eran, sin duda, las ideas y batallas espirituales que se le habían presentado a Trewe a altas horas de la noche, cuando podía dejarse llevar, sin miedo a la escarcha de la crítica. Sin duda habían sido escritas con frecuencia de manera apresurada a la luz de la luna, o bajo los rayos de la lámpara, o en un amanecer gris azulado, quizá nunca en la plena claridad del día. Y ahora los cabellos de Ella se deslizaban por donde su brazo se posaba cuando Trewe fijaba sus fugitivas fantasías; Ella dormía sobre los labios de un poeta, inmersa en su esencia misma, impregnada por su espíritu como por un éter celestial.
Mientras iban así pasando los minutos entre ensoñaciones, se oyó ruido en la escalera y al cabo de un momento los fuertes pasos de su marido en el descansillo que precedía inmediatamente al dormitorio.
—Ella, ¿dónde estás?
Lo que se apoderó de su alma no habría podido describirlo, pero, decidida a impedir que William supiera lo que había estado haciendo —justo en el momento en que él abría la puerta de golpe, con el aire de un hombre que ha cenado a gusto—, escondió la fotografía debajo de la almohada.
—Vaya, discúlpame —dijo William Marchmill—. ¿Te duele la cabeza? Siento haberte molestado.
—No, no; no me duele la cabeza —respondió su mujer—. ¿Cómo es que has vuelto?
—Bueno; descubrimos que podíamos regresar en menos tiempo del que pensábamos, y yo no quería emplear un día más, porque mañana prefiero ir a otro sitio.
—¿Quieres que baje?
—No. Estoy rendido. He cenado bien y me voy a acostar ahora mismo. Mañana quiero salir a las seis si puedo... No te molestaré cuando me levante; será mucho antes de que te despiertes. —Y entró para quedarse ya en el dormitorio.
Mientras seguía con los ojos sus movimientos, Ella empujó suavemente la fotografía para ocultarla más.
—¿Seguro que no estás enferma? —preguntó William, inclinándose sobre ella.
—No, ¡sólo caprichosa!
—Eso no tiene importancia. —Y se inclinó para besarla.
A la mañana siguiente despertaron a Marchmill a las seis; y mientras se desperezaba y bostezaba, su mujer le oyó murmurar para sus adentros: «¿Qué demonios es esto que crujía debajo de mí?». Como creía dormida a su mujer buscó a su alrededor y retiró algo. Con los ojos medio cerrados, Ella Marchmill se dio cuenta de que era el señor Trewe.
—¡Vaya! ¿Qué demonios es esto? —exclamó William.
—¿Qué, cariño? —preguntó su mujer.
—Ah, ¿estás despierta? ¡Qué cosa tan graciosa!
—¿A qué te refieres?
—La fotografía de un tipejo; algún amigo de nuestra casera, imagino. Me pregunto cómo ha llegado hasta aquí; caída de la mesilla por accidente mientras hacían la cama.
—La estuve viendo ayer, y se me debió de caer entonces.
—¿Algún amigo tuyo? ¡Parece un personaje francamente pintoresco!
La lealtad de Ella Marchmill al objeto de su admiración no soportó oír que se le ridiculizara.
—¡Se trata de un hombre inteligente! —dijo, con un temblor en su agradable voz que ella misma encontró injustificado—. Un poeta con mucho porvenir, la persona que ocupaba dos de las habitaciones de esta casa antes de que llegáramos nosotros, aunque es verdad que no lo he visto nunca.
—¿Cómo lo sabes, si no lo has visto nunca?
—La señora Hooper me lo contó cuando me enseñó la fotografía.
—Ah. Bueno, me tengo que levantar y marcharme. Estaré de vuelta bastante pronto. Siento no poder llevarte hoy, cariño. Ten cuidado de que los niños no se ahoguen.
Aquel día la señora Marchmill preguntó si era posible que el señor Trewe visitara la casa en algún otro momento.
