III
Jervase Marion se había hecho tres propósitos bien definidos y solemnes, que resumiré en orden inverso de importancia. El primero: no caer en la tentación de hacer visitas durante el mes que pasaría en Venecia; el segundo: no verse arrastrado al estudio psicológico de nadie mientras estuviera de vacaciones; y el tercero —formulado muchos años antes de lo que estaba dispuesto a admitir, y resultado de la amargura sin límite de su alma—: no dejarse acorralar y convencer, por las buenas o por las malas, para que leyera el manuscrito de un escritor aficionado. Y en aquel momento, cuando no llevaba ni diez días en Venecia, había incumplido uno por uno esos tres propósitos; y lo que aún era peor, lo había hecho en beneficio de la misma persona.
La persona en cuestión era lady Atalanta Walkenshaw, o, como se había acostumbrado a llamarla, lady Tal. Había visitado a lady Tal en su casa; había empezado a estudiar su personalidad; y, en aquel preciso instante, estaba desatando el cordel que rodeaba su primer conato de novela.
¿Por qué diablos había hecho cualquiera de esas tres cosas, y, para colmo, todas?, se preguntaba Jervase Marion, dejando el envoltorio sin abrir en la gran mesa redonda de mantel negro y rojo, sobre la que se encontraban cuidadosamente dispuestos el escritorio de viaje, el secante, la escribanía, el abrecartas, varios paquetes de sobres, cajetillas de cigarrillos, dos Athenaeums sin abrir, tres manoseadas novelas francesas (Marion despreciaba en su fuero interno todas las inglesas, y adoraba el exquisito sentido artístico, la admirable falta de sinceridad de los jóvenes franceses), una guía Baedeker* y otra Bradshaw**, la fotografía de su madre —justo antes de morir—, con una cofia de viuda harto pintoresca y de aspecto puritano, y una pequeña carpeta de cartas sin contestar, con la cubierta llena de flores dibujadas por su viejo amigo Biddy Lothrop.
Marion miraba con desesperación el envoltorio con su dirección escrita a pluma y con letras grandes, y, metiéndose las manos —con cierta desmaña no exenta de ímpetu— en las sisas de la chaqueta de alpaca que se ponía para escribir, se paseaba de un lado para otro de la oscura habitación, situada junto a un pequeño canal. Había elegido esa estancia, en lugar de otra con vistas a la Riva***, convencido de que sería menos ruidosa. Pero en aquellos instantes, presa de uno de sus ataques de nervios, tenía la impresión de que todos los ruidos del mundo se concentraban en aquel canal secundario para distraer su cerebro, debilitar su voluntad y, en líneas generales, volverlo incapaz de enfrentarse a su espantosa debilidad y a la increíble determinación de lady Tal. Oyó el chapoteo de un remo, el chirrido de una quilla y los gritos de Stali o Premé de unos gondoleros, más inquietantes de lo habitual debido únicamente a su relativa rareza. Había un mirlo exasperante que cantaba el himno de Garibaldi —a trozos— unas cuantas puertas más allá, y una ayudante de cocina aún más exasperante, que repetía los primeros compases del trío de la sombrilla de Boccaccio, como si no conociera nada más, mientras fregaba cacerolas en la ventana de enfrente y tiraba furtivamente el agua al canal. Se oía la corneta del cuartel, la campana de la parroquia, un perro aullando a los botes del Gran Canal; todo lo que, en definitiva, podía enloquecer a un pobre novelista con los nervios de punta que, para colmo, tenía la desgracia de parecer deliciosamente apacible.
¿Por qué diablos, o, mejor dicho, cómo diablos se había dejado engatusar hasta tal punto? Ese «hasta tal punto» se debía a lady Atalanta: las visitas que hacer, el manuscrito que leer, el juicio que emitir, el consejo que dar, las mentiras que decir... Y todo parecía complicarse un tanto con el canto de aquel mirlo, la brusca virada de aquella góndola, el tañido de aquellas campanas de la iglesia. ¿Por qué diablos se había portado como un gusano miserable?, se preguntaba Marion, caminando de un lado para otro de su amplia y despejada habitación, enjugándose la frente y mirando con desesperación las mosquiteras, la voluminosa cómoda amarilla con ramilletes pintados en la parte superior, el galán de noche de hierro, el toallero, el tarjetón impreso donde se leía en varios idiomas que los viajeros debían consignar todas las joyas y objetos valiosos en la secretaría del hotel.
En ese momento no tenía la más mínima idea de por qué había alentado a aquella mujer; pues debía de haberlo hecho para que ella llegara al extremo de pedir tal favor a alguien relativamente desconocido. Y lo más extraño era que, cuando analizaba el pasado —ese pasado de unos cuantos días—, tenía la impresión de que no era él quien había alentado a lady Tal, sino lady Tal quien lo había alentado a él. Cuanto más pensaba en ello, más claramente veía que su actitud era la de una mujer que concede un favor en lugar de pedirlo. Ni siquiera era capaz de explicarse cómo había salido la novela en su conversación. Desde luego, no recordaba haber dicho: «Me gustaría leer su novela, lady Tal», o «Tengo mucha curiosidad por su novela, ¿me dejaría echarle un vistazo?». Un comentario de ese tenor habría sido demasiado ridículo en boca de un hombre que siempre huía de los manuscritos como de la peste. Y tampoco se acordaba de que ella le hubiera pedido, con mayor o menor humildad, que la leyera. Sabía que había dicho: «Procure no mentirme. No tenga miedo de decirme que es una bazofia». De hecho, podía ver una expresión vagamente divertida, maliciosa y un poco despectiva en su hermoso rostro escocés de facciones regulares; pero eso fue más tarde, cuando los dos se pusieron de acuerdo.
