I
A Danyers le gustaría luego imaginar que había reconocido en seguida a la señora Anerton; aunque, por supuesto, era algo absurdo, pues jamás había visto un retrato de ella —guardaba el más estricto anonimato, y negaba su fotografía incluso a sus más allegados—, y a la señora Memorall, a quien veneraba y cuya amistad cultivaba, sólo había logrado sonsacarle una frase impresionista: «Bueno, ella es como uno de esos viejos grabados en los que las líneas sustituyen al color».
Estaba casi seguro, en todo caso, de que la señora Anerton había ocupado sus pensamientos mientras desayunaba en el restaurante vacío del hotel, y de que, al levantar la vista y ver cómo aquella dama se acercaba y se sentaba junto a la ventana, había dicho para sí: «Podría ser ella».
Desde sus días de estudiante en Harvard —seguía siendo lo bastante joven para recordarlos como algo harto lejano—, Danyers había soñado con la señora Anerton, la Sylvia del inmortal ciclo de sonetos de Vincent Rendle, la señora A. de Vida y cartas. Su nombre había quedado inmortalizado en algunos de los versos ingleses más sublimes del siglo XIX, y de todos los siglos pasados y futuros, tal como seguía pensando Danyers ahora que sus juicios habían madurado. La primera lectura de ciertos poemas —Antinous, Pia Tolomei, los Sonetos para Silvia— había constituido un hito en su educación, y los versos parecían adquirir mayor dulzura, sentido y grandeza cuando se leían con más experiencia, con una más refinada percepción de la emoción. En los pasajes donde, en su adolescencia, sólo había percibido una belleza formal perfecta, casi austera, la sutil interacción del sonido de las vocales y la intensidad y plenitud de la emoción lírica, ahora le deleitaba la concisa trascendencia de cada línea, la capacidad de alusión de cada palabra; su imaginación volaba de un lugar a otro siguiendo nuevos hilos de pensamiento, espoleada siempre por la sensación de que, más allá de lo descubierto, otras regiones más maravillosas esperaban ser exploradas. Danyers había recibido un premio en la universidad por un ensayo sobre la poesía de Rendle (que casualmente coincidió con la muerte del gran hombre); había construido el verso fugaz de su período Sturm und Drang [1] según las formas que Rendle había modelado para la métrica inglesa y, cuando dos años después se publicó Vida y cartas y la Sylviade los sonetos se materializó en la señora A., adoró no sólo a Rendle sino también a la mujer que había inspirado unos versos tan sublimes y una prosa tan alegre, tierna e incomparable.
Danyers nunca olvidó el día en que la señora Memorall mencionó por casualidad su amistad con la señora Anerton. Hacía más de un año que conocía a la señora Memorall, y la había catalogado, un tanto despectivamente, como una mujer que organizaba excursiones baratas para las celebridades, hasta que una tarde la oyó decir, al tiempo que le servía el segundo terrón de azúcar en el té:
—¿Le parece bien así? Es usted casi tan exigente como Mary Anerton.
—¿Mary Anerton?
—Sí, jamás logro acordarme de cómo le gusta el té. No sé si quiere limón con azúcar, o limón sin azúcar, o leche sola, y, sea como fuere, hay que ponerlo en la taza antes de servir el té. Y, como te equivoques, tienes que volver a empezar desde el principio. Supongo que así era como Vincent Rendle tomaba el té y se ha convertido en un rito sagrado.
—¿Conoce usted a la señora Anerton? —preguntó Danyers, algo turbado por aquel exceso de familiaridad con las costumbres de su diosa.
—«¿Acaso no vi una vez en persona a Shelley?»* ¡Pues claro que la conozco! Las dos fuimos al colegio juntas; ya sabe que ella es americana. Estuvimos casi un año en una pension ** cerca de Tours; luego ella regresó a Nueva York y no volví a verla hasta después de su boda. Ella y el señor Anerton pasaron un invierno en Roma cuando mi marido estaba destinado en esa embajada, y salía mucho con nosotros. —La señora Memorall sonrió con nostalgia—. Fue el invierno.
—¿El invierno en que se conocieron?
—En efecto; pero, desgraciadamente, abandoné Roma justo antes de que su encuentro tuviera lugar. ¿No le parece mala suerte? Yo podría aparecer en Vida y cartas. Ya sabe que menciona a esa estúpida madame Vodki, en cuya casa vio a la señora Anerton por primera vez.
—¿Y coincidió usted mucho con ella después de eso?