—Sí —respondió la señora Hooper—. Regresará de la Isla dentro de ocho días y se quedará con un amigo hasta que se marchen ustedes. Sin duda me hará una visita.
Marchmill regresó muy pronto aquella tarde; y, al abrir algunas cartas que habían llegado en su ausencia, explicó de repente que tendrían que marcharse todos una semana antes de lo que habían planeado: en pocas palabras, al cabo de tres días.
—Seguro que nos podemos quedar una semana más, ¿no te parece? —suplicó ella—. Me gusta este sitio.
—A mí no. Se está marchando casi todo el mundo.
—¡Entonces nos puedes dejar a los niños y a mí!
—¡Qué cabezota eres, Ella! ¿Quedaros para qué? ¡Tendría que volver a buscarte! No: nos volveremos juntos; y compensaremos el tiempo perdido yendo al norte de Gales o a Brighton un poco mas adelante. Además, aún te quedan tres días más.
Ella Marchmill parecía condenada a no conocer al hombre por cuyo talento, que tanto quería emular, sentía una admiración sin límites y de cuya persona ya estaba completamente prendada. Decidió, sin embargo, hacer un último esfuerzo; y, después de informarse por su casera de que Trewe vivía en un sitio solitario no lejos de la población de moda en la Isla frente a la costa, la tarde siguiente cruzó en el paquebote desde el muelle vecino.
¡Qué viaje tan inútil! Sabía sólo vagamente dónde estaba la casa y, cuando imaginaba haberla encontrado y se aventuró a preguntarle a un peatón si Trewe vivía allí, la respuesta fue que lo ignoraba. Y, si vivía allí, ¿cómo presentarse ante él? Algunas mujeres tendrían la presencia de ánimo necesaria, pero ella no. El poeta pensaría que estaba completamente loca. Podría quizá haberle pedido que fuese a visitarla; pero tampoco tenía valor para eso. Se quedó, dominada por la tristeza, en el pintoresco promontorio junto al mar hasta que llegó la hora de volver a la ciudad, embarcarse y llegar a su casa a la hora de la cena sin que nadie la hubiera echado de menos.
En el último momento, de manera bastante inesperada, su marido dijo que no tendría inconveniente en permitir que su mujer y los niños se quedaran hasta el final de la semana, puesto que ése era su deseo, si Ella se sentía capaz de regresar a casa sin él. La interesada ocultó la alegría que le produjo aquella prórroga, y William se marchó solo a la mañana siguiente.
Pero pasó la semana y Trewe no apareció.
El sábado por la mañana los demás miembros de la familia abandonaron el lugar que había producido tanto fervor en Ella Marchmill. El monótono, deprimente tren, el sol que brillaba en rayos moteados sobre los calientes almohadones, la polvorienta vía del ferrocarril, las mezquinas alambradas, aquellas cosas fueron las que la acompañaron mientras del otro lado de la ventanilla el intenso azul del mar desaparecía de su vista y con él el hogar de su poeta. Con el corazón apesadumbrado trató de leer, pero lo que hizo fue llorar.
