El banquete de boda
Y, dondequiera que fuese, Kate oía hablar de su vestido: su vestido de novia, de seda gris comprada en un baratillo. Todo el mundo estaba tan pendiente de ella que empezó a sentirse acorralada y la mañana de la boda preguntó a su hermana si debía casarse con Peter. Julia le dijo que sería una lástima que no lo hiciera, pues desaprovecharía el vestido, y Kate bajó la mirada y contempló su falda con una expresión que no auguraba nada bueno.
—Odio a los dos: al cura y a esa vieja cerda con andares de pato que se convertirá en mi suegra.
Después de este comentario, Julia esperaba oír el nombre de Peter, pero Kate no pensaba en él ni lo hizo en toda la ceremonia; estuvo como ausente; y, hasta que no subieron juntos al carruaje, no pareció recordar que era su marido. Pero Peter no reparó en cómo se apartaba de él; y los demás, tampoco. El modo de distribuir a los invitados acaparaba toda su atención. Sentaron a los gordos al lado de los flacos*, y los novios se alejaron entre vítores y una gran algarabía.
Y, cuando el último carruaje desapareció de su vista, la señora M'Shane regresó a casa, bamboleándose lentamente como una oca, un tanto emocionada por la felicidad que esperaba a su hijo. Ya no pasaría más noches solitarias en su cabaña; Kate estaría con él, y después vendrían los niños. Se dirigió a casa con sus andares de pato, imaginando una cuna y lo feliz que sería con sus nietos en las rodillas. Al cruzar el umbral se sentó para continuar soñando un rato. Pero no tardó en recordar que tenía mucho trabajo: limpiar hasta el último rincón de la cabaña, preparar la cena... Anduvo de lo más atareada hasta que la cabeza de cerdo y las lenguas de cordero estuvieron en la mesa; hasta que el pan se hubo horneado y el barril de cerveza negra estuvo en una esquina. Y, mientras esperaba en jarras a que llegara el gaitero, imaginando la gran velada que pasarían, recordó que su vieja amiga Annie Connex se había negado a asistir a la boda, y que todo el pueblo decía que Kate no se habría casado con Peter si el cura y su propia madre no la hubieran empujado.
«¡Pobre muchacho! —pensó—. Está tan enamorado de ella que no quiere escuchar nada en su contra. La gente es mala, ¡mira que criticar a una joven el día de su boda! Y ¿cómo puede Annie Connex impedir que su hijo acuda al baile? Aunque ella no lo haga, podría dejar que Pat viniera una hora. Así cesarían todas las habladurías.»
En cualquier caso, podía intentar convencerla. Cerró la puerta con llave y subió por el camino bamboleándose.
—Annie, he venido a decirte que ya están casados.
—Pasa, Mary —exclamó la vecina—, si tienes tiempo.
«Si tengo tiempo», se repitió para sí la señora M'Shane mientras entraba en la amplia cocina, llena de jamones curados y de grandes piezas de beicon colgando de las vigas.
Ella no había prosperado como la señora Connex, y sabía que, en lugar de en un bonito fogón, cocinaría en una chimenea hasta el fin de sus días. Jamás poseería un hermoso aparador con la parte superior primorosamente tallada. El suyo era de pino, y no tenía tiradores relucientes de latón. Ella nunca tendría un salón, y en aquél había una mesa de caoba y un reloj de pie con una luna exactamente igual que la del cielo, además de un espejo sobre la repisa de la chimenea. Y era el salón de Annie Connex. La sala que había al otro lado de la casa estaba incluso mejor amueblada, pues en los meses de verano la señora Connex alojaba allí a sus huéspedes por una libra o una libra y cinco chelines a la semana.
—Así que, por fin, Kate se ha casado hoy, y el padre Maguire ha oficiado la ceremonia. Pensé que jamás la convencería. Bueno, me alegro de esa boda.
Mary estuvo a punto de decir: «Te alegra que no se haya casado con tu hijo». Pero se contuvo.
—La verdad es que me sorprende: nunca imaginé que echara raíces en esta parroquia.
—Las más rebeldes antes de casarse resultan a menudo las mejores esposas, y creo que será el caso de Kate.