—No, no en vida de Rendle. Ya sabe que ella ha residido casi siempre en Europa y, aunque yo la veía a veces cuando salía al extranjero, estaba siempre tan ocupada, tan abstraída en sus meditaciones, que siempre tenía la sensación de no ser bien recibida. Lo cierto es que sólo le interesaban los amigos de Rendle, y, poco a poco, fue separándose de los suyos. Ahora, por supuesto, es diferente; está terriblemente sola. Le gusta escribirme de vez en cuando, y el año pasado, cuando se enteró de mi viaje, me pidió que la visitara en Venecia, donde pasé una semana con ella.
—¿Y Rendle?
La señora Memorall sonrió y movió la cabeza.
—La verdad es que nunca me dejaron echarle la vista encima; ninguno de los amigos de Mary lo conoció más que por accidente. Dicen las malas lenguas que por eso lo retuvo ella tanto tiempo. Si alguien acertaba a ir a su casa cuando él estaba, lo conducían rápidamente al despacho de Anerton, y éste montaba guardia hasta que el visitante inoportuno se marchaba. Anerton, en realidad, era mucho más ridículo que su mujer en aquel asunto. Mary era demasiado inteligente para perder la cabeza, o mostrar siquiera que la había perdido, pero Anerton no podía disimular el orgullo que le producía aquella conquista. He visto cómo Mary se estremecía cuando él llamaba a Rendle «nuestro poeta». Rendle siempre debía tener un sitio fijo en la mesa (lejos de las corrientes de aire y no demasiado cerca de la chimenea), una caja de puros que nadie podía tocar, y una mesa de trabajo en el salón de Mary. Y Anerton se pasaba la vida contando las peculiaridades del gran hombre: que era incapaz de cortar el extremo de los cigarros, aunque él mismo le hubiera regalado un cortapuros con un zafiro estrella; cuán desordenado estaba su escritorio; y cómo la criada tenía orden de mostrar la papelera a la señora antes de vaciar su contenido, a fin de que ningún verso inmortal terminara en la basura.
—Los Anerton nunca se separaron, ¿verdad?
—¿Separarse? ¡Válgame Dios, no! ¡El nunca habría dejado a Rendle! Además, quería mucho a su mujer.
—¿Y ella?
—Bueno, ella sabía que su marido era un hombre condenado a hacer el ridículo, y jamás interfirió en sus inclinaciones naturales.
La señora Memorall le contó también que la señora Anerton, cuyo marido había muerto unos años antes que el poeta, vivía ahora entre Roma, donde tenía un pequeño piso, e Inglaterra, donde viajaba de vez en cuando para alojarse en casa de los amigos que había compartido con Rendle. Al morir éste, había trabajado en la edición de algunas obras de juventud que él le había legado; pero, finalizada esta tarea, se había quedado sin una ocupación concreta, y la señora Memorall, en su último encuentro, la había visto triste y desanimada.
—Echa demasiado de menos a Rendle; su vida carece de sentido. Se lo dije... Le dije que debía casarse.
—¡Caramba!
—Y ¿por qué no? Aún es una mujer joven... Bueno, lo que mucha gente consideraría joven —añadió la señora Memorall mirándose en el espejo—. ¿Por qué no aceptar lo inevitable y empezar de nuevo? Y ni los caballos ni los hombres del rey* devolverán la vida a Rendle. Además, no se casó con él cuando tuvo la oportunidad.
Danyers sintió un ligero estremecimiento ante aquella grosera acusación contra su ídolo. ¿Cómo era posible que la señora Memorall no se diera cuenta de lo decepcionante que habría sido ese matrimonio? Qué ocurrencia imaginar a Rendle «haciendo una mujer honrada» de Silvia, ¡pues de ese modo lo habría visto la sociedad! Semejante reparación habría convertido su pasado en algo vulgar: habría sido como «restaurar» una obra maestra. Y cuán exquisita debía de ser la sensibilidad de aquella mujer que, desafiando las apariencias, y quizá también sus más íntimos deseos, prefirió pasar a la posteridad como Sylvia en lugar de como esposa de Vincent Rendle.
La señora Memorall, a partir de ese día, adquirió cierto interés para Danyers. Era como un volumen sin índice de memorias inconexas, por donde él avanzaba pacientemente con la esperanza de encontrar oculta entre capas de polvorientas naderías alguna valiosa alusión al objeto de sus desvelos. Cuando, unos meses después, publicó su primer tomito sobre Rendle con el ensayo universitario remodelado entre una docena de «apreciaciones» un tanto pretenciosas, le regaló un ejemplar a la señora Memorall. Cuál no sería su sorpresa cuando, al volver a verse, ésta le comunicó que había enviado el libro a la señora Anerton.
