verde? Daba la impresión de no haber tenido nunca existencia individual, de que la suya siempre había estado sometida y dominada por «los demás».

Leyden se propuso liberar los poderes aprisionados y se vio recompensado de una forma singularmente grata. Fue como encontrar las rosas marchitas de un verano olvidado entre las páginas de un viejo libro, ponerlas en agua y ver cómo de pronto revivían, llenas de aroma y belleza.

Por esa época le preguntó a la señorita Suttaby si le gustaría enseñarle algunos de sus originales. Tal vez él pudiese ofrecerle mejor pago del que recibía habitualmente. Al menos lo intentaría. Hizo el ofrecimiento de buena fe, pero se arrepintió en seguida y estaba a punto de desdecirse cuando ella le entregó un arrugado montón de pliegos advirtiendo que los había ofrecido a todos los periódicos con los que trabajaba, pero que no los habían aceptado, ni siquiera permitiéndoles que recortasen y adaptasen lo que quisieran y le pagasen el resultado final de aquella mutilación.

—Me temo que es muy largo; pero, si me lo admitiesen así, serían diez libras y...

—Entiendo —afirmó Leyden, amablemente—. Procuraré leerlo esta noche; y no se tome a mal estas cosas. Es usted tan humilde que sin duda no ha llegado a las instancias oportunas en su afán por colocarlo y por eso lo han rechazado. Adiós, señorita Suttaby. Muy pronto le daré noticias.

No cumplió su promesa ni fue a visitarla la semana siguiente porque no sabía qué decir. Empezó a leer con escaso interés, pensando en el viejo granjero que el grabado había transfigurado, pero en seguida cautivó su atención y, aunque la letra de la señorita Suttaby no era fácil de descifrar, no dejó el manuscrito hasta que llegó a la última página.

«No hay arte», había dicho una vez la señorita Suttaby al describir su obra, y Leyden recordó aquellas palabras como una crítica singularmente precisa.

No había arte en su obra. La señorita Suttaby no había escrito ningún libro antes y, seguramente, si no se equivocaba, y creía que no, no escribiría ninguno más. Se había limitado a obedecer un mandato olvidado con absoluta literalidad. Había buscado en su propio corazón y había escrito lo que en él encontró, había escrito sobre una tremenda soledad.

La heroína era una mujer abandonada por su marido que había perdido también a su hijo, una mujer que había disfrutado de una intensa felicidad, que había superado la agonía de su pérdida y había soportado luego una especie de existencia crepuscular, en la que nada podía ya conmoverla. Su saludo más cariñoso se expresaba ahora a cierta distancia, un amable apretón de manos, en vez de la antigua catarata de besos, lo cual ponía de manifiesto el cambio de actitud de su mundo. Todo estaba a cierta distancia y nada se acercaba a ella, ni siquiera la muerte.

Era un libro triste, y en la parte final no había otro alivio que el que dispensaban las delicadas descripciones del paisaje, en las que el viento soplaba con tanto vigor como había dicho la señorita Suttaby que soplaba sobre los campos de su antiguo hogar. Pero, a pesar de aquella monotonía y de la pobreza constructiva, a veces también del parco lenguaje, era un libro poderoso porque transmitía simplemente la verdad.

Leyden lo leyó una y otra vez.

Al principio se negó a reconocer que prácticamente había resuelto las prolongadas dudas sobre su segunda novela. Arrinconó el proyecto y dedicó un día entero a olvidarlo. Por la noche tuvo una idea que elevó a la categoría de aspiración, ya que le permitió dar rienda suelta a un proyecto que de otro modo habría excluido. Decidió echar otro vistazo a la historia y entretenerse imaginando qué haría si la señorita Suttaby hubiese muerto y le hubiese legado el manuscrito. En primer lugar, cambiaría el orden de los capítulos y dotaría a dos o tres personajes secundarios, un tanto borrosos, de mayor entidad. En la mitad intercalaría la extraña experiencia que había vivido el año anterior en La Haya, aunque no lo tenía muy claro; quería alargar el libro, pero debía hacerse con la mayor delicadeza. Y por descontado, eliminaría uno o dos párrafos en los que, a su modo de ver, se cargaban las tintas en el patetismo de la soledad de la mujer. Por ejemplo, no se podía esperar que los lectores aceptasen que una mujer en pleno uso de sus facultades mentales cogiese un bulto de ropa de bebé, durmiese con él en lugar del niño muerto y se despertase al sentirlo en sueños; y, aunque tal vez prefiriese morir de hambre antes que dejar de comprar ciertas flores en determinadas fechas de cumpleaños y cosas por el estilo, ¿no bordeaba el ridículo imaginar que servía dos tazas cuando tomaba el té a solas, en vez de ver sólo una en la mesa, y lavar sólo una después de tomarlo?

