XXIV
Europa como forma de vida
Un sistema sanitario gratuito es un ejemplo triunfante de la superioridad de la acción colectiva y de la iniciativa pública aplicada a un segmento de la sociedad en el que se manifiesta la peor cara de los principios comerciales.
ANEURIN BEVAN
Queremos que la gente de Nokia tenga la sensación de que todos somos socios, no jefes y empleados. Quizá ésta sea una forma de trabajar europea, pero, para nosotros, funciona.
JORMA OLLILA, presidente de Nokia[1]
Los europeos quieren estar seguros de que en el futuro no habrá aventuras. Ya han tenido más que suficientes.
ALFONS VERPLAETSE, gobernador del Banco Nacional de Bélgica, ] 996
A Estados Unidos hay que venir cuando eres joven y soltero. Pero cuando llega el momento de envejecer, hay que volver a Europa.
Un empresario húngaro en un sondeo de opinión, 2004
La sociedad contemporánea… es una sociedad democrática que hay que observar sin raptos de entusiasmo o indignación.
RAYMOND ARON
La floreciente multiplicidad de la Europa de finales del siglo XX; la geometría variable de sus regiones, de sus países y de la Unión; las perspectivas y climas divergentes del cristianismo y del islam, las dos principales religiones del continente; la velocidad inusitada de las comunicaciones y de los intercambios dentro de sus fronteras y fuera de ellas; las múltiples líneas de fractura que difuminan lo que en su día fueron claras divisiones nacionales o sociales, o las incertidumbres sobre el pasado y el futuro, hacen que sea difícil distinguir el perfil de la experiencia colectiva. En Europa, el final del siglo XX carece de la homogeneidad inherente a las confiadas descripciones que se hicieron del fin de siècle anterior.
En cualquier caso, surgía una identidad característicamente europea, apreciable en muchos estratos sociales. En la alta cultura —las artes escénicas en concreto— las subvenciones del Estado habían conservado su papel, al menos en Europa occidental. Museos, galerías de arte, compañías de ópera, orquestas y ballets dependían enormemente, en muchos países incluso de forma exclusiva, de las generosas ayudas anuales salidas de las arcas públicas. La egregia excepción del Reino Unido post-thatcheriano, donde la lotería nacional había liberado al Tesoro de parte de sus responsabilidades en el apoyo a la cultura, inducía a engaño. Las loterías no son más que otro mecanismo para recaudar fondos públicos: sólo que socialmente son más regresivas que los mecanismos de recaudación convencionales[2].
El elevado coste de esa financiación pública había planteado dudas sobre la posibilidad de mantener ayudas generosas indefinidamente, sobre todo en Alemania, donde durante los años noventa algunos de los gobiernos de los Länder comenzaron a preguntarse si sus desembolsos debían ser tan cuantiosos. En aquel país, lo normal era que las subvenciones públicas sufragaran más del 80 por ciento del coste que suponía gestionar un teatro o el palacio de la ópera. Pero, en este punto, la cultura se hallaba estrechamente vinculada al estatus y a la identidad regional. La ciudad de Berlín, a pesar del aumento del déficit y del estancamiento de los ingresos, mantenía tres óperas que funcionaban todo el año: la Deutsche Oper (la antigua ópera de Berlín Occidental), la Staatsoper (antes ópera de Berlín Oriental) y la Komische Oper, a la que habría que añadir la Orquesta de Cámara y la Filarmónica de Berlín. Todas precisaban de cuantiosas ayudas públicas. Fráncfort, Múnich, Stuttgart, Hamburgo, Düsseldorf, Dresde, Friburgo, Würzburg y muchas otras ciudades alemanas continuaban manteniendo compañías de ópera o de danza de primera fila, sufragando salarios anuales con todas las prestaciones añadidas y dando pensiones estatales a los intérpretes, músicos y tramoyistas. En 2003 había en Alemania seiscientas quince mil personas clasificadas oficialmente como «trabajadores artísticos» a tiempo completo.
