III
Lago d'Iseo, 14 de agosto
Cuando ayer me despedí de usted prometí volver a Venecia al cabo de una semana. Y entonces le daría una respuesta. No fui del todo sincera al decir esto; no tenía intención de regresar a Venecia y volver a verle. Huía de usted, ¡y pretendo seguir haciéndolo! Si usted no lo hace, tendré que hacerlo yo. Alguien debe salvarle de desposar a una mujer desengañada de..., bueno, usted dice que los años no importan y ¿por qué habrían de importar, a fin de cuentas, si no va usted a casarse conmigo?
Eso es lo que no me atrevía a decirle si volvía. Que no va a casarse conmigo. Hemos pasado un mes juntos en Venecia (un mes inolvidable, ¿verdad?), y ahora tiene que volver a casa a escribir un libro —cualquier libro menos ése del que usted y yo... jamás hablamos—, y yo tengo que quedarme aquí, rememorando y adoptando poses como una especie de Titono* femenino. ¡Cuán deprimente es esta inmortalidad forzosa!
Pero ha de saber la verdad. Me importa usted, o al menos su amor, lo bastante para deberle esto.
Usted creyó que, como Vincent Rendle me había amado, apenas podía abrigar esperanzas. Yo había tenido con creces cuanto ambicionaba (¿no fue eso lo que dijo?). ¡Cuando un hombre empieza a pensar que entiende a una mujer es cuando puede estar seguro de que no la entiende! Pero es precisamente porque Vincent Rendle no me amó por lo que usted no puede albergar ninguna esperanza. Jamás tuve lo que ambicionaba, y jamás de los jamases me rebajaré a ambicionar otra cosa.
¿Empieza a comprenderme? ¿Fue todo una farsa, entonces?, dice usted. No, fue todo real en la medida en que llegó a serlo. Usted es joven; no ha aprendido, como aprenderá más adelante, las innúmeras señales imperceptibles que ayudan a abrirse camino en el laberinto de la naturaleza humana; pero ¿no le extrañó a veces que yo no le contara ninguna anécdota de Rendle, por insignificante y tonta que fuera? Su manía, por ejemplo, de dar vueltas y más vueltas con el índice y el pulgar a un abrecartas mientras hablaba; su obsesión por aprovechar el dorso en blanco de las notas; su debilidad por las fresas silvestres, las pequeñas fresas ácidas de los Alpes; su pueril embeleso ante acróbatas y malabaristas; su forma de llamarme siempre «señora» —«querida señora» era el encabezamiento de sus cartas—. Nunca le dije ni media palabra de esto, ¿verdad? ¿Cree que habría podido callármelo si él me hubiera amado? Si esas pequeñas cosas hubieran sido mías, una parte de mi vida —de nuestra vida—, se me habrían escapado a mi pesar (sólo una mujer infeliz se muestra siempre reticente y digna). Pero nunca hubo nada parecido a «nuestra vida»; fue siempre, hasta el final, «nuestras vidas».
Si supiera el alivio que siento al poder al fin contárselo a alguien, sería indulgente conmigo ¡y me permitiría causarle este dolor! Jamás volveré a sentirme tan sola, ahora que alguien más lo sabe.
Déjeme empezar por el principio. Cuando conocí a Vincent Rendle aún no había cumplido veinticinco años. Y de eso hace ya veinte. Desde ese día hasta su muerte, hace cinco años, fuimos los amigos más leales. El me dio quince años de su vida, quizá los quince años mejores. El mundo, como sabe, piensa que sus poemas más excelsos fueron escritos en ese período; se supone que los «inspiré» yo, y en cierto modo es verdad. La sintonía intelectual entre los dos fue desde el principio casi completa; mi espíritu debió de parecerle (imagino) un instrumento bien afinado que nunca se cansaría de tocar. Alguien me contó que en cierta ocasión había dicho que yo «siempre entendía»; es el único elogio que me dirigió en toda su vida. No sé siquiera si me consideraba guapa, aunque me cuesta pensar que mi aspecto físico le desagradara, pues detestaba estar con gente poco agraciada. Fuera como fuere, empezó a pasar cada vez más tiempo conmigo. Le gustaba nuestra casa; nuestra forma de vida se amoldaba a su persona. Era nervioso, irritable; la gente le aburría y, sin embargo, le daba miedo la soledad. Buscaba refugio en nosotros. Cuando viajábamos nos acompañaba. En invierno se alojaba cerca de nosotros en Roma. Pasaba con nosotros gran parte del año en Inglaterra o en el continente. Yo le ayudaba un poco en su trabajo, y se volvió cada vez más dependiente de mí. Cuando estábamos separados, me escribía continuamente: le gustaba compartir conmigo todo lo que hacía o pensaba; esperaba con impaciencia mis críticas de cualquier libro nuevo que le interesara; yo era parte de su vida intelectual. Lo malo era que yo quería ser algo más. Era una mujer joven y lo amaba; ¡y no porque fuera Vincent Rendle, sino porque era él!
