IX

Muy pocas cosas, de las muchas contradictorias que hay en el mundo, son más misteriosas que la certeza ocasional de los hombres escépticos. Marion era uno de los más escépticos de los novelistas escépticos. La intuición de que nada dependía realmente de su causa pretendida u oficial, de que nada producía jamás su efecto pretendido u oficial, de que todas las cosas eran siempre infinitamente más importantes o menos importantes de lo que se pretendía, de que nada sirve demasiado para nada y el mundo es un misterio y un caos; esa intuición, tan natural en un psicólogo, convertía a menudo su existencia en un laberinto de arenas movedizas, donde el peso humano parecía hundirse sin remedio. Pero en aquellos instantes, Marion creía firmemente que, si lady Atalanta llegaba a ser una novelista aceptable, el problema de su existencia se resolvería; si pudiera enseñarle construcción, estilo, puntuación y algunas otras cosas; si pudiera hacerle comprender la diferencia entre la buena forma de escribir y la mala, dado su talento... —pues la opinión de Marion sobre el talento de lady Tal había mejorado bruscamente—. Por qué Christina le parecía mucho mejor ahora que llevaba cinco semanas intentando mejorarla es algo difícil de comprender. Pero lo cierto es que veía mucho más en ella. En medio de toda aquella extraordinaria dificultad de expresión, vislumbraba una personalidad; una personalidad contradictoria, enigmática, muy poco segura de sí misma, que parecía buscar la luz a tientas. Era evidente que Christina era la verdadera lady Tal, y que trataba de romper esa corteza de hábitos y prejuicios que daban cuerpo a la falsa.

Así que todos los cuidados eran pocos para Christina, y, ciertamente, a ninguna novela se le han prodigado tantos, por parte de su autor y de su crítico. No había un solo capítulo, ni apenas párrafos, que Marion no hubiera diseccionado y lady Tal reescrito; la agudeza crítica del primero se veía únicamente superada por la energía grafómana de la segunda. Y estaban a punto de terminar. Sólo les quedaba dar forma a aquel trozo en que Christina se reconciliaba con su cuñada. De un modo u otro, parecía tremendamente difícil elaborarlo. Cuanto más trabajaba lady Tal en él, peores eran los resultados; cuantas más explicaciones le daba Marion, menos comprendía ella.

Estaban sentados a ambos lados de la enorme «mesa de negociaciones», donde discutían las mejoras de Christina, y que lady Tal había instalado en su salón; en aquel momento era un caos de folios, páginas mutiladas, botes de pegamento y tijeras. Éstas, sin embargo, habían desaparecido y lady Tal se afanaba en encontrarlas en medio de aquel revoltijo.

—¡Qué asco de tijeras! —exclamó, revolviendo con bastante violencia un montón de hojas manuscritas.

Marion, enfrente de ella, movió lánguidamente la maraña de papeles y dijo con cierto abatimiento:

—¿Está segura de que las ha dejado en la mesa?

Notaba que algo iba mal. Lady Tal se mostraba más susceptible de lo habitual con las modificaciones que él pretendía que hiciera.

—Despotrica usted contra las tijeras porque se le ha agotado la paciencia con las cosas en general, lady Tal.

Ella levantó la cabeza y, apoyando sus largas y hermosas manos en la mesa, clavó la mirada en Marion.

—No con las cosas en general, sino con las cosas en particular. Con Christina, en primer lugar; después conmigo misma; y al final con usted, señor Marion.

—¿Conmigo? —respondió Marion, consiguiendo esbozar una sonrisa de falsa sorpresa.

Tenía la sensación de que llevaba enfadada con él toda la mañana.

—Sí, con usted —prosiguió lady Tal, mientras seguía buscando las tijeras—. Con usted, porque creo que no se ha portado bien. No es justo meter en la cabeza de una pobre criatura que es una incipiente George Eliot cuando sabe que, por mucho que trabajara a destajo hasta el día del Juicio Final, no escribiría una novela que pudiera publicarse en el Family Herald. Es muy ingrato por mi parte quejarme, pero usted me exige demasiado. Usted hace esta clase de cosas con la misma facilidad con que pestañea, e imagina que a los demás les sucede lo mismo. Quiere poner todas sus ideas en la pobre Christina, y espera que yo sea capaz de plasmarlas; pero, cuando lo hago mal, usted se contraría. Piensa en la novela como si la estuviera escribiendo usted, y lo sabe. Pues bien, cuando una mujer descubre al fin que no puede escribir mejor un maldito libro; que han alentado en ella demasiadas esperanzas, que se espera de ella demasiado, es comprensible que se sienta bastante irritada. Estoy harta de reescribir las páginas, harta de los personajes.

