VI
Una mañana Marion, excepcionalmente, vio y estudió a lady Tal sin el pretexto habitual de la famosa novela. Era temprano; se percibía la primera frescura otoñal en la mañana azul, en el brillante sol que pronto sería abrasador pero que apenas calentaba. Marion daba su paseo diario por las tortuosas callejuelas de Venecia, y, como de costumbre, había llegado a uno de sus lugares preferidos: el mercado al otro lado del puente del Rialto.
Aquel mercado... Los toldos amarillos y blancos, las casas blancas recortadas contra el delicado azul del cielo; los géneros de los tenderetes y sus colgantes de algodón rojo, verde, azul y púrpura delante de las pequeñas tiendas, y las mujeres con chales que se dirigen a ellas; el impresionante despliegue de peras y melocotones apilados, de montañas de calabazas y otras verduras similares, desconocidas y misteriosas, redondas y alargadas, purpúreas, amarillas, rojas, grises, entre hojas de laurel; aquellos frutos enormes, suaves, listados de verde, abiertos para mostrar su pulpa roja, y los aún más grandes —que la naturaleza parecía haber tratado inútilmente de engalanar de oro y plata— desperdigados por el suelo; las carnicerías con sus orondos corazones de buey y sus corderos propiciatorios esquilados; los incontables jamones y salchichas... Este mercado, bajo el cielo azul, con su población ruidosa, indolente, amigable, que se agitaba y demoraba en un puesto u otro, siempre le había parecido a Marion uno de los rincones más deliciosos de Venecia, y le daba la sensación (aunque sabía que era falsa) de que se trataba de un lugar donde la gente podía comer y beber y reír y vivir sin el menor problema psicológico.
Aquella mañana concreta, mientras lo invadía, como de costumbre, esta impresión, y la conciencia de su falsedad, experimentó una leve sensación de sorpresa, de incongruencia, y el súbito cese de un estado de ánimo placenteramente irreal, al advertir que se acercaba a él, con una mano displicente en la cadera mientras golpeaba con firmeza el suelo con la sombrilla, la figura majestuosa e impecablemente ataviada —con camisa y corbatín— de lady Atalanta.
—He estado leyendo un rato Christina -dijo, después de dar un apretón de manos desmañado aunque amistoso a Marion, y de dirigirle una sonrisa alegre, franca e inescrutable con sus grandes ojos azules y su pequeña boca roja—. Esta novela me está convirtiendo en otra mujer: la facultad de pecar, como dicen los de Ejército de Salvación, ha sido arrancada de raíz de mi naturaleza Anoche, después de volver del Lido, estuve en vela hasta las dos de la madrugada, y esta mañana me he levantado a las seis; y todo por amor a Christina y a la literatura. Espero que Dawson me avise; ayer me dijo que «jamás había conocido a ninguna otra dama que escribiera tanto o utilizara unas hojas de papel tan grandes, tan enoormes señora mía». Bonito lugar, ¿no? ¿Ha probado alguna vez esas calabazas fritas? Tienen una pinta horrible, pero están muy buenas. ¿Quiere una? Me pregunto por qué no nos hemos encontrado aquí antes. Vengo dos veces a la semana, a hacer la compra. No le molesta llevar bolsas, ¿verdad?
Lady Tal se había parado en uno de los puestos de primera línea, y, después de hacer que le llenaran tres enormes bolsas de papel amarillo con naranjas y limones, le tendió las dos más grandes a Marion.
—¿Le importa llevármelas? Sea bueno. Así podré comprar muchos más panecillos que de costumbre. Es increíble lo que les gustan los panecillos a los enfermos. Debo decirle que voy a visitar a unos enfermos al hospital. Se tarda mucho en ir en góndola desde donde yo vivo, así que voy a pie. Si se pone esas bolsas pegadas al pecho, así, bajo la barbilla, le resultará más fácil llevarlas, y no habrá riesgo de que se le caigan las naranjas.