Al señor Marchmill le iban francamente bien los negocios, y vivía con su familia en una casa nueva muy amplia que se alzaba en una finca bastante extensa a pocos kilómetros de la ciudad donde desarrollaba sus actividades comerciales. Allí la vida de Ella Marchmill era solitaria, como es corriente cuando se vive en las afueras, sobre todo en determinadas épocas del año; y disponía de tiempo sobrado para satisfacer su gusto por la composición lírica y elegíaca. Nada más regresar encontró en el nuevo número de su revista favorita un poema de Robert Trewe que tenía que haberse compuesto casi inmediatamente antes de la estancia de Ella en Solentsea, porque incluía el mismo pareado que había visto escrito a lápiz en el papel pintado al lado de la cama, y que la señora Hooper había calificado de reciente. No pudo resistirse más y, apoderándose de la pluma de manera impulsiva, le escribió —utilizando el seudónimo de John Ivy— como hermano en la poesía, para felicitarle por sus triunfales plasmaciones en metro y ritmo de ideas que lo conmovían, y que procedía a comparar con sus forzados intentos en el mismo oficio, de resultados patéticos. Aquella misiva obtuvo una respuesta a los pocos días, pese a las pocas esperanzas que la joven madre se había permitido concebir: una breve nota cortés en la que el poeta manifestaba que, pese a no conocer bien los versos del señor Ivy, recordaba haber visto su apellido unido a algunas poesías muy prometedoras; se alegraba, además, de relacionarse por carta con él y afirmaba que en el futuro vería, sin duda, con mucho interés sus producciones poéticas. Algo debía de sonar juvenil o tímido en la carta que ella le había escrito, se dijo Ella Marchmill, teniendo en cuenta que procedía en apariencia de un varón; porque Trewe, en su respuesta, adoptaba el tono de una persona de más edad y superiores conocimientos. Pero ¿qué más daba? Había contestado; le había escrito de su puño y letra desde la habitación que ella conocía tan bien, porque el poeta estaba ya de vuelta en su alojamiento de siempre. La correspondencia así iniciada se prolongó por espacio de dos meses o más; Ella Marchmill enviaba a Trewe de cuando en cuando algunos de los que consideraba sus mejores versos, que él aceptaba muy amablemente aunque sin decir que los leyera con diligencia, ni responder con el envío de ninguno de sus poemas. Ella Marchmill se sentía menos herida dado que Trewe creía mantener correspondencia con un hombre.
La situación, sin embargo, era muy poco halagüeña. Una vocecita aduladora le decía que si Trewe llegara a verla las cosas serían distintas. Sin duda le habría ayudado a conseguir tal resultado una sincera confesión, para empezar, de su condición de mujer; sucedió algo, sin embargo, para alegría suya, que lo hizo innecesario. Un amigo de su marido, el director del periódico más importante de la ciudad y del condado, que cenó con ellos una noche, señaló, en el curso de la conversación que tuvieron acerca del señor Trewe, que su hermano (el del director), pintor paisajista, era amigo del poeta y que los dos estaban en aquel momento juntos en Gales. Ella Marchmill conocía un poco al hermano del director. A la mañana siguiente le escribió para invitarle a una breve estancia en su casa al regreso de su viaje, pidiéndole que, si era factible, se hiciera acompañar de su amigo, el señor Trewe, a quien estaba deseosa de conocer. La respuesta llegó pocos días después. El pintor paisajista y su amigo Trewe aceptaban con gran placer su invitación, de camino hacia el sur, y llegarían tal día de la semana siguiente.
Ella Marchmill se sintió feliz y optimista. Su plan había sido un éxito; su amado, a quien seguía sin conocer, vendría por fin a su casa. «Vedlo que está ya detrás de nuestros muros, mirando por las ventanas, atisbando por entre las celosías —pensó extática—. Que ya ha pasado el invierno y han cesado las lluvias. Ya han brotado en la tierra las flores, ya ha llegado el tiempo de la poda y se deja oír en nuestra tierra el arrullo de la tórtola.»*
Pero era necesario considerar los detalles de alojamiento y manutención, por lo que atendió a esos extremos con la mayor solicitud, y después se dispuso a esperar los trascendentales día y hora.
Serían alrededor de las cinco de la tarde cuando oyó que llamaban a la puerta y la voz del hermano del periodista en el vestíbulo. Pese a su condición de poetisa, porque al menos como tal se consideraba ella, aquel día no llegó a mostrarse tan sublime como para no lucir —cuidando hasta los más pequeños detalles— un vestido a la moda, de una tela suntuosa, que tenía una ligera semejanza con el quitón de los griegos, un estilo por entonces en boga entre las señoras de inclinaciones artísticas y románticas; lo había comprado en su modisto de Bond Street en su última visita a Londres. Su invitado entró en el salón. La anfitriona miró tras él; nadie más atravesó el hueco de la puerta. ¿Dónde, en el nombre del Dios del Amor, estaba Robert Trewe?
