II

—¿Tal? —preguntó Marion.

—Tal. Su nombre es Atalanta, lady Atalanta Walkenshaw; pero todo el mundo la llama Tal, lady Tal. Es hija de lord Ossian, ¿sabe?

—Y ¿quién es, o era, Walkenshaw? Supongo que es; de lo contrario, a estas alturas ya se habría casado con otro.

—¡Pobre Tal! —dijo pensativa la señorita Vanderwerf—. Estoy segura de que no tendría la menor dificultad en encontrar otro marido que la resarciera de su matrimonio con aquel viejo y horrible Walkenshaw. Pero, para la edad que tiene, su situación es muy triste, pobre niña.

—¡Ah! —exclamó Marion, familiarizado con las damas que inspiraban esa clase de lástima, y recordando la pasión de su amiga por las historias románticas, insaciable tras algunos desengaños tragicómicos—. Separada de su marido... o algo similar. Tenía esa impresión.

—Pero es usted terrible, ¿cómo puede pensar eso? —preguntó su anfitriona, muy seria—. Y no es que dude de su psicología, Jervase. Me gustaría saber qué le ha hecho pensar algo semejante.

—Le aseguro que no lo sé —respondió Marion, reprimiendo un bostezo. Odiaba a la gente que se entrometía en su conciencia de novelista, tanto más cuanto que era incapaz de explicar su esencia—. Hay algo en ella... o no... Una mera suposición, una bala perdida absurda que ha dado en el blanco por casualidad.

—Pero si no ha dado usted en el blanco... Tiene razón en algo, pero no en todo. ¡Dios mío! ¡Qué difícil resulta explicarlo cuando no se es tan inteligente como usted! Bueno, lady Tal no está separada de su marido, pero es como si lo estuviera...

—Comprendo. ¿Está loco? ¡Pobrecilla! —exclamó Marion con ese aire de interés que nunca se sabe si es enteramente convencional o refleja, a fin de cuentas, una pizca de solidaridad.

—No, no está loco. Está muerto... y desde hace muchísimo tiempo. Ella tiene treinta y un años; no lo parece, ¿verdad? Se casó a los dieciocho. Pero no puede volver a casarse porque, si lo hace, perderá todo el dinero de su marido, y la pobre no tiene un penique.

—¡Caramba! Y ¿por qué no llegó antes a un acuerdo? —quiso saber Marion.

—Ésa es la cuestión. Porque el viejo Walkenshaw, que era un animal (sólo un animal) no quería saber nada de acuerdos, y dijo que él haría algo mejor: legárselo todo a su mujer siempre que no le agobiaran con complicaciones legales. Y luego, cuando el muy miserable falleció, más o menos un año después de la boda, resultó que se lo había dejado todo, pero con la condición de que no volviera a casarse. Si lo hacía, su familiar más cercano recibiría la herencia. También odiaba a éste, según dicen, y quería evitar a toda costa que tocara su dinero. ¡El muy canalla! Así que la pobre Tal es viuda, pero no puede volver a casarse.

—¡Santo cielo! —exclamó Marion, contemplando los dibujos que, a través de los balaustres del balcón gótico, esbozaban los rayos de luna en el brillante suelo de mármol.

Y reflexionó sobre el ingenioso modo en que el difunto Walkenshaw se había vengado de su mujer; pues, desde luego, ella se había casado con él por dinero. Marion no era un estoico, ni un cínico, ni un filósofo. Aceptaba sin reparos que las hijas de los lores escoceses se casaran por dinero, y odiaba todas las sensiblerías sobre la dignidad humana. Pero miraba con buenos ojos al viejo Walkenshaw, quienquiera que hubiera sido, por haber dado su merecido a aquella dama mercenaria.

—No me parece tan duro, tía —dijo la sobrina de la señorita Vanderwerf, que estaba perdidamente enamorada de Bill Nettle, un grabador sin un penique—. Lady Tal podría casarse de nuevo si aprendiera a vivir sin tanto dinero.

