La hija de los guardeses

Desde hacía veinte años, los Rockett habían vivido en la casa de los guardeses de Brent Hall. Al principio, Rockett entró como jardinero principal; su mujer, hija de un tendero, nunca había trabajado en el servicio doméstico y desempeñaba su labor a las puertas de la mansión con una modestia y dignidad que no desagradaban a las elegantes personas de quienes dependía. En vida de sir Henry las relaciones entre la mansión y la casa de los guardeses no pudieron ser mejores. Y, aunque a Rockett le falló la salud, y al final apenas podía trabajar, la familia siguió teniendo asegurada su agradable casita; tras la muerte de sir Henry, el sobrino que le sucedió dejó en paz a los Rockett. Sin embargo, bajo aquel nuevo señor, las cosas no fueron como hasta entonces. Sir Edwin Shale, un hombre de mediana edad, se había casado mal en su juventud: su mujer lo dominaba, y no precisamente con buenas palabras, ni con la mejor de las intenciones; y Hilda, su hija, hacía valer sus derechos de hija única con una fuerza de carácter que sir Edwin tal vez habría admirado más sinceramente si no le hubiese recordado tanto a lady Shale.

Aunque la mansión no había tenido descendencia en época de sir Henry, la casa de los guardeses se enorgullecía de tener un niño y dos niñas. Al joven Rockett, que era un poco tarambana, decidieron embarcarlo por consejo del baronet, y ya no volvió a crearles dificultades a sus padres. A la hija menor, Betsy, la educaron para ayudar a su madre. En cambio, la hermana mayor de Betsy demostró desde muy pronto que la vida en casa de los guardeses no era un marco apropiado para sus ambiciones. May Rockett era guapa, y además tenía un intelecto que se afilaba con todo aquello con lo que entraba en contacto. En ningún caso habría podido considerarse responsable a la escuela del pueblo de los conocimientos y opiniones de May Rockett a los diez años, y tampoco el instituto de la ciudad vecina podría haber servido como explicación de su desarrollo intelectual a los diecisiete. El valetudinario jardinero y su mujer habían consentido con muchos recelos a las aspiraciones de May de adquirir una educación superior, pero a sir Henry y a la anciana y bondadosa lady Shale les pareció lo más seguro, y era evidente que había pocas probabilidades de que la chica aceptara un empleo humilde: de un modo u otro, debía ganarse la vida con su cerebro. Cuando se produjo la sucesión de sir Edwin, la señorita Rockett ya había conseguido una plaza como institutriz, tras asegurarles a sus padres que, por supuesto, se trataba sólo de una solución temporal..., un modo de allanar el camino hacia una vaga pero magnífica independencia. El ascenso no se hizo esperar. A los veintidós años, May aceptó el puesto de secretaria de una señora con una misión... relativa a los derechos de la mujer. En las cartas que enviaba a su madre y a su padre hablaba mucho de la importancia de su trabajo, aunque no confesaba lo modesto de su salario. Pasaron dos años sin que visitara su antiguo hogar; luego, de pronto, anunció su intención de ir a pasar «una semana o diez días» a casa de los guardeses. Les explicó que su propósito era descansar: el trabajo intelectual había empezado a pasarle factura, y unos días de tranquilidad absoluta, como los que contaba con pasar bajo los olmos de Brent Hall, le sentarían a las mil maravillas. «Por supuesto —añadió— no es necesario decirles nada de mí a los Shale. Ellos y yo no tenemos nada en común, y será mejor que ignoremos mutuamente nuestra existencia.»