En lo demás había poco que cambiar; y, sin dejar de decirse que todo aquello era una farsa, una fantasía imposible que inventaba para su propia diversión, dejó al fin el manuscrito y empezó a pergeñar reseñas imaginarias.

Naturalmente, lo que más resaltaría la crítica sería su extraordinaria versatilidad. Entre Desdichado y aquella historia, que aún no tenía título, pero que debía llamarse La soledad de una mujer, existía una sorprendente diferencia de estilo y enfoque. La primera estaba llena de incidentes: Leyden recordó la voz de Ned Jermyn y la risa débil con la que se había felicitado por la exhaustividad con que había condensado su vida. Aquella otra era totalmente introspectiva, ya que incluso los pecados del marido, del que había mucho que decir, se pasaban por alto, pues eran desconocidos para la pureza de aquella mujer, aunque no las consecuencias.

Había sólo una cualidad que los críticos destacarían en ambos libros; y se trataba —una sonrisa se asomó furtivamente a los labios de Leyden y la mano jugueteó con la solapa de la chaqueta abierta— de su enorme compasión ante el sufrimiento.

¡En fin! Estiró los brazos y se levantó con un suspiro. ¿De qué servían esos sueños color de rosa? El manuscrito que tanto lo había cautivado no era suyo, sino de la señorita Suttaby. Y ella debería... Leyden dudó un momento, enfrentándose a la palabra que su imaginación había formado. ¿Cautivado? ¿Lo había cautivado? ¿Acaso no lo había cautivado el libro tal y como él lo había transformado y no como era? Pensándolo bien, a ella le resultaría muy difícil publicarlo. Para empezar, nadie la conocía; los que lo leyeron, lo rechazaron; era crudo e insólito. Seguramente nadie lo aceptaría y, si lo aceptaban, ella no ganaría ni un penique con la transacción. Al margen de sus méritos, indudablemente se trataba de un libro para consolidar una reputación, no para crearla.

Le pareció que el terreno estaba despejado cuando llegó a esta conclusión. Naturalmente, debía pensar sólo en lo mejor para ella; y era evidente que, si él se excluía del asunto, no la favorecería en nada. Pero ¿cómo arreglarlo? Pasó más de una semana indeciso; pero ya no tenía que pensar en cómo apropiarse de la historia e incluso se felicitó repetidamente por no ser un rufián. Todos los días insistía en que lo único que le preocupaba eran los intereses de la señorita Suttaby.

—Tenemos que colaborar —le dijo Leyden, cuando al fin visitó las sombrías habitaciones de Museum Street—. Su novela es muy buena para dejar que pase inadvertida, y creo...

La señorita Suttaby no esperó a que acabase la frase.

—¿Colaborar? —Soltó un gritito alegre y tembloroso—. ¡Usted y yo! ¡Oh, señor Leyden, está bromeando! Es como... como...

Se le ocurrieron todo tipo de símiles imposibles. Era como si el dios sol le pidiese a un ranúnculo que compartiese su dorado resplandor. Era como... ¡Oh! No sabía. Alzó las manos en un gesto de impotencia. Sus ojos abandonaron la tristeza y brillaron con asombro y emoción.

—¿Por qué no? —preguntó Leyden en tono sereno.

Fue una lástima que la señorita Suttaby se quedase sin palabras en aquel preciso momento, pues parecía a punto de expresar un halagador cumplido. ¡Qué raro que a aquella mujer las emociones la dejasen muda!

No tenía ni la más remota idea de cómo utilizarlas favorablemente, y, si lloraba, Leyden estaba convencido de que, en vez de lágrimas «como lluvia de verano», se empañaría e hincharía su rostro de un modo que alejaría cualquier forma de compasión.

—¿No cree que sería un beneficio mutuo?

La señorita Suttaby se rió.