—¡Ojalá! —dijo Annie—. Peter debía de gustarle más de lo que suponíamos; nunca lograréis convencerme de que ha sido la voluntad del cura o de cualquier otra persona lo que ha empujado a Kate a dar ese paso.
—¡Ojalá sea una buena esposa para mi hijo!
—¡Ojalá! —exclamó Annie, y las dos mujeres se sentaron junto al fuego para meditar sobre ello.
Annie Connex sentía aversión por la familia Kavanagh; ésta recibía una ayuda municipal de dos chelines a la semana, aunque todos los sábados por la tarde compraran casi ocho galones de oporto, y Annie Connex no podía creer en el futuro de un país que permitiera tales cosas. Si su hijo se hubiera casado con una Kavanagh, la vida se le habría terminado, y los veinte años que había trabajado para sacarlo adelante habrían sido en vano. Laboriosa como una abeja, se levantó de un salto de la silla, pensando en el trabajo que la aguardaba cuando pudiera librarse de su vieja y desaliñada vecina, que de buena gana se quedaría toda la mañana hablando de los Kavanagh.
—¿Sabes que a Julia le va muy bien con sus labores de encaje?
—Seguro que las vende más caras de lo normal.
—Las vende por todo lo que puede. ¿Por qué iba a hacer otra cosa?
—¡Y parecen de papel!
Vender por encima del precio de mercado era algo abominable para Annie Connex. Su idea de la vida era orden y administración. Y Mary M'Shane le parecía personificar el derroche y la holgazanería del pueblo donde vivían.
—Jamás ha habido nadie como Kate Kavanagh en este lugar. He oído que se volvió hacia su hermana Julia cuando estaba vistiéndola y le preguntó: «¿Debo casarme con él o marcharme a América?». Y justo en ese momento se estaba poniendo el vestido gris.
—Estaba preciosa con él; la parte delantera era de encaje, y no hay un solo hombre en la parroquia que, de haberse atrevido, no hubiera querido estar en el lugar de Peter.
—¿Por qué dices eso, Mary?
—Bueno, quizá no debería decirlo ahora que es mi propia hija, pero supongo que muchos habrían tenido miedo de ella después de lo que le dijo al cura hace tres días.
—No se mordió la lengua. La gente cuenta toda clase de historias.
—Dicen que el padre Maguire subió a casa de los Kavanagh hace tres días, y que ella lo acorraló. Le llamó policía, recaudador de impuestos, y amo y señor, y, si fue así, le dijo más cosas de las que nadie ha osado decir antes a un cura; pues hay mucha gente en la parroquia que aún cree que podría convertirlos en conejos si quisiera, aunque no seré yo quien diga si eso es cierto. Lo único que sé es que Patsy Rogan prometió votar a los unionistas* para complacer a su terrateniente, pero el cura visitó a su mujer, que estaba a punto de dar a luz, y le dijo que si Patsy votaba por quien no debía el bebé nacería con cuernos; y la señora Rogan se asustó tanto que, cuando su marido regresó a casa por la noche, no le dejó en paz hasta que le prometió votar lo que el cura decía.
—Patsy Rogan es un ignorante —dijo Annie—; hay muchos como él incluso aquí.
—Y seguirá habiéndolos. ¿Acaso no nos gusta pensar que un cura puede hacer cualquier cosa?
—De todos modos, Kate se ha casado y se acabarán las habladurías.
—Tienes razón, Annie, y precisamente por eso he venido a hablar contigo. Creo que ahora que se ha casado tendríamos que darle una oportunidad. Todas las jóvenes deberían tener su oportunidad, y la gente sólo dejará de criticarla si vienes al baile esta noche.
—No puedo, Mary. No soy amiga de los Kavanagh, aunque siempre les dé los buenos días por la calle.
—Si vinieras sólo unos minutos, o pudiera hacerlo Pat... Si nuestros hijos no son amigos, serán enemigos.
—Es muy posible que su enemistad fuera mayor si yo no apartase a Pat del camino de Kate. Se ha casado con Peter, pero aún no está muy convencida.
—Sí, Annie, ya lo he pensado; pero los dos se encontrarán en la calle y, si no son amigos, empezarán a pelearse, y podría ocurrir algo terrible.
Annie no respondió, y, tratando de convencerla, Mary dijo:
—No te haría ninguna gracia ver un cadáver en la puerta de tu casa.
