VI
No se esforzó en conseguir pruebas nuevas. La semilla de la sospecha germinaba en su cabeza con el crecimiento exuberante de una mala hierba; al mismo tiempo, la devoción por la mujer muerta reaparecía con toda la gravedad de su profundidad, y él oscilaba sin transición entre las reflexiones sobre el engaño y los tiernos recuerdos de su personalidad. Era imposible zafarse de la pesadumbre de la existencia sin ella; la anhelaba día y noche; si ella pudiera volver, la habría compartido con Jonathan de buen grado. En esas lentas divagaciones a veces contemplaba esa posibilidad, y la reflexión no resultaba dolorosa en absoluto. Jonathan... No había decidido qué actitud adoptar con él la próxima vez que se vieran; en realidad no sabía si albergaba sentimientos de venganza o no. Sencillamente, no pensaba en él en tiempo presente, sólo lo relacionaba con ese pasado junto a ella, que todavía lo era todo para Rushout, y ahora la certeza de esa relación era absoluta.
Al cabo de cierto tiempo tuvo la sensación de que llevaba muchos días sin verlo, y dejó de esperar su llegada un día tras otro. Supuso que se debía a la entrega de la yegua blanca al doctor Wilkinson, y ya no le molestó su insistencia por hacerse con ella, aunque el motivo ahora estaba clarísimo. Pensar que el médico se la había llevado ya no le producía satisfacción, porque sabía que Jonathan le habría prodigado muchos cuidados. Lamentó haber sido tan tajante.
La depresión le abrumaba más por las mañanas, cuando se despertaba y se enfrentaba a la fatigosa y triste perspectiva del día que le esperaba. No le importaba ni un ápice que el número de clientes del negocio disminuyera a diario, que todos los rincones mostraran una señal de suciedad o de dejadez. Todo lo que fuera ajeno a las necesidades físicas le resultaba cada vez más indiferente. Y la esperanza de ver a Jonathan era el único acontecimiento diario que le quedaba.
Un domingo por la tarde, en torno a las seis, empezaron a caer lenta, silenciosamente, grandes copos de nieve; cuando los fieles salieron en tropel de la iglesia de torre cuadrada, una gruesa y suave alfombra blanca se había extendido por el suelo. Rushout se abrió paso a empujones entre el grupo, se detuvo en el porche, se abrochó el abrigo y echó a andar a toda prisa por la calle, con toda la energía que su desgarbado andar le permitía. Cuando abrió la puerta batiente del Bear, lo primero que oyó fue la voz de Jonathan:
—Podéis llevaros la carga el martes por la mañana —decía.
—De acuerdo, señor Hays, convenido —respondió otra voz.
Rushout se dirigió directamente al Salón Comercial, de donde procedían las voces. Al entrar, el tercer hombre lo saludó con la cordialidad debida al dueño, pero Jonathan no dijo nada. Rushout se quedó indeciso: la imagen de esa barba y de ese rostro pálido le producían una agitación inesperada. Le recordó el pasado y le inspiró, por así decirlo, un cambio de perspectiva que le causó una gran emoción. Descubrió que la fisonomía de Jonathan tenía algo ofensivo, de un modo violento, imperioso. Aun así, no fue de inmediato cuando se hizo eco de esa impresión, tan abrumador fue su carácter inesperado.
El tercer hombre les dio las buenas noches y la puerta se cerró ruidosamente detrás de él.
Casi de inmediato Jonathan, desastrado, con un traje de los domingos que no era de su talla y un sombrero negro y tieso, se dispuso también a marcharse.
—Hace una noche desapacible —farfulló.
—No, no puedes irte —dijo Richard con voz baja pero decidida. Y le cerró la salida—. Vuelve a sentarte.
El granjero obedeció. Manoseó el sombrero en el regazo: una mueca le recorrió el rostro y desapareció. Resultaba evidente que sabía lo que le esperaba.
Aguardó con resignación e indiferencia. Rushout seguía demasiado agitado para decidir por dónde empezar. Por fin, cuando el enfado venció al estupor, rompió el silencio y preguntó:
—¿Cuándo se interesó por ti?
Jonathan se revolvió en el asiento con ruidosa incomodidad.
—Todo empezó en la merienda campestre de los Forrester, hace tres años.
—¿Dónde la veías?
—En la vieja casita de Coney Standish, en la carretera del norte.
El golpe fue severo, pero Rushout no torció el gesto. Todas las señales exteriores de su zozobra habían desaparecido.
—Me podrías haber dejado la yegua —prosiguió Jonathan, incapaz de acallar la idea amarga que ocupaba sus pensamientos.
—¿Con cuánta frecuencia la veías? —preguntó Rushout, haciendo caso omiso del comentario.
Jonathan se detuvo a reflexionar.
—Casi siempre los lunes y los viernes.
A Rushout le sobrevino una idea repentina.
—¿La viste mientras yo estaba en el funeral de mi padre?
Jonathan asintió.
Se quedaron callados largo rato, como si no advirtieran la presencia del otro. De improviso, Rushout levantó la vista; el contorno de los ojos se le había quedado pálido, se le habían formado unos círculos anchos y blancos y en las dos mejillas tenía unas intensas manchas rojas. Parecía haber tomado una decisión importante, pues todo el gesto le había cambiado.
—Jonathan Hays —dijo solemnemente—, en este mundo no cabemos los dos.
El granjero no respondió. Nada en su rostro revelaba si le había escuchado o no.
En esta ocasión el silencio fue el más largo de todos; Rushout continuó:
—Estaré en la encrucijada de Helton a las diez.
Jonathan descruzó las piernas lentamente y se dirigió a la puerta. Mientras franqueaba el umbral dijo abruptamente:
—Allí me encontrarás.