La señora Anerton, a su debido tiempo, escribió a su amiga para darle las gracias. Danyers tuvo el honor de leer las cuatro líneas en las que, con palabras que dejaban entrever la costumbre de «agradecer» tributos parecidos, hablaba de la «sensibilidad y perspicacia» del autor y «se congratulaba por la oportunidad», etc... Se marchó bastante frustrado, sin saber exactamente lo que en realidad había estado esperando.
La primavera siguiente, cuando Danyers se fue al extranjero, la señora Memorall le dio cartas de presentación para todo el mundo, desde el arzobispo de Canterbury hasta Louise Michel**. Sin embargo, no incluyó a la señora Anerton, y Danyers sabía por una conversación anterior que a Sylvia le molestaba la gente que «se presentaba con cartas». Sabía también que ella viajaba en verano y que era muy poco probable que regresara a Roma antes de que él tuviese vacaciones, así que la idea de encontrarse con ella no estaba entre sus expectativas.
La dama cuya llegada interrumpió su desayuno solitario en el restaurante del Hotel Villa d'Este se había sentado de tal modo que su perfil se recortaba sobre la ventana, y su frente abombada, su nariz menuda y aguileña y sus labios desdeñosos recordaban la silueta de María Antonieta. En el atuendo y en los ademanes de la dama, incluso en el vuelo de su muñeca mientras se servía café, Danyers percibió la misma exigencia, el mismo aire de rechazo tácito de lo obvio o mediocre. Estaba ante una mujer capaz de aburrirse mucho y de interesarse en grado sumo. El camarero le llevó un Secolo y, al inclinarse sobre él, Danyers se dio cuenta de que el pelo que le salía de la frente se estaba volviendo gris; pero su figura era esbelta y se sentaba muy erguida, y poseía el don inapreciable de una espalda de niña.
La avalancha de viajeros anglosajones no había salido hacia los lagos y, a excepción de una o dos familias italianas y un muchacho jorobado con un abbé *, Danyers y aquella dama tenían los salones de mármol de la Villa d'Este para ellos solos.
Cuando volvía de su paseo matinal por las colinas, la vio sentada en una de las mesitas que había a la orilla del lago. Estaba escribiendo, y tenía un montón de libros y periódicos al lado. Aquella noche se encontraron en el jardín. Él había salido a fumar el último cigarrillo antes de la cena y, bajo la oscura bóveda de las encinas, cerca de los escalones que bajaban al embarcadero, la vio apoyada en la barandilla que daba al lago. Al oír sus pasos se volvió para mirarlo. Llevaba un pañuelo de encaje negro sobre la cabeza y, en aquel marco tan sombrío, su rostro parecía infeliz y muy delgado. Danyers recordó luego que sus ojos, al tropezar con los de él, habían reflejado, más que tristeza, un profundo malestar.
Ante su sorpresa, la dama se acercó pidiéndole con un gesto que se detuviera.
—Es usted el señor Lewis Danyers, ¿no?
Él hizo una pequeña reverencia.
—Soy la señora Anerton. He visto su nombre en recepción y quería agradecerle el ensayo sobre la poesía del señor Rendle... O, mejor, hacerle saber cuánto me gustó. La señora Memorall me envió su libro el invierno pasado.
Incluso hablaba en tono melancólico, como si la costumbre de decir trivialidades hubiera restado espontaneidad a su voz, pero su sonrisa era encantadora.
Se sentaron en un banco de piedra bajo las encinas, y ella le habló del placer que le había procurado su ensayo. Pensaba que era lo mejor del libro, y tenía el convencimiento de que era donde había puesto más de sí mismo. ¿No tenía razón al conjeturar que le había influido profundamente la poesía del señor Rendle? Pour comprendre il faut aimer **, y tenía la sensación de que, en algunos aspectos, había sabido interpretar mejor que ningún otro crítico el alma del poeta. Había ciertas dificultades, por supuesto, que no había abordado; ciertos aspectos de aquel espíritu complejo que quizá no había captado...
—Pero es usted joven —concluyó con dulzura—, y todavía no se le puede pedir la experiencia que siempre lleva aparejada una comprensión mas profunda de las cosas.