Por accidente
Nous sommes tous dans un désert. Personne ne comprend personne. *
Fue uno de esos accidentes callejeros, corrientes y descarnados, que hacen saltar por los aires toda la corrección y el buen gusto de una vida delicada. Cuando el carruaje, una victoria de estructura grácil y ligera (un juguete de carruaje), dobló la esquina de Duke Street con Oxford Street, algo espantó a los caballos, que primero dieron un viraje brusco, se subieron en mitad de la acera y después bajaron la grupa y recularon furiosamente, hasta chocar con un ómnibus y el carro de un cervecero. Esa mañana le estaba haciendo de cochero uno de los criados (su cochero de siempre estaba en el campo, pasando las vacaciones de verano), y ese mozo, que también era un hombre joven, sobrio y sensato, empezó a temblar al primer desgarrón de los tableros y perdió los nervios.
—Entonces vi que Beauty, la que se ha hecho un corte tan malo en la rodilla, se sentaba y reculaba, y entonces voy y le digo: «¡Levanta! ¡Levanta, demonio!». «¡Por Dios bendito, levanta!», le digo. Y lo siguiente que sentí (que Dios me ayude) fue que me arrancaban todos los huesos del cuerpo como si fueran muelas. Y después lo vi a usted, agente, secándome la cara. Y eso fue todo lo que pasó. Se lo juro —repetía histéricamente el joven criado.
La sangre de la brecha en la cabeza le empapaba la densa mata de pelo rojizo y se le escurría hasta la mejilla por debajo de los vendajes improvisados. También le había manchado las manos temblorosas y el vaso que algún testigo compasivo y de reflejos rápidos había ido a buscar a la taberna más cercana.
—Usted me estaba secando la cara. Y la señora se ha matado, o algo peor. Y la pobre Beauty... ¡Mire qué cuadro! Y...
—Bebe —dijo en tono alentador el corpulento policía, sosteniendo el vaso manchado de rojo en los labios crispados del joven, mientras el gentío observaba con interés y asentía. Después, una docena de hombres amontonaron las ruedas rotas e hicieron una pila con los cojines y los relucientes tableros barnizados del coche destrozado, mientras otro se llevaba de allí los caballos, asustados y cojos, que para entonces se dejaban guiar dócilmente, con la cabeza gacha y los ojos llenos de terror. Entonces salió el último ómnibus, con todos los pasajeros de la imperial de pie, contemplando las siniestras salpicaduras que habían quedado en el bordillo de la acera y que un hombre de la tienda más cercana ya había empezado a limpiar, arrojando con cubos un diluvio de agua jabonosa.
—¡Ay, madre de Dios! Con estos ojos, la vi a la pobre. Dios se apiade de su alma y de la nuestra, ¡pobrecita señora! Con estos ojos la vi. Iba ahí, sentadita en su coche elegante, como un pajarillo blanco en un trono de oro, con una sonrisa en la cara bonita, como sin pensar en nada. Y en un minuto, en un minuto... ¡Madre de Dios! ¡Virgen misericordiosa! De repente todo fue un remolino de negra destrucción —repetía la viejecita que vendía manzanas en la esquina, empezando por quincuagésima vez la misma historia, pues la primera aglomeración de testigos directos ya se había dispersado, arrastrada por toda clase de ocupaciones y recados, en la apresurada indiferencia de la calle. El incidente había interrumpido el tráfico durante cuatro minutos.
Todo eso sucedió en algún momento entre las diez y las once de la mañana, pero eran casi las ocho cuando el marido la vio. Estaba cazando, cuando recibió el telegrama, en la casa de campo donde esperaba su llegada. Había perdido mucho tiempo, porque había perdido el tren expreso a la ciudad.
—Sí, sí, en efecto. Comparto su dolor, mi estimado sir Edward, créame que lo comparto. Pero ella aún está consciente. Ha visto a sus hijos, la pobre... Pobre mujer... Está del todo consciente, sí. Pero, lógicamente, tiene cierta dificultad para hablar —dijo el médico, cuando lo encontró en el pasillo, delante de la puerta de la habitación.
En el resto de la casa todo estaba desmantelado, envuelto en papel o cubierto con fundas pardas de holanda, en austera referencia al fin de la temporada; pero en la habitación de ella todo seguía exactamente igual, tal y como él siempre lo había conocido. Se tenía la misma impresión de gran cantidad de espacio y profusión de hermosa extravagancia; el familiar aroma de las flores, y el aire (el aire que ella imponía) de orden exquisito, de lujo y de gran cantidad de dinero gastado. Estaba en la cama, muy pálida, completamente cubierta de vendajes de un blanco inmaculado, pero levantó un poco una mano cuando él entró y se puso a su lado. No se le había desfigurado la cara; eso fue lo primero que advirtió. Después, apoyó la mano sobre una de las suyas, y ella sonrió, con bastante naturalidad y alegría. Él se inclinó sobre la cama, para besarla.