—No sé cómo puedes hablar de cadáveres después del bastonazo que Peter le dio a Pat en la boda de Ned Kavanagh. Y yo debo ayudar a mi hijo, y vigilar que no se acerque a los irlandeses de clase baja. No estará a salvo hasta que le consiga una buena esposa.
—¡Los irlandeses de clase baja! No sé cómo puedes hablar así de tus vecinos, Annie. ¿Acaso lo haces porque ninguno de nosotros tenemos aldabas de bronce en la puerta? He visto cómo crecía en ti el orgullo, Annie Connex. Durante mucho tiempo. No sientes respeto por nadie de este pueblo, salvo por el tendero, ese protestante negro* que se sienta detrás del mostrador, hace dinero y no conoce diversión alguna en la vida.
—Ésa es tu visión de las cosas, no la mía. Yo me opuse a que mi hijo se casara con Kate Kavanagh, y tú deberías haber hecho lo mismo.
—Tiene que sucederte algo malo por las palabras tan crueles que estás diciendo esta tarde.
—Mary, has venido a invitarme a la boda de tu hijo, y he tenido que decirte...
—Sí, que no asistirás y que odias a los Kavanagh, y te has metido cuanto has podido con ellos. No tenía que haberte escuchado; sólo lo he hecho porque nos conocemos desde hace veinte años. Pero ¿acaso crees que he olvidado los harapos con que llegaste a este pueblo? No se puede...
Annie la siguió hasta la entrada.
Llegó hasta ellas el estruendo de los coches y de los cascos de los caballos; eran los invitados de la boda, y en el primer carruaje ¿a quién vieron sino a Kate sentada entre Peter y Pat?
—Adiós, Annie, y buena suerte. Veo que Pat asistirá al baile, después de todo.
La falta de resuello le impedía hablar cuando llegó a la puerta de su casa.
Allí encontró a todos, a Pat y al gaitero, a Kate y a Peter, y al resto de sus amigos; pero estaba sin aliento, y tampoco tenía fuerzas para encontrar la llave, pues sólo podía pensar en la expresión siniestra del rostro de Annie al ver a Pat al lado de Kate en el carruaje. Y la señora M'Shane se rió mientras buscaba la llave, pensando en lo rápido que había recibido su castigo.
Mientras tanto, los demás le contaron cómo se habían encontrado con Pat en la taberna de Michael Dunne.
—Cuando nos vio, trató de escabullirse por el patio, pero yo fui tras él. ¿No creéis que hice bien? —oyeron decir a Kate; y, tan pronto como entraron en la casa, ésta exclamó—: Voy a coger la jarra más grande de oporto. Peter y Pat van a bebérsela a medias.
A Peter le encantaban las jarras, y en el aparador las había pequeñas y grandes: unas marrones y blancas, y otras doradas con flores rosas.
—Y ahora tienes que decir algo bonito, Peter.
—Entonces diré —contestó él— que hoy es el día más feliz de mi vida, como debe ser. ¿No he conseguido a la chica que amaba y no me ha perdonado Pat el golpe que le di? Bien sabe él que no le tocaría un pelo de la cabeza. ¿Acaso no crecimos juntos? Pero perdí el control, eso es lo que me pasó.
Al divisar el cabello negro y las mejillas sonrosadas de Kate, que lo significaban todo para él, Peter enmudeció y se quedó contemplándola, ajeno al mundo; y, en aquellos instantes, tenía un aire tan bondadoso y simplón que más de una mujer pensó en lo aburrido que sería vivir en su compañía.
—Y ahora te toca hablar a ti, Pat —exclamó Kate.
—No tengo nada que decir —aseguró el joven—. Me alegro de estar con vosotros, pero tengo miedo de que mi madre me haya visto en el carruaje. Será mejor que vuelva a casa y os deje aquí con la boda
—Pero ¿qué dices? —protestó Kate—. No saldrás de esta casa hasta que no bailes conmigo un reel *. Y ahora siéntate a mi lado en la mesa; y tú, Peter, ponte al otro lado para que no pueda correr en busca de su madre.