También en Francia las artes (sobre todo el teatro) proliferaban en apartadas localidades de provincias gracias a la ayuda directa y centralizada de un único Ministerio de Cultura. Mitterrand, además de levantar la sede de la Biblioteca Nacional que lleva su nombre y otros monumentos, gastó sumas nunca vistas desde el reinado de Luis XIV, no sólo en el Louvre, la Ópera de París y la Comédie Française, sino en museos y centros de arte regionales, compañías de teatro de provincias, así como en una red nacional de cinémathèques destinada a guardar y exhibir películas clásicas y contemporáneas.
Mientras que en Alemania el arte con mayúsculas era orgullosamente cosmopolita (Vladímir Derevianko, director ruso de la Ópera y el Ballet de Dresde, encargaba obras del coreógrafo estadounidense William Forsythe, para el entusiasta público germano), en Francia, lo que pretendían gran parte de las subvenciones artísticas era preservar y mostrar la riqueza del patrimonio cultural del país: su exception culturelle. Aquí, la alta cultura conservaba una función pedagógica generalmente aceptada, y, en concreto, el canon del teatro francés seguía siendo rigurosamente inculcado a través del programa de estudios nacional. Jane Brown, la directora de un colegio londinense que en 1993 prohibió la asistencia de un grupo escolar a una representación de Romeo y Julieta —aduciendo que la obra era políticamente incorrecta («flagrantemente heterosexual» fueron sus palabras)— no habría hecho carrera al otro lado del Canal de la Mancha.
Quizá Francia y Alemania fueran los casos más sorprendentes en cuanto a la magnitud de los fondos públicos, pero en toda Europa el Estado era la principal fuente de financiación de las artes, y en muchos casos, la única. De hecho, la «cultura» era casi el último reducto de la vida pública en el que el Estado nacional, y no la Unión Europea o las empresas privadas, podía tener un papel característico como benefactor casi en régimen de monopolio. Incluso en Europa oriental, donde la generación anterior tenía buenas razones para recordar con inquietud las consecuencias de permitir que la opinión del gobierno fuera determinante para la vida cultural, la empobrecida hacienda pública era la única alternativa al funesto embate de las fuerzas del mercado.
En la época comunista, las artes escénicas habían sido más dignas que excitantes; solían ser técnicamente competentes, casi siempre cautas y conservadoras: cualquiera que viera una representación de La flauta mágica, pongamos por caso, en Viena y Budapest, no podía dejar de percibir las diferencias existentes. Pero después del comunismo, aunque se producían muchos experimentos de bajo presupuesto —Sofía, en concreto, se convirtió en semillero de propuestas postmodernas en los campos de la coreografía y la puesta en escena—, prácticamente no había recursos, y muchos de los mejores músicos, bailarines e incluso actores se encaminaron hacia el Oeste. Entrar en Europa también podía significar volverse provinciano.
Otra de las razones que explicaba esta situación era que ahora, en Europa, el público de la alta cultura era realmente europeo: las compañías nacionales de las principales ciudades actuaban ante públicos cada vez más internacionales. La nueva casta de clercs, que se comunicaba fácilmente salvando las fronteras y los idiomas, disponía de medios y tiempo suficientes tanto para viajar con libertad en busca de entretenimiento y de instrucción como para gastar en ropa o en su propia carrera. La reseña de una exposición, de una obra teatral o de una ópera aparecía en la prensa de muchos países. Era previsible que un espectáculo de éxito en una ciudad —digamos Londres o Ámsterdam— atrajera a públicos y visitantes de lugares tan lejanos como París, Zúrich o Milán.