Lo peor era la sensación de que le habían ganado la batalla, y de una manera totalmente incomprensible. Pues Marion no tenía el más mínimo deseo de ayudar a lady Atalanta. No le habría molestado tanto si ella le hubiera engatusado —ningún hombre se reprocha haberse dejado engatusar por una joven hermosa y distinguida—, o hubiera sido una mujer suplicante o patética, de las que parecen argüir que tal favor es lo único que puedes hacer por ellas, y que quizá algún día lamentes habérselo negado al verte ante su tumba prematura.
Pero lady Tal no era una mujer que suplicara; parecía mucho más fuerte, tanto de cuerpo como de espíritu —con su fuerte constitución, su piel sonrosada y aquellos ojos esquivos—, que él y casi todos sus conocidos. Y engatusarle... ¿cómo iba a hacerlo con sus movimientos más bien desmañados, sus palabras bruscas, sarcásticas, jocosas y su aire de considerar el mundo mero polvo que un Ossian tenía derecho a pisotear? Para colmo, Marion era plenamente consciente de que no le gustaba lady Tal. Y no por lo que la gente decía de ella (aunque dijera muchas cosas) ni por lo que ella decía, sino porque sentía cierto rechazo ante su tremenda fortaleza, su aire de no haber sentido nunca nada, la frialdad de sus ojos azules y atrevidos, la determinación de sus labios bien dibujados y cerrados con firmeza, el tono jocoso de su voz y la consiguiente sensación —nunca dejaba de producírsela— de saber cuidar de sí misma hasta un extremo casi peligroso para sus congéneres. Marion no era un novelista sentimental; sus libros trataban de las pequeñas luchas e intrigas de un sector de la sociedad de educación exquisita, en el que sólo sobrevivían los más aptos, gracias a sus garras y picos. Sin embargo, ante lady Atalanta Walkenshaw, o más bien a sus espaldas, reconocía cuánto le gustaba que los seres humanos, y especialmente las mujeres, tuvieran alma; siempre que, en este caso, la dama no le supusiera obstáculo alguno en cuestiones tales como la digestión, el sueño y la vida social.
De la carencia de alma de lady Tal, nacía su fuerza. Esta cualidad negativa resultaba de mucho más valor que si hubiera sido positiva. Y era la carencia de alma de lady Tal lo que, de alguna manera, hacía que aflorase lo mejor de él, hasta el punto de empujarle —sin ninguna manifestación externa, llevado tan sólo por esa fuerza latente— a aceptar o a ofrecerse para leer aquel manuscrito.
Jervase Marion era un hombre metódico, lleno de principios vitales sin formular. Uno de ellos consistía en hacer siempre las cosas desagradables en seguida, a menos que fueran tan desagradables que decidiera no hacerlas nunca. En consecuencia, después de dar una o dos vueltas más por la habitación, y de quedarse unos minutos asomado a la ventana, contemplando la cocina que había al otro lado del canal, con sus brillantes cacerolas al fondo y sus pequeñas macetas de claveles y de albahaca dulce en el alféizar de la ventana, Marion cortó el cordel del manuscrito, lo desenrolló para que quedara extendido y, con un leve y melancólico gemido, empezó a leer la novela de lady Tal.
«Violet...», comenzaba.
«¡Violet! ¡Pero si ella se llama también Violet!», exclamó en su fuero interno.
«Violet está sentada a oscuras en una pequeña silla en el ventanal saledizo de Kieldar —el enorme ventanal rodeado de hiedra, que, según dicen, construyó el conde Rufus antes de marcharse a las cruzadas y desde el que se divisa un panorama grandioso de la vasta llanura, salpicada de robles y casas de labranza, que se extiende hasta la silueta azul de las montañas de B...shire en el horizonte—, el ventanal en el que tantas veces se había sentado y en el que había llorado de niña cuando lord Rufus, su padre, volvió a casarse y llevó a casa a su bella esposa judía con la cara fardée * y los elegantes vestidos de Worth**. Violet se había refugiado en aquel ventanal para meditar sobre los acontecimientos de la noche anterior y sobre la propuesta de matrimonio que acababa de hacerle su primo Marmaduke...»
«¡Válgame Dios! —exclamó para sí Marion—. ¿De qué demonios trata esto?»
Y, con el fin de emplearlo lo antes posible en una de sus novelas, anotó que las damas elegantes y bien relacionadas de su época parecían dejar las comas y los puntos y comas, así como los demás signos de puntuación, salvo los puntos y los guiones, para una clase social inferior.
Aquello también le consoló por las repercusiones prácticas que habría de tener en su situación, pues le permitiría cargar todo el peso de sus críticas sobre esa parcela de la actuación de lady Tal.
«Debe intentar, mi querida lady Atalanta —le diría con mucha gravedad—, cultivar un... un estilo algo más lúcido. Acortar un poco las frases... En realidad, hacer lo que los pedantes llaman separar las oraciones del párrafo. Para ello ha de estudiar las reglas de la puntuación, algo que usted parece..., bueno, haber descuidado un poco hasta ahora. Pediré por correo un librito muy útil sobre la materia (Los signos de puntuación y su uso), donde encontrará toda la información que necesita. Y, si pudiera encontrarlo en la biblioteca de alguno de nuestros amigos de Venecia, le recomendaría un libro que estudié en mi adolescencia (¡hace tantísimo tiempo, ay!) titulado La retórica de Blair.»
Si eso no enfriaba la pasión literaria de lady Tal, nada lo haría jamás. Pero, de todas formas, se sintió obligado a leer un poco más para poderle decir que lo había leído entero.