Estas frases tan peculiares llenaron de aprensión al señor y a la señora Rockett. Que la familia de la mansión ignorase, si es que le parecía bien hacerlo, la existencia de May era, en opinión de los Rockett, bastante razonable; pero que May ignorase a sir Edwin y a lady Shale, que acababan de volver a la mansión después de pasar seis meses en el extranjero, les parecía una grave falta de educación. El respeto debido exigía que, en el momento y modo oportunos, su hija se presentara a sus superiores feudales, con quienes estaba sin duda en deuda, aunque fuera indirectamente, por «las ventajas de que disfrutaba». Era una frase de la señora Rockett, y el anciano, jadeante y reumático jardinero expresaba la misma opinión con palabras menos convencionales. No le tenían ningún afecto a sir Edwin o a su mujer, y la señorita Hilda les inspiraba un profundo desagrado; la forma en que les trataba aquella gente contrastaba de forma muy desagradable con el recuerdo de los viejos tiempos, pero un espíritu de leal subordinación corría por sus venas y en todo caso se sentían agradecidos a sir Edwin por haberles permitido conservar la casa. La señora Rockett era una mujer sana y capaz de no más de cincuenta años, pero despedirse de Brent Hall la habría aterrado tanto como a su marido enfermo. Rockett a menudo se había consolado con la idea de que moriría allí, entre los viejos árboles que había amado y en la casa cubierta de hiedra que había sido su único hogar. Y ¿acaso era tan descabellado esperar que Betsy, una chica buena y sensata, se casara algún día con el prometedor jardinero a quien había contratado hacía poco sir Edwin, y restableciera de ese modo el viejo orden de cosas en la casa de los guardeses?

—Casi preferiría que no viniera May —dijo la señora Rockett, después de pensarlo mucho—. La última vez que estuvo aquí me disgustaron mucho las cosas tan raras que decía.

—No cabe duda de que es una chica muy rara —murmuró Rockett desde su viejo sillón de cuero, junto a la ventana de la cocina. Tenían una agradable sala de estar, pero, por supuesto, sólo la utilizaban los domingos y no era particularmente cómoda. May, desde luego, siempre había hecho uso de la sala de estar. Era uno de los hábitos que subrayaban con más fuerza la distancia moral respecto a sus padres.

Dejaron de lado la cuestión que tanto les confundía, y esperaron con sentimientos encontrados la llegada de la hija mayor. Dos días después, un cabriolé dejó en casa de los guardeses a la señorita May, con su cesta de la ropa, su maleta, su bolsa de viaje, varios periódicos y uno o dos volúmenes con la etiqueta amarilla de Mudie*. La joven iba bien vestida de un modo práctico y severo: no llevaba nada excesivamente femenino que destacara su figura y, por lo que se refiere al cuello y la corbata, tendía a seguir el ejemplo del otro sexo; por lo demás, su tez suave y sus ojos brillantes, su silueta bien torneada y sus movimientos ligeros y rápidos tenían un atractivo del que la señorita May era ciertamente consciente. No hizo gala de ningún sentimentalismo excesivo cuando su madre y su hermana salieron a recibirla: con una inclinación de cabeza, una sonrisa, un ofrecimiento de la mejilla y la amable exclamación: «¡En fin, buena gente!» superó la escena con una dignidad muy apropiada.

—Lleve las cosas dentro, por favor —le dijo al cochero con su voz agradable y aguda, y el tono y el ademán de quien está habituado a dar órdenes. Su padre, encorvado por el reumatismo, la esperaba dentro. Ella le estrechó cordialmente la mano y gritó en tono alegre—: Bueno, padre, ¿cómo sigue usted? Espero que al menos no haya empeorado. —Luego añadió mirándole con la cabeza ligeramente ladeada—: Tenemos que hablar de su caso. En los últimos tiempos he estudiado un poco de medicina. No me cabe duda de que ese médico del pueblo es un zoquete. Siéntese, siéntese, y póngase cómodo. No quiero molestar a nadie. Es casi la hora del té, ¿no, madre? Yo no lo quiero muy fuerte, por favor, y con una rodaja de limón, si es que tienen, y una tostada.

Tan poco dispuesta estaba May a alterar las costumbres de la familia que, apenas media hora después de su llegada, los tres habían caído ya en un estado de agitación nerviosa y apenas podían hacer o decir nada con naturalidad. De pronto se oyeron unos golpes en la ventana. La señora Rockett y Betsy se sobresaltaron, y Betsy corrió a abrir la puerta. Al cabo de un momento volvió con las mejillas encendidas.

—Juraría no haber oído el timbre! —exclamó compungida—. ¡La señorita Shale ha tenido que apearse de la bicicleta!

—¿Ha sido ella quien ha golpeado la ventana? —preguntó con frialdad May.

—Sí... y estaba muy enfadada.