El hecho de que los nuevos públicos cosmopolitas fueran o no realmente refinados —y no únicamente de dinero— dio lugar a cierto debate. Acontecimientos tradicionales como el Festival de Salzburgo o el ciclo periódico de representaciones de El anillo de los nibelungos en Bayreuth seguían atrayendo al viejo público, que no sólo estaba familiarizado con la pieza que se interpretaba, sino con los rituales sociales que ello conllevaba. Pero ahora se tendía o bien a realizar esfuerzos más enérgicos para difundir obras tradicionales ante audiencias más jóvenes (cuyo conocimiento de los clásicos y de su idioma original no podía darse por sentado), o bien a encargar obras novedosas y accesibles para la nueva generación.
Para quienes los contemplaban con agrado, las producciones de ópera actualizadas, los espectáculos de ballet de vanguardia y las exposiciones de arte postmoderno ponían de manifiesto la transformación del panorama cultural europeo: juvenil, innovador, descarado y, sobre todo, popular, como correspondía a un sector tan dependiente de la generosidad pública y, por tanto, obligado a buscar la atención y el placer de un amplio auditorio. Sin embargo, para sus críticos, el nuevo panorama artístico londinense (el Brit Art), al igual que las polémicas coreografías de William Forsythe en Fráncfort o las extravagantes adaptaciones operísticas que en ocasiones se montaban en París, confirmaban el agrio pronóstico de que «más» sólo significaba «peor».
Vista así, la «alta» cultura europea —que en su día había ofrecido a sus protectores un mismo canon— ahora explotaba las inseguridades culturales de una audiencia neófita que no podía distinguir con seguridad entre lo bueno y lo malo, pero que respondía con entusiasmo a los dictados de la moda. No era ésta una situación inusitada que los «pesimistas culturales» proclamaran: las aprovechables inquietudes de nouveaux riches con poca formación ya eran objeto de burla literaria y teatral al menos desde Molière. Sin embargo, lo nuevo era la escala continental de la transformación cultural. Ahora, la composición del público, desde Barcelona a Budapest, era sorprendentemente uniforme y, con ella, la de los trabajos exhibidos. Para los críticos, esto no era más que la confirmación de lo evidente: que las artes y su clientela estaban atrapadas en un abrazo mutuamente perjudicial, el culto europeo por la «eurobasura».
El hecho de que la unión cada vez más estrecha de los europeos hiciera a éstos más cosmopolitas o que se limitara a combinar sus diversos provincianismos no preocupaba únicamente a las páginas de alta cultura del Frankfurter Allgemeine Zeitung o el Financial Times. Ambos, también Le Monde y en menor medida La Repubblica, eran ahora periódicos auténticamente europeos, disponibles en todas partes y leídos en todo el continente. Sin embargo, la circulación masiva de la prensa sensacionalista seguía firmemente anclada a un público y a una lengua nacionales. Y sus lectores disminuían en todas partes —donde más había era en el Reino Unido, donde menos, en España—, de manera que las tradiciones típicamente nacionales del periodismo popular importaban menos que antes: salvo, una vez más, en Inglaterra, donde esa clase de publicaciones avivaba y explotaba los prejuicios eurófobos. En Europa oriental y la península Ibérica, la ausencia durante tanto tiempo de prensa libre significaba que, sobre todo fuera de las grandes ciudades, mucha gente se había perdido por completo la época de la prensa escrita, pasando directamente del analfabetismo a los medios de comunicación electrónicos.
Ahora eran éstos, sobre todo la televisión, las principales fuentes de información, ideas y cultura (alta y baja) para la mayoría de los europeos. Con la televisión ocurría lo mismo que con los periódicos: los británicos eran los más apegados a este medio, encabezando siempre las listas de audiencia, seguidos de cerca por portugueses, españoles, italianos y —aún un poco a la zaga— europeos orientales. Los tradicionales canales de titularidad pública se enfrentaban a la competencia tanto de las compañías comerciales por cable como de los canales vía satélite; pero seguían conservando una cuota de pantalla sorprendentemente grande. En general, habían seguido los pasos de la prensa diaria, reduciendo enormemente la cobertura de noticias internacionales.
