II
La señora Anerton se quedó un mes en Villa d'Este, y Danyers la veía a diario. Ella no disimulaba el placer que le proporcionaba su compañía; un placer basado tan obviamente en su común veneración por Rendle que el joven podía disfrutar de él sin miedo a la fatuidad. Al principio, sólo era un poco más de incienso en el altar de su divinidad insaciable; pero, poco a poco, su relación fue adquiriendo un toque más personal. Si ella seguía simpatizando con él únicamente porque apreciaba a Rendle, al menos le distinguía de manera perceptible de su rebaño de admiradores.
A Danyers le parecía intachable su actitud ante la memoria del gran hombre. Ni afirmaba ni negaba su identidad. Era Sylvia para los que sabían apreciarlo, pero no había el menor rastro de Egeria en su actitud. Hablaba con frecuencia de los libros de Rendle, pero casi nunca de él; no se comportaba como una viuda, jamás usaba el posesivo en sus recuerdos desbordantes. Nunca se cansaba de rememorar la vida intelectual del maestro, sus pensamientos y hábitos de trabajo. Conocía la historia de cada poema; qué escena o episodio había inspirado cada imagen; cuántas veces se había alterado el orden de las palabras en un verso; cuánto tiempo se había buscado un adjetivo determinado, y qué lo había sugerido finalmente. Podía incluso explicar aquel verso impenetrable, el tormento de los críticos, la alegría de los detractores, el último verso de El viejo Ulises.
Danyers tenía la impresión de que, cuando hablaba de esas cosas, ella no era un simple eco del pensamiento de Rendle. Si sus identidades se habían fundido, era porque pensaban del mismo modo, no porque él hubiera pensado por ella. La posteridad tendía a considerar a las mujeres que los poetas han cantado soportes en los que éstos prendían de manera fortuita sus guirnaldas; pero el intelecto de la señora Anerton era un jardín fértil donde, inevitablemente, la imaginación de Rendle había echado raíces y florecido. Danyers empezó a comprender cuántas fibras de su complejo tejido espiritual debía el poeta a la mezcla de sus dos temperamentos; en cierto sentido, era Sylvia quien había creado los Sonetos para Silvia.
Ser el guardián de la intimidad de Rendle, la puerta de su santuario, le había parecido al principio un privilegio tan grande que, a medida que aumentaba su amistad con la señora Anerton, tenía la sensación de adentrarse por la fuerza en una vida ya plena. ¿Qué espacio quedaba entre aquellos maravillosos recuerdos para una realidad tan insignificante como la suya? No tardaría en descubrir, de un modo bastante repentino, que la señora Memorall conocía la respuesta: su afortunada amiga estaba sola y aburrida.
—Ha tenido usted más que cualquier otra mujer —le había dicho un día; y la sonrisa de la señora Anerton le hizo comprender su torpeza. ¡Qué necio había sido al no advertir que ella no había tenido suficiente! Que seguía siendo joven —¿acaso importan los años?—, tierna, humana..., una mujer. Que los vivos necesitaban a los vivos.
Después de aquello, cuando subían por las cuestas del parque y descansaban en uno de los pequeños templos en ruinas o contemplaban el lejano destello azul del lago entre el follaje, no hablaban siempre de Rendle o de literatura. Ella animaba a Danyers a contarle cosas de sí mismo, a confiarle sus aspiraciones; y las preguntas que le hacía eran las de una mujer inteligente que prefiere sugerir a dar consejos.
—Debe usted escribir —le decía, en el tono más halagador capaz de brotar de unos labios humanos.
Por supuesto que quería escribir. ¿Por qué no podía hacer él a su vez algo grande? Lo mejor que pudiera, al menos. Con el propósito, de entrada, de que lo mejor para él fuera lo mejor a secas. No podía ser menos después de oír su exhortación. Hasta qué punto ella había adivinado sus sentimientos, impulsado y desentrañado sus confusas aspiraciones, despertado su espíritu con aquel imaginativo ¡Que se haga la luz!
Era el último día que pasaban juntos y Danyers sentía una mezcla de desesperanza y felicidad.
—Debe escribir un libro sobre él —continuó diciendo ella con dulzura.
Danyers se sobresaltó; empezaba a detestar el modo en que Rendle aparecía de improviso.
—Tiene que hacerlo —insistió—. Un estudio a fondo: un compendio de su estilo, de sus objetivos, de su teoría de la vida y del arte. Nadie podría escribirlo como usted.
Él se quedó mirándola con perplejidad. De pronto... pero ¿cómo atreverse a tales suposiciones?
—No podría hacerlo sin usted —balbució Danyers.
—Podría ayudarle... Le ayudaré, por supuesto.
Los dos se sentaron en silencio a contemplar el lago.
Y, al despedirse, acordaron reunirse en Venecia seis semanas más tarde. Allí hablarían del libro.