V
Las tentaciones del demonio del estudio psicológico fueron demasiado grandes para Marion; sobre todo cuando el tentador era aliado de otro demonio igualmente testarudo aunque menos insidioso que residía, según parece, en el interior de lady Atalanta: el demonio del escritor aficionado. Así pues, al cabo de diez días se había establecido un animado intercambio de comunicaciones entre el lugar de alojamiento de lady Tal y el hotel de Marion, y tanto mozos como gondoleros corrían de un lado para otro entre «la dama joven y alta de San Vio» y «el caballero bajo y calvo de la Riva». El numero de paquetes debió de resultar especialmente misterioso para aquellos mensajeros, a menos que la rápida y proverbial intuición (herencia de muchos siglos de intriga y espionaje) de los subordinados venecianos llegara a la conclusión de que los aparentemente innumerables paquetes eran en realidad uno y siempre el mismo, o fragmentos de él: la famosa novela que viajaba de un lado a otro, con las continuas críticas de Marion y las correcciones de lady Atalanta. A aquel sistema de comunicación, sin embargo, se sumaban diariamente varias notas con la letra pulcra y delicada del novelista o la escritura emborronada de la dama; y todas decían casi sin variación: «Querida lady Atalanta: me temo que no he sido muy claro en relación con los capítulos I, II, III, IV —o los que fueran—; ¿podría explicárselo verbalmente?», y «Querido señor Marion: venga en seguida, se lo ruego. Estoy atascada en el horrible capítulo V, VI o VII, y necesito hablar con usted».
—¡Qué increíble! —exclamaba cortésmente la señorita Vanderwerf todas las noches—. ¡Este Marion es el hombre más amable y paciente de la Tierra!
A lo que su amiga la princesa, el otro árbitro de la sociedad veneciana gracias a su palacio, a sus baratijas y al hecho de conocer a Marie Corelli* y a la señora Campbell-Praed** —lo que contrarrestaba la incapacidad de la señorita Vanderwerf para entender lo que era la palabra «estafa»—, contestaba invariablemente en su lenguaje más coloquial:
—¡Caramba con lady Tal! Es la escritorzuela aficionada más insolente de todos los escritorzuelos aficionados que produce Inglaterra.
Comentarios que desencadenaban inmediatamente una animada discusión sobre lady Tal y Marion —incluidos los vestidos de la primera y los libros del segundo—, de la que ninguno de los dos salía bien parado ni moral, ni intelectual ni físicamente; y el corolario evidente, para un espectador imparcial, era que Jervase Marion sin duda dedicaba mucho más tiempo a lady Tal y su novela que a la señorita Vanderwerf y la princesa en sus salones respectivos.
Sin embargo, a pesar de que cierto grado de insolencia —elegantemente descrita como energía y determinación— por parte de lady Tal, y cierto grado de bondad —definida como falta de carácter para acercarse más a la realidad— por parte de Marion habían sido necesarios en los primeros estadios de su relación, ninguna de esas valiosas virtudes sociales seguía siendo imprescindible para su continuación. Aunque conservara esa altivez que el apellido Ossian y unos centímetros de más parecían justificar, lady Tal se sentía tan entusiasmada con el arte de la novela que su interrupción constante del ocio de Marion no era sino la de un discípulo ferviente y algo desconsiderado. Para aquella joven dama, el desarrollo de los personajes, el escorzo narrativo, la construcción, la sintaxis, incluso la gramática y la ortografía se habían convertido en temas inagotables de meditación y discusión, para los que cualquier experiencia de la vida podía ser de utilidad.
Ése era el caso de lady Tal. En cuanto a Marion, se había rendido —no sin sentir un considerable desprecio por sí mismo— al demonio del estudio de los personajes. Aquella pasión por investigar los sentimientos y motivaciones de sus semejantes constituía la alegría y el orgullo, al tiempo que la pesadilla y la humillación, de su apacible vida. Era consciente de que llevaba muchos años cultivando esa tendencia a rozar el límite, y estaba convencido de que estudiar a otras personas y expresarlo con la mayor lucidez posible eran su misión en la vida, una misión en absoluto inferior a la de otra clase de personas con mucho talento. Lo cierto es que, si Jervase Marion, desde su juventud, se había dejado llevar por su tendencia a rehuir cualquier preocupación personal, sentimiento o acción, era fundamentalmente porque pensaba que su retraimiento natural (que los más necios llamaban egoísmo) era el complemento necesario de su capacidad de análisis intelectual; y que cualquier alejamiento de la posición de espectador desapasionado de las miserias y locuras del mundo significaría, asimismo, un alejamiento de su verdadero deber como novelista. Relacionarse con otras personas más íntimamente de lo necesario o beneficioso para comprender su intelecto; pensar en ellas, albergar sentimientos por ellas, tener una amante, una esposa, un hijo o una hija..., la mera idea de todo ello alteraba sus nervios. Así pues, para estudiar mejor, para aislarse mejor, había abandonado su país, dejando hermanos y hermanas (ahora que su madre había muerto), amigos de infancia y todo aquello que invade la conciencia de un hombre sin aportarle ventajas psicológicas. Se había condenado a vivir en un mundo de conocidos, de indiferencia; y, como única diversión, se permitía, de vez en cuando, viajar a lugares donde no tenía siquiera conocidos, donde podía mirar unos rostros que no avivaban ningún recuerdo en él, y especular sobre el carácter de una gente por completo extraña. Pero, al ser un hombre metódico y muy preocupado por su salud corporal e intelectual, de tarde en tarde consideraba pertinente suspender incluso ese contacto con el género humano y pasar seis semanas —como se había propuesto pasar aquellas seis semanas en Venecia— contemplando únicamente ladrillos y argamasa.