En una panadería de una de las estrechas callejuelas cercanas a la iglesia de los Miracoli, lady Atalanta compró una bolsa de panecillos, cuya asa de cordel se colgó de la muñeca. Marion se dio cuenta entonces de que lady Tal llevaba bajo el brazo unos libros forrados de papel y sujetos por una banda elástica.
—Ya sólo nos faltan unas flores, que seguro que encontramos en el camino de vuelta —comentó lady Tal—. ¿Le importa entrar aquí? —dijo, señalando una de esas pequeñas tiendas de comestibles autorizadas a exhibir el escudo de Saboya gracias a la venta de sal y tabaco, y donde un puñado de individuos anodinos de cuello ancho curioseaba entre botellas de licor de variadas formas, en una atmósfera viciada de cigarros, brandy con agua y jabón de cocina.
—¿Pue... pue... puedo pedir algo por usted, lady Tal? —inquirió Marion, asombrado por la rapidez de movimientos de su acompañante—. Querrá sellos, supongo; ¿me permite que la ayude a elegirlos?
—Gracias, no quiero sellos; quiero rapé. Y usted no sabría qué marca comprar.
Lady Tal se abrió paso majestuosamente entre el grupo de sorprendidos holgazanes, puso un franco encima del mostrador y pidió a la dependienta que le diera cuatro onzas de Semolino, pero de la calidad superior.
—¡Es asombroso lo maniáticos que pueden ser esos viejos con su rapé! —comentó lady Tal, embolsándose el cambio—. ¿Podría guardarme este rapé en su bolsillo? Gracias. La otra marca se llama Bacubino; es oscuro, húmedo y pegajoso, y tiene un aspecto horrible. ¿Ha probado alguna vez el rapé? Yo lo tomo de cuando en cuando para complacer a mis viejitos. Te hace estornudar, ¿sabe?, y a ellos les parece tremendamente divertido.
Mientras seguían andando, lady Atalanta vio de pronto, en un pequeño cuchitril verde, algo que llamó su atención.
—Me gustaría saber si son frescos —se dijo—. Supongo que usted no sabe distinguir si un huevo es fresco, ¿me equivoco, señor Marion? No se preocupe. Me arriesgaré. Si me lleva esta tercera bolsa de naranjas, yo me ocuparé de los huevos; en sus manos puede que peligren.
«Qué odiosa, qué odiosa criatura es una mujer», pensó Marion. Se preguntó, de mal humor, por qué se sentía tan desdichado por tener que llevar todas aquellas naranjas. Desde luego, aquellas tres bolsas abiertas pegadas al pecho le resultaban tremendamente incómodas, pero ésa no era explicación suficiente. Era como si aquella terrible y aristocrática giganta estuviera haciéndolo todo a propósito para fastidiarle. Se dio cuenta de lo ridículo que debía de parecerle con aquellas bolsas amarillas contra el chaleco blanco y el paquete de rapé en el bolsillo de la chaqueta; la cara, además, le chorreaba de sudor, y no podía alcanzar su pañuelo. Era pueril, absurdo por su parte preocuparse; a fin de cuentas, ¿no iba lady Atalanta igual de cargada? Pero ella, con la bolsa de panecillos, el paquete de libros, la cesta de huevos y la sombrilla bajo el brazo tenía un aire sereno e incluso triunfante con su traje de franela a rayas.
—Discúlpeme, lady Tal, ¿me permite detenerme un instante para cambiar las bolsas de brazo? —Marion no podía soportar más aquel martirio—. Si sigue andando, la alcanzaré en un segundo.
Pero en el momento mismo en que Marion se disponía a deja las bolsas sobre la balaustrada de mármol de un puente, su brazo paralizado sufrió un espasmo inexplicable, y una de las naranjas se salió de su bolsa y rodó lentamente por los escalones de piedra.
