Una sugerencia
Si lady Winthrop no hubiese dicho que yo era «un joven insufrible y afeminado», habría tenido alguna posibilidad de casarse con mi padre. Era una viuda de mediana edad; prosaica, dominante y un ama de casa alarmantemente buena; lo más serio que hacía en la vida era visitar a sus conocidos, y en sus momentos más triviales coleccionaba autógrafos. Era extremadamente competente y realmente insoportable; y ese desafortunado comentario sobre mí fue, como suele decirse, la gota que colmó el vaso. Supongo que mi padre había alentado de algún modo a lady Winthrop pues ella se aficionó a visitarnos a las horas más intempestivas, preguntándole a mi hermana Marjorie las cosas más inesperadas, y mostrándose generalmente imposible. Mi padre solía seguir sus consejos en las cuestiones domésticas, y cuando, el año pasado, se casó con una compañera de colegio de su hija, una hermosa joven de veinte años, todos parecieron sorprenderse menos Marjorie y yo.
Lo cierto es que todo se debió a una sugerencia. Nunca olvidaré la noche de verano en que mi padre comprendió que tenía alguna posibilidad con Laura Egerton. Daba una pequeña cena para dieciocho personas. Por un error de Marjorie (idea mía), lady Winthrop recibió su invitación en el último momento. Aceptó, por supuesto —los dos sabíamos que lo haría—, pero, ignorando que se trataba de una cena, apareció sin traje de noche.
Nada puede ser más duro para una mujer normal que semejante contretemps; y lady Winthrop no era de las que son capaces de reírse de la situación. Me parece estar viéndola ahora, con una blusa de cuadros escoceses y un humor de perros, dando la peor imagen de sí misma —tanto mental como física— mientras Marjorie se pasaba la velada pidiéndole disculpas, con su vestido azul pálido de crep de China; Laura, de amarillo, con orquídeas malvas, se sentaba —en adorable contraste— al otro lado de mi padre, con un aire ligeramente consciente que resultaba de lo más atractivo. Es increíble la importancia que tiene un pequeño detalle en cuestiones así. Yo le había enviado a Laura las orquídeas, anónimamente; y no pude evitar que ella prefiriera creer que eran de mi padre. Además, yo le había insinuado que él la amaba en secreto, y le presté un libro de Verlaine. Le dije que lo había encontrado en su estudio, abierto por la página que más le gustaba a ella. Laura posee, al igual que yo, un temperamento artístico; es una persona cultivada, bastante romántica, y siempre en busca del au-delá. Mi padre puede ser —aunque jamás conmigo— un hombre encantador; además sigue siendo guapo, con ese aire de haber sufrido que da disfrutar demasiado en la vida. Aquella noche su realmente fingida melancolía y aparente falsa alegría fueron deliciosas de presenciar para un hijo y, al parecer, muy atrayentes para el corazón de Laura. Sí, por extraño que pueda parecer, aunque todo el mundo comentaba que la hermosa señorita Egerton se casaba con el viejo Carington por dinero, ella estaba verdaderamente enamorada, o creía estarlo, de mi padre. ¡Pobrecilla! No tenía la menor idea de lo malhumorado, irritante y despistado que es en su vida privada; y a veces tengo remordimientos.
Quince días después de la boda, mi padre olvidó su estado civil, y empezó a tratar nuevamente a Laura con una especie de galantería distraite, como si fuera una amiga de Marjorie, o a ignorarla por completo. Cuando, de vez en cuando, recuerda que es su mujer, la regaña caprichosa y maquinalmente por el gobierno de la casa, pues no sabe que Marjorie sigue ocupándose de ésta. Laura soporta sus reprimendas como un ángel; lo cierto es que, antes que tomarse la molestia de resolver algo práctico, prefiere escuchar las palabras más fuertes del vocabulario de mi padre.
Sin embargo, es muy sensible; y cuando mi padre, retomando en seguida sus costumbres de soltero, reanudó sus visitas a una vieja amiga en una de las casitas frente al Oratorio*, pareció muy dolida. Mi padre es terriblemente descuidado, y Laura encontró una carta. Tuvieron una conversación bastante seria y, durante algún tiempo, ella pareció muy abatida. No tardó en hacer todo lo posible por animarse, y a veces se divierte mucho con Marjorie y conmigo, pero me temo que ha sufrido un desengaño. Ahora nunca se pelea con papá, y creo que los tres sentimos la misma antipatía por él, aunque Laura nunca lo reconozca, y le trate con la amabilidad y gentileza de una hija.