Y aquel demonio del estudio psicológico había derrotado su determinación. Marion entendía ahora lo ocurrido desde el principio: su asombrosa debilidad ante lady Atalanta, su extraordinaria sumisión a las órdenes de aquella imperiosa y audaz joven de la aristocracia. La explicación era sencilla, aunque curiosa. Bastante antes de poder explicárselo con palabras, había adivinado en lady Atalanta un problema psicológico de gran interés: su intuición de novelista, como el olfato de un perro, le había indicado el rastro antes de conocer la naturaleza del juego, o incluso el deseo de perseguir. Aun antes de empezar a pensar en lady Atalanta, había empezado a observarla; y ahora la observaba conscientemente. En realidad, dicha observación monopolizaba toda su existencia, así que las horas que pasaba sin lady Atalanta o su novela eran espacios vacíos en su vida.
Jervase Marion, por su carácter retraído y su exquisito instinto artístico, sentía aversión a ese burdo método de estudio que consiste en sentarse frente a un ser humano, hombre o mujer, y mirarlo fijamente en sentido metafórico. No era un hombre de teorías (las ideas preconcebidas ofendían su noción de la sutileza) pero, de haberse visto obligado a formular sus pensamientos, habría dicho que, para percibir los auténticos valores (en lenguaje pictórico) de cada individuo, hay que procurar tenerlo aislado; hay que limitarse a mirar con atención el océano de rostros en movimiento, buscar uno más interesante que los demás y vislumbrar su expresión fugaz, así como la de sus vecinos a medida que aparecen y desaparecen. Es posible, sin embargo, que el otro motivo de que Marion estuviera en contra del método de estudio psicológico consistente en «sentarse y mirar fijamente» o «dar vueltas y rezar» pesara más en su naturaleza, tanto más cuanto que él probablemente no habría admitido jamás su primacía. Este otro motivo era una especie de escrúpulo moral contra el hecho de conocer el mecanismo secreto de un alma, especialmente si dicho conocimiento implicaba una supuesta intimidad con alguien que sólo podía despertar en él un interés abstracto y artístico. Era mezquino aprovecharse de una fuerza superior, o crear expectativas que no podían satisfacerse; pues Marion, aunque fuera el más benévolo y servicial de los mortales, no daba su corazón (tal vez porque carecía de él) a nadie.
Ese escrúpulo le vino casi en el instante en que se descubrió estudiando a lady Tal; y volvió a asediarle una o dos veces. Pero consiguió librarse de él. Lady Tal, en primer lugar, estaba abusando de Marion del modo más escandaloso, sin ningún escrúpulo o excusa; así que era justo que él obtuviera algo a cambio con la misma libertad. Pero tal razón tenía un regusto a ignominia intelectual, y Marion la rechazó con desdén. El verdadero motivo, comprendió, era que lady Tal se ofrecía gratuitamente para ser estudiada en su silenciosa y agresiva asunción de inescrutabilidad. Ella se jactaba de esa inescrutabilidad; su rostro, sus ademanes, todos sus comentarios, su novela misma eran audaces desafíos a los miembros más psicólogos de la comunidad. Parecía tocar un gong y gritar: «¿Le apetece a alguien resolver un enigma? ¿Hay alguna persona que se crea lo bastante inteligente para comprenderme?». Y cuando una mujer adopta semejante actitud es natural, humano y correcto que el primer novelista que encuentre en su camino se detenga y diga: «Me propongo llegar hasta el fondo de su alma; ¡uno, dos, tres!: voy a empezar».
De modo que Jervase Marion cultivaba asiduamente la compañía de lady Atalanta, y pasaba casi todo el tiempo instruyéndola en el arte de la novela.