—Ah, lo siento mucho —dijo el pintor después de saludar con las frases de rigor—. Trewe es un tipo curioso, ¿sabe, señora Marchmill? Dijo que vendría; y luego que no le era posible. Llevaba encima el polvo del camino. Hemos hecho bastantes kilómetros con nuestras mochilas; y quería llegar a su casa.
—¿No... no viene entonces?
—No; no viene; y me ha pedido que le presente sus excusas.
—¿Cuándo se ha se... separado de él? —preguntó Ella Marchmill; el labio inferior empezaba a temblarle tanto que fue como si hubiera hecho una pausa para un trémolo. Su deseo más intenso era alejarse corriendo de aquel espantoso pelmazo para poder llorar a lágrima viva.
—Ahora mismo, en la barrera de portazgo cerca de aquí.
—¡Cómo! ¿Ha pasado por delante de las puertas de mi casa?
—Así es. Cuando hemos llegado ante ellas, muy hermosas, además, el mejor ejemplo de trabajo moderno en hierro forjado que conozco, cuando hemos llegado ante ellas, como le decía, nos hemos detenido y, después de charlar unos momentos, se ha despedido de mí y ha seguido su camino. La verdad es que se encuentra un poquito deprimido en estos momentos, y no quiere ver a nadie. Es una excelente persona y un amigo entrañable, pero un poco inseguro y pesimista a veces; le da demasiadas vueltas a las cosas. Su poesía es más bien demasiado erótica y apasionada, ¿sabe?, para el gusto de algunos; y acaba de recibir un terrible varapalo en el último número de la revista XXX, publicado ayer; vio un ejemplar en la estación de ferrocarril por pura casualidad. ¿Quizá la ha leído usted?
—No.
—Tanto mejor. No merece la pena pensar en ello; uno de esos artículos escritos por encargo, para complacer al grupo de suscriptores intolerantes de los que depende la circulación de la revista. Pero Trewe está muy afectado. Dice que es la tergiversación de sus intenciones lo que más le duele; que, si bien acepta un ataque imparcial, no soporta las mentiras que él no puede hacer nada para refutar ni tampoco impedir que se propaguen. Ése es precisamente el punto débil de Trewe. Vive tan metido en sí mismo que esas cosas lo afectan mucho más de lo que lo harían si participara en el ajetreo de la vida social y comercial. De manera que no ha querido entrar aquí, con la excusa de que todo le parecía muy nuevo y adinerado... si perdona usted la expresión...
—Pero... tiene que haber sabido... ¡que iba a encontrar comprensión! ¿No ha dicho nunca nada de las cartas recibidas desde esta dirección?
—Sí, sí, es cierto, de John Ivy, ¿quizá un familiar de usted, pensaba Trewe, que la visitaba por entonces?
—¿Le gustaba Ivy, dijo algo?
—Bueno; no me consta que sintiera un gran interés por Ivy.
—¿Ni por sus poemas?
—Ni por sus poemas... hasta donde se me alcanza, claro está.
A Robert Trewe no le interesaban ni su casa, ni sus poemas, ni la persona que los escribía. Tan pronto como le fue posible desaparecer, Ella Marchmill se refugió en el cuarto de los niños y trató de dar rienda suelta a sus emociones besando innecesariamente a los pequeños, hasta que tuvo una repentina sensación de desagrado al percatarse de lo poco agraciados que eran, tan parecidos a su padre.
El pintor de paisajes —obtuso y de ideas fijas— nunca advirtió en el curso de las conversaciones con su anfitriona que era sólo a Trewe a quien ella había querido tener en su casa. Sacó todo el partido que pudo a su visita y dio la sensación de disfrutar con la compañía de William Marchmill, que también pareció simpatizar mucho con él, y procedió a enseñarle todos los alrededores, sin que ni uno ni otro repararan en el estado de ánimo de la dueña de la casa.