E, indignada, lanzó las largas tijeras de costura, que acababa finalmente de encontrar, contra las hojas del manuscrito. Marion sintió una pequeña punzada. La punzada de un hombre inteligente que descubre que ha estado haciendo una estupidez. Frunció ligeramente el ceño como si le apretaran las botas.

Era cierto. Comprendió de repente que había sobrevalorado los poderes literarios de lady Tal. Y le pareció monstruoso. El pensamiento le hizo enrojecer. ¿Hasta qué extremos injustificables le había llevado su interés por la novela, la novela en abstracto, la novela de cualquiera; y (se confesó) el interés por una novela en particular, la suya propia, aquella que en la que figuraría lady Tal? Dándose cuenta bruscamente de su error, procedió a adoptar el aire, como hacemos la mayoría en similares circunstancias (empujados tal vez por el instinto de equilibrar las cosas), de una persona convencida de tener razón.

—Creo —dijo secamente— que ha sido demasiado exigente con esta novela, lady Tal. Ha trabajado tanto en ella y hablado tanto de ella que ha llegado a darle náuseas.

—Y a otros también —añadió lady Atalanta con tristeza.

—No, no, a otros no..., sólo a usted misma, querida —exclamó Marion paternalmente, de un modo que dejaba bien claro que ella, con su falta de delicadeza, había dicho la verdad, mientras que él, con su exquisita educación, jamás llegaría a admitirla. En realidad, Marion no estaba en absoluto harto de Christina, sino todo lo contrario—. Verá —continuó, mientras jugaba con la banda elástica de un fajo de manuscritos—, hay cosas que no puede usted saber, pero ningún supuesto novelista, nadie con un poco de experiencia..., nadie, permítame decirlo, excepto una joven dama, podría soportar la sobredosis de escritura que «se ha tomado» usted. Ha hecho usted en seis semanas lo que debería haberle llevado ¡seis meses! El resultado, por supuesto, es que ha perdido todo sentido de la proporción y de la calidad; lo cierto es que no puede soportar más su novela, por eso se siente tan abatida.

Lady Tal no se apaciguó lo más mínimo.

—Ésa no era razón para hacerme creer que iba a ser una mezcla de George Eliot y Ouida* —exclamó—, y, para colmo, con las mejores cualidades de Goethe y del deán Swift**.

Marion frunció el ceño, pero esta vez en su interior. La verdad es que había animado a lady Tal de manera injustificada. De pronto le asaltó la duda de si alguna vez podría encontrar un editor; por ese motivo, sonrió y dijo amablemente:

—Ya sabe que, en cuestión de opiniones, las hay para todos los gustos, lady Tal. ¿No cree que puede usted ser responsable en parte de este pequeño malentendido?

Lady Tal no respondió. La arrogancia de los Ossian había despertado en ella. Se limitó a mirar a Marion de la cabeza a los pies, y su expresión era de un desdén indescriptible. Parecía decir: «Eso es lo que sucede cuando una mujer como yo se relaciona con norteamericanos y novelistas».

—No se me ha agotado la paciencia —afirmó tras unos instantes de silencio—; no piense eso. Cuando decido hacer algo, lo hago. Así que terminaré Christina, la imprimiré, la publicaré y se la dedicaré a usted. Pero ¡no volverá a verme escribir otra novela! Ni tampoco —añadió, sonriendo con los dientes cerrados al tiempo que le tendía una mano más bien rígida— volveré yo a verle a usted leer otra novela mía. ¡Ahora que me ha estudiado lo suficiente para escribir la suya!

Marion sonrió, cortés, pero corrió con la cabeza gacha escaleras abajo y por la callejuela empedrada que llevaba al ferry de San Vio.

Había sido un idiota, un verdadero idiota, se repetía en su fuero interno. Pero no, como había pensado antes, por exponer a lady Atalanta al desánimo y la humillación, sino por exponerse a sí mismo.

Sí, ahora lo comprendía todo. Lo comprendió cuando, nada más separarse de lady Tal, se encontró en el jardín con la vista clavada en sus ventanas, casi como si esperara verla y escuchar a modo de saludo una de sus ásperas bromas. Y lo comprendió aún mejor cuando, en el curso del día, cada vez que el camarero llamaba a su puerta, latía en él la vaga esperanza de recibir una nota de lady Tal, una línea que dijera: «Qué furiosa estaba esta mañana, ¿verdad?», o simplemente: «No olvide venir mañana».

Lo comprendía. Él y la novela, los dos postergados por la impaciencia de aquella joven aristócrata caprichosa, egoísta y altanera: una vez identificados ambos, ¡los rechazaba como si no merecieran más su augusta atención! A Marion le dolió casi más el insulto a la novela —la novela de ella— que a él mismo. Después de todo, ¿cómo podía lady Tal apreciar la diferencia entre él y los distintos conquistadores que conocía? ¿Cómo podía percibir que él era la sal de la tierra? No tenía los medios para hacerlo. Pero que no advirtiera la dignidad de su propio trabajo, cuán infinitamente superior era su novela a ella, hasta qué punto representaba sus mejores facultades; que no supiera agradecerle la sensibilidad con que había descubierto su mérito, los méritos de ella, en medio de toda la confusión de aquel bodrio tan moderno y repleto de faltas...