—Bueno. Estoy... acabada, como ves —dijo ella, en un tono muy débil, pero por lo demás idéntico a su vocecita indiferente de todos los días.
Las últimas seis horas él había viajado en trenes y carruajes (aprisa, a toda prisa), mientras el mundo que le era familiar se derrumbaba. Pero ella no había cambiado. A ella nunca la afectaba nada. Sir Edward frunció el ceño, estrecho y surcado de arrugas, con una viejísima sensación de perpleja contrariedad, mientras la miraba acostada en su cama. Ella siempre había sido propensa a subestimar la importancia de cosas que a él le parecían muy graves. Lo había hecho durante años, desde su boda, pese a todos los esfuerzos de él por impresionarla. Y ahora estaba ahí acostada, así, sonriendo en su lecho de muerte. Pensó que en cualquier otro caso hablar de Lecho de Muerte habría sido apropiado, pero tratándose de ella...
—Me sentí... me siento profunda e inexpresablemente conmocionado y afligido —empezó a decir, a su manera pomposa y medida. Después se inclinó y besó por segunda vez la carita blanca en la almohada—. Estaba fuera cuando llegó el telegrama. Yo... he venido en cuanto he podido, para estar contigo —dijo con voz ronca y, debajo del ralo bigote gris, todos los músculos de la boca se le torcieron hacia un lado.
—Sí —respondió ella con serenidad.
Como había dicho el médico, estaba completamente consciente; pero parecía como si las palabras tardaran cierto tiempo en comunicarle su significado corriente, porque pasaron dos o tres minutos antes de que siguiera hablando.
—Sí, los telegramas siempre son... un engorro... en casa de Cecilia. Es lo peor de vivir... tan lejos, en el campo. Se lo he dicho... mil veces —dijo la débil vocecita.
Era su mujer, y estaban habituados a hablarse de ese modo, día tras día, durante años. Habían vivido juntos sin una disputa; habían salido juntos a cenar; habían aceptado juntos las mismas invitaciones; habían tenido prácticamente las mismas amistades, y habían compartido los mismos hábitos cotidianos, hasta conocer la idiosincrasia del otro en el más mínimo de sus detalles. Sin embargo, por alguna razón, parecía como si nunca hubieran estado tan cerca como en ese momento.
—Me ha dicho... Me ha dicho Davis que has visto a los niños... —murmuró él como animándola a hablar, mientras acercaba una silla y se sentaba a su lado, sin soltar aún la apática manita.
—¿Los niños? —repitió ella con un hilo de voz—. Ah sí. El bebé y la pequeña Ju. Les dije que salieran... que se fueran con el aya. Ju llevaba un vestido nuevo; me enseñó... quiso enseñarme todas las cintas. ¡Diablilla! Estaba... muy guapa.
—¿Les has dicho que salgan? Vaya... —Sir Edward se puso a tamborilear en la rodilla con los dedos de la otra mano, con expresión de grave disgusto—. Estoy atónito; debo confesar que estoy atónito ante el comportamiento del aya. Estando tú... Sabiendo ella que tú estás... ¡Debió entenderlo! Lamento no haber llegado a tiempo para impedirlo. El lugar de los niños está aquí, junto a su madre —dijo, y los ojos azules de su mujer se volvieron hacia él y se posaron en su rostro con una vaga curiosidad levemente burlona.
—¡Pobrecita Ju! Es... muy pequeña. Sólo tres años. No creo... que entendiera mucho... lo que está pasando... si la encerraras toda la tarde en el cuarto de los niños —dijo ella en voz muy baja—. Y si los niños muy pequeños... no pueden preocuparse de verdad por las cosas..., ¿por qué obligarlos a fingir? Además, aunque lo intentaras, Edward, no podrías obligarlos.
Era precisamente el tipo de argumentación que siempre lo encrespaba, viniendo de ella; siempre. Tuvo que hacer un esfuerzo y aferrarse a sus recuerdos para no soltarle los dedos, que no reaccionaban. Pero dominó la creciente irritación. Era imposible reconocer que uno podía sentirse irritado con un semejante moribundo.
—¿Hay alguien que...? Es muy doloroso que todos nuestros amigos estén fuera de la ciudad; pero es natural que en esta época del año... ¿Hay alguna persona, en alguna parte, que quieras que haga venir... enviándole un telegrama? —Se aclaró la garganta, porque de pronto se le había enronquecido la voz—. Mi querida niña, ¿hay alguien en el mundo a quien quieras ver?
El médico y la enfermera de toca blanca habían vuelto a entrar en la habitación en esos momentos. El médico miró rápidamente hacia la cama, se acercó y con profesional interés buscó el pulso débil y cada vez más lento de la moribunda.
