II
Las tiendas del pueblo abrían los postigos aún adormiladas, y los dos o tres haraganes que pululaban por el pretil del puente del río, con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones, miraban con indiferencia el destartalado ómnibus tirado por un caballo que se dirigía al encuentro del primer tren, cuando Jonathan, con su pastor escocés pisándole los talones, dobló la esquina.
Uno de los hombres del puente le soltó un seco «buenos días» cuando pasó su lado; él en seguida los dejó atrás, franqueó la puerta batiente del Bear y desapareció.
En el interior oyó la nota discordante de una voz airada de mujer. Supuso que era aquella escoba de mujer, que regañaba a la chica. Y así era.
El torrente de ira cesó cuando ella lo vio; contrajo su ajado semblante, lució la caricatura de una sonrisa y le dijo:
—Buenos días, señor Hays, ¡qué mañana tan estupenda hace! —Miró a la muchacha y exclamó—: ¿Tú qué haces ahí con la boca abierta? Muévete y sirve el desayuno en la salita.
—Menudas regañinas le suelta —observó Jonathan con sequedad.
—Pues sí —repuso ella—, se las suelto. Y cualquiera se las soltaría a esa fresca perezosa e inepta. Sus tejemanejes pondrían a prueba la paciencia de un santo, y es tan impúdica que...
—¿Está el señor? —la interrumpió Jonathan.
—¿Que si está? ¿Que si está? ¡Cielo santo! ¿Dónde quiere que esté? ¡Pues claro! Lo raro sería que se hubiera levantado ya de la cama. Y, para lo que hace, podría quedarse en ella. Se pasa el día sentado y con la cara larga. Una locura, una verdadera locura, me parece a mí. Por cómo se comporta, uno diría que su esposa fue la más virtuosa de las mujeres. Pero la verdad es que tampoco hay que llorarla tanto. No era todo lo buena que debía; pero ahí está él, ensimismado y bebiendo como si fuera un niño grande.
—¡Deje de chismorrear! —exclamó Jonathan, dando un golpe en la barra con el bastón—. ¡Usted no sabe nada de ella!
—¡Ah! ¿Conque no sé nada? Pues muy bien: no sé nada. Claro que no. ¿Cómo iba a saber? Que los que fingen tener la conciencia tranquila y no saben hablar con educación... que se anden con cuidado. Ya les enseñaré yo a entrar aquí con sus aires de grandeza.
De pronto se calló lo que iba a decir a continuación y, cogiendo una bandeja, desapareció apresuradamente por el pasillo de la cocina. Jonathan buscó con la mirada la causa de esa salida precipitada: detrás de él estaba Rushout.
La vitalidad del dueño había mejorado de manera perceptible desde la noche anterior, pues miraba enfadado a la puerta de la cocina.
—Buenos días. Creía que habías ido a la subasta de ganado.
—No, me lo he pensado dos veces. Ahora hay muchas cosas que hacer.
—Toma un trago para calentarte. Hace un frío espantoso.
—No. He venido por un asunto de negocios.
—Pues bienvenido, sea por negocios o no. Entra.
Le llevó a la sala en la que habían estado la noche anterior.
—Bien —dijo Rushout después de sentarse en su butaca. —He venido a comprar la yegua.
—¿La blanca?
—Sí, ésa.
—¿Y por qué diantre la quieres? —preguntó Rushout, pensativo.
—Porque la quiero —repuso el granjero de forma esquiva.
—Pero ¿para qué? —replicó irritado el otro.
—Es que me he encaprichado de ella.
Una sonrisa cruzó el rostro de Rushout.
—¿Quieres que su fuerte temperamento te mande de una coz hasta la iglesia?
—No es de tu incumbencia, Richard. No es asunto tuyo por qué la quiero —respondió Jonathan, molesto.
—Bueno, lo mismo da, porque no puede ser tuya.
—¿Ya la has vendido?
—No, no la he vendido, pero la he prometido. Le dije al doctor Wilkinson que sería suya. Ya lo sabes.
—¿Te va a pagar cuarenta y cinco?
Rushout asintió.
—Te doy cincuenta.
—No insistas. El acuerdo está cerrado. Será para el doctor Wilkinson. Si la hubiera sacado al mercado me habrían dado noventa, o mucho más, con toda probabilidad. Es la yegua mas hermosa, de su tamaño, que he visto jamás. Y he decidido que sea del doctor Wilkinson, y a buen precio, porque —añadió bajando la voz— ningún otro médico de las inmediaciones habría hecho lo que él hizo por Jane.
—Decide tú la cantidad, y te la daré. Te ofrezco cien —insistió Jonathan.
—¿Estás loco?
—Te digo que la quiero.
—Y yo te digo que no es para ti.
—¿Cuándo se la llevan?
—Mañana por la mañana.
—Volveré esta tarde. A lo mejor entonces has cambiado de idea. Y, tras decir estas palabras, salió a la calle con paso decidido.