Y, cuando aquella noche, mientras tomaba su café en San Marcos, vio la figura majestuosa de lady Tal entre los paseantes, con su vestido blanco, a la luz de la luna, seguida de una cohorte de hombres y mujeres jóvenes, cayó de pronto en la cuenta de que algo había terminado. Pensó que, si lady Tal iba a Londres la primavera siguiente, no la visitaría a menos que ella se lo pidiera; y estaba seguro de que no se lo pediría, pues, en lo que se refería a Christina, la novela ni siquiera llegaría a ver las pruebas de imprenta; y, a menos que Christina volviera a salir a la superficie, él también seguiría en el fondo.

Marion se levantó de la mesa, y abandonando la plaza brillantemente iluminada y la multitud de paseantes que atestaban las calles como si fuera una noche de estío, salió a la Riva y se dirigió despacio al arsenal. El contraste resultaba espectacular. El tiempo parecía ya invernal. No había sillas en las terrazas de los cafés; apenas se veían luces de góndolas en los muelles. Los viandantes caminaban deprisa, con los extremos de las capas sobre los hombros. Y desde el agua, que lamía sonoramente los embarcaderos de mármol, llegaba un viento fuerte, lleno de lluvia. Estaba oscuro, y había charcos invisibles en el pavimento.

Esto era lo que sucedía al abandonar, siquiera un poco, los propios principios. Había quebrantado sus convicciones al aceptar leer el manuscrito de la novela de aquella joven dama. No parecía un error muy grave. Pero, a través de aquella grieta, ¿que fuerzas caóticas habían irrumpido en su apacible y ordenada existencia?

Pero ¿qué demonios pretendía con la amistad de lady Tal: Hacía tiempo que sólo se permitía las amistades que no llevaran aparejado ningún sentimiento, que no lo importunaran o alteraran con contratiempos tales como la enfermedad, la muerte, la veleidad, la ingratitud. La filosofía de la felicidad, de ese equilibrio de actividades necesario para el estudiante desapasionado de la humanidad, consistía en no poseer jamás nada que uno pudiere perder, en no desear jamás nada. ¿No había decidido hacía mucho tiempo vivir observando sólo los caracteres externos, si no en una columna como Simón el Estilita al menos en su equivalente moderno más modesto, un ático en Westminster?

Marion se sentía abatido, y avergonzado de su abatimiento; enfurecido por su vergüenza, y, en general, terriblemente humillado al tener que admitir interiormente que sentía algo, y, peor aún, como es lógico, al sentirlo con tanta intensidad.

Pero al recorrer de arriba abajo uno de los tramos de la Riva, mientras el viento tempestuoso hacía crujir mástiles y velas, y el humo de su cigarro describía bruscos giros a su alrededor, empezó a sentir cierto consuelo. Todo eso, a la postre, era experiencia; y la experiencia era necesaria para la comprensión de la humanidad. Era preferible, como norma, utilizar la experiencia de otra gente; mirar hacia abajo, desde el ático de Westminster, y ver la aflicción y el dolor y la rabia in corpore vili *, desde las cinco alturas que lo separaban del suelo. Aunque, bien pensado, de cuando en cuando eran necesarias impresiones un poco más íntimas; el mero reconocimiento de sentimientos en los demás presuponía un mínimo de experiencia emocional en uno mismo.

Marion tenía sentido del humor, sentido de la dignidad, y la consiguiente aversión a hacer el ridículo. Le desagradaba sobremanera haber desempeñado el papel del necio de edad mediana. Pero, si alguna vez necesitaba —en una futura novela— un necio de edad mediana, ahí se tenía y bien a mano a sí mismo. Y lo cierto era que, si no hubiera infringido miserablemente sus normas de vida, interesándose con cierto desdén por una joven dama de un metro ochenta, hija de un conde arruinado, de rostro inexpresivo y autora de una novela sentimental, él jamás, jamás habría llegado a comprender, como ahora comprendía, el carácter de aquella inteligente mujer de mundo, con aspiraciones que acababan en frivolidad, y un corazón totalmente aherrumbrado por la insolencia.

Ah, comprendía a lady Tal. Había vuelto al hotel; había cerrado de golpe la ventana, y había recibido una ráfaga de lluvia en el rostro mientras se hacía esta reflexión. Ciertamente, lady Tal podía convertirse en una persona de categoría.

Se desplomó en el sillón y abrió un volumen de la correspondencia de Flaubert.