Nos encanta ir a fiestas —a todos menos a mi padre— y Laura es una carabina adorable para Marjorie. Las dos sienten auténtica devoción por mí. «Cecil lo sabe todo», aseguran siempre, y no hacen nada —ni siquiera elegir un sombrero— sin pedirme consejo.
Desde que dejé Eton, se supone que estudio con un tutor, pero la verdad es que tengo mucho tiempo libre; y me alegro de ser útil a las chicas, de las que, dicho sea de paso, me siento muy orgulloso. Forman un contraste encantador. Marjorie tiene esa clase de belleza fresca y sonrosada que se ve en el parque o en el río. Es alta, delgada como una pértiga, y, si no cuidara mucho su forma de vestir, parecería una ilustración de Pilotelle en el Lady's Pictorial. Es pragmática y alegre, monta en bicicleta, baila y conduce; patina, va a un misterioso lugar llamado The Stores, y es, a su manera, un tipo de inglesa sumamente moderna. Laura tiene esa belleza exótica que tanto admiran los filisteos: ojos oscuros y soñadores, y una tez maravillosamente blanca. Ama la música, la poesía, la pintura y la admiración de manera sublime; tiene una afición malsana a la gimnasia mental, y detesta el ejercicio físico: el único deporte que hace es agitar el pelo. A veces parece aburrida, y la he oído suspirar.
—Cissy —dijo Marjorie, entrando un día en mi estudio—, me gustaría hablarte de Laura.
—¿También tienes remordimientos? —pregunté, encendiendo un cigarrillo.
—Lo cierto es que tuvimos mucha culpa, querido. ¡Pobrecilla! ¿No podríamos hacer que papá fuera más...?
—Imposible —respondí—; nadie tiene la menor influencia sobre él. Ni siquiera puede soportarme a mí; aunque, si tuviera un poco de decencia, se le escaparía alguna lágrima cuando le miro con los ojos azules de mamá.
Mi pobre madre era una gran belleza, y dicen que soy su viva imagen.
—Laura no tiene ninguna meta en la vida —dijo Marjorie—. Yo la tengo, y supongo que las demás jóvenes también. Por cierto, Cissy, estoy completamente segura de que Charles Winthrop va en serio conmigo.
—¡Qué tierno por su parte! ¡Cuánto me alegro! Yo me libré de papá la temporada pasada.
—¿Crees que debo casarme con él, Cissy? Me parece un hombre muy aburrido.
—¿Y qué tiene eso que ver? Por supuesto que sí. No eres ninguna belleza, y dudo que se te presente una oportunidad mejor.
Marjorie se puso en pie y se miró en el espejo alto y estrecho que hay frente a mi escritorio. No pude resistir la tentación de colocarme a su lado.
—Mi estilo está de moda —comentó Marjorie sin inmutarse.
—Y el mío —dije pensativo—. Pero tú no tardarás en quedarte anticuada.
Todo el mundo me encuentra increíblemente parecido a mi madre. Su rostro era ese óvalo puro y perfecto que casi nunca se ve, de facciones delicadas, boquita de piñón y sedosos cabellos casi albinos. Una belleza rubia nada insulsa, pues los ojos azul intenso están bordeados de unas pestañas muy oscuras, y en sus lánguidas profundidades resplandece una suave ironía. Siento una extraña devoción por mi madre; murió cuando era muy pequeño —sólo tenía dos meses—, y paso muchas horas pensando en ella mientras contemplo mi imagen en el espejo.
—¡Baja de las nubes, por favor! —exclamó Marjorie impaciente, pues estaba absorto en mis meditaciones—. He venido para que inventes algo que divierta a Laura... o despierte su interés.
—Tendríamos que buscarle una afición. ¿Has probado algo?
—Sólo la quiromancia; y, como la señora Wilkinson le vaticinó todo aquello que detesta, se deprimió muchísimo.
—¿Qué es lo que más necesita? —pregunté.
Nuestros ojos se encontraron.
—¡Qué poca vergüenza!... —exclamó Marjorie.
Hubo unos instantes de silencio.
—¿Así que debo aceptar a Charlie?
—¿Prefieres a otro hombre? —inquirí.
—No sé por qué lo dices —dijo Marjorie, sonrojándose.
—Pensaba que Adrian Grant sería más del gusto de Laura que del tuyo... Acabo de recibir una nota suya para invitarme esta tarde a tomar el té en su estudio —comenté, entregándosela—. Dice que vaya con las dos. ¿Le divertirá a Laura?