Los ojos de Kate ardían como leños en una chimenea, y —diciéndole a gritos a su padre, que estaba sentado en un extremo de la mesa, que tomara otra loncha de cabeza de cerdo, y al gaitero, que cenaba junto a la ventana, que comiera un poco más— se volvió hacia Pat, que seguía mudo, y empezó a reírse de él porque no tenía nada que decir.
Más tarde recordaron cómo Kate, de pronto, pareció olvidarse de Pat y se puso a hablar con su marido, pidiéndole que la sacara a bailar (por mucho que a ninguna chica le agradara lo más mínimo ser su pareja). Más tarde Mary, la mujer de Ned, recordó cómo Kate, a pesar de bailar el primer reel con Peter, había sido incapaz de apartar la mirada del rincón donde Pat se sentaba malhumorado, y cómo de repente pareció cansarse de su marido. Mary recordó, asimismo, el destello de rebeldía que brillaba en los ojos de Kate, y cómo se acercó a Pat para sacarle a bailar. Y ¿por qué no? Era un placer para cualquier muchacha bailar con un joven que seguía hábilmente el ritmo de las gaitas. Todo el mundo les miraba con admiración cuando Pat gritó:
—Me voy a casa. Buenas noches a todos; acabad esta boda como os venga en gana.
Y, antes de que nadie pudiera impedirlo, salió corriendo de la casa.
—Ve tras él, Peter —dijo Kate—. Y haz que vuelva. Tendríamos mala suerte en nuestra noche de bodas si alguien nos dejara así.
Peter salió y estuvo un rato fuera; pero regresó sin Pat.
—Está tan oscuro que lo he perdido —exclamó.
Y Kate parecía hablar sin importarle mucho lo que decía. Con el cabello negro sobre los hombros, insultó a Peter y le acusó de no haber corrido lo bastante deprisa. Su madre trató de disculparla explicando que había bebido demasiado oporto; pero Kate le echó la culpa a la bendición del cura, y sus palabras asustaron a todo el mundo. Tras decir esto, sin embargo, se acercó a su marido y le dijo que era muy bueno con ella y no le encontraba ningún defecto. Luego pareció perderse en sus ensoñaciones, y todo el mundo pensó que saldría corriendo de la casa. En lugar de ello, entró en el cuarto contiguo y cerró la puerta. Entonces comprendieron que no habría más baile aquella noche; el gaitero guardó su instrumento y los invitados dejaron a Peter, que parecía llorar, junto al fuego. Y todos lamentaron abandonarle en aquel estado; y, para que luego no recordara lo ocurrido, Ned cogió una jarra grande de oporto y la dejó a su lado.
Peter tomó un sorbo, pero pareció olvidarse del mundo y la jarra se le cayó al suelo.
—No te preocupes por los cristales, Peter —dijo su madre—. Es imposible pegarlos. Y sería mejor que no bebieras más oporto. Acuéstate. Creo que esta noche se ha bebido demasiado.
—Madre, me gustaría saber por qué ha dicho Kate que no he corrido todo lo que he podido tras Pat. ¿No sabía ella que, si le di tan fuerte a Pat, fue porque su bastón tenía nudos? ¿Acaso no lo cogí creyendo que era el mío?
—Por supuesto que tú no tuviste la culpa, Peter; todos lo sabemos, y Kate también. Y ahora dejémonos de charlas y de alcohol. Vamos, Peter, ya has bebido demasiado oporto por esta noche.
Él miró a uno y otro lado de la cocina y, al no ver a Kate, añadió:
—Debe de estar en el otro cuarto; y seguro que usted quiere acostarse, madre.
Peter se levantó y chocó contra la pared, y Mary se vio obligada a acompañarlo hasta la puerta.
—¿Estoy borracho, madre? ¿Me abre usted la puerta?
Pero la señora M'Shane fue incapaz de hacerlo, y comentó:
—Creo que Kate ha metido una cuña.
—¿Una cuña en la puerta? ¿Y no dijo que no quería casarse conmigo? ¿No dijo algo sobre la bendición del cura?
Peter tuvo mucho miedo de no ver a su mujer aquella noche, y preguntó:
—¿No vas a per-bi-tir-me...?
Y Kate le respondió:
—No.
Entonces él dijo:
—Nos hemos casado en la iglesia... hoy mismo, y has dado tu consentimiento.