—No, claro que no —respondió abiertamente—. Si piensa usted que realmente tiene algo de bueno...

—Sí.

—... Tendría que guardarlo en el cajón hasta que tenga tiempo de perfeccionarlo o...

—No haga eso —exclamó Leyden, crispado—. Lo estropearía. Es perfecto como está. —Recordó entonces que no era eso lo que pretendía decir, porque no lo creía—. Su encanto radica en su naturalidad. Lo echaría a perder si se empeñase en mejorarlo. Pero ¿cuál es la alternativa? Ha dicho usted «o»...

—O debe llevárselo —afirmó la señorita Suttaby, en voz baja. Leyden puso las manos de golpe sobre la mesa.

—¿Llevármelo? ¿A qué se refiere?

—Me refiero a que, si hay algo que merezca su aprobación, le ruego que lo acepte.

El trato encantador de Leyden tendía a evaporarse cuando uno lo conocía bien. Después de sondear a un amigo, o si creía que lo había sondeado y, en consecuencia, menguaba su interés, sin darse cuenta se guardaba para nuevos trabajos. Pero aquellas palabras pronunciadas con recato hicieron surgir su encanto con redoblada intensidad.

—¡Señorita Suttaby! —Se inclinó sobre la mesa y estrechó una de sus manos envejecidas entre las suyas tersas—. Es uno de los regalos más hermosos que he recibido en mi vida. La intención, no la novela, puesto que naturalmente jamás la habría aceptado. ¡Qué buena es usted! ¡Qué generosa! Yo... no sé qué decirle a usted, la amiga más amable. Me ha dejado sin palabras.

La señorita Suttaby se sintió incómoda con aquellas efusiones. Intentó retirar la mano y apartó la silla un poquito.

—¡Sin palabras!

Ojalá ella no se hubiese quedado también sin palabras. A Leyden le habría gustado que lo mirase con ojos húmedos y que le dijese —cosa que era cierta— que él había hecho mucho más por ella, tanto con su libro como con su amistad, y que, aun así, no podía corresponderle. Pero, como no dijo nada, se vio obligado a entrar en éxtasis, agradeciendo la oportunidad de constituir, al menos, su propio y receptivo público.

—Su generosidad hace que éste sea un día memorable para mí. Su amable comprensión...

Se calló. No se le puede hablar de comprensión a una mujer que no da muestras de escuchar. Leyden le soltó la mano.

—Señorita Suttaby, hagamos un trato. Dice usted que es contraria a la colaboración. Seguramente piensa lo mismo que yo, que no es un trabajo honrado. Pero permita que llegue a un acuerdo con usted. Le compro la novela y hago con ella lo que me guste. Creo que comentó que esperaba ganar diez libras con ella. Le daré treinta.

—Con eso compraría una lápida —comentó la señorita Suttaby con toda naturalidad, sin reparar en que también podía comprar pan y mantequilla—. Se la prometí a Bertie. Según él, un simple montículo de hierba era para los labradores de nuestro pueblo. Señor Leyden, sé que es demasiado, pero, ya que no quiere aceptarlo como regalo, pues... Bertie...

Leyden se mostró tan encantador como siempre. Aplacó los escrúpulos de la señorita Suttaby y compartió su trémula alegría; y sólo cuando se levantó, dispuesto a despedirse, habló de la novela.

—Me temo que debo eliminar muchas cosas. Lo de Huldah meciendo la ropa del bebé en la cama..., se dejó llevar usted un poco por la imaginación, ¿no le parece, señorita Suttaby?

La señorita Suttaby no respondió inmediatamente y, como Leyden estaba acostumbrado a sus infinitos ataques de confusión, no se conmovió ante la palidez de las mejillas y la mirada baja.

—Nos emocionamos y olvidamos la verosimilitud. Pero, con franqueza, no me pareció muy cuerdo al leerlo.

—Yo... creo que una mujer lo haría si sintiese los brazos muy vacíos —comentó la señorita Suttaby.

Su voz sonó inusitadamente apagada.

—Adiós —dijo Leyden de pronto—. Escríbame si necesita mi ayuda en alguna ocasión. ¿Me promete que lo hará? Muy bien. Adiós.

