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—Estoy contenta de haber terminado Christina —comentó lady Tal cuando salió con Marion a uno de los balcones de la señorita Vanderwerf.

Había terminado Christina, una vez pulida, doblada, envuelta en papel de estraza, atada, sellada con lacre, la había enviado a un editor hacía casi una semana. En los días que transcurrieron entre este gran acontecimiento y aquella noche, la última que lady Atalanta pasaría en Venecia, los dos novelistas se habían visto poco. A Lady Tal aún le quedaban visitas de despedida por hacer, cenas y comidas de despedida a las que asistir; y lo mismo le ocurría a Jervase Marion, porque, dos días después del regreso de lady Tal a su piso cercano a los Santos Apóstoles en Roma, él emprendería viaje rumbo a su querido, ordenado, solitario apartamento de Westminster.

—Estoy contenta de haber terminado Christina —repitió lady Tal—. Había llegado a aburrirme espantosamente.

Marion torció el gesto. Le desagradaban la ingratitud y la brutalidad de aquella mujer. Eran de mala educación, y estúpidas; y la mala educación y la estupidez eran las cosas que el novelista de Alabama más detestaba en el mundo. Estaba furioso consigo mismo por el hecho de que le irritaran tales cualidades de lady Atalanta. ¿Acaso no había decidido hacía tiempo que lady Atalanta las poseía, que tenía que poseerlas?

Hubo un silencio. El canal, a sus pies, estaba muy oscuro, y la sala, a sus espaldas, completamente iluminada; era noviembre, y la gente ya no temía a los faroles por los mosquitos; del mismo modo que no pegaba sus góndolas a embarcaciones con música y bien iluminadas. La vida social, asimismo, se hacía siempre en el interior; el viento húmedo del mar, la necesidad de usar chales y abrigos, ahuyentaban a los Romeos y Julietas de aquellos balconcillos góticos, antes atestados de vestidos finos y chalecos blancos.

La temperatura excluía toda idea de flirteo; uno había de perseguir algún negocio, o empeñarse en coger un resfriado, para aventurarse a salir al exterior.

—¡Qué cambiado está todo! —exclamó lady Tal—. Y qué horrible se vuelve Venecia en otoño. Si yo fuera un déspota benévolo, prohibiría alquilar habitaciones o que los hoteles abrieran a partir del quince de octubre. ¡Me gustaría saber por qué no hice las maletas y me fui antes! Podría haber pasado quince días en Florencia o Perugia, en lugar de volver directamente a Roma. Pero ¡todo dependía de mi Christina, por supuesto! ¿De qué estábamos hablando? Ah, sí, de lo cambiado que está todo. ¿Se acuerda de la noche en que nos conocimos en esta misma casa? La luna era tan espléndida, y hacía tanto calor... ¿Cuándo fue? ¿Hace dos meses? Más, sin duda. Es como si hubieran pasado años. Y no lo digo sólo por el cambio de tiempo, y por haber guardado los vestidos de algodón y demás: me refiero a que parece que somos amigos desde hace tanto... Me escribirá de vez en cuando, ¿verdad? Y me enviará a alguno de sus amigos. Palazzo Malaspini, los Santos Apóstoles (justo enfrente de la embajada francesa), casi siempre a partir de las cinco, en invierno. Me pregunto —prosiguió lady Tal, meditabunda, apoyando un codo de tweed sobre la húmeda balaustrada— si algún día escribiremos otra novela juntos. ¿Qué opina, señor Marion?

Algo pareció iluminarse en el interior del alma de Marion. Vislumbró de repente las grandes estancias que a menudo había oído describir («una mujer de su posición debería avergonzarse de ese mobiliario», había comentado la princesa rumana), cercanas a los Santos Apóstoles, en Roma: las paredes de damasco rojo, las grandes palmeras y azaleas con telas bordadas alrededor de las macetas, el retrato al pastel de lady Tal, de Lenbach, las quinientas fotografías diseminadas aquí y allá, los mil quinientos objetos de plata de formas y estilos indeterminados, y los más de cincuenta pequeños biombos cubiertos de los más variados retazos de brocados... Ciertamente había todo eso; y la cortina de la puerta se alzó y entró el mayordomo con una reverencia, seguido del bucle blanquecino amarillento de Clarence, y de su rostro rosado y anodino. Y luego vio, aunque no con demasiada nitidez, su propio escritorio de Westminster, los grabados de las paredes, la colección de butacas cómodas y vacías —cada una más cómoda y vacía que la de al lado—, con sus adminículos para dejar los libros o estirar las piernas. Fue consciente de que era viejo, notoriamente viejo, y de su posición paternal con aquella mujer de treinta años. Le habló como un padre:

—No. Creo que no. Voy a estar muy ocupado. Tengo que escribir otra novela.

