VIII
Se habían separado de los demás excursionistas y subían y bajaban por aquel pequeño huerto o campo —hileras de mazorcas de maíz tostado y marañas cobrizas de hojas de maíz medio pisoteadas, retazos de alta hierba salpicados de cicuta bajo las arruinadas vides, ramas de granado cargadas de frutos color bermellón, ramas de melocotonero formando dibujos japoneses de estrechas hojas carmesíes contra el azul del cielo—, aquel extraño rincón cultivado de Torcello, la pequeña isla pantanosa y olvidada de Dios, abandonada a excursionistas y gaviotas.
—Pobre pequeño Clarence —dijo pensativa lady Tal, refiriéndose al joven y algo necio millonario que les había llevado allí: cinco góndolas llenas de mujeres vestidas de lila, rosa y tonos pajizos, y de hombres de chaqueta blanca, tres guitarras, un banjo y dos mandolinas, y la cantidad debida de manteles, cuchillos y tenedores, empanadas, botellas y dulces envueltos en papeles arrugados—. Pobre Clarence, no es mala persona, ¿verdad? Se portaría bien con la mujer que se casara con él.
—La adoraría —respondió Jervase Marion, subiendo y bajando por aquel huerto al lado de lady Tal—. Le daría todo lo que el corazón de una mujer puede desear: carruajes, caballos, diamantes, vestidos de Worth, retratos de Lenbach y Sargent y toda clase de curiosidades, además de un montón de dinero para limosnas, hospitales, ese tipo de cosas..., y... y el tiempo, la libertad y las oportunidades para disfrutar de la compañía de otros hombres no tan pudientes como él.
Marion se calló de pronto, con las manos metidas en los bolsillos y aquel ceño que hacía pensar a la gente que le apretaban las botas. Tenía la vista en el suelo y parecía mirarlas, pero en realidad pensaba en la famosa novela, la suya, no la de lady Tal; así que es posible que la dama creyera que las botas le hacían fruncir el ceño y hablar de aquel modo tan cortante. Al parecer fue eso lo que pensó, pues no prestó atención a sus miradas, a su entonación o a sus palabras.
—Sí —continuó ella, meditabunda, golpeando el suelo con la sombrilla—, es un buen muchacho. Qué generoso por su parte traernos a Torcello, con toda esa comida, esas guitarras, banjos y demás, sobre todo porque ninguno de nosotros le dice nada. Y parece tan contento... Es un hombre amable y modesto, y eso es, al fin y al cabo, lo más importante en el matrimonio. Pero ¡válgame Dios, qué aburrido sería ver a ese hombre en el desayuno, en la comida y en la cena! Y, aunque no estuviera en casa, simplemente el hecho de saber que estaría desayunando, comiendo o cenando en otro sitio (pues supongo que necesitaría alimentarse), que estaría en algún lugar sobre la faz de la Tierra refiriéndose a una misma como «mi mujer». Imagine tener la seguridad de que, hiciera lo que hiciere, siempre estaría sonriendo, y que nunca tendría más celos de mí que mi sombrilla. ¿No sería como sentirse uno de los peces que hemos visto en el acuario? Vivir con el obispo (¿era un obispo?) de Torcello, en esa pequeña y húmeda casa llena de manchas de liquen y nidos de mosquitos, y sin otra ocupación que visitar el trono de Atila*, sería mucho más divertido. Sí, supongo que será muy sensato casarse con Clarence. Supongo que obraré bien si hago que se case con mi prima. ¿Sabe una cosa? —añadió, muy despacio—. Podría hacer que se casara con cualquiera, ya que desea casarse conmigo.
Marion dio un pequeño respingo cuando lady Tal pronunció lentamente esas dos palabras: «mi prima». Ella lo advirtió.
—¿Acaso pensaba que quería a Clarence para mí? —dijo, mirando al novelista con expresión enigmática y divertida—. Bueno, no va usted descaminado. Se me han ocurrido muchas cosas en la vida, pero no he tenido el valor de hacerlas. He considerado la posibilidad de irme a Alemania, y estudiar enfermería; de irme a Francia, y estudiar pintura; de convertirme al catolicismo e ingresar en un convento. He considerado..., bueno, estoy considerando la posibilidad de convertirme en una gran novelista, como sabe. He considerado la posibilidad de casarme con un pobre, y convertirme en su mujer de la limpieza; y la posibilidad de casarme con un rico y convertirme en..., bueno, en lo que suela convertirse una mujer sin dinero cuando se casa con un rico; pero ya hice eso en el pasado, y una vez es suficiente en la vida, al menos para una persona de temperamento filosófico, ¿no le parece? Confieso que he considerado la posibilidad de casarme con Clarence, pero no sé cómo hacerlo. Verá, no es demasiado agradable ser y no ser una viuda, como es mi caso en cierto sentido. Además, estoy cansada de vivir del dinero de mi pobre marido, sobre todo porque sé cuánto deseaba él que me resultara insoportable. Estoy cansada de impedir que ese horrible muchacho y su madre hereden un capital que será suyo en cuanto me case como es debido. Y eso es todo. En realidad, estoy cansada de la vida, como casi todo el mundo, supongo; pero casarme con ese Clarence en particular, o con cualquier otro Clarence que pueda estar divirtiéndose por ahí, no atenuaría en absoluto mi cansancio de las cosas. ¿Lo entiende?