—Le sentará bien. Un pequeño enfado de vez en cuando es muy bueno para la salud. —Y la señorita Rockett sorbió su té con limón con una sonrisa de inefable desdén.

Los demás se fueron a dormir a las diez, pero May se puso cómoda en la sala de estar y se quedó leyendo hasta más de las doce. No obstante, se levantó muy pronto a la mañana siguiente y, antes de un enérgico paseo (bajo una copiosa lluvia), dio instrucciones precisas sobre su desayuno. Quería sólo cosas muy sencillas, preparadas del modo más sencillo posible, pero el tono de sus instrucciones irritó y molestó amargamente a la señora Rockett. Después del desayuno, la joven se interesó por el estado de salud de su padre y diagnosticó sus dolencias con palabras tan eruditas que el anciano jardinero pensó que no se había sentido tan mal en muchos años. Luego, May se dedicó a responder su correspondencia, y antes de mediodía envió a su hermana a echar nueve cartas al correo.

—Pero ¿no habías venido a descansar? —dijo su madre en un tono irritado muy poco habitual en ella.

—¡Pero si estoy descansando! —exclamó May—. ¡Si vieras lo que trabajo en un día normal! Supongo que recibiréis algún periódico londinense. ¿No? ¿Cómo podéis vivir sin él? Tendré que ir esta tarde a la ciudad a por uno. —La ciudad estaba a cinco kilómetros de distancia, pero se podía ir en tren desde la estación del pueblo. Después de pensarlo, la señorita Rockett anunció que aprovecharía la ocasión para visitar a una dama a quien quería conocer, una tal señora Lindley, que disfrutaba de una posición social parecida a la familia de la mansión e iba a menudo a visitarlos. Cuando su madre expresó su sorpresa, May sonrió con indulgencia—. ¿Por qué no iba a ir a conocer a la señora Lindley? He oído decir que está interesada en un movimiento al que ahora dedico gran parte de mi tiempo. Estoy segura de que le gustará verme. Puedo darle mucha información de primera mano por la que me quedará muy agradecida. Me hace usted gracia, madre —añadió en tono melifluo—. ¿Cuándo comprenderá cuál es mi situación?

Los Rockett habían descartado cualquier idea respecto al supuesto deber de May con la mansión; esperaban sinceramente que su estancia pasara desapercibida para la señora y la señorita Shale, con quienes estaban convencidos de que sería muy peligroso que se encontrase la chica. La señora Rockett no había dormido por aquel motivo. El padre también estaba muy preocupado, pero su pasmo ante el porte y el modo de hablar de May ejercía, en conjunto, una benéfica preponderancia sobre aquella inquietud. Él y Betsy compartían una admiración secreta por las brillantes cualidades que exhibía ante sus ojos; en privado admitían que May era mucho más señora que la viperina mujer del baronet o la desdeñosa Hilda Shale.

Así que la señorita Rockett cogió el primer tren de la tarde y buscó la casa de la señora Lindley, a quien pidió que entregaran su tarjeta. En seguida la hicieron pasar al salón y explicó quién era y citó varios nombres que le sirvieron de sobrada recomendación. La señora Lindley era una mujer simpática y parlanchina, que estaba muy interesada en cualquier cosa relacionada con el «progreso»: una nueva religión, o un nuevo traje para montar en bicicleta despertaban en ella la misma feliz emoción; carecía de prejuicios, pero manifestaba una clara preferencia por la compañía de personas sanas, alegres y acomodadas. La conversación de la señorita Rockett era justo lo que le gustaba, pues hacía alusión a innumerables asuntos de tipo «avanzado», le preocupaban los personalismos y evitaba cualquier precisión fatigosa en su argumentación.

—¿Piensa quedarse por un tiempo? —preguntó la anfitriona.

—¡Oh! Me alojo con mi familia, en el campo..., no muy lejos —respondió May con aire despreocupado—. Sólo un día o dos.