La gente empezó a hablar: me había convertido en la señora Anerton de Vincent Rendle. Cuando salieron a la luz los Sonetos para Silvia, corrió el rumor de que yo era Silvia. Allí donde iba él, me invitaban; la gente trataba de ganarse mi favor para conocerle. Cuando estaba en Londres, el timbre de la puerta no paraba de sonar. Las mujeres de los pares entradas en años, las damas que aspiraban a recibir en sus salones, las jóvenes locamente enamoradas y los autores que pugnaban por labrarse una carrera me abrumaban con constantes atenciones. Y yo me aferraba al éxito, porque sabía lo que significaba: ¡todos pensaban que Rendle me amaba! ¿Sabe que a veces llegaba casi a creérmelo? No hubo ninguna fase de la locura por la que no pasara. No puede usted imaginar las excusas que una mujer es capaz de inventar para explicarse el hecho de que un hombre no le diga que la ama (¡lamentables falacias que, de haberlas empleado otra mujer, habría detectado al instante!). Pero en el fondo siempre supe que no me amaba. Y lo habría sabido aunque me hubiera hecho la corte todos los días de su vida. Nunca logré adivinar si él era consciente de lo que decían de nosotros; escuchaba tan poco lo que decía la gente, y, cuando lo hacía, se mostraba aún más indiferente. Siempre fue sumamente honrado y sincero conmigo; me trataba como un hombre trataría a otro, y, sin embargo, a veces yo tenía la sensación de que él debía de percibir que conmigo era diferente. Pero, si lo percibía, no daba la menor muestra de ello. Tal vez jamás cayó en la cuenta: estoy segura de que no fue deliberadamente cruel. Nunca me cortejó. No tenía la culpa si yo quería más de lo que él podía darme. Los Sonetos para Silvia, dice usted... Pero ¿qué son tales sonetos? Una filosofía cósmica, no un poema de amor; dirigidos a una mujer, ¡no para una mujer!
Pero, entonces, ¿las cartas? ¡Ah, las cartas! Bien, haré una confesión en toda regla sobre ellas. ¿Ha advertido ciertas interrupciones aquí y allá, justo en los momentos en que parece que están a punto de hacerse un poco mas... cálidas? Los críticos —tal vez recuerde— alabaron al editor por su encomiable delicadeza y buen gusto (¡tan raros en nuestros días!) al omitir de la correspondencia todas las alusiones personales, todos los détails intimes que debían quedar a salvo de la mirada pública. Se referían, por supuesto, a los asteriscos en las cartas a la señora Anerton. Las cartas que yo misma preparé para su publicación; es decir, las cartas que copié para el editor, y en las que de cuando en cuando yo ponía una línea de asteriscos para que pareciera que se había omitido algo, ¿comprende? Los asteriscos eran una falacia... No había nada que debiera omitirse.
Sólo una mujer podría entender lo que pasé durante aquellos años: los momentos de rebelión, cuando sentía que debía romper con todo aquello, lanzarle la verdad a la cara y no volver a verle nunca más. La reacción inevitable, cuando no volver a verle se me antojaba el más insoportable de los tormentos, y temblaba ante la idea de que una palabra o mirada mía pudiera alterar el equilibrio de nuestra amistad. Los necios días en que me aferraba al espejismo de que él debía de amarme puesto que todo el mundo creía que me amaba. Los largos períodos de embotamiento, en los que parecía no importarme si me amaba o no. Entre estos días horribles había otros en los que nuestra sintonía intelectual era tan perfecta que olvidaba todo lo que no fuera la dicha de sentirme transportada por las alas de su pensamiento. En ocasiones, pues, los cielos parecían abrirse ante mí.
¡Y durante todo este tiempo fue un amigo tan querido! Poseía el genio de la amistad, y lo volcaba todo en mí. Sí, tenía usted razón cuando decía que yo había recibido más que cualquier otra mujer. Il faut de l’adresse pour aimer *, dice Pascal; y yo era tan apacible, tan alegre, tan abiertamente afectuosa con él que, en todos aquellos años, estoy casi segura de que nunca le resulté enojosa. ¿Podría haber esperado tanto si él me hubiera amado?