—Lo entiendo —contestó Marion.
¡Dios mío, qué extraño es ser un novelista psicológico! ¡Con cuánta exactitud había adivinado la esencia del carácter y de la situación de lady Tal! Difícilmente se atrevería a escribir su novela; podría titularla Lady Tal sin pérdida de tiempo. No cabía duda de que era aquel descubrimiento lo que le había hecho sonrojarse de pronto, además de despertar en él un deseo incontenible de decir algo.
Siguieron subiendo y bajando por aquel pequeño huerto, rodeados de las hojas cobrizas del maíz, del brillante esmalte verde y bermellón de los granados, de los dibujos japoneses, rojos y amarillos, de las ramas de melocotonero recortándose sobre el cielo azul.
—Mi querida lady Tal —empezó a decir Marion—, mi querida joven, permita que un estudioso de avanzada edad diga hasta qué punto, y me temo que le parecerá una impertinencia, hasta qué punto, analizando su situación como si fuera una tercera persona, comprende sus dificultades; y analizando su situación como si no fuera una tercera persona, cuán fervientemente desea...
Marion estaba a punto de agregar: «Que no escatime el mérito a la nobleza de su alma». Pero sólo un necio podía decir algo así; además, por supuesto que lady Tal debía escatimarlo. Así que concluyó:
—... que algún día todo concluya para bien, aunque de forma quizá imprevista para usted.
Lady Tal no le prestaba atención. Arrancó una hoja marchita y alargada de uno de los melocotoneros —roja, y delicada, y transparente, como una tarjeta de visita china—, y empezó a jugar con ella entre los dedos.
—De la renta que me dejó mi marido he gastado sólo lo estrictamente necesario, unas dos mil libras anuales. Cuando digo «necesario» me refiero a que la gente no pueda adivinar mis planes; al fin y al cabo, supongo que una mujer puede vivir con menos, aunque mis gustos sean caros. El resto del dinero he preferido dejarlo para su heredero; no podía dárselo, pues eso habría sido desobedecer la voluntad de mi marido. Pero es un fastidio sentir que estoy robándole a ese muchacho (por muy bruto y desagradable que sea) y a su espantosa madre simplemente por seguir aquí. Es bastante humillante, pero más humillante sería casarme con otro hombre por dinero. Y no creo que ningún pobre me quiera; aunque es posible que yo tampoco pudiera quererlo a él. Imagine que soy la heroína de su novela... Y usted sabe que está escribiendo una novela sobre mí, por eso se muestra tan paciente con Christina y conmigo: se limita a dar vueltas a mi alrededor y observarme.
—Vamos, mi querida señorita Tal, ¿có... cómo se le ocurre pensar algo semejante? —balbuceó Marion, indignado.
Y lo cierto es que, mientras lo decía, el interés que sentía por la joven no era en absoluto profesional, y su acusación le dolió bastante.
—¿Acaso no lo está haciendo? Estaba convencida de lo contrario. Verá, tengo su libro en la cabeza. Bueno, imagine que estuviera escribiendo esa novela y yo fuese su heroína, ¿qué me aconsejaría? Estamos acostumbrados a tener ciertas cosas (cierta cantidad de ropa, bagatelas y caballos, etcétera), y considerarlas necesarias. Sin embargo, si nos quedáramos mañana sin ellas nada cambiaría demasiado. Nos limitaríamos a decir: «¡Dios mío! ¿Qué ha sido de mis pertenencias?». Aunque supongo que las echaríamos de menos; si otras personas las tienen, ¿por qué no íbamos a tenerlas nosotros? A los demás les gusta venir a Torcello en cinco góndolas, con tres guitarras, un banjo y la comida, y pasar dos horas tirando bolsas de papel en la hierba; así que supongo que debe gustarnos a todos. Si está bien, no tengo nada en contra. Siempre me amoldo, ¿sabe?; pero, como interés en la vida, me parece bastante aburrido. Todo es aburrido, en realidad, menos mi querida Christina. ¿Qué piensa que se podría hacer para que las cosas resultaran un poco menos monótonas? Aunque quizá no haya nada que no lo sea...
Lady Tal arqueó una de sus cejas delicadamente perfiladas y prodigiosamente curvas con un pequeño suspiro de escepticismo, y miró al horizonte.
