V
Al principio, ella parecía reacia a recibirlo en su casa; pero él no lo entendió hasta que ella se marchó, tras dar vueltas una y mil veces a todo lo que su encuentro había agitado y había hecho subir a la superficie, y tras encajar recuerdos que, finalmente, acabaron teniendo un significado, si bien bastante oscuro. Por fin habían acordado que él iría a verla, pero no antes del final de la semana, cuando ella hubiera terminado el «traslado»: acababa de cambiar de casa; y, entretanto, él tenía mucho en que pensar mientras iba y venía, en aquella gélida cámara de sus esfuerzos pasados, que, incluso a él, le parecía uno de esos estudios que, cuando fallece un artista, se ordena y se abre al, público, al que se le permite escudriñar todos los rincones. Lo que había sucedido era que, diez años antes —ahora se daba cuenta—, se había producido entre ellos un desdichado malentendido y habían aliviado su dolor con un orgullo perverso. Pero, sobre todo, se juzgaba a sí mismo con severidad, puesto que las mujeres, según creía, tenían que seguir adelante como pudieran, y, con dolor en el corazón, debía reconocer la importancia de la causa de los errores de aquella mujer. La señora Harvey había encontrado en la pompa del temprano éxito de su amigo idéntica base para su sensación de fracaso con él, en la época en que se veían con frecuencia y se apreciaban, que el respaldo que Straith había encontrado en la imagen de gran popularidad de su amiga para su convicción de que lo miraba por encima del hombro. Los dos se habían equivocado, como las almas sensibles con «temperamento artístico» se equivocan, no sólo al valorar la actitud del otro, sino también su situación material en el momento, lo que había hecho que se encerraran en un secretismo estúpido, donde su distanciamiento había crecido como una planta venenosa en la sombra. Él había estado convencido de que ella había seguido ganando los cinco mil al año que sus primeras ocho o diez novelas, tremendamente afortunadas, le habían aportado, de la misma manera que ella, por su parte, había pergeñado en el acierto de sus primeros éxitos, sus «cuadros del año» en tres o cuatro Academias, la teoría todavía más absurda sobre el tipo de carrera y las ganancias que le habrían proporcionado los grandes marchantes y los compradores inteligentes. Ahora parecía vulgar, pero entonces había sido grave. En cualquier caso, el error persistente en que Straith había incurrido al pensar en los «precios» de la señora Harvey había estado más que a la altura de las extrañas historias que a ella le llegaban de vez en cuando sobre los «precios» de él y que no habían hecho más que contribuir a su retraimiento.
También para los dos, todo había cambiado: todo, menos la rígida conciencia de cada uno de la necesidad de ocultar esos cambios al otro. Si ella había alimentado durante años la amargura de no ser lo bastante «buena», eso era lo que había pesado más en su esfuerzo sostenido por parecer, como mínimo, tan buena como él. Entretanto, Londres era grande; Londres era ciego e ignorante; y no había sucedido nada que minara en Straith la ficción de la prosperidad de la señora Harvey. Allí, ante sus ojos, sentada a su lado, ella se había quitado una por una todas las vanas capas que cubrían un estado que, según confesó, hasta el momento había hecho todo lo posible —y siempre pensando en él— por ocultar. Escuchándola, él se había quedado helado ante la similitud con otras cosas que conocía bien. Las reconoció al oírlas y gimió al entenderlas. ¡Comprendía, por fin, todo lo que no había comprendido antes! Y, sin embargo, bien podría haber sonreído, desde el abismo que compartían, ante tan singulares semejanzas y repeticiones. Sin duda, como se decía a menudo, las artes eran hermanas, ¿y qué podría haber más parecido a la experiencia de uno que la experiencia del otro? Y, sin embargo, ella no se lo estaba contando todo. El lo comprendía y, mientras escuchaba atentamente, tomaba la decisión de cerrar los labios por el momento y omitir su triste historia. En ese aspecto se habían entendido bien y ella no le había preguntado nada más. Conmovida al darse cuenta de que él no era feliz, la señora Harvey no se había podido contener y le había ofrecido su entrega como una manera —la primera que había surgido— de responder a los problemas de su amigo. En cualquier caso, ella le había descrito todas las fases que se pueden recorrer, a través de los «círculos literarios», en el camino al eclipse y la extinción. Sólo se conocía un momento de gloria y, si éste llegaba demasiado pronto, no se recuperaba más tarde: era casi cuestión de elección. Además, era posible que esta gloria no se aproximara ni de lejos a lo que decían unos rumores ridículos. En suma, Straith se daba cuenta de hasta qué punto conocía poco los círculos literarios y cualquier misterio que no fuera el suyo, sobre el que, ante lo inminente de su hundimiento, había velado con tanta inquietud.