Llegaron otras visitas, pero la señorita Rockett siguió llevando el peso de la conversación: brillaba de satisfacción y sentía que estaba dando lo mejor de sí, y que todos la admiraban. Cuando volvió a abrirse la puerta, el nombre que anunciaron fue: «señorita Shale». Interrumpiéndose a mitad de una frase ingeniosa, May miró a la recién llegada, y vio que efectivamente era Hilda Shale, de Brent Hall, pero eso no la desconcertó. Sin bajar la voz, concluyó lo que estaba diciendo, y terminó en tono alegre. La hija del baronet había ido a la ciudad en bicicleta, como indicaban su falda corta, la chaqueta cómoda y los zapatos marrones que resaltaban su figura atlética. Era una chica alta y robusta de veintiséis años, de rostro duro y atractivo y una magnífica melena leonada. Todos sus movimientos eran enérgicos: les estrechó la mano con una fuerte sacudida, cruzó la habitación con paso firme, se sentó y cruzó bruscamente las piernas.

Desde el primer momento, su mirada se había posado sorprendida en la señorita Rockett. Cuando, uno o dos minutos más tarde, la anfitriona le presentó a la joven, la señorita Shale arqueó un poco las cejas, sonrió mirando hacia otro lado e hizo un gesto apenas perceptible con la cabeza. El comportamiento de May fue muy similar.

—¿Monta usted en bicicleta, señorita Rockett? —preguntó la señora Lindley.

—No. Lo cierto es que no he tenido tiempo de aprender.

Una señora observó que, en esos tiempos, no saber montar en bicicleta demostraba cierta distinción, a lo que la voz seca y más bien metálica de la señorita Shale respondió con lo que pretendía ser una amable ironía.

—Es una pena que no sean más baratas. Mucha gente a la que le gustaría ir en bicicleta no puede permitírselo. He oído hablar de casos así en el campo, y es un poco injusto.

La señorita Rockett sintió cómo el rubor le encendía las orejas, e hizo un esfuerzo ímprobo por aparentar desinterés. Quiso decir algo, pero no encontró las palabras apropiadas y no estaba del todo segura de su voz. La anfitriona, que no se tomó por lo personal la observación de la señorita Shale, empezó a hablar de los precios de las bicicletas, y otras la secundaron. A May le incomodó el giro que dio la conversación. Al ver que no era probable que volviesen a hablar de asuntos en los que pudiera brillar, se levantó y empezó a despedirse.

—¿De verdad tiene que marcharse? —articularon con convencional aflicción los labios de la anfitriona.

—Me temo que sí —replicó la señorita Rockett, haciendo acopio de valor ante las miradas que se concentraban en ella y con la sensación de no estar a la altura de las circunstancias—. Dispongo de muy poco tiempo y quiero ver a mucha gente.

Cuando salió de la casa ardía de rabia en su interior. Estaba segura de que Hilda las pondría al tanto de su situación. Había imaginado que la revelación la dejaría indiferente, pero, después de todo, la idea le irritaba de forma intolerable. ¡Qué insolencia la de aquella criatura al hablar de los precios prohibitivos de las bicicletas! Tanto más difícil de soportar porque había puesto el dedo en la llaga. Hacía mucho tiempo que May se habría comprado una bicicleta si hubiera podido permitírselo. Mientras vagaba por las calles principales de la ciudad se notó ruborizada y encolerizada y no podía pensar en otra cosa que en su humillación.

Para acabar de empeorar las cosas, perdió la noción del tiempo, y de pronto reparó en que había perdido el único tren con el que podía volver a casa. Un coche sería demasiado caro, no le quedaba otra opción que recorrer a pie los cinco kilómetros. Estaba atardeciendo: andando a buen paso, y acompañada de pensamientos vejatorios, llegó a las puertas de Brent Hall cansada, sudada e irritada. justo al ir a abrir la puerta, el timbre de una bicicleta sonó vigorosamente a sus espaldas y, a una distancia de unos veinte metros, una voz gritó imperiosa:

—¡Abra la puerta, haga el favor!

La señorita Rockett se volvió, y vio a Hilda Shale pedaleando lentamente mientras esperaba a que le franquearan el paso. Deliberadamente, May entró por la entrada lateral y cerró la portezuela tras de sí.

La señorita Shale se apeó, entró y le habló a May (que estaba ya en la puerta de la casa de los guardeses) con enfado.

—¿Es que no me ha oído pedirle que me abriera?

—No creí que me hablara a mí —respondió la señorita Rockett, con pronta dignidad—. Pensé que habría por aquí alguno de sus criados.

