IV

Después de aquello, una obstinada combinación de calamidades tuvo muy ocupado a Jonathan: un brote de enfermedad entre las ovejas, sumado a la marcha inesperada del pastor y a la destrucción de una valla tras otra por una crecida repentina del río. A medida que su energía, pertinaz y a veces casi desesperada, vencía una dificultad, aparecía otra nueva.

A unos tres kilómetros de distancia, en el pueblo, la procesión de días anodinos desfilaba con lenta regularidad. Rushout sólo se levantaba por las mañanas para quedarse horas aletargado delante de la chimenea de la salita detrás de la barra, ora contemplando las ascuas, ora sumido en un necio sueño.

La voz estridente de la «escoba de mujer», según el mote que Jonathan le había puesto, le chirriaba en los oídos a todas horas, hasta que se decidió a echarla. Pero no puso en práctica su decisión y la estuvo retrasando, primero por una cosa, después por otra. A cada hora que pasaba, su indiferencia al mecanismo del pequeño mundo que le rodeaba se hacía más profunda.

Sin embargo, una mañana notó que la pelea de voces de la cocina cobraba mayor intensidad de lo habitual, y Mary, la doncella, se presentó delante de él, con las mejillas encendidas y la voz trémula de emoción. Dijo que no quería que la siguieran tratando como a un perro. Tenía intención de despedirse; ya lo había soportado demasiado tiempo. Cuando él protestó e intentó calmarla, la chica, prorrumpiendo en llanto, expuso un catálogo detallado, aunque espasmódico, de los abusos, la tiranía y los insultos a los que había estado sometida. «Todo esto no habría pasado si la pobre señora siguiera viva.» Ante esas palabras, Rushout sintió que su apatía se deshacía como una cortina de niebla, y la recuperación temporal de su antiguo ser le conmovió de manera extraña.

—Tranquila, muchacha, tranquila; no hace falta que se lleve usted un berrinche —dijo—. No voy a prescindir de usted. ¡Lo prometo! Prefiero despedirla a ella esta misma tarde antes que perderla a usted.

Tras tres o cuatro afirmaciones parecidas, la chica, apaciguada, regresó a la cocina.

Apenas había entrado en ella cuando el griterío comenzó de nuevo, con la misma crudeza, no, con mayor crudeza que antes. De pronto la puerta se abrió con violencia, y la otra mujer, con una pasión grotesca en el rostro avinagrado, irrumpió en la sala.

—Quiero hablar con usted, señor Rushout. ¿Es verdad que acaba de decir a la chica que prefiere prescindir de mí antes que de ella?

—Así es —respondió con una tranquila determinación no exenta de dignidad.

Durante casi un minuto la mujer fue incapaz de articular palabra.

—Entonces, debo entender que tengo que marcharme para agradar a esa mocosa.

—Sí, si es usted incapaz de no martirizarla de la mañana a la noche —repuso—. Es muy buena chica; lleva tres años y medio conmigo y su conducta ha sido prácticamente intachable, y mi mujer nunca se quejó de ella.

—¡Ah! ¿Conque es por eso? ¿Por eso quiere echarme a mí, que he trabajado como una mula para mantener el orden en esta casa mientras usted empinaba el codo junto al fuego? Su mujer nunca se quejó de ella, nunca se quejó de ella —repitió, imitando la entonación de Rushout—. ¿Y eso qué tiene de raro? A mí no me sorprende. ¿Cómo iba a quejarse, si se pasaba el día zascandileando por el campo?

Rushout se incorporó y se le acercó amenazante.

—¡Pardiez! ¡No se atreva a decir otra palabra en contra de ella! Usted es una mujerzuela, y no le llega ni a la altura del zapato.

—Y usted es un cobarde y un bruto. Le gustaría pegarme, ¿verdad? Pero, si me pone un dedo encima, lo denunciaré. ¿Quién es usted para insultarme? ¿Conque mujerzuela, eh? ¿Pretende insinuar que no me porto como debiera?

—No creo que haya tenido usted ocasión de comportarse de otro modo. —A Rushout le gustó la agudeza de su respuesta, con la que recuperó la serenidad.

La mujer estiró el cuello, como si fuera a soltar una andanada de insultos, pero cambió de impulso. Con una malevolencia intencionada y concentrada dijo:

—¡Es usted un pobre necio y un iluso, Richard Rushout! Ni siquiera sospecha que esa descarada con cara de muñeca le engañaba en cuanto usted se daba la vuelta. No sabe que lo convirtió en el hazmerreír de todos.

—Cierre esa boca de cloaca —bramó Rushout. La ira volvió a él con una intensidad tres veces mayor, y su rostro cobró la tonalidad morada de la apoplejía.

Pero la mujer no estaba dispuesta a callarse.

—¿Cómo se atreve a arrastrar por el fango a una mujer honesta y respetable? —replicó—. Ella era una pícara y una atolondrada. ¿Creía que se iba a dar por satisfecha con un borracho e inútil como usted?

—¡Miente usted como una bellaca!

—¿Así que miento? Ahórrese los insultos, Richard Rushout. Pregúntele a Jonathan Hays si miento. Pregúntele si nunca la abrazó. Pregúntele si nunca...

Un espasmo de sufrimiento atroz recorrió el rostro de Rushout: el veneno empezaba a surtir efecto. La agarró por las muñecas y la hizo postrarse en el suelo.

—No me callará, aunque me parta la cabeza —dijo ella entre dientes—. ¿Cómo se atreve a dejarme a la altura del betún? Adelante, pregunte a Jonathan Hays. Pregúntele adónde iba ella con esa yegua trotona, mientras usted se quedaba empinando el codo, rodeado de borrachuzos. Pregunte a Jonathan Hays, yo...

—¡Es usted un demonio! —exclamó Richard con un gutural grito de angustia, y la empujó al pasillo.

Después, mareado y aturdido, se desplomó en una butaca.