El viernes, cuando fue a verla, asistió a la más reciente de las fases en cuestión, que bien podía ser la última; lo que, al menos, era en sí ya un consuelo. Ella acababa de instalarse en un piso pequeño en el que, al ver la cuidadosa disposición de los objetos de los que todavía no se había separado, Straith comprendió por qué lo había hecho esperar. Allí compartieron —esos dos trabajadores agotados y desconcertados— un maravilloso momento de alegría, en su batalla perdida, y de frescura, en su perdida juventud; pero hasta después de que Stuart Straith se quitó también su pesada máscara y la puso sobre la mesa, al lado de la de su amiga, no empezaron a sentir que recuperaban parte de la posibilidad con el otro que los dos habían desaprovechado con cansancio. Pero la señora Harvey no acababa de admitir que Straith era como ella y que lo que ella había conseguido reducir a tres o cuatro habitaciones sencillas tenía una réplica perfecta en el vacío de su ordenado estudio y en sus obras acumuladas. Él se lo contó todo, se reservó tan poco como ella había callado en el encuentro anterior, mientras ella repetía una y otra vez: «¿Usted? ¿Con lo maravilloso que es?», como si lo que oía hiciera más oscuro su destino, como si el dolor de la decadencia de su amigo superara la alegría de sentirlo tan cercano. Cuando se enteró de que hacía tres años que no vendía un cuadro, «¿Usted? ¿Con lo maravilloso que es?», tuvo la impresión de que soplaba un aire frío en el crepúsculo de sus propias perspectivas. La decepción y la desesperación eran contagiosas, y ella podía esperar del futuro tan poco como él. Straith se echó a reír al constatar lo raro que era encontrarse con tan terriblemente poco, como decían ellos. Él se confió, pero con más alegría que tristeza, y, al final, abandonó todo orgullo, como si, después de un día agotador, se quitara unas botas que le apretaran para ponerse zapatillas. A ratos parecían una pareja unida por alguna fechoría, dispuesta a llevar a cabo algún acto desesperado; y así se entregaban a la gran ironía —a la visión de la comicidad de los contrastes— que precede a las capitulaciones y a las desapariciones.
Lo examinaron todo, remontaron el río casi seco, reconstruyeron, explicaron, comprendieron: en definitiva, reconocieron el ejemplo singular que daban y cómo, sin sospecharlo, habían estado dándolo cada uno por su cuenta.
—Nuestro caso es simple: se cansaron de nosotros —dijo Straith con familiaridad—. No hay caso más común, aunque para usted y para mí, cada uno en lo suyo, en los buenos tiempos parecía que nadie pudiera cansarse nunca, ¿verdad?
Tras lo cual rememoraron, a pesar de lo horrible que era, los síntomas de saciedad desde el principio, y revivieron las horas inolvidables, ahora ya lejanas, en que empezó a vislumbrarse que tendrían que hacer frente a la verdad y dar el nombre justo a hechos injustos. Se rieron de sus primeras explicaciones e incluso de lo ridículo de sus primeros temores; compararon notas sobre la falibilidad de los remedios y esperanzas y, cada vez más unidos en la identidad de su lección, concluyeron los dos que, aunque parecía haber varios tipos de éxito, fracaso sólo había uno. Y, a pesar de todo, lo más duro no había sido tener que ir retrocediendo sino tener que jugar de farol tanto tiempo, como decía Straith, tener que aguantar el tipo. Sin embargo, en aquel momento casi los arrastraba la enormidad del alivio de no tener que fingir el uno delante del otro. Eso les daba toda la medida del motivo que su valor, en el caso de ambos, había puesto a su servicio en el silencio y la oscuridad.