¡Era ella la que había hecho lo que él habría calificado interiormente de ridículo! Para mujeres de su temperamento era de lo más natural, e incluso estaba dispuesto a admitir que tales mujeres tal vez constituyesen la mayoría. La voz entrecortada le había dicho mucho. Sin duda, también era ella la que había tenido la peregrina idea de preparar el té solitario como si fuera para dos personas. Había sido muy estúpido al creer que se había inventado aquella escena y otras similares, pues sabía que tenía una imaginación muy limitada. No pensaba eliminar ni un solo renglón.

Al día siguiente le envió diez libras, con la promesa de darle el resto cuando se publicase el libro. Le confesó que no podía permitirse pagar semejante cantidad de una sola vez; y, como era muy meticuloso en esos asuntos, rompió el cheque que tal vez ella tuviese cierta dificultad en cobrar y le mandó la suma en billetes.

Luego se puso a trabajar en serio. Huldah no sería sólo la protagonista de un libro: estaría viva. Por lo que él sabía, nunca se había hecho el retrato de una mujer de la única forma que puede asegurarse la fidelidad. Nunca lo había ejecutado quien sufría los verdaderos dolores y experimentaba las verdaderas alegrías y, después, una segunda persona que había observado los resultados visibles. Nunca había sido obra conjunta de una mujer que abordaba sutilezas que un hombre no podía adivinar y de un hombre que escribe lo que una mujer no ve.

Se puso a construir sobre los cimientos de la señorita Suttaby, y, con el fin de que la obra fuese coherente y sin irregularidades, el material fue la propia señorita Suttaby. La estrechez y el patetismo de la estrechez, el desarrollo interrumpido de un alma noble, la sencillez de sus movimientos y su conversación; nada de lo que había observado escapó a su pluma. Se dijo que ella nunca reconocería su propio retrato y, seguramente tenía razón, puesto que las personas suelen ser «Áfricas inexploradas» para sí mismas. Pregunten a una persona corriente cómo corta el pan del desayuno y se quedará boquiabierta, sin saber qué decir. No sabe si se pone de puntillas y corta con energía, si hace las rebanadas simétricas o si empieza por la primera esquina que se le presenta. Lo que individualiza esa acción doméstica a ojos del observador pasa inadvertido al actor.

No, no, estaba completamente seguro; de lo contrario, no se habría arriesgado a herirla por nada del mundo. Y continuó con el mayor respeto hasta que «el libro de ella» se convirtió en «el libro» y luego en «mi libro». La última fase, naturalmente, llegó a su fin.

El otoño siguiente y el principio del invierno encontraron a un hombre, en todos los sentidos, completamente feliz. El nuevo libro de Franklyn Leyden alcanzó un éxito inmediato, y el incienso de la adulación lo envolvió con sus nubes. Entre otros aspectos, le proporcionó mejores perspectivas económicas de lo que había esperado y un compromiso ampliamente difundido con la hija de lady Elliott, con la que había limado antiguas diferencias hacía ya tiempo.

Sólo una vez tuvo noticias de la señorita Suttaby. Le escribió contándole que estaba enferma y no podía trabajar. ¿Sería tan amable de hacerle llegar al menos parte del dinero que tan generosamente le había prometido? Daba una nueva dirección; ya no podía permitirse dos habitaciones.

Leyden se sintió conmovido y respondió con cariño, adjuntando un par de soberanos. Le explicó que no tenían nada que ver con la suma que ella mencionaba; tan sólo eran una prueba de sincera amistad que le rogaba que aceptase con el espíritu con que se los ofrecía. Con respecto a lo que le pedía, no debía preocuparse. Estaba esperando que se acumulasen sus derechos para hacerle llegar una buena suma. Era una tontería hablar de la mísera cantidad que habían acordado: cincuenta libras se aproximaban más a lo justo. Nunca olvidaría aquel regalo que ella había querido hacerle y se sentía tan agradecido como si le hubiese parecido bien aceptarlo... Quedaba suyo «afectísimo».

La mera perspectiva del matrimonio le resultó tan dispendiosa que la puesta en práctica de aquellas buenas intenciones fue postergada inevitablemente; y, cuando un día el cartero le llevó una segunda petición, se sintió ofendido con toda razón. Molestarlo en semejante momento, después de todo lo que había hecho y seguía haciendo por ella, demostraba una lamentable falta de consideración. Así que no respondió a la nota escrita a lápiz, fijando para sí la publicación de la quinta edición del libro como el mejor momento para ponerse de nuevo en contacto con su antigua conocida y zanjar el asunto de una vez por todas. Saldría al cabo de una o dos semanas.