Había pasado un día, o quizá dos, desde la marcha del pintor cuando, hallándose sola una mañana en el piso alto, Ella Marchmill echó una ojeada al periódico de Londres que acababa de llegar y leyó el siguiente párrafo:
Suicidio de un poeta. El señor Robert Trewe, conocido desde hace unos años como uno de nuestros autores líricos de brillante porvenir, se quitó la vida en su alojamiento de Solentsea en la noche del sábado disparándose en la sien con un revólver. No hará falta recordar a nuestros lectores que el señor Trewe había atraído recientemente la atención de un público mucho más amplio del que lo apreciaba con anterioridad gracias a la publicación de un nuevo volumen de poemas, en su mayor parte de tono apasionado, con el título de Poemas a una desconocida, que ha sido ya favorablemente comentado en estas páginas por la extraordinaria gama de sentimientos que utiliza y que, por otra parte, ha sido objeto de una crítica severa, se podría decir incluso que feroz, de la revista XXX Se supone, aunque no se sabe con seguridad, que ese artículo ha podido conducir en parte a la triste decisión de Trewe, dado que un ejemplar de la revista en cuestión se ha encontrado en el escritorio del poeta, del que se sabía que se encontraba un tanto deprimido desde la aparición de la crítica.
A continuación venía un reportaje sobre la pesquisa judicial, en el curso de la cual se había dado lectura a la siguiente carta, dirigida a un amigo de Trewe en otra ciudad:
Querido X:
Antes de que estas líneas lleguen a tus manos habré quedado libre de los inconvenientes de tener que ver, oír y saber todo lo que sucede a mi alrededor. No voy a molestarte explicándote las razones que me llevan a dar este paso, aunque puedo asegurarte que son sólidas y lógicas. Quizá si hubiera recibido la bendición de contar con una madre, o una hermana, o una amiga que sintiera un tierno afecto por mí, quizá habría considerado que merecía la pena continuar mi existencia presente. Sueño desde antiguo con semejante criatura inalcanzable, como sabes, y ha sido ella, esa mujer inencontrable, inaprensible, quien inspiró mi último volumen; sólo una mujer imaginaria, porque, pese a lo que se ha dicho en algunos círculos, no existe ninguna mujer real detrás del título. Ha seguido hasta el final inédita, nunca encontrada, jamás conquistada. Considero deseable mencionarlo a fin de que no se culpe a ninguna mujer de carne y hueso de haber sido la causa de mi muerte por haberme dado un trato cruel o displicente. Dile a mi casera que me disculpe por haberle causado este disgusto; si bien el hecho de que yo haya ocupado estas habitaciones pronto se olvidará. Hay en el banco fondos suficientes a mi nombre para cubrir todos los gastos.
R. Trewe
Ella Marchmill permaneció un rato inmóvil como aturdida, luego corrió a la habitación vecina y se arrojó sobre la cama.
Su dolor y desconsuelo la destrozaron; y estuvo en aquel frenesí de amargura más de una hora. Palabras entrecortadas brotaban de vez en cuando de sus labios temblorosos: «¡Ah! ¡Ojalá hubiera..., si hubiera sabido..., de mí! ¡Si nos hubiéramos visto..., sólo una vez; y le hubiera puesto la mano en la frente, le hubiese besado, le hubiera dicho que lo amaba, que habría soportado vergüenza y desprecio, que habría vivido y muerto por él! ¡Quizá le habría salvado la vida!... Pero no, ¡no se podía permitir! Dios es un Dios celoso; y esa felicidad no era ni para él ni para mí». Todas las posibilidades se habían esfumado; su encuentro ya no tenía sentido. Sin embargo, todavía era casi real en su fantasía incluso ahora, aunque no pudiera ya producirse nunca...