Nadie debería pensar, sin embargo, que se pasaba la vida pegado a mis faldas. Iba y venía a su antojo, al igual que sus caprichos. Una vez hubo una joven (se lo estoy contando todo), una criatura encantadora que calificaba de «profunda» su poesía y le regaló Lucile * por su cumpleaños. Él la siguió a Suiza un verano y, durante todo el tiempo en que anduvo detrás de ella (demasiado a las claras, a mi juicio, para el Gran Hombre que era), no dejó en ningún momento de escribirme sobre su teoría de las combinaciones de vocales —¿o era sobre sus experimentos con los hexámetros ingleses?—. Las cartas las fechaba justo en los sitios donde yo sabía que estaban los dos, junto a hermosas cascadas, mientras él pensaba en adjetivos que dedicar a su cabello. Luego me hablaría de ello con absoluta franqueza. La chica era muy bella, y había sido una delicia contemplarla; pero «empezaba a hablar», y su intelecto —me explicaba él— era «todo aristas». Y, sin embargo, al año siguiente, cuando se anunció su matrimonio, él partió solo, de súbito... Y muy poco después publicó El viático del amor. ¡Qué extraños son los hombres!
Cuando mi marido murió —le expongo las cosas con crudeza—, reverdeció en mí la esperanza. Él no me había dicho nada nunca, me mentí, porque me amaba; porque siempre había anhelado hacerme su esposa un día; porque quería ahorrarme los «reproches»... ¡Tonterías! En el fondo de mi corazón sabía que mi única oportunidad estaba en la fuerza de la costumbre. Se había acostumbrado a mí; ya no era joven; le asustaba la gente nueva, los nuevos hábitos; il avait pris son pli **. ¿No le sería mucho más fácil casarse conmigo?
No creo que jamás se le pasara por la cabeza. Me escribió lo que la gente considera una «hermosa carta». Amable, cariñoso, me expresaba sus más sinceras condolencias. Transcurridas unas semanas, retomó su vieja costumbre de visitarme por las tardes, y nuestras interminables conversaciones volvieron a empezar justo donde las habíamos dejado. Más tarde supe que la gente alababa mi «buen gusto» por no casarme con él.
Y de ese modo seguimos cinco años más. Acaso los años mejores de mi vida, pues había abandonado toda esperanza. Entonces murió él.
Tras su fallecimiento —cuán extraño— se me vino encima una especie de espejismo de amor. Todos los libros y artículos que se escribían sobre él, todas las críticas de la Vida, estaban llenos de discretas alusiones a Silvia. Me convertí de nuevo en la señora Anerton de los tiempos gloriosos. Las jovencitas románticas y los muchachos sensibles como usted se sonrojaban cuando alguien decía en voz baja: «La mujer con la que hablabas era Silvia». Los necios me pedían autógrafos, los editores querían que escribiera mis memorias, los críticos me consultaban el significado de los versos más oscuros. Y yo sabía que, para todas aquellas personas, yo era la mujer que Vincent Rendle había amado.
Al cabo de un tiempo, aquel fuego se apagó también y me quedé sola con mi pasado. Sola..., completamente sola; pues él nunca había estado realmente conmigo. La unión espiritual no tenía ahora ningún valor. Nuestras almas habían estado juntas, pero no nuestras manos, y no había pequeñas cosas por las que recordarle.
Entonces pareció empezar un invierno glacial. Me encerré en mí misma como en un iglú. Odiaba la soledad y, sin embargo, temía que alguien la interrumpiera. Aquel período, naturalmente, pasó como los anteriores. Volví a la vida, y empecé a leer periódicos y a pensar en el corte de mis vestidos. Pero había una duda que no conseguía disipar, que me atormentaba día y noche. ¿Por qué nunca me había amado? ¿Por qué había sido tan importante para él, pero sólo eso? ¿Era tan poco agraciada, tan repulsiva que, aunque un hombre pudiera quererme como compañera intelectual, jamás se interesaría por mí como mujer? Soy incapaz de explicarle cuánto me torturaba esa idea. Se convirtió en una obsesión.
Mi pobre amigo, ¿empieza a comprender? Yo tenía que averiguar lo que otros hombres pensaban de mí. ¡No me juzgue con demasiada dureza! Escúcheme antes... Reflexione. Cuando conocí a Vincent Rendle era una joven que se había casado muy pronto y llevaba una vida de lo más apacible; no tenía ninguna «experiencia». Desde el momento en que le vi por primera vez hasta su muerte, jamás miré a otro hombre ni reparé en si otro hombre me miraba a mí. Cuando él murió hace cinco años, era menos consciente que un recién nacido de hasta dónde llegaba mi poder. ¿Era demasiado tarde para averiguarlo? ¿Me moriría sin saber por qué?
Perdóneme... perdóneme. ¡Es usted tan joven! Pronto lo recordará como algo nimio, como una pequeña «lección». Además, no fue tan cruel, tan premeditado como estas líneas inconexas parecen indicar. No lo planeé como una mujer en un libro. La vida es mucho más compleja de lo que ninguna interpretación de ella puede serlo. Usted me gustó..., me atrajo (y seguramente se dio cuenta) desde el principio; yo quería agradarle, no se trataba de un mero experimento psicológico. Aunque en cierto modo, si he de ser sincera, también lo era. Tenía que encontrar una respuesta; era un fantasma del que tenía que librarme.