Ante ellos se extendía la pequeña marisma parda y lila al fondo del huerto, los altos juncos, las hierbas secas, los ásteres y las lavandas de mar; y sobre aquella mancha florida, por una franja invisible de la laguna, se deslizaba una gigantesca vela tostada y amarilla, flaneando lentamente contra el cielo azul. Detrás de ellos se elevaba el canto intermitente de una cigarra tardía; oían bajo sus pies el crujido de las hojas secas de maíz.
—Todo es muy bonito —comentó lady Tal, pensativa—; pero, no sé por qué, hay algo que parece que no encaja. Es una tontería que la gente como yo venga a estos sitios. Por lo general, desde la muerte de Gerald, sólo paseo por lugares civilizados: están más en armonía con mis vestidos.
Jervase Marion no le respondió. Se apoyó en el tronco de un melocotonero, contemplando la marisma parda y lila y las velas amarillas, y lo hizo con esa intensidad física que va unida a una gran preocupación intelectual. Se sentía muy conmovido. Era consciente de que tenía una tremenda responsabilidad. Pero ni la emoción ni la responsabilidad pesaban en su ánimo, como siempre creyó que sucedería.
Parecía estar súbitamente en el lugar de esa mujer, sentir el rápido marchitar de su alma, la disminución de todos sus intereses auténticos, sinceros, vitales. Tenía la sensación de que lady Tal corría un grave peligro, el peligro de algo semejante a la muerte. Y sólo había un modo de salvarse: renunciar al dinero, volver a ser libre. Sí, sí, era la única solución. Lady Tal, que normalmente le parecía de una madurez agobiante, fuerte, capaz de enfrentarse a todo, se había convertido para él en una joven indefensa, casi una niña. Comprendía tan bien que, durante todos esos años, aquella mujer alta de severa vestimenta y rostro inexpresivo no había sido mas que una niña en las manos de su hermano, que jamás había pensado, actuado o sentido por sí misma; que no había vivido, en suma.
«Renuncie a ese dinero, renuncie a ese dinero. Cásese con algún joven de buen carácter que la cuide. Sea madre de muchos niños adorables.» Las palabras se sucedían en el pensamiento de Marion, asomando casi a sus labios; pero no podían cruzarlos. Creía vislumbrar a aquellos pequeños, el corte de sus delantales y de sus trajes de marinero, la curva de sus cuellos rubios y sonrosados; y a aquel joven marido encantador, rubio, por supuesto; alto, por supuesto; con rasgos desdibujados y regulares, quizá un poco aburrido pero increíblemente bueno. Era tan obvio, tan perfecto. Aunque también parecía bastante anodino; y Marion, sin saber por qué, al tiempo que percibía cuán perfecto y delicioso era todo, no podía sino estremecerse ante aquella perspectiva.
Lady Tal debía de estar inmersa, a su vez, en alguna meditación similar, pues se dio bruscamente la vuelta y dijo:
—Aunque, después de todo, cualquier otra cosa podría ser tan aburrida como esto. E imagine renunciar a ese dinero sin recibir nada a cambio; cualquiera se sentiría realmente estúpido. En líneas generales, mi único interés en la vida está claramente encaminado a ser Christina, y la solución de todas mis dudas será la publicación de «la nueva George Eliot de la vida moderna»; ¿no le parece que suena como el titular de uno de sus periódicos estadounidenses, el Independent de Buffalo, o el Republican de Milwaukee?
Marion dio un respingo en su fuero interno.
—Exacto, exacto —se apresuró a contestar—. Pienso que sería funesto para usted..., realmente funesto, hacer algo..., bueno, algo precipitado, mi querida lady Tal. Al fin y al cabo, debemos recordar que existe eso que llamamos hábitos; una mujer acostumbrada a la vida que usted lleva, aunque no niego que algunas veces pueda resultar aburrida, cometería un error, un gran error (en mi opinión) si renunciara a su fortuna, por muy elevadas que sean las razones. La existencia es monótona, pero la vida que llevamos, por lo general, es la que más nos conviene. Mi propia vida, por ejemplo, me parece en ocasiones un tanto aburrida. Y, sin embargo, sería una insensatez por mi parte cambiarla, una verdadera insensatez. Creo que tiene razón al suponer que escribir novelas, si persevera, llenará de... interés su vida.
Lady Tal bostezó bajo la sombrilla.
—¿No cree que ha llegado la hora de volver con el resto del grupo? —preguntó—. Debe de hacer tres cuartos de hora que terminamos el almuerzo, así que supongo que es la hora del té, o de cualquier otra comida. ¿Ha pensado alguna vez, señor Marion, qué poco nos gustarían las meriendas campestres, y la vida en general, si no pudiéramos ingerir algo cada tres cuartos de hora?