Una sonrisa peculiar deformó los labios gruesos y rojos de la señorita Shale. Montó en su bicicleta sin decir palabra y se alejó pedaleando alameda arriba.

A la señora Rockett, que había asistido a aquel encuentro y oyó las palabras que intercambiaron, la embargó la consternación.

—¿Qué pretendes al portarte así, May? Yo misma iba a abrirle y al verte pensé, por supuesto, que lo harías tú. Es la segunda vez en dos días que la señorita Shale tiene motivos para quejarse de nosotros. ¡Cómo has podido portarte así y hablarle de ese modo! ¡Debes de estar loca, hija mía!

—No acabo de estar cómoda aquí, mamá —fue la réplica de May—. La verdad es que me siento desplazada. Me iré mañana por la mañana, y no habrá más complicaciones.

La señorita Rockett habló como quien se quita de encima una molestia menor: no sabía que las verdaderas complicaciones estaban a punto de empezar. Pocos minutos después, la señora Rockett subía a la mansión a disculparse humildemente por la impertinencia de su hija. Después de tenerla esperando un cuarto de hora, la llevaron en presencia del ama de llaves, que tenía un grave anuncio que hacerle.

—Señora Rockett, siento decirle que tendrán que marcharse de la casa de los guardeses. La señora les concede dos meses de tiempo aunque, como el salario se les ha pagado siempre mensualmente, en realidad bastaría con un mes de preaviso. Creo que cobrarán ustedes una indemnización, pero ya se les informará de eso en su momento. La casa debe estar lista para los nuevos ocupantes el último día de octubre.

La pobre mujer se vino abajo. La congoja le impidió quejarse o suplicar y, casi sin saber lo que hacía, se dirigió hacia la puerta de la habitación y luego a la salida de la mansión.

—¿Qué demonios pasa? —gritó May, al oír desde la sala donde se había refugiado un clamor de voces afligidas.

Entró en la cocina y se enteró de lo sucedido.

—¡Espero que estés satisfecha! —exclamó su madre con lágrimas iracundas—. Has hecho que nos echen de nuestra casa... Nos has privado del mejor hogar que tuvo nunca una familia... ¡Espero que eso satisfaga tu espíritu soberbio y engreído! Ni adrede lo habrías hecho mejor. Pero ¡a ti tanto te da! ¡Crees que somos inferiores y que no te llegamos ni a la suela del zapato! Ahora tu padre tendrá que acabar sus días Dios sabe dónde como un desgraciado, y tu hermana tendrá que ponerse a trabajar de criada, y en cuanto a mí...

—¡Escuche, madre! —gritó la chica, con los ojos centelleantes y todos sus nervios en tensión—. ¡Si los Shale son tan despreciables para echarles de aquí sólo porque yo les he ofendido, pensaba que tendría usted la entereza de decirles lo que pensaba de ese comportamiento y alegrarse de no tener que servir a esos bárbaros! ¿Qué dice usted, padre? Deje que le cuente lo ocurrido.

Narró los sucesos de la tarde, entre los sollozos y exclamaciones de Betsy y su madre. Rockett, que en ese momento sufría un ataque de lumbago, trató de incorporarse en el sillón antes de responder, pero se desplomó impotente con un gemido.

—No es culpa tuya, May —dijo por fin—. Es tu naturaleza, hija mía. No te preocupes. Iré a ver a sir Edwin y tal vez me escuche. La culpa de todo la tienen esas mujeres. Tengo que tratar de ver a sir Edwin...

Una punzada en los riñones le obligó a interrumpirse bruscamente entre gemidos, lamentos y susurros. Ante los renovados ataques de su madre, May se retiró a la sala de estar y pasó allí una hora tristísima. Un golpe en la puerta la llamó sin más palabras a la cena, pero no tenía apetito, y no se unió al círculo familiar. Poco después, la puerta se abrió y se asomó su padre.

—No te preocupes, hija mía —susurró—. Iré a ver a sir Edwin por la mañana.