«La hora que podría haber sido, y sin embargo no llegó a ser, la que el corazón del hombre y de la mujer concibieron y dieron a luz, no tiene otro resultado que una vida estéril.*
Escribió a la señora Hooper en Solentsea como si fuera una tercera persona, y en el estilo más contenido que le fue posible; adjuntó un giro postal por valor de un soberano e informó a su antigua casera de que la señora Marchmill había visto en los periódicos el triste relato de la muerte del poeta y de que, por haber estado, como la señora Hooper sabía bien, muy interesada en el señor Trewe durante su estancia en Coburg House, quedaría muy agradecida si la señora Hooper cortaba un mechón de sus cabellos antes de que cerrasen el ataúd, y se lo enviaba como recuerdo, junto con la fotografía que aún seguía dentro del marco.
A vuelta de correo llegó una carta con los recuerdos solicitados. Ella Marchmill lloró al ver el retrato y lo puso a buen recaudo en su cajón privado; el mechón lo ató con una cinta blanca y se lo colocó sobre el pecho, de donde lo sacaba de cuando en cuando en algún rincón para besarlo cuando pensaba que nadie la veía.
—¿Qué te sucede? —preguntó su marido en una de aquellas ocasiones, al alzar los ojos del periódico—. ¿Lloras por algo? ¿Un mechón? ¿De quién?
—¡Está muerto! —murmuró su mujer.
—¿Quién?
—Prefiero no decírtelo, Will, en este momento, a no ser que insistas —respondió ella, con un sollozo a punto de estallarle en la voz.
—Ah, como quieras.
—¿Te da igual que no lo haga? Te lo contaré algún día.
—No tiene la menor importancia, por supuesto.
Marchmill se alejó silbando unos compases de una melodía inexistente; y cuando llegó a su fábrica en la ciudad el comportamiento de su mujer le vino de nuevo a la cabeza. También él estaba al tanto de que se había producido un suicidio en la casa que habían ocupado en Solentsea. Como en los últimos tiempos había visto el volumen de poemas en las manos de su mujer y había oído fragmentos de las conversaciones con la señora Hooper sobre Trewe cuando eran sus inquilinos, se dijo de inmediato: «¡Vaya, se trata de él, por supuesto! ¿Cómo demonios llegó Ella a conocerlo? ¡Qué animales tan astutos son las mujeres!».
A continuación se olvidó del asunto, sin darle más vueltas, para dedicarse a su trabajo de todos los días. Para entonces Ella, en casa, había tomado una decisión. La señora Hooper, al enviarle el mechón y la fotografía, le había informado además de la fecha del funeral; y, a medida que pasaban la mañana y el mediodía, un deseo irresistible de saber dónde lo enterraban se apoderó de aquella mujer tan en sintonía con el poeta. Sin preocuparle apenas ya lo que su marido o cualquier otra persona pudiera pensar de sus excentricidades, dejó una breve nota explicando que tenía que ausentarse durante la tarde y la noche, pero que regresaría a la mañana siguiente. La dejó sobre el escritorio de su marido y, después de dar la misma información a los criados, salió a pie de su casa.
Cuando Marchmill regresó aquella tarde antes de lo habitual, los criados parecían preocupados. La niñera procedió a hacer un aparte con su señor e insinuó que la tristeza de su señora en los últimos días había sido tanta que temía que hubiera abandonado la casa para quitarse la vida. Marchmill reflexionó. En líneas generales no creía que Ella hubiera hecho lo que la niñera temía. Sin decir adónde iba se puso también en camino y dijo a la servidumbre que no lo esperase. Fue en coche hasta la estación de ferrocarril y tomó el tren para Solentsea.