Cumplió su palabra el mismo día en que se publicó la edición y fue a visitarla personalmente, pensando en la alegría que se llevaría al verlo y preguntándose si lo recibiría con aquel adorable rubor.

Era el mes de abril, y al ver las floristas en Oxford Street recordó que en una ocasión la señorita Suttaby había expresado el deseo de compartir con ellas su desbordante felicidad y el acontecimiento que para ella había sido tomar un coche de punto. Tenía el tiempo contado, pero, si podía arreglarlo, la llevaría a dar un paseo. Esas nimiedades la hacían feliz.

Se había imaginado de forma tan vívida la agradable sorpresa de la señorita Suttaby al verle que, cuando llegó a su destino, se llevó un chasco cuando le dijeron que se «había ido».

Sí, se había ido de Londres. Y no, no había dejado dirección. La mal encarada mujer estaba segura de ambas cosas, y como era la «señora» de la casa, cosa que se cuidó de repetir varias veces, ¿quién lo iba a saber mejor que ella? «Que se lo dijeran a ella.» Mientras tanto, lo miró con gesto suspicaz, preguntándose qué diablos quería él de «la tal señorita Suttaby»; preguntándose también si se había creído que era «tan tonta» como para admitir que su inquilina había muerto, sobre todo cuando la supuesta causa de «pura inanición» resultaba tan humillante para cualquier patrona respetable.

—Ojalá pudiese ayudarlo, señor, pero no puedo.

Leyden le dio las gracias educadamente y se marchó alicaído. En aquel momento el ahorro de su bolsillo no compensaba la contrariedad de sus sentimientos. ¡Marcharse sin decírselo! No lo entendía.

Su mortificación se convirtió en seguida en bondadosa pena. Supuso que la señorita Suttaby se había enfadado porque no había respondido a su nota inmediatamente y que había adoptado entonces aquel extraordinario método para castigarlo, sin darse cuenta de que también se castigaba a sí misma. ¡Vaya, vaya! ¡Qué típico de las mujeres!

En ese momento distrajo su atención un coche que pasaba. Cuando llegó a casa otros pensamientos bullían en su cabeza. El episodio había sido insignificante, y la heroína demasiado corriente para dejar huella duradera en su memoria. Naturalmente, no era culpa suya que ella hubiese preferido apartarse de su vida.

Por tanto, la olvidó sin más.

Es probable que eso fuera exactamente lo que habría querido la señorita Suttaby.

[Traducción de Raquel Vázquez Ramil]

Tommy, una persona nada sentimental

Willa Cather

(1896)

WILLA CATHER

(1873-1947)

Nació en Winchester (Virginia) en 1873, de una familia de origen irlandés, y pasó su infancia en Nebraska, en los años de la primera gran colonización por parte de inmigrantes checos y escandinavos. Siempre activa y de espíritu independiente, estudió en la Universidad de Nebraska, donde se presentó, vestida de hombre, con el nombre de William Cather. Fue viajera, periodista, maestra, dirigió revistas; vivió durante cuarenta años con su compañera, Edith Lewis; y, cuando hubo ahorrado lo suficiente, se dedicó exclusivamente a la literatura. Admiradora de Flaubert y Henry James, así como de Turguénev, Joseph Conrad y Stephen Crane, su primera novela, Alexander's Bridge, se publicó en 1912. Con Pioneros (1913), introdujo el que habría de ser uno de sus temas centrales: el mundo vitalista de los colonos en el que transcurrió su infancia. A ésta siguieron otras novelas como Mi Antonia (1918), One of Ours (1922), que mereció el premio Pulitzer; The Professor's House (1925), La muerte visita al arzobispo (1927), Shadows on the Rock (1931) o Lucy Gayheart (1935) y algunas exquisitas nouvelles como Una dama extraviada (1923) y Mi enemigo mortal (1926), ejemplos de un modo de escribir complejo y personal que se ganaría la admiración de William Faulkner y Truman Capote. Publicó, asimismo, numerosos relatos breves y ensayos literarios. Murió en Nueva York en 1947.

«Tommy, una persona nada sentimental» (Tommy, the Unsentimental) apareció por primera vez en agosto de 1896 en la revista Home Monthly.