May no respondió nada. Se arrepentía vagamente de lo que había hecho, y al mismo tiempo le alegraba recordar cómo había cruzado las armas con la señorita Shale, y se sentía inclinada a despreciar a su familia por su actitud sumisa. Le parecía muy improbable que se consumara la expulsión. Sin duda, lady Shale y Hilda pretendían darles un buen susto a los Rockett y luego perdonarles desdeñosamente. Ella, en todo caso, volvería a Londres cuanto antes y no crearía más problemas. Era un error haber ido a casa de los guardeses: no era sitio para una persona con su espíritu y sus méritos.

Por la mañana hizo las maletas. El tren que iba a llevarla de vuelta a la ciudad salía a las diez y media, y, después del desayuno, fue andando al pueblo a pedir un coche. Su madre apenas le dirigió la palabra; Betsy lloraba lágrimas llenas de reproche. De vuelta a casa de los guardeses vio a su padre cojeando por la alameda y fue a su encuentro para preguntarle por el resultado de sus súplicas. Rockett había visto a sir Edwin, pero sólo para oír cómo le confirmaba la sentencia de exilio. El baronet había dicho que lo sentía, pero que no podía intervenir: la cuestión estaba en manos de lady Shale, quien se negaba en redondo a oír ninguna excusa o disculpa por el insulto infligido a su hija.

—Se acabó —dijo el anciano jardinero, que estaba pálido y tembloroso después de aquel gran esfuerzo—. Tenemos que irnos. Pero no te preocupes, hija mía, no te preocupes.

Entonces el espanto embargó a May Rockett. Por primera vez comprendió lo que había hecho. Su corazón palpitaba angustiado por la mala conciencia y tenía la mirada perdida, como si pidiera ayuda. Tras un minuto de duda, se apresuró a subir por la alameda en dirección a la mansión.

Se presentó en la puerta de servició y rogó que le permitieran ver al ama de llaves. Por supuesto, todos los criados estaban al tanto de lo ocurrido y media docena de ellos se congregaron a mirarla con sonrisas más o menos maliciosas. Fue un momento amargo para la señorita Rockett, pero se dominó y al fin logró que le concedieran la audiencia deseada. Con un frío aire de superioridad y censura, el ama de llaves oyó sus frases rápidas y entrecortadas. ¿Sería posible —preguntó May— ver a lady Shale? Quería... disculparse... por la grosería que había cometido, una grosería con la que nada tenía que ver su familia, que lamentaban profundamente, y que iba a costarles muchos sufrimientos.

—Si pudiera usted ayudarme, señora, le quedaría muy agradecida... Le quedaría...

Su voz se quebró en un sollozo. Aquel «señora» le había costado un esfuerzo terrible; al pronunciarla, la palabra dio la impresión de estallarle en los oídos.

—Si quiere usted pasar al comedor de la servidumbre y esperar allí —se dignó responder el ama de llaves, después de pensarlo un poco—, veré qué es lo que puedo hacer.

Y la señorita Rockett cedió. Se sentó un largo rato en el comedor de la servidumbre observada por todos, pero sin que nadie le dirigiera la palabra. Se pasó la hora de su tren. Más de una vez estuvo a punto de levantarse y marcharse, más de una vez su rabia contenida estuvo a punto de estallar. Pero pensó en el rostro pálido y dolorido de su padre y no se movió.

Poco después de las once fue a buscarla un lacayo que le dijo secamente:

—La señora la recibirá ahora. Sígame. —May le siguió temblando de debilidad y aprensión mientras ardía de orgullo al borde mismo de la rebeldía. Sin reparar en nada por el camino, se encontró en una sala donde había dos señoras que estuvieron un rato comentando plácidamente uno de los asuntos del día. Luego la mayor de las dos pareció advertir la presencia de la chica.

—¿Es usted la hija mayor de los Rockett?

¡Oh, la voz metálica de lady Shale! ¡Qué satisfacción tendría si supiese lo mucho que hería su orgullo!

—Sí, señora...

—Y ¿por qué quiere verme?

—Quiero disculparme... sinceramente... con su señoría... por mi comportamiento de la otra noche...

—¡Ah, sí! —la interrumpió desdeñosa su interlocutora—. Me alegra que haya entrado en razón. Pero sus disculpas tendrá que ofrecérselas a la señorita Shale... suponiendo que mi hija quiera oírlas.

May lo había previsto. Fue el momento más amargo de aquella prueba. Sonrojándose hasta ponerse de color escarlata se volvió hacia la joven.