—Mi estimada señora, si hubiera alguien, como ha sugerido sir Edward, a quien usted desee llamar... —murmuró en tono compasivo, y ella le devolvió la mirada con los ojos fijos y turbadores de los agonizantes. La gente siempre había admirado sus ojos azules; ahora tenían unas feas ojeras. Su mirada viajó lentamente, con curiosidad, de un rostro grave de mediana edad al otro.
—Parece como si los dos... fuerais a vivir para siempre. ¡Iréis a tantos... tantos cientos de cenas de gala! —dijo de pronto.
Después se echó a reír. Era una risa débil e histérica, pero conmocionó, afectó y humilló a sir Edward en su punto más sensible y de una manera que difícilmente habría podido describir. El médico lo achacó al estado febril. Era algo previsible, que sin duda se había agudizado ligeramente, tras la emoción de haber hablado con una persona tan cercana y querida.
—La enfermera sabe exactamente lo que ha de hacer en mi ausencia, si... si hubiera algún cambio —le dijo a sir Edward, con una leve inclinación de la cabeza.
Entonces lo dejó sentado a su lado, en la pálida y prolongada penumbra de la calurosa noche londinense. El reloj de viaje, de plata, hacía tictac sobre la mesilla, junto a la ventana abierta, y ella estaba muy quieta, con los ojos abiertos, mirando fijamente el enorme y sombrío espejo que cubría casi por entero un lado de la pared. ¡Se había detenido con tanta frecuencia (cientos y cientos de veces) delante de ese mismo espejo, para mirarse a todas las horas del día y de la noche, y con toda clase de vestidos! Ahora, lo único que veía en él desde la cama era un pálido y bruñido reflejo del vacío cielo nocturno.
—Es como... si ya me hubiese ido. Como si me hubiese marchado. Parece... como si no hubiera más «yo»... en el mundo; ya no más... en ninguna parte —dijo en voz alta, en cuanto concibió la idea.
Pero su marido evitó cuidadosamente responderle; el médico había dicho que necesitaba tranquilidad. Y al poco tiempo, muy poco, ella se olvidó de volver a pensar en él.
Ahora estaba intentando recordar, con todo detalle, cómo era exactamente la persona que más le interesaba en el mundo, mucho más y de muy diferente manera que cualquier otro hombre, mujer o niño entre los cientos de personas que conocía. Hacía meses —meses y meses—, casi un año, desde que por primera vez lo había reconocido; pero, si él lo había notado o no, ¡ah, ésa era otra cuestión! A veces, especialmente en los últimos tiempos, imaginaba que él lo sabía y que le estaba dando a entender que lo sabía; pero en realidad, tampoco le preocupaba mucho. Porque, por su parte, seguir encontrándose con él constantemente, casi a diario, como tenía costumbre de hacer, hablar tranquilamente con él de cualquier cosa que le viniera a la cabeza, y verlo y estar con él durante horas, en la misma habitación, era lo único que deseaba. No había capacidad para las pasiones impetuosas en esta mujer; se mirara como se mirase, era tan poco probable que diera «un mal paso», según la expresión que ella misma habría utilizado, como de que lo diera la pequeña Ju. Pero ese hombre le gustaba.
—Sí, es mi tipo —había dicho una vez, refiriéndose a él.
Y era cierto. Posiblemente, tocaba en ella algún callado instinto de domesticidad que nadie más había conseguido despertar. Pese a su matrimonio, sus hijos y la rutina social de su vida, probablemente jamás había estado tan próxima a la sensación de hogar, y a todo lo que un hogar significa, como en su trato alegre y distendido con ese hombre, con quien no podía tener ningún otro tipo de relación.
Pero no había en su naturaleza ningún toque trágico, ninguna tendencia a la introspección, ni a la rebelión contra las normas. Incluso en su crítico estado, era plena y burlonamente consciente de todas las dificultades, sociales y materiales, que le impedían requerir su presencia, identificarlo como ese «alguien» al que su marido y el médico se habían referido con tanta ligereza. ¡Qué sorpresa habría sido, qué escándalo! Ciertamente, su marido lo haría por ella. Porque se estaba muriendo, claro, y uno no le niega (Edward no le negaría) su último deseo a una moribunda. Pero ¡qué cara pondría!