Al principio me daba miedo —ay, un miedo enorme— que se interesara por mí sólo porque era Silvia, que me amara sólo porque Rendle me había amado. Empecé a pensar que no podía escapar a mi destino.
Cuán dichosa fui al descubrir que sentía usted celos de mi pasado, ¡de que en realidad odiaba al señor Rendle! Mi corazón latía como el de una jovencita cuando me comunicó que pensaba seguirme a Venecia.
Después de nuestra separación en Villa d'Este, mis viejas dudas volvieron a acuciarme. ¿Qué sabía yo de sus sentimientos por mí, después de todo? ¿Era capaz usted mismo de analizarlos? ¿No serían dos tercios de vanidad y curiosidad, y un tercio de sentimentalismo literario? Podía hacerse la ilusión de estar enamorado de Mary Anerton cuando a quien amaba en realidad era a Sylvia(¡el corazón es tan hipócrita!). O podía ser usted más calculador de lo que yo imaginaba. Tal vez era usted el que había estado halagando mi vanidad con la esperanza (la perdonable esperanza) de convertirme, tras un tiempo prudencial, en un bonito y breve ensayo literario con notas al pie.
Cuando llegó usted a Venecia y volvimos a encontrarnos —¿recuerda la música en el lago aquella noche en mi balcón?—, tenía tanto miedo de que empezara a hablar del libro... Aquel libro, ¿se acuerda?, era la razón que esgrimió para su venida a Venecia. Pero usted nunca hablaba de él y entonces comprendí que era usted quien temía que yo lo hiciera, quien le recordara la razón de que estuviera allí conmigo. Luego me di cuenta de que sentía algo por mí; ¡sí, que en aquel momento le importaba realmente! Y no hablamos del libro ni una sola vez, ¿no es cierto? Ni una sola vez en todo aquel mes en Venecia.
He vuelto a releer esta carta. Ahora desearía haberle dicho todo esto en persona, en lugar de por escrito. Habría podido explicarme mejor observando su cara y viendo si me entendía. Pero no, no podía regresar a Venecia; y no pude contárselo (aunque lo intenté) mientras estábamos juntos. No podía estropear ese mes: mi único mes. Por una vez en la vida fue tan maravilloso apartarme de la literatura...
Al principio se enfadará usted conmigo... pero no por mucho tiempo. Lo que he hecho habría sido una crueldad si yo hubiera sido una mujer más joven; pero, dadas las circunstancias, el experimento no herirá a nadie salvo a mí misma. Y me herirá profundamente (tanto como, al comienzo de su ira, tal vez desee usted), porque me ha mostrado, por vez primera, todo cuanto me he perdido.
[Traducción de Marta Salís]
Charlotte Perkins Gilman, la intelectual feminista norteamericana mas destacada de principios de siglo XX, nació en Hartford, Connecticut, en 1860. Vivió una infancia casi en la pobreza, pues su padre, el periodista Frederick Beecher Perkins, les abandonó cuando era muy pequeña. Tres tías abuelas ejercieron una gran influencia sobre ella: Harriet Beecher Stowe, autora de La cabaña del tío Tom, Isabella Beecher Hooker, ferviente sufragista, y Catherine Beecher, pionera del feminismo «doméstico». Contrajo matrimonio en 1884 con el pintor Charles W. Stetson y, cuando nació su única hija, sufrió una depresión que la llevó a seguir el tratamiento del doctor Mitchell, un conocido especialista. Éste consistía en guardar cama, aislada del mundo, y no hacer nada: ni hablar, ni leer, ni escribir, ni coser... Más tarde describiría esta experiencia en el cuento que aquí publicamos, «El empapelado amarillo», que fue decisivo para que el doctor Mitchell suspendiera un tratamiento que, en lugar de sanar, enloquecía a sus pacientes. Después de divorciarse se trasladó a California, donde empezó a ganarse la vida escribiendo poesía, relatos breves, y artículos y ensayos en los que defendía la independencia de la mujer. Su obra más conocida es Women and Economics (1898); destacan, asimismo, Human Work (1904) y The Man-Made World (1911). En 1900 se casó con un primo suyo, un prestigioso abogado más joven que ella, y continuó escribiendo. Entre 1900 y 1915 recorrió el país dando conferencias sobre la emancipación de la mujer; y, además del periódico Forerunner (1900-1916), fundó el Women's Peace Party —con la activista Jane Addams— en 1915. Charlotte Perkins Gilman se suicidó en 1935, al enterarse de que padecía una enfermedad incurable.
«El empapelado amarillo» (The Yellow Wall-Paper) apareció por primera vez en la New England Magazine, en enero de 1892.