Así, en consecuencia, la televisión europea a finales del siglo XX presentaba una extraña paradoja. El entretenimiento que ofrecía no era muy diferente en cada uno de los países: películas y series importadas, reality shows, concursos y otros elementos fundamentales podían verse de un extremo a otro del continente, con la única diferencia de que los programas importados se doblaban (como en Italia) , se subtitulaban o se dejaban en su idioma original (algo cada vez más frecuente en el caso de Estados pequeños o multilingües). El formato de los programas —en los noticiarios, por ejemplo— era notablemente similar, y en muchos casos tomaba elementos del modelo de los programas informativos locales estadounidenses[3].
Por otra parte, la televisión seguía siendo un medio típicamente nacional e incluso insular. Así, la de Italia era inequívocamente «italiana», desde sus programas de variedades y artificiosas entrevistas, ambos curiosamente desfasados, al famoso buen aspecto de sus presentadores, pasando por los característicos ángulos de cámara utilizados al filmar a mujeres ligeras de ropa. En la vecina Austria, una deliberada seriedad moral alentaba los programas de entrevistas de producción nacional (al contrario que el resto de programación, en la que Alemania ejercía un monopolio prácticamente total). En Suiza, como en Bélgica, cada región tenía sus propios canales, utilizaba idiomas diferentes, hablaba de acontecimientos distintos y usaba estilos enormemente dispares.
La BBC, como apuntaban con amargura sus críticos, había abandonado la estética y los ideales de sus inicios como arbitro moral de la nación y benevolente pedagogo al tratar de competir con sus rivales comerciales. Pero a pesar de haber bajado el nivel de sus contenidos (o quizá por eso mismo), resultaba más inequívocamente británica que nunca. Cualquiera que tuviera dudas, no tenía más que comparar un reportaje, un debate o una actuación de la BBC con programas similares de las francesas Antenne 2 o TF1: lo que había cambiado en ambas orillas era mucho menos sorprendente que lo mucho que seguía siendo igual. Los intereses intelectuales o políticos, el carácter opuesto de las actitudes frente a la autoridad y el poder eran tan características y tan diferentes como hacía medio siglo. En una época en la que las demás actividades colectivas y organizaciones comunitarias, en su mayoría, estaban en decadencia, la televisión era lo que el grueso de la población de todos los países tenía en común. Y servía perfectamente para reforzar tanto las diferencias nacionales como un elevado grado de ignorancia mutua.
La razón era que, salvo durante crisis importantes, los canales de televisión mostraban un interés notablemente reducido por lo que ocurría en los países vecinos: bastante menos, en todo caso, que en los primeros tiempos de la televisión, cuando la fascinación por la tecnología y la curiosidad por lo ajeno, aunque cercano, generaban numerosos documentales y «retransmisiones desde el extranjero», con el trasfondo de exóticas ciudades y marinas. Ahora Europa era algo que se daba por hecho, y con la excepción de su atribulado y empobrecido sureste, a la mayoría de los televidentes estas imágenes ya no les resultaban nada exóticas. En la televisión europea, los programas de viajes, entre otros, hacía tiempo que se habían «globalizado», y centraban su atención en horizontes más lejanos con lo que dejaban así languidecer al resto del continente: un territorio supuestamente familiar que, sin embargo, en la práctica, era en gran medida desconocido.
Los grandes espectáculos públicos —los funerales estilo imperio de Francia; las bodas y entierros reales del Reino Unido, Bélgica, España o Noruega; los traslados de restos, las conmemoraciones y las disculpas presidenciales registradas en varios territorios ex comunistas— eran asuntos estrictamente locales, profusamente retransmitidos a sus audiencias nacionales, pero únicamente observados por minorías poco representativas de otros países[4]. Los medios de comunicación nacionales sólo daban cuenta de los resultados electorales de otros países europeos si causaban una conmoción o si tenían consecuencias internacionales. En líneas generales, los europeos apenas tenían idea de qué les ocurría a sus vecinos. Su singular falta de interés por las elecciones de la Unión Europea no sólo surgía del recelo o del aburrimiento que suscitaban las elucubraciones procedentes de Bruselas; era un derivado natural del universo mental de la mayoría de ellos, que, en general, no tenía un carácter europeo.