—Oh —exclamó Marjorie, encantada—, por supuesto que iremos. Me gustaría saber qué opina Adrian de mí —añadió pensativa.
—No me ha dicho nada. Va a enviarle sus versos a Laura: Pensamientos silvestres y heliotropos.
Marjorie suspiró.
—Papá ha vuelto a quejarse hoy de nuestra vagancia —dijo luego.
—¿Vago, yo? He estado balanceando un incensario en el tocador de Laura porque quiere alimentar su temperamento religioso, y he diseñado tu vestido para el baile de disfraces de los Clive.
—¿Dónde está el dibujo?
—En mi cabeza. No irás de blanco; la señorita Clive tiene que llevar un traje de ese color.
—Me gustaría saber por qué no te casas con ella —señaló Marjorie—. Siempre estás elogiándola.
—Nunca me casaré. Además, sé que es bonita, pero su aire huidizo de Slade-school me crispa los nervios. No sabes cuánto sufro de los nervios.
Mi hermana se quedó un poco más, pidiéndome consejo porque no sabía qué regalo de cumpleaños elegir para sí misma: un órgano americano, un caniche negro o una édition de luxe de Browning. Le sugerí este último, pues era el menos ruidoso. Después le dije que, a pesar de su admiración por Adrian, era demasiado buena para inmiscuirse en el futuro de Laura. Comentó que yo era incorregible, y salió del cuarto con una sonrisa de resignación.
Yo reanudé la lectura. En mi último cumpleaños —tenía diecisiete años—, mi padre, que podía ser muy mordaz, me había regalado ¡un ejemplar de Robinson Crusoe! Prefiero a Pierre Loti, y pienso tener un cuarto de baño con suelo de ónice, y una luz color albaricoque claro que ilumine las cortinas verdes a rayas azules de mis aposentos, en cuanto consiga que Marjorie se case y Laura se tranquilice.
Conocí a Adrian Grant en un almuerzo en casa de los Clive. Al parecer, le caí en gracia; vino a visitarme, y es obvio que se enamoró en seguida de mi madrastra. Es un impresionista bastante impresionable, y un hombre encantador, alto, elegante y atractivo, además de muy interesante. Todo el mundo reconoce que es fascinante; goza de muchas simpatías y antipatías. Es pintor de profesión; tiene un poco de dinero propio —suficiente para sus telegramas, pero no para sus ojales— y no puede haber nada más incongruente que la idea de que se case. Jamás he visto a Marjorie tan atraída por alguien. Pero es una chica generosa y leal, y aceptará casarse con Charlie Winthrop, un tipo adorable, bondadoso y condenadamente rico: justo el cuñado ideal. Eso disgustará a lady Winthrop: es su sobrino y quiere casarlo con la pequeña señorita Clive. Dorothy Clive tiene sus defectos, pero es de justicia decir que ella no sería feliz con Charlie Winthrop.
El maravilloso estudio de Adrian produce en uno la compleja impresión de ser al mismo tiempo el tranquilo retiro de un santo medieval y la lujosa morada de un pagano moderno. Uno siente que podría hacer cualquier cosa en él, desde rezar hasta flirtear; cualquier cosa menos pintar. Lo pasé muy bien durante el té; fingía escuchar a una persona morena que no hacía más que repetir absurdos y manidos tópicos literarios —como que el Nuevo Humor no es divertido o que Bourget comprendía a las mujeres— cuando oí este fragmento de conversación:
—Pero ¿no te gusta la sociedad? —preguntó Adrian.
—Estoy bastante harta de ella. La gente se parece tanto... Todo el mundo dice las mismas cosas —repuso Laura.
—Por supuesto que todo el mundo te dice las mismas cosas —susurró Adrian, mientras simulaba señalar un antiguo crucifijo bastante curioso.
—Ésa es una de las cosas que dicen —exclamó Laura.
Unas tres semanas después me encontré cenando solo con Adrian Grant en uno de los dos restaurantes de Londres. (La cocina es mejor en el otro, pero éste es más cómodo.) Yo llevaba lirios en el ojal; Adrian, un clavel rojo. Varias personas nos miraron. Por supuesto, él es muy conocido en sociedad. Además, yo iba muy elegante y, mientras Adrian miraba distraídamente por encima de mi cabeza, no podía sino tener la esperanza de que la escasa luz de las velas tiñera de un rosa más intenso el prodigio de mi rostro.
Adrian estaba encantador, desde luego, pero parecía nervioso y un poco preocupado, y bebió mucho champán.
