V

Rushout no volvió a ver a aquella mujer, aunque su voz resonó varias veces en la calle. Le mandó el salario y el importe del tren para que volviera a Newcastle, de donde procedía, a través de Mary, con el recado de que el ómnibus pasaría a llevar su equipaje a la estación. A continuación tomó una comida que consistió en carne fría, cerveza y queso, que le supo bastante insípida. A primera hora de la tarde la oyó marcharse. El traqueteo del ómnibus se perdió en la distancia y eso le procuró un alivio real; mientras la presencia de esa mujer en la casa siguiera incitando su rabia, no se veía capaz de calmarse y de sopesar, con tranquilidad, la angustia nueva de la duda. Y eso era lo que ansiaba hacer.

Ahora que todo volvía a estar en calma, descolgó la fotografía de la pared y contempló los ojos larga y seriamente. No le revelaron nada. La inocencia cándida de esa mirada parecía transmitir primero ternura, después sorna. ¿Cuál de las dos era la verdad? Dejó la fotografía en la mesa, volvió a la butaca y empezó a repasar los pasados acontecimientos. «¿Adónde iba cuando salía a cabalgar?», había dicho la mujer. «La yegua blanca.» Recordó la primera vez que la montaron juntos, el día después de que él la comprara: una mañana helada y despejada en la que el sol brillaba con frialdad en los setos blancos. También otra ocasión, la semana de la Muestra de Agricultura; después de la comida enfilaron la carretera del norte para ir a una granja en la que él tenía unos asuntos; ella llevaba las riendas y él fumaba a su lado. Cuando llegaron ella no quiso entrar, aduciendo que la yegua estaba demasiado acalorada para quedarse quieta, y él, orgulloso por esas eficientes atenciones con el animal... él mismo le pidió que llevara un recado a casa de Jonathan a propósito de unas vaquillas que iba a presentar al Premio Presidencial. Quizá... ¡Por todos los diablos! Mentalmente los vio a los dos abrazados. Contempló toda la escena como si se desarrollara delante de él: ella se entregaba con todos los gestos y caricias que él conocía, hasta que esa nitidez se volvió casi insoportable. Cogió de nuevo la fotografía. Debajo de esa leve sonrisa acechaba un abismo de corrupción sofocada; en los labios entreabiertos detectó la huella de los besos de Jonathan. Rodeado, como si dijéramos, por todos los frentes, apeló como último recurso a los recuerdos de su vida en común; pero éstos, obstinadamente vagos e imprecisos, no le sirvieron de nada, y su fe en ella, perdiendo el sustento de manera irremediable, se precipitó en el vacío. Entonces, gracias a tanta intensidad, su deseo de establecer la certidumbre del engaño se vio recompensada. Fragmentos de conversaciones, encuentros y exclamaciones azarosos, todos aparecían cargados de pistas inculpatorias. Incluso interpretó observaciones intrascendentes como nuevas pruebas de la culpa.

Y, si había sido con Jonathan, ¿por qué no con otros? Con Mike, que andaba todo el día entrando y saliendo de la casa; con este o aquel conocido. La desmesura satánica de su imaginación daba vueltas y más vueltas, hasta que, en el culmen del sufrimiento, se dio cuenta de que la detestaba con virulencia. Ese descubrimiento le incomodó, y, mediante un proceso rápido e inexplicable su cabeza se concentró en la conveniencia de probar una nueva mezcla de whisky, cuyo prospecto le había llegado esa mañana. Durante un rato todo lo demás se difuminó y fue olvidado; aparte de ese nuevo rumbo de pensamiento, tenía la mente en blanco. La bebida era más barata, desde luego, pero el transporte resultaría más caro, a no ser que pidiera una cantidad grande. Pero el sabor no le convencía. Mientras reflexionaba, se le ocurrió consultárselo a Jonathan. El dolor volvió a asediarle de inmediato con pleno vigor. Y la sucesión de dudas torturadoras comenzó de nuevo, cada vez con una tanda nueva de detalles, con nuevos pretextos para el sufrimiento. Esa noche, en su ansia por olvidar, se acostó borracho. Y llevaba años sobrio.