Existía, sin embargo, una excepción omnipresente: el deporte. Un canal de televisión por satélite —Eurosport— se dedicaba a retransmitir una amplia gama de acontecimientos deportivos del continente en varios idiomas. Las emisiones de todos los canales nacionales, desde Estonia hasta Portugal, dedicaban un tiempo considerable a las competiciones deportivas, en muchos casos intereuropeas y, a menudo, sin contar siquiera con la presencia de equipos locales o nacionales. El deseo de contemplar cualquier evento había aumentado de forma espectacular en las últimas décadas del siglo, aunque, en general, el número de los que asistían en persona a éstas había disminuido; además, en tres países mediterráneos había suficiente demanda como para sostener periódicos especializados bien considerados y masivos (L’Equipe en Francia, Marca en España, y la Gazetta dello Sport en Italia).
Aunque muchas naciones seguían presumiendo de su papel en determinadas disciplinas y acontecimientos deportivos nacionales —el hockey sobre hielo en la República Checa, el baloncesto (curiosamente) en Lituania y Croacia, el Tour de Francia y el torneo anual de tenis de Wimbledon, en el Reino Unido—, desde un punto de vista continental estas celebraciones eran minoritarias, aunque en ocasiones pudieran atraer la atención de millones de espectadores (el Tour era el único suceso deportivo cuyo número de espectadores en directo había aumentado a lo largo de las décadas). En España, los toros no tenían demasiado atractivo para los jóvenes, aunque había revivido en los noventa como parte de la «industria del patrimonio» a la caza de ingresos. Desde el punto de vista del entretenimiento, hasta el cricket, el juego que para los ingleses es símbolo del verano, se había ido convirtiendo en una especie de reducto, pese a los esfuerzos destinados a hacerlo más colorista y palpitante, y a los tendentes a poner fin a los pausados pero comercialmente desastrosos partidos de cinco días. Lo que realmente unía a Europa era el fútbol.
No siempre había sido así. Este deporte se practicaba en todos los países europeos, pero en las primeras décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial los jugadores no se alejaban mucho de casa. El público veía las ligas de fútbol nacionales; en algunos sitios las competiciones internacionales, relativamente infrecuentes, se consideraban reediciones de la historia militar con gran carga emocional. Por ejemplo, en esos años, nadie que asistiera a un partido de fútbol entre Inglaterra y Alemania, o entre esta y Holanda (por no hablar de Polonia y Rusia) se habría hecho ninguna ilusión sobre el Tratado de Roma y la «unión cada vez más estrecha». Estaba claro que la referencia histórica pertinente era la Segunda Guerra Mundial.
En las primeras décadas posteriores a 1945, los jugadores de los diversos países europeos apenas se conocían entre sí y lo normal era que nunca se hubieran encontrado sobre el terreno de juego. En 1957, cuando el delantero gales John Charles hizo historia al abandonar el Leeds United para entrar en la Juventus de Turín por una suma impensable —sesenta y siete mil libras esterlinas—, fue portada en los noticiarios de ambos países. Hasta bien entrados los años sesenta era inusual que un jugador se encontrara a un extranjero en su equipo, salvo en Italia, donde entrenadores innovadores comenzaban a cazar a jugadores extranjeros de talento. El glorioso equipo del Real Madrid de los años cincuenta podía presumir realmente de contar con el sin par húngaro Ferenc Puskás, pero su caso no era en absoluto representativo. El jugador, capitán del equipo nacional húngaro, había abandonado Budapest después de la invasión soviética para nacionalizarse posteriormente español. Hasta entonces, como todos los demás futbolistas húngaros, era prácticamente desconocido fuera de su país, hasta el punto de que cuando condujo a los húngaros al campo del estadio londinense de Wembley en noviembre de 1953, uno de los futbolistas ingleses que se iba a enfrentar a ellos comentó sobre él: «Fíjate en ese gordito. Los vamos a machacar a todos» (Hungría ganó por seis a tres, y fue la primera ocasión en la historia en la que Inglaterra resultaba vencida en casa).