Y ella contestó:
—No voy a abrirte la puerta. Estás borracho, Peter, y no estás en condiciones de entrar en el dormitorio de una mujer decente.
—No te has encerrado porque haya bebido demasiado; lo has hecho porque estás pensando en el golpe que le di a Pat. Pero si le pegué, Kate, fue por lo mucho que te quería. Vamos, ábreme la puerta...
—No, no voy a abrirte la puerta esta noche —repuso ella—. Estoy cansada y lo que quiero es acostarme.
Y, cuando él amenazó con forzar la puerta, la joven dijo:
—Estás demasiado borracho, Peter, así que más vale que lo dejes. No seré tu mujer esta noche, ¡tan cierto como que Dios está en el cielo!
—Peter —exclamó su madre—, déjala en paz esta noche. Demasiado baile y demasiado alcohol.
—Es duro... no poder entrar en el cuarto de tu mujer.
—Peter, no la molestes más esta noche. No vuelvas a dar golpes en la puerta.
—¿Acaso no dio ella su conshenti...miento? Usted siempre me lleva la contraria, madre. ¿Acaso no dio ella su conshenti...miento?
—Oh, Peter, ¿por qué dices que te llevo la contraria?
—¿La ha oído decir que estoy borracho? Si usted me dice que estoy borracho, me callaré. Daré mi conshenti...miento.
—Peter, tienes que irte a la cama.
—Sí, irme a la cama... Quiero irme a la cama, pero Kate no va a abrirme la puerta.
—Vamos, Peter, no le hagas caso.
—No le estoy haciendo caso; es que estoy medio dormido, pero lo que quiero saber antes de acostarme, madre, es si estoy borracho. Diga que no estoy borracho en mi noche de bodas y, aunque Kate..., yo daré mi conshentimiento para cualquier cosa.
Se tapó el rostro con las manos y su madre le suplicó que no llorara. Parecía muy desvalido, y le puso una manta bajo la cabeza y le tapó con otra; luego subió por la escalera del pajar y se tendió en el heno. Se preguntó qué habría hecho para merecer aquello, y empezó a llorar a lágrima viva. Y la pobre anciana seguía dormida cuando, a la mañana siguiente, Peter logró ponerse en pie y salir al patio. Tan pronto como metió la cabeza en un barreño de agua, recordó que los caballos le esperaban en la granja y se fue a trabajar, tambaleándose un poco. Kate debía de estar pendiente de su marcha, pues, en cuanto lo vio alejarse, descorrió el cerrojo de la puerta y entró en la cocina.
—Me voy, madre —gritó en dirección al pajar.
—Espera un momento, Kate —pidió la señora M'Shane, y estaba ya en la mitad de la escalera cuando la joven dijo:
—No puedo esperar más, me voy.
Y subió andando por el camino hasta llegar a casa de su madre; todas las sillas estaban en el sendero, pues el párroco llegaba aquella tarde y la señora Kavanagh quería mostrarle lo limpia y reluciente que tenía su cabaña.
—He venido para darle esto, madre. —Y se quitó el anillo de casada y lo arrojó al suelo—. Ayer por la noche le impedí entrar en el dormitorio, y ahora me voy a América. Ya ve lo bien que ha resultado el matrimonio que amañaron usted y el cura.
—¿Te vas a América? —dijo la señora Kavanagh—. ¿Con Pat? ¡Por el amor de Dios!
Kate se quedó mirando los arbustos que crecían entre su casa y la de los vecinos, recordando que el agua de la flor de saúco es buena para la tez.
—Me marcho, y sanseacabó —dijo de pronto—. Adiós.
—Se va a América con Pat Connex —exclamó su madre.
Sin embargo, a Kate ni se le había pasado por la cabeza marcharse a América con Pat ni verlo aquel día. Pero se encontró con él en el cruce —Pat conducía uno de sus carros— y pensó que parecía un buen muchacho, aunque su segundo pensamiento fue: «Irlanda es un lugar mejor para él». Y tuvo la sensación de que tanto el joven como el país donde siempre había vivido se desvanecían como un sueño.
—Me voy a América, Pat.
—Te casaste ayer.
—Sí, pero fue cosa del cura y de mi madre; creí que ellos sabían lo que me convenía. Pero ahora pienso que cada uno debe seguir su camino y tomar sus decisiones. Por eso me voy. Encontrarás a otra chica, Pat.