—O si se conformara con un poco menos —la interrumpió el parisino-norteamericano de rasgos afilados a quien la señorita Vanderwerf quería como sobrino político—. Hay un montón de hombres con dinero que han pedido su mano. Por ejemplo, sir Titus Farrinder, el año pasado sin ir más lejos. Puede que no sea tan rico como el viejo Walkenshaw, pero su posición es ciertamente acomodada.

—Aunque, después de todo —añadió el millonario al que tanto preocupaba su aparador—, ¿por qué iba a querer lady Tal volver a casarse? Tiene una casa preciosa en Roma.

—¡Oh, vamos, Clarence! —protestó Kennedy, escandalizado—. No son más que abanicos chinos y papel japonés de color cuero.

—No sé —dijo Clarence con cierto desánimo—. Quizá no sea preciosa. Me pareció bastante bonita... ¿No está de acuerdo conmigo, señorita Vanderwerf?

—Cualquier casa sería bonita con una criatura tan espléndida en su interior —señaló Marion.

Aquella clase de conversaciones siempre le interesaban; eran el mejor modo de estudiar la naturaleza humana.

—Además —comentó la princesa rumana—, es posible que lady Tal no quiera volver a saber nada del matrimonio. ¿Por qué iba a desear casarse una dama tan hermosa? Tiene a todos a sus pies. Eso es mucho más divertido.

—Bueno, de todas formas creo que es terriblemente triste ver a una mujer como ella condenada a esa clase de vida, sin nadie a quien cuidar ni nadie que la proteja, sobre todo ahora que ha muerto el pobre Gerald Burne.

—Su hermano..., su hermano... ¿Acaso cree que ella le cuidaba? —preguntó la sobrina de la anfitriona, sirviendo limonada helada y vino de Chipre. Siempre se rebelaba contra el romanticismo de su tía.

—¡Gerald Burne! —dijo Marion, deteniéndose a pensar y recordando de pronto un semblante de rasgos afilados y un gran mechón de pelo rubio y ondulado que hacía mucho tiempo que no veía—. ¡Gerald Burne! ¿Se refiere a un joven escocés increíblemente guapo que se distinguió por su valentía en Afganistán? ¿Quiere usted decir que era pariente de lady Atalanta? Tampoco sabía que había muerto. Creía que estaba en algún lugar de la India.

—Gerald Burne era hermanastro de lady Tal; su madre había estado casada con un tal coronel Burne antes de su matrimonio con lord Ossian. Le hirieron con una lanza en Afganistán.

—Pensaba que había sido a su caballo —le interrumpió alguien.

—De un modo u otro —prosiguió la señorita Vanderwerf—, el pobre Gerald se quedó lisiado para siempre; algo relacionado con la columna vertebral. Esto ocurrió justo después de la muerte del viejo sir Thomas Walkenshaw, así que lady Tal y él decidieron vivir juntos y empezaron a viajar de un lado a otro para consultar toda clase de médicos, hasta que decidieron instalarse en Roma. Y, ahora que el pobre Gerald ha muerto (murió hace dos años), lady Tal se ha quedado sola en el mundo, pues lord Ossian es un viejo horrible, siempre achispado y en la ruina, y sus demás hermanas tienen marido. Gerald era un ángel, y no se puede imaginar cómo le cuidaba la pobre lady Tal. Él era toda su vida, no me cabe duda.

El joven Ted miró desdeñosamente a su optimista anfitriona.

—Bueno —dijo—, no sé si lady Tal quiso mucho a su hermano en vida. Creo que nunca le ha importado un bledo nadie. De todos modos, si realmente le quiso, debe usted reconocer que no lo demostró tras su muerte. Jamás he visto a una mujer más fría e indiferente que ella cuando nos encontramos un mes más tarde. Incluso bromeó, lo recuerdo, y me pidió que la llevara a una tienda de curiosidades. Y empezó a asistir a los bailes londinenses antes de que transcurriera un año.

La sobrina asintió con la cabeza.