—Pero ahora, ¿qué motivo tendremos? —prosiguió Straith.
Ella pensó.
—¿Qué motivo tendremos para ser valientes?
—Sí, para seguir adelante.
—¿Para volver a Mundham, por ejemplo? Gracias a Dios, nunca volveremos a Mundham. Los Mundham han pasado a la historia. Nous n’irons plus au bois, les lauriers sont coupés * —cantó Straith—. Sale caro.
—Lo que uno hace por los ricos siempre sale caro. No son los amigos pobres los que nos hacen pagar.
—No, hay que tener medios para estar a su altura. No podemos permitirnos amigos opulentos. Pero no sólo nos cuestan dinero.
—También imaginación —dijo la señora Harvey—, porque como ellos no tienen...
—¿Tenemos que proporcionársela nosotros? Desde luego, necesitamos mucha para protegernos —asintió Straith—. Y lo más raro es que nos aprecian.
Ella volvió a pensar un poco.
—Eso es lo que hace más fácil cortar con ellos: nos perdonan.
—Sí —dijo su compañero con una carcajada—, ¡siempre que no te conozcan demasiado...!
—Te tratan como si fueras un amigo de toda la vida, pero ¿qué clase de valor queremos tener? —prosiguió ella.
—Sí, al fin y al cabo, ¿qué queremos? —preguntó él.
—Para aguantar, quiero decir. ¿Qué necesidad hay?
Eso pareció sorprenderlo.
—Ya entiendo. Al fin y al cabo, ¿por qué? El valor de no seguir... Al menos, tenemos eso —declaró ella—, ¿no es verdad?
Allí de pie, delante de la ventana pequeña y alta que daba sobre los tejados grises, dejaron que una profunda mirada comunicase lo que pensaban de su pasado y hablaron en un susurro cuya intensidad correspondía de algún modo a las circunstancias.
—Si estamos vencidos... —prosiguió ella.
—¡Al menos, lo estaremos juntos!
Straith la abrazó; ella se dejó y él la estrechó entre sus brazos largo rato, como si sellaran un pacto. Pero cuando se sobrepusieron y pudieron examinar su acuerdo con mayor responsabilidad, las palabras con que ambos lo confirmaron sonaron a un tiempo dulces y tristes:
—¡Y ahora, a trabajar!
[Traducción de Carmen Francí]
Nació en Wakefield, hijo de un farmacéutico. Huérfano de padre a los trece años, pese a los apuros económicos de la familia, consiguió acceder al Owens College de Manchester. Truncó, sin embargo, una prometedora carrera académica cuando en 1876 fue despedido por haber robado dinero para ayudar a empezar una nueva vida a una prostituta, con la que emigró a Estados Unidos y con la que acabaría casándose. Un año después volvería a Inglaterra, donde trabajaría como tutor. Sus comienzos en la literatura fueron muy duros y publicó una serie de novelas sin éxito: Workers in the Dawn (1880), The Unclassed (1884), Demos (1886), y The Nether World (1889); su matrimonio con la ex prostituta fue una fuente de penurias hasta la muerte de ésta en 1888. Posteriormente, viviría otro matrimonio desgraciado con una mujer de humilde origen, con la que tendría dos hijos, y sólo encontraría la felicidad al final de su vida, al lado de Gabrielle Fleury. Gissing recoge la tradición de las condition of England novels (Gaskell, Dickens), de contenido social y propósito reformista, aunque sin sentimentalismos ni concesiones, y en algún sentido se ha dicho de él que es el Zola inglés. Con La nueva Grub Street (1891), la más famosa de sus obras, una negra visión de la bohemia londinense, obtuvo finalmente reconocimiento y prestigio. A ella siguieron, entre otras, Denzil Quarrier (1892), Born in Exile (1892), Mujeres sin pareja (1893), sobre la cuestión del feminismo, In the Year of Jubilee (1894) y The Crown of Life (1899). Escribió, asimismo, numerosos cuentos a lo largo de su carrera. Murió en San Juan de Luz en 1903.
«La hija de los guardeses» (A Daughter of the Lodge) se publicó por primera vez en Illustrated London News, en agosto de 1901, y más tarde formaría parte de The House of Cobwebs and Other Stories (1906).