Aunque ya era de noche cuando llegó a la ciudad de la costa, sabía, por haber viajado en un tren rápido, que aunque su mujer lo hubiera precedido su tren era más lento, y apenas habría llegado antes que el suyo. La temporada en Solentsea había terminado ya: el paseo principal carecía de animación y los coches de alquiler eran pocos y baratos. Preguntó por el camino al cementerio y tardó poco en llegar. Las puertas estaban cerradas, pero el encargado le dejó entrar, afirmando, de todos modos, que no había nadie dentro. Aunque no era demasiado tarde, ya era intensa la oscuridad otoñal, y le costó cierto trabajo no salirse del camino sinuoso que llevaba a la zona donde, según el guarda le había explicado, se habían llevado a cabo los dos o tres entierros de la jornada. Avanzó sobre la hierba y, aunque tropezaba con algunas estaquillas, se agachaba de vez en cuando para descubrir, si era posible, alguna figura recortada contra el cielo. No pudo ver ninguna; pero al llegar a un sitio donde el suelo era más desigual distinguió una forma agachada junto a una sepultura recién terminada. Su mujer le oyó y se puso en pie de un salto.
—¡Ella, qué tontería es ésta! —dijo Marchmill, rebosante de indignación—. Escaparte de casa..., ¡nunca había visto nada semejante! Por supuesto que no estoy celoso de ese pobre desgraciado; pero ¡es demasiado ridículo que tú, una mujer casada con tres hijos y un cuarto en camino, vayas por ahí perdiendo la cabeza de esa manera por un amante muerto!... ¿No te has dado cuenta de que te habían encerrado? Podía haberte tocado pasar aquí toda la noche.
Ella Marchmill no respondió.
—Espero, por tu propio bien, que las cosas no llegaran muy lejos entre tú y ese sujeto.
—No me insultes, Will.
—Pues escúchame, no pienso volver a tolerar este tipo de cosas; ¿me oyes?
—Muy bien —dijo ella.
La tomó del brazo y la sacó del cementerio. Era imposible regresar aquella noche; y con pocas ganas de que pudieran reconocerlos en su triste situación presente, la llevó a un miserable café cercano a la estación, desde donde se pusieron en camino a primera hora de la mañana. Viajaron casi sin hablar, con la sensación de que era una de esas deprimentes situaciones que se producen en la vida matrimonial que las palabras son incapaces de arreglar. Cuando llegaron a la puerta de su casa era ya mediodía.
Pasaron los meses y ninguno de los dos se aventuró nunca a iniciar una conversación sobre aquel episodio. Ella Marchmill parecía estar con demasiada frecuencia de humor triste y apático, algo que también podría haberse definido como vivir consumida por la añoranza. Se acercaba el momento en que tendría que padecer por cuarta vez la tensión del parto, y aquello, al parecer, no contribuía a darle ánimos.
—¡Creo que esta vez no voy a superarlo! —dijo un día.
—¡Bah! ¡Qué presentimiento tan pueril! ¿Por qué no tendría que ir todo tan bien como las veces anteriores?
Ella Marchmill agitó la cabeza.
—Estoy casi segura de que me voy a morir; y me alegraría si no fuera por Nelly, Frank y Tiny.
—¡De mí no te acuerdas!
—Tú encontrarás pronto alguien que ocupe mi sitio —murmuró su mujer con una triste sonrisa—. Y tendrás perfecto derecho a hacerlo; te lo aseguro.
—Ella, ¿no estarás todavía pensando en aquel... poético amigo tuyo?
Su mujer ni admitió ni rechazó la acusación.
—Esta vez no voy a superar mi enfermedad —insistió—. Algo me dice que no podré.
Aquella actitud era desde luego un mal principio, como suele suceder; y, de hecho, seis semanas después, en el mes de mayo, yacía en su habitación, sin pulso y casi sin vida, con apenas fuerza para respirar débilmente, acompañada de un bebé robusto y sano, por cuya vida innecesaria estaba lentamente despidiéndose de la suya.
Momentos antes de morir se dirigió a Marchmill en voz muy baja:
—Will, quiero confesarte todas las circunstancias de aquello, ya sabes de lo que hablo, cuando estuvimos en Solentsea. No sé decirte lo que se apoderó de mí, ¡cómo pude olvidarme tanto de ti, mi marido! Pero me había hundido en un estado morboso: pensaba que habías sido cruel conmigo, que me habías desatendido, que no estabas a mi nivel intelectual, mientras que él sí lo estaba, e incluso muy por encima. Más que otro amante buscaba, quizá, alguien que me apreciara mejor...