—¡Exactamente! Siempre me pareció de lo más escandaloso. Por supuesto, mi tía dice que es su forma de mostrar dolor, pero es muy raro, se mire como se mire.

—Estoy segura de que lady Tal echa de menos a su hermano —dijo la princesa rumana—. Piensen lo cómodo que era para una joven viuda poder decir a todos los hombres que le gustaban: «Oh, venga a visitar al pobre Gerald».

—¡Bueno, ya está bien! —exclamó la señorita Vanderwerf—. Es cierto que se tomó la muerte de su hermano de un modo bastante extraño, pero eso no prueba en absoluto que sea una mujer sin corazón.

—¿Acaso no tiene derecho una mujer hermosa a ser un poco despiadada? —dijo Marion.

—Oh, me importa un comino si lady Tal es despiadada o no —respondió Ted con brusquedad—. Eso no es ningún delito social. Lo que menos me gusta de ella es que sea tan terriblemente tacaña.

—¿Tacaña?

—Sí, una avariciosa. Con todo el dinero que tiene, se las arregla para vivir con una pequeña parte.

—Tal vez sus gustos sean muy sencillos —sugirió Marion.

—En absoluto. No hay mujer con gustos menos sencillos. Y ¡resulta tan obvio cuál es su juego! Lo único que quiere es prepararse para los malos tiempos. Está ahorrando casi todo el dinero del viejo Walkenshaw para tener una pequeña dote y casarse un día de éstos.

—¡Una dama muy juiciosa! —comentó Marion.

—Vamos, señor Kennedy —exclamó la princesa rumana—, es usted tan ingenioso como ingenuo. ¿Acaso cree que nuestra querida lady Tal está ahorrando dinero para casarse con algún genio hambriento, ya sabe, «contigo pan y cebolla»? Si no se ha casado aún es porque no ha encontrado un parti * bastante bueno. Quiere alguien grande: un pezzo grosso **, como dicen aquí.

—No pudo casarse mientras cuidaba a Gerald —dijo la señorita Vanderwerf, abanicándose a la luz de la luna—. Le quería demasiado para hacerlo.

—Y también le tenía miedo, estoy convencida —añadió su sobrina—. Esas personas tan altas son siempre cobardes. Y Gerald odiaba la idea de que ella volviera a casarse por dinero, aunque parecía no tener reparos en vivir a costa del viejo Walkenshaw.

—Por supuesto que Gerald quería tener a su hermana para él solo; es natural —dijo la señorita Vanderwerf—. Pero pienso que, mientras estuvo vivo, lady Tal no necesitó a nadie más. Sólo pensaba en él, la pobrecilla...

—Y en un montón de bailes y de cenas, y en algunos cientos de conocidos —agregó Ted, haciendo aros de humo con su cigarrillo.

—Y ahora —dijo la princesa— está esperando encontrar a su pezzo grosso. Y quiere dinero porque sabe que un pezzo grosso puede casarse con una joven de dieciocho años sin fortuna, pero nunca con una mujer de treinta en esa situación. Ha de compensar el estar un poco passée * con el hecho de amarlo por sí mismo; de ahí que necesite el dinero.

—Pues entonces la pobre lady Tal es muy simple —dijo casi sin voz la anciana esposa del par, al parecer despertando de un sueño narcótico—. Siempre me recuerda una anécdota que el pobre y querido Palmerston solía contar...

—En cualquier caso —dijo Kennedy—, lady Tal es un enigma, y compadezco al hombre que intente descifrarlo. Buenas noches, querida señorita Vanderwerf. Buenas noches, señorita Bessy. Quedamos entonces para cenar en el Lido, ¿verdad? Espero que también venga usted, señor Marion.

—Me encantará hacerlo, sobre todo si invita a la misteriosa lady Tal.

«Qué maravilloso es vivir en Venecia —pensó Jervase Marion, contemplando el canal desde su ventana—, donde uno puede pasarse dos horas hablando de una mujer de un metro ochenta que anda a la caza de un duque.»