Una generación después, la Juventus, el Leeds, el Real Madrid y prácticamente todos los equipos de fútbol importantes de Europa tenían un elenco cosmopolita de jugadores, compuesto por muchas nacionalidades diferentes. Un joven de talento de Eslovaquia o Noruega, en su día condenado a sudar tinta en Košice o Trondheim con apariciones ocasionales en su equipo nacional, ahora podía participar en las grandes ligas, con lo que lograba visibilidad, experiencia y una excelente remuneración en Newcastle, Amsterdam o Barcelona. En 2005, el entrenador del equipo inglés era sueco. El Arsenal, principal club de fútbol inglés a comienzos del siglo XXI, era dirigido por un francés. El conjunto titular de este equipo del norte de Londres estaba compuesto por jugadores de Francia, Alemania, Suecia, Dinamarca, Islandia, Irlanda, Holanda, España, Suiza, Brasil, Costa de Marfil y Estados Unidos, así como por unos pocos ingleses. El fútbol era un deporte sin fronteras, tanto para los jugadores como para los entrenadores y el público. Equipos de moda, como el Manchester United apostaban sus triunfos futbolísticos a una «imagen» que podía ser (y era) comercializada con igual éxito en Lancashire que en Letonia.
Un puñado de figuras —no necesariamente las de más talento, sino las que podían presumir de un mejor físico, esposas hermosas y una animada vida privada— asumieron un papel en la vida pública europea y en la prensa popular hasta entonces reservado a las estrellas de cine o a la realeza de rango menor. Cuando David Beckham (un jugador inglés de moderadas dotes técnicas que, sin embargo, tenía un talento inigualable para autopromocionarse) abandonó el Manchester United para trasladarse al Real Madrid en 2003, su fichaje llenó los titulares de todos los noticiarios televisivos de los Estados miembros de la Unión Europea. Su vergonzosa actuación en la Liga de Campeones europea, celebrada en Portugal —el capitán inglés falló dos penaltis, lo que aceleró la pronta e ignominiosa eliminación de su país— apenas apagó el entusiasmo de sus seguidores.
Lo más revelador es que en el Reino Unido la eliminación del equipo inglés no tuvo consecuencias apreciables sobre la audiencia televisiva registrada por los demás partidos de la Liga entre equipos de países pequeños (como Portugal, Holanda, Grecia y la República Checa) con los que los hinchas británicos no tenían vinculación. A pesar del enorme ardor que suscitaban los partidos internacionales, con enseñas ondeando, leones rampantes y canto a coro de himnos, la obsesión compartida por ver partidos —cualquier partido— superaba las lealtades particulares[5]. En su momento culminante, las retransmisiones realizadas por la BBC de los partidos que se jugaban en Portugal atrajeron a veinte millones de televidentes, sólo en el Reino Unido. El portal oficial de la Liga, euro.com, registró cuarenta millones de visitas y el visionado de quinientas mil páginas durante la celebración del campeonato.
El fútbol se adaptaba perfectamente a esta novedosa popularidad. Era un pasatiempo inequívocamente igualitario. Como para practicarlo no se necesita mucho más equipo que algún balón, lo puede jugar cualquiera en cualquier parte, a diferencia del tenis, la natación o el atletismo, que precisan de cierto nivel de renta o de alguna instalación pública que, en muchos países europeos, no siempre está a disposición de la población. Ser inusualmente alto o corpulento no es ninguna ventaja —más bien al contrario— y no es una práctica especialmente peligrosa. Como empleo, el fútbol había sido durante mucho tiempo una alternativa mal pagada para los muchachos de clase obrera de las ciudades industriales; ahora conducía, para empezar, a los peldaños superiores de la prosperidad de las zonas residenciales.