Y además había otra cuestión. Esa persona estaba muy, muy lejos, cazando en un lugar que ella también conocía, en el norte de las Highlands. Acostada, casi inmóvil en su cama blanca, con todos esos horribles vendajes a su alrededor, era capaz de ver el páramo por donde él estaría caminando en ese mismo instante. Veía kilómetros y kilómetros de ondulados y resplandecientes brezales, y sentía el viento y el sol en la cara. Se le aceleró la respiración, como se acelera el aliento al subir por las limpias y agrestes pendientes violáceas. ¡Y oyó las escopetas! Ésa había sido la suya, y esa sonrisa era porque lo estaba pasando muy bien; siempre lo pasaba muy bien. ¡Era tan próspero, tan joven, tan saludable, tan fuerte! Tenía años y años de vida por delante, muchísimo tiempo para vivir al sol y a la intemperie, y sentir cosas, preocuparse, conocer, tocar y ver, mientras que ella...
—¿Necesitas algo, querida? ¿Ha empeorado el dolor? ¿Quieres que llame de nuevo al médico? —irrumpió la voz ansiosa y melancólica de sir Edward.
Pero ella se limitó a hacer un leve gesto malhumorado de negativa con la mano libre, sobre la colcha de seda. No era eso lo que quería, y ese tono familiar y solícito había desbaratado el maravilloso mundo violáceo donde crecía el brezo y todos eran felices. Ahora volvía a ver el espejo vacío, con un brillo oscuro, como el agua en una densa penumbra, con nada que reflejar, nada de ella ni de su vida; nunca, nunca más nada. Movió un poco la cabeza en la almohada y vio la cara de su marido, gris y afligida en la media luz. Tenía las comisuras de los ojos enrojecidas. Con una mano acariciaba mecánicamente la colcha. Lo miró a los ojos, profundamente, esta vez sin sombra de burla ni de indiferencia, sólo con el desesperado, instintivo deseo animal de compañía, con la repugnancia que la aniquilación despierta en la tibia carne viviente, con la lastimosa y horrible cobardía ante lo que está Fuera y ante la Oscuridad. Vio los dos ojos claros, vivos, muy cerca de los suyos, y no pudo —nunca había podido— adentrarse ni un centímetro más allá. ¿Qué sabía ella de él? ¿Qué sabía él de sus pensamientos, qué sabía de ella ese hombre, ese marido que la tenía cogida de la mano? ¿Cómo iba a ayudarla, aunque se lo pidiera? En ese mismo instante, mientras la miraba entre prolongados suspiros de aflicción, con la cabeza gris y lustrosa, abatida, apoyada sobre la otra mano, ¿qué tenían en común sus impresiones del universo con las de ella? Él tendría un mañana. Mañana aún se movería, palpitante y vivo, vivo y tibio, en un mundo de gente viva, mientras que ella... Desde el primer momento de vértigo en que el carruaje empezó a volcar, eso fue precisamente lo que había sentido con más intensidad: la soledad de todo. La soledad de la vida y de la muerte, la soledad de cada experiencia humana, separada, aislada, incomunicable.
—Es una pena... una pena dejar todo lo que te gusta... todo el placer. Pero lo que quiero... —murmuró débilmente—, lo que quiero es que telegrafíes a... a...
Sir Edward se puso rápidamente de pie.
—Sí, querida, dime, ¿a quién? —dijo ansiosamente
Y le soltó la mano, sin darse cuenta, ante el alivio de poder hacer algo. La enfermera también se acercó, sin hacer ruido, desde su rincón silencioso.
—¿A quién? —repitió lentamente la voz apagada—. Ah, sí. Pero sin escándalo, Edward. No, ningún escándalo. Porque personne ne comprend personne. Lo leí una vez en un libro. En un libro, sí... Puedes mirar a los ojos, ¿sabes?, pero nunca detrás de los ojos; no, nunca detrás. Y todos vivimos ahí dentro; encerrados, solos... ¡completamente solos! Ahora estoy cansada de estar sola. Y quiero vivir, ¿sabes? —añadió de pronto, con repentino e intenso desasosiego—. Y... ¡oh, por favor!, desearía tanto que alguien me dijera... si Jim... Jim Trafford... ya sabes, Edward... si Jim ha estado... en las colinas... cazando todo el día... y...
—La pobre señora está empezando a delirar. Era previsible —dijo la enfermera.
—Era... previsible, sí. Pero yo no estaría cazando si tú te estuvieras muriendo —repitió la voz sofocada y temblorosa.
Entonces murió.
[Traducción de Claudia Conde]
Poco se sabe de la vida de Clarence Rook, escritora y periodista inglesa, conocida sobre todo por su novela The Hooligan Nights: Being the Life and Opinions of a Young and Impertinent Criminal (1899), la historia de un joven delincuente londinense. Entre sus obras destacan: Richard Le Gallienne (1896), A Lesson for Life. A Tale (1901), Switzerland, the Country and Its People (1907) y London Side-Lights (1908).
«Revuelo frente al Café Royal» (The Stir Outside the Royal Café) se publicó por primera vez en Harmsworth Magazine, en septiembre de 1898. Su heroína es una de las primeras mujeres detectives que aparecen en una ficción.