—Carington —dijo hacia el final de la cena, con cierta brusquedad para ser él.
—Cecil —le interrumpí.
Me sonrió.
—Cissy... me parece extraño decirte esto, pero, a pesar de tu juventud, tengo la sensación de que lo comprendes todo. Estoy seguro de que lo comprendes todo. Sabes lo que me pasa. Estoy enamorado. Soy muy infeliz. ¿Qué demonios debo hacer? —preguntó bebiendo más champán—. Dime qué debo hacer.
Mientras escuchábamos aquel interminable y trillado Intermezzo, me quedé unos minutos pensativo; me preguntaba qué extraños cambios se habían producido para que yo ocupara la extraordinaria posición de aconsejar a Adrian en un asunto así.
Laura no era feliz con nuestro padre. Por puro egoísmo, Marjorie y yo habíamos arreglado prácticamente aquel monstruoso matrimonio. Ese mismo día, él había estado muy desagradable y, en tono sarcástico, me había pedido rudamente que aumentara su asignación para poderse comprar mis cigarrillos favoritos. Si Adrian estuviera libre, Marjorie podría rechazar la oferta de Charlie Winthrop. No quiero que lo haga. Adrian me ha tratado siempre como a un amigo. Me gusta... me gusta muchísimo. La verdad es que le adoro. Y ¿cómo podría librarme de la sensación de culpa, del sentimiento de que debo compensar de algún modo a la hermosa y desdichada Laura?
Hablamos de varios asuntos. Justo antes de levantarnos de la mesa, le dije de un modo que parecía, aunque no lo fuera, intrascendente:
—Querido Adrian, la señora Carington...
—Continúa, Cissy.
—Es una de esas mujeres que, al principio, debe conquistarse a través de su imaginación. Se casó con nuestro padre porque pensaba que se sentía solo e incomprendido.
—Yo me siento solo e incomprendido —exclamó Adrian, con un brillo de regocijo en la mirada.
—¡No, otra vez no! Eso no funcionaría con ella.
Terminé lentamente mi café, y luego dije:
—Ve a la fiesta de los Clive disfrazado de Tristán.
Adrian me apretó la mano...
Nos despedimos en la puerta del restaurante, y yo regresé a casa en medio de una noche fría de abril, preguntándome qué pasaría. De pronto recordé a mi madre, mi hermosa y santa madre, que, de haber vivido, me habría amado —estoy convencido— con auténtica devoción. ¿Qué habría dicho de todo aquello? ¿Qué habría pensado? No sé por qué motivo una reacción absurda se apoderó de mí. Me sentí ridículamente consciente. ¡Mi padre! Después de todo, era mi padre. Tenía unos escrúpulos horribles. ¿Y si volvía con Adrian? ¿Y si volvía y le rogaba, le suplicaba, que no viera a Laura nunca más?
Sentí que podría convencerlo. Tengo suficiente magnetismo para hacer algo así si lo deseo. Después de mirarme en el espejo, levanté el bastón y detuve el carruaje. Había tomado una decisión. Le dije al conductor que me llevara al piso donde residía Adrian.
Dio media vuelta con brusquedad. Unos instantes después nos adelantó una berlina: una pequeña y rápida berlina que yo conocía. Ésta disminuyó la velocidad... se paró... pasamos a su lado... y vi a mi padre. Salía de una de las casitas frente al Oratorio de Brompton.
—Dé la vuelta otra vez —grité al cochero. Y me llevó directamente a casa.
[Traducción de Marta Salís]
Hija primogénita del pintor holandés sir Laurence Alma-Tadema y de su primera mujer, Marie-Pauline Gressin, llegó a ser muy conocida en los círculos literarios de la época. En julio de 1870, cuando tenía seis años, el estallido de la guerra franco-prusiana empujó a su padre a abandonar el continente y establecerse definitivamente en Inglaterra, donde llegó a ser uno de los grandes maestros del romanticismo victoriano. Mujer independiente y de ideas progresistas cercanas al socialismo, jamás contrajo matrimonio, como tampoco lo hizo Anna, su única hermana, que se dedicó a la pintura. Laurence escribió poesías, novelas, obras de teatro y relatos breves; colaboró habitualmente en The Yellow Book. Su obra más conocida fue Loves Martyr (1886).
«A las puertas del paraíso» (At the Gates of Paradise) se publicó por primera vez en el volumen de cuentos The Crucifix: A Venetian Phantasy, and Other Tales (Osgood, 1895).