No pudo seguir ya por simple agotamiento; y se apagó para siempre en un repentino colapso pocas horas después, sin haber dicho nada más a su marido sobre su historia de amor con el poeta. A William Marchmill, a decir verdad, como a la mayoría de los maridos con varios años de vida matrimonial, le afectaban poco los celos retrospectivos y no había manifestado la menor tendencia a presionarla para sacarle confesiones sobre un hombre muerto y desaparecido y sin el menor poder ya de causarle inconveniente alguno.
Pero, cuando Ella llevaba un par de años enterrada, sucedió que un día, al revolver algunos documentos olvidados que se proponía destruir antes de que su segunda esposa entrara en la casa, se tropezó con un mechón de pelo en el interior de un sobre, junto con la fotografía del poeta muerto, y una fecha escrita detrás, con la caligrafía de su difunta mujer. Era de la temporada que habían pasado en Solentsea.
Marchmill contempló mucho tiempo y entre cavilaciones los cabellos y el retrato, porque algo le llamó la atención. Cogiendo al pequeño que le había costado la vida a su madre, convertido ya en un ruidoso niñito, se lo puso sobre las rodillas, sostuvo el mechón al lado de la cabeza del infante, y colocó la fotografía de Trewe en la mesa de detrás, a fin de poder comparar de cerca los rasgos de las dos fisonomías. Existían sin duda fuertes indicios de parecido; la soñadora y peculiar expresión del rostro del poeta se reproducía, como una idea transmitida, en la del niño, y los cabellos eran del mismo color.
«¡Que me aspen si no lo había pensado! —murmuró Marchmill—. ¡De manera que me engañó con aquel fulano en la casa alquilada! Vamos a ver: las fechas. Segunda semana de agosto..., tercera semana de mayo... Sí, claro... ¡Fuera de aquí, mocoso! ¡No eres nada para mí!»
[Traducción de José Luis López Muñoz]
Nació en Edimburgo en 1859, hijo de un funcionario del gobierno de origen irlandés. Educado por los jesuitas en Stonyhurst, estudió medicina en la Universidad de Edimburgo. Sus historias de Sherlock Holmes empezaron a aparecer en la revista Strand Magazine en 1891, si bien había escrito la primera de ellas, Estudio en escarlata, en 1887. El éxito de su personaje fue inmediato y más tarde recogería sus andanzas en cuatro volúmenes: Las aventuras de Sherlock Holmes (1892), Las memorias de Sherlock Holmes (1894), El regreso de Sherlock Holmes (1905) y El archivo de Sherlock Holmes (1927). En 1893, cansado de su personaje decidió acabar con él, pero las protestas de los lectores le obligaron a «resucitarlo» con gran ingenio. Otras novelas de Sherlock Holmes incluyen títulos como El signo de los cuatro, El sabueso de los Baskerville y El valle del terror. Para sustituir a su famoso detective creó el personaje de Etienne Gerard, un joven oficial francés en la Europa napoleónica, cuyas memorias recogió en Las hazañas del brigadier Gerard (1896) y Las aventuras de Gerard (1903). Años después saldría de su pluma el profesor Challenger; el científico y explorador de El mundo perdido (1912) y El cinturón envenenado (1913). En 1894 quiso rendir un homenaje a su antigua vocación de médico y publicó La lámpara roja, una colección de relatos, algunos reales, otros ficticios, en torno al ejercicio de la medicina. Arthur Conan Doyle fue nombrado caballero en 1902, por su trabajo en un hospital de campaña en Bloemfontein (Sudáfrica) y su firme apoyo a Gran Bretaña en la guerra de los Boers. Tras la muerte de su hijo en la Primera Guerra Mundial, se consagró a la causa del espiritismo. Murió en Sussex (Inglaterra) en 1930.
«Los médicos de Hoyland» (The Doctors of Hoyland) es uno de los relatos incluidos en La lámpara roja (1894).