—¿De qué tratará esa novela? —preguntó lady Tal, lentamente, mirando cómo su cigarrillo caía en la oscuridad y se hundía en el agua—. Cuénteme.

—¿Mi novela? ¿De qué tratará mi novela? —repitió Marion, distraído. Su cabeza seguía llena de aquellas estancias rojas en Roma, de los biombos, de las palmeras, del odioso pelo color de estopa de Clarence—. Bueno, mi novela va a ser la historia de un viejo artista, un escultor..., no un hombre del Renacimiento, sino un hombre ya entrado en años, de edad avanzada, que se acerca a los cincuenta..., y que es lo bastante necio para imaginar que es únicamente el amor al arte lo que le hace interesarse en sumo grado por una joven dama y sus pinturas.

—Acaba de decir que es escultor —apuntó con voz calma lady Tal.

—He querido decir «sus estatuas», por supuesto..., sus figuras, o ¿cómo las llamaría usted?

—¿Y después? —preguntó lady Tal mirando al canal, al cabo de un silencio—. ¿Qué sucede?

—¿Qué sucede? —repitió Marion, y oyó su propia voz con sorpresa, preguntándose cómo era posible que fuera su voz, o que pudiera reconocerla como suya, dado lo súbitamente que se había vuelto rápida, ronca y titubeante—. ¿Qué sucede? Oh..., que hace un ridículo espantoso, nada más.

—¿Nada más? —dijo pensativa lady Tal—. ¿No se queda un poco cojo? No creo que haya suficiente dénouement *, ¿no le parece? ¿Por qué no habríamos de escribir esa novela juntos? Estoy segura de que podría aportar algo más decisivo. Déjeme pensar. Bien, suponga que la dama en cuestión dijera: «Soy pobre como una rata, y me temo que tengo gustos caros. Pero podría hacerme mis propios vestidos si tuviera uno de esos maniquíes de mimbre (los llamo theresas, ¿sabe?); y podría aprender a peinarme yo sola; y así me dedicaría a poner todo mi empeño en ser una gran pintora..., bueno, escultora, y ganaría mucho dinero, y supongo que nos casaríamos...». ¿No le parece, señor Marion, que sería un dénouement más moderno que el suyo? Tendría usted que averiguar lo que el pintor, bueno, el escultor, perdón, respondería. Piense que tanto él como la dama están bastante solos, y aburridos, y empiezan a amarillear y a marchitarse... Tendríamos que escribir esa novela juntos, pues acabo de desvelarle el final... Y también porque lo cierto es que ya no soy capaz de escribir yo sola, ahora que me he acostumbrado a que me pongan los puntos y comas...

Mientras lady Atalanta pronunciaba estas palabras, un repentino chaparrón les obligó a volver apresuradamente a la sala.

[Traducción de Marta Salís]

Una mujer muerta

Hubert Crackanthorpe

(1893)

HUBERT CRACKANTHORPE

(1870— 1895)

Nació en 1870, hijo de un abogado y de una escritora. Después de recibir una esmerada educación, George Gissing le preparó para su ingreso en la Universidad de Cambridge, donde sólo pasaría un año debido a su enfrentamiento con las autoridades académicas. En 1892 empezó a dirigir Albermarle, una publicación especializada en temas sociales. Contrajo matrimonio con Leila Macdonald, descendiente directa de la famosa heroína escocesa Flora Macdonald, y al parecer no fue con ella demasiado feliz. Vinculado al esteticismo y decadentismo fin de siécle, y muy influenciado por Guy de Maupassant, escribió numerosos relatos breves que recogería en Wreckages: Seven Studies (1893) y Sentimental Studies and a Set of Village Tales (1895), éste dedicado a Henry Harland, editor de la revista literaria The Yellow Book. Crackanthorpe desapareció el 5 de noviembre de 1895, y su cuerpo fue hallado siete semanas más tarde en el Quai Voltaire de París. La policía nunca logró descubrir si se había tratado de un suicidio o de un asesinato. Last Studies (1897), un volumen póstumo de relatos, fue muy bien acogido por la crítica y recibió los elogios de Henry James.

«Una mujer muerta» (A Dead Woman) es uno de los cuentos recogidos en Wreckages: Seven Studies (1893).