—¡Cuidado, no haga eso! ¡Se le caerán todas al canal! —gritó lady Atalanta, mientras Marion se agachaba rápidamente en un vano intento de perseguir la naranja fugitiva.
Su ademán brusco, como es natural —y como si lo estuviera haciendo ex profeso—, hizo que otra de las naranjas se escapara de la bolsa. Un pequeño grupo de espectadores, gondoleros y operarios que trabajaban debajo del puente, mujeres que daban el pecho a sus niños en las ventanas vecinas y golfillos descalzos de ningún sitio en particular empezaron a disfrutar de los extraordinariamente complicados juegos de prestidigitación que el corpulento caballero del traje de lino y sombrero jipijapa se había pues lo a ejecutar.
—¡Malditas sean! —profirió Marion, olvidando a lady Atalanta y los buenos modales, pendiente sólo de las naranjas que caían rodaban, y sintiendo la cara cada vez más roja y acalorada en el fulgor de aquel puente de piedra blanca.
Alzó la vista, y vio pasar a un nutrido grupo de turistas norteamericanos de su hotel; norteamericanos de los que había huido como de la peste, y que, estaba seguro, volverían a casa diciendo que era un pobre diablo y un esnob que renegaba de su «gente».
Podía oírlos, en su imaginación, describiendo cómo en Venecia se había vuelto el lacayo de una de esas aristócratas inglesas, que le miraba y se reía de él al verlo correr detrás de sus naranjas («y sólo porque es la hija de un conde o un marqués o algo parecido»).
—¡Santo cielo, cuán desvalido es el genio cuando se trata de cosas prácticas! —exclamó lady Atalanta.
Y, dejando con cuidado sus paquetes sobre el parapeto, recogió tranquilamente las naranjas saltarinas, las limpió con el pañuelo y se las devolvió a Marion, con la recomendación de que «se las metiera en los bolsillos».
Marion nunca había estado en un hospital (era sólo un niño y estaba en Europa con su madre —un refugiado del Sur— cuando estalló la guerra*), y eso le parecía un descuido en su educación de novelista. Pero tuvo la sensación de que jamás desearía describir el que visitó después de seguir maquinalmente a lady Tal. Sus gigantescos pabellones de altísimos techos —alumbrados por luces mortecinas y dispuestos como la nave principal y los transeptos de una inmensa iglesia desde un altar con luces parpadeantes y figuras arrodilladas—, produjo en Marion la impresión, mientras respiraba aquel aire tórrido y cargado que olía de un modo nauseabundo a ácido carbólico y cloruro de cal, de ser un lugar truculento y desagradablemente pintoresco. Tenía una ligera idea de que las criaturas que ocupaban aquellas hileras e hileras de camas grises padecían el baile de San Vito, la lepra, o alguna enfermedad medieval parecida. Aquellos temas eran demasiado desagradables, pensó mientras seguía tímidamente los pasos rápidos y decididos de lady Tal, para escribir sobre ellos. Marion, pese al tono prosaico de sus escritos, poseía la viva imaginación de un hombre nervioso; y tenía la sensación de estar rodeado por esqueletos que balbuceaban y gritaban, o por criaturas terriblemente amarillas y de un rojo tumefacto envueltas en vendas y escayolas, o por ancianas recién liberadas de algún sótano donde, como puede leerse periódicamente en ciertas publicaciones, las tenían encerradas sus crueles sobrinos o nietos.
—¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¡Qué sitio tan espantoso! —exclamaba una y otra vez mientras seguía a lady Atalanta, llevando sus bolsas de naranjas y panecillos entre las viejas vociferantes que intentaban agarrarlo desde su cama y las impasibles monjas y criadas que se afanaban ruidosamente a su alrededor.
Lady Tal continuaba metódicamente su camino, eficiente, alegre, dando rapé a un enfermo, una naranja o un libro a otro, riendo, gastando bromas con su imperfecto italiano, colocando las infectas sábanas y almohadas como si, en lugar de agasajar a unos moribundos, paseara entre los mostradores de una gran tienda. Un espectáculo lamentable, pensó Marion.