—Señorita Shale, le pido perdón por lo que dije ayer... le ruego que disculpe mi descortesía... mi impertinencia...

Su voz no pudo ir más lejos y se oyó un sonido atragantado. La señorita Shale posó triunfante la mirada un momento en su rostro y su figura angustiada, y luego le dijo a su madre:

—Como te dije, a mí tanto me da. ¿Por qué no sale ya esta persona de la sala?

Estaba escrito que May Rockett insistiera en su propósito y consiguiera lo que pretendía. Pero el destino mismo (que en este caso equivalió a la sutil preponderancia de un impulso sobre otro) la contuvo al borde de un estallido que habría sacado a lady Shale y la señorita Hilda de su fría complacencia. En el silencio, la sangre de May gorgoteó en sus oídos y se tambaleó mareada.

—Puede marcharse —dijo lady Shale.

Pero May fue incapaz de moverse. Por su imaginación cruzó la idea terrible de que tal vez se hubiera humillado en balde.

—Señora... espero... ¿tendrá su señoría la bondad de perdonar a mi padre y a mi madre? Le imploro que no les obligue a marcharse. Todos le estaremos muy agradecidos a su señoría si pasara por alto...

—Basta —la interrumpió secamente lady Shale—. Sólo le diré que cuanto antes se marche de esta casa, tanto mejor; y que hará usted bien en no volver a cruzar nunca las puertas de Brent Hall. Puede marcharse.

La señorita Rockett se retiró. Fuera, el lacayo estaba esperándola. La miró con una sonrisa, y le preguntó en voz baja: «¿Ha habido suerte?». Pero May, para quien aquello supuso el golpe de gracia, pasó de largo y se perdió por los pasillos, corrió desesperada de aquí para allá, con las lágrimas corriéndole por las mejillas, hasta que por fin una doncella la condujo fuera. Huyó sin saber adónde, hasta que llegó por fin a un tranquilo rincón del parque, y allí, oculta entre los árboles, observada sólo por los pájaros y los conejos, lloró la amargura de su alma.

Volvió a Londres en el tren de la noche, sin confesarle a su familia lo que había hecho y sufriendo todavía por la incertidumbre del resultado. Uno o dos días más tarde, Betsy le escribió comunicándole la feliz noticia de que la sentencia de expulsión había sido revocada y la paz reinaba de nuevo en la casa cubierta de hiedra. Para entonces, la señorita Rockett ya casi había recobrado todo su amor propio, y estaba tan ocupada con su trabajo de secretaria que sólo pudo escribir unas líneas de felicitación. Sentía que había hecho algo meritorio, pero por primera vez en su vida no se molestó en hacer ningún alarde.

[Traducción de Miguel Temprano García]

El banquete de boda

George Moore

(1903)

GEORGE MOORE

(1852-1933)

George Augustus Moore nació en 1852 en Moore Hall, County Mayo, la mansión familiar en Irlanda. Se educó en un colegio católico cerca de Birmingham, y se trasladó a Londres en 1869 cuando su padre fue elegido parlamentario. Estudió pintura en París, donde conoció a Pissarro, Degas, Renoir, Monet, Daudet, Mallarmé y Turguénev, entre otros, pero acabó dedicándose a la literatura. Escribió algunos volúmenes de poesía, Flowers of Passion (1878) y Pagan Flowers (1881), además de varias novelas adscritas a la corriente naturalista, entre las que cabe destacar: A Modern Lover (1883), A Mummer's Wife (1885), Vain Fortune (1891), y Esther Waters (1894), quizá su obra más conocida. En Literature at Nurse; or Circulating Morals (1885), atacó la censura moral de las librerías circulantes, que prohibían sus novelas. En 1899 fue nombrado director del Irish Literary Theatre, y en 1901 se estableció en Dublín. Escribió, asimismo, dos novelas psicológicas, Evelyn Innes (1898) y Sister Teresa (1901). Tanto en estos relatos como en su novela The Lake (1905) aflora su relación ambivalente con Irlanda y el catolicismo.

«El banquete de boda» (The Wedding Feast) se publicó por primera vez en un volumen de cuentos titulado The Untilled Field (1903).