—No hay ninguna otra chica como tú en el pueblo. Somos gente sin imaginación. Tú te enfrentaste al cura.
—Pero no lo suficiente. Estás esperando a alguien. ¿A quién esperas?
—Prefiero no decírtelo, Kate.
Ella insistió, y él le contó que estaba esperando al cura. Su madre había dicho que debía casarse, y el cura venía a arreglar su matrimonio.
—Todo es idea de mi madre.
—Ya lo sé, Pat, y quiero que lleves un recado de mi parte. Dile a mi suegra que me he ido.
—Empezará a preguntarme cosas, y no sabré qué contestarle. Kate le miró fijamente, pero se marchó sin decir nada, y él se quedó pensativo.
Había pasado momentos muy buenos con ella, momentos que jamás se repetirían. Iba a casarse y no sabía con quién. De pronto recordó que tenía un recado que dar, y bajó a la cabaña de la señora M'Shane.
—Señora M'Shane, fue duro para mí que se casara con Peter. Pero esto es mucho peor, pues los dos la hemos perdido.
—Será muy doloroso para mi pobre hijo.
Y, cuando Peter llegó a comer, su madre dijo:
—Peter, Kate se ha marchado; se ha marchado a América, y tienes la suerte de haberte librado de ella.
—No diga eso, madre, no quiero librarme de ella porque para mí no hay otra mujer en el mundo que la que acaba de irse. ¿Se ha ido con Pat Connex?
—No, no dijo nada de eso, y fue él quien trajo el recado.
—Yo soy el único culpable, madre. Anoche me emborraché. ¿Cómo iba a dejar ella que un borracho como yo se metiera en su cama?
Y salió al patio trasero, y su madre le oyó llorar hasta que tuvo que volver al trabajo.
[Traducción de Marta Salís]
Hija del novelista, historiador, ensayista y biógrafo sir Leslie Stephen y de su segunda esposa, Julia Prinsep Jackson, Virginia Woolf nació en Londres en 1882. Tanto ella como sus hermanos crecieron rodeados de la élite intelectual y artística de la época; entre los visitantes asiduos de los Stephen se encontraban, por ejemplo, Alfred Tennyson, Thomas Hardy, Henry James y Edward Burne-Jones. En 1904, tras la muerte de su padre, Virginia y su hermana Vanessa abandonaron el elegante barrio de Kensington y se trasladaron al de Bloomsbury, mas modesto y bohemio. Su hogar no tardó en convertirse en centro de reunión de los antiguos compañeros universitarios de Toby Stephen, entre los que figuraban intelectuales de la talla del escritor E. M. Forster, el economista J. M. Keynes y el filósofo Bertrand Russell; todo ese grupo pasaría a la historia como el círculo de Bloomsbury. En 1912 contrajo matrimonio con Leonard Woolf, autor de diversas obras de economía y teoría política. Juntos dirigieron la Hogarth Press, una de las editoriales inglesas más influyentes de la época. Desde sus primeras novelas, Fin de viaje (1915) y Noche y día (1919), Virginia Woolf dejó clara su intención de romper los moldes narrativos heredados de la novelística inglesa anterior. Más tarde publicaría con éxito El cuarto de Jacob (1922), La señora Dalloway (1925), Orlando (1928), Al faro (1927), Las olas (1931), Los años (1937) y Entre actos (1941). Además de novelas, escribió relatos cortos, críticas literarias, biografías —Flush (el perro de los Browning) y Fry (el pintor Robert Fry)— y una serie de ensayos en los que resaltó la construcción social de la identidad femenina y reivindicó el papel de la mujer escritora. En Una habitación propia revelaba la evolución de su pensamiento feminista. A lo largo de su vida, Virginia Woolf sufrió una enfermedad mental hoy conocida como trastorno bipolar de la personalidad. El 28 de marzo de 1941, cansada de su terrible lucha contra la locura, dejó a su marido una nota de suicidio y se ahogó en el río Ouse, cerca de su casa de campo.
«Phyllis y Rosamond» (Phyllis and Rosamond), escrito en 1906, se publicó por primera vez en The Complete Shorter Fiction of Virginia Woolf (Nueva York, 1989).