—¿Por qué no habla con ella? —dijo lady Atalanta—. Es una persona normal y afectuosa que quería ser maestra y adora leer novelas. Dígale, no sé cómo explicarlo, que usted escribe novelas. Mira, Teresina, este caballero y yo estamos escribiendo juntos un libro sobre una dama casada con un hombre muy necio. ¿Quieres que te lo contemos?
Después de acariciar el semblante pálido y delgado —con grandes ojos del color de los nomeolvides— de la bonita y escuálida muchacha rubia, lady Tal dejó a Marion, de lo más incómodo, sentado en el borde de una silla de paja al lado de la cama, con una bolsa de naranjas en las rodillas y ninguna idea en la cabeza.
—Ella es tan buena —dijo la jovencita, abriendo y cerrando un pequeño abanico que lady Tal acababa de regalarle— y tan hermosa. ¿Es su hermana? Me contó que tenía un hermano al que quería muchísimo, pero estaba convencida de que había muerto. Es como un ángel del Paraíso.
—Exacto, exacto —respondió Marion, al tiempo que pensaba en lo tremendamente enojoso que debía de ser el Paraíso si esto era cierto. Todo aquello no tenía nada que ver con lo que él imaginaba cuando ocasionalmente escribía sobre jóvenes damas que consolaban enfermos: aquella forma de comportarse tan eficiente, dinámica, animada, sacudiendo tanto almohadas como almas.
Lady Tal, decidió en su fuero interno, carecía de empatía; todo cuanto acababa de presenciar lo demostraba.
—¿Por qué lo hace? —le preguntó de pronto cuando salían de los soportales del hospital.
Marion conocía la respuesta: sólo porque era terriblemente activa.
—No sé. Me gustan los enfermos. Me siento siempre tan espantosamente bien... Con mi hermano me acostumbré a los enfermos, y supongo que no puedo vivir sin ellos. Si no tuviera una relación tan mala con la familia de mi marido, me gustaría instalarme en Inglaterra y vivir en el East End* para cuidar enfermos. Al menos eso pienso; aunque sé muy bien que no lo haría.
—¿Por qué no? —inquirió Marion.
—¿Que por qué no? Bueno, pues porque eso supondría llamar la atención y demás. Resulta odioso que te tachen de excéntrica, desde luego. Y, si yo fuera a Inglaterra, tendría una vida social; de lo contrario, la gente me criticaría por quedarme al margen y dedicarme a otras cosas. Y, si tuviera una vida social, no me quedaría tiempo para hacer nada más, ni siquiera lo poco que hago aquí. Como ve, no soy una mujer independiente; los parientes de mi marido están deseando destrozarme para quedarse con su fortuna. Inventarían cualquier cosa sobre mí. Soy demasiado pobre y demasiado «cara» para prescindir de su dinero, y mientras siga gastándolo debo tener cuidado para que la gente no diga nada que a él pudiera haberle irritado, ¿entiende?
—Entiendo —respondió Marion.
En aquel momento, lady Atalanta divisó una góndola que doblaba una esquina, y en ella iba el joven millonario al que había tomado el pelo sobre aquel aparador.
—¡Eh, hola, señor Clarence! —gritó, agitando la sombrilla—. ¿Puede llevarme esta tarde a la tienda de curiosidades?
Marion la miró desde el pequeño embarcadero, blandiendo la sombrilla y gritando a la góndola; su magnífica figura, que parecía de una madera aún más impecablemente magnífica, su discreta y varonil indumentaria de franela, su hermoso rostro sonrosado —que sonreía inexpresivamente con aquellos dientes diminutos como perlas—, evocador de una enorme máscara...
«No tiene alma, decididamente no tiene alma», se dijo el novelista.
Y pensó que las mujeres sin alma resultaban ligeramente odiosas.