Además, por muy diestros y conocidos que fueran, los jugadores de fútbol no podían dejar de formar parte de un equipo. No podían transmutarse fácilmente en símbolos de una empresa nacional no recompensada, como el siempre fracasado ciclista francés Raymond Poulidor. Además, el fútbol era demasiado sencillo como para que asumiera la función metafórica y casi metafísica que en ocasiones se le daba al béisbol en Estados Unidos. Y, a diferencia de los deportes profesionales de equipo que se jugaban, por ejemplo en Norteamérica, estaba al alcance de cualquier hombre (y, cada vez más, de cualquier mujer). En resumen, el fútbol era un deporte muy europeo.
En ocasiones se señalaba que el fútbol, como objeto de la atención pública, no sólo sustituía a la guerra sino a la política. No hay duda de que ocupaba mucho más espacio en los periódicos, y los políticos de todas partes se preocupaban de rendir sus respetos a los héroes deportivos, demostrando el debido reconocimiento de sus éxitos. Pero, después de todo, en Europa la política había perdido su propio gancho competitivo: la desaparición de los grandes relatos del pasado (los que enfrentaban socialismo y capitalismo; a los proletarios con los propietarios; a los revolucionarios con los imperialistas) no significaba que determinados asuntos de las políticas públicas ya no movilizaran o dividieran a la opinión pública. Pero sí dificultaba la descripción de las opciones y lealtades políticas en función de los tradicionales términos partidistas.
Con frecuencia, los antiguos extremos políticos —extrema izquierda y extrema derecha— aparecían unidos: normalmente en su oposición a los extranjeros y en el miedo que compartían a la integración europea. El anticapitalismo —refundido de forma un tanto inverosímil en antiglobalización, como si el capitalismo estrictamente nacional fuera una especie diferente y menos ofensiva— atraía tanto a reaccionarios chovinistas como a radicales internacionalistas. En cuanto a las tendencias políticas mayoritarias, las antiguas diferencias entre partidos de centro derecha y centro izquierda prácticamente se habían evaporado. Respecto a una amplia gama de asuntos actuales, los socialdemócratas suecos y los neogaullistas franceses, por ejemplo, podían tener más en común los unos con los otros que con sus respectivos antepasados ideológicos. La topografía política de Europa se había alterado drásticamente durante las dos décadas anteriores. Aunque seguía siendo algo aceptado abordarla desde la «izquierda» o la «derecha», no estaba claro qué distinguían ambos términos.
El partido político tradicional fue una de las víctimas de esas transformaciones, ya que, como hemos visto, se redujeron tanto su número de afiliados como la afluencia a las urnas. Entre los damnificados también se encontraba una institución europea casi igualmente venerable, la del intelectual público. El fin de siècle anterior había asistido a la primera floración de intelectuales políticamente comprometidos en Viena, Berlín, Budapest, pero sobre todo en París: hombres como Theodor Herzl, Karl Kraus o Léon Blum. Un siglo después, sus supuestos sucesores en el panorama europeo, aunque no hubieran desaparecido por completo, eran cada vez más marginales.
Varias razones explicaban la desaparición del intelectual continental (la especie siempre había sido rara avis en el Reino Unido, y sus aislados casos eran producto del exilio, como Arthur Koestler o Isaiah Berlin). En Europa central y oriental, los problemas que en su día habían movilizado al estamento intelectual político —el marxismo, el totalitarismo, los derechos humanos o la economía en periodos de transición— ahora suscitaban aburrimiento e indiferencia entre las generaciones más jóvenes. Moralistas ancianos como Havel —o personajes como Michnik, en su día héroes políticos— se vinculaban irrevocablemente con un pasado que pocos tenían intención de revisitar. Lo que Czesław Miłosz había descrito como «la irritación de los intelectuales de Europa del Este» ante la obsesión de Estados Unidos por los productos puramente materiales ahora se dirigía cada vez más hacia sus conciudadanos.
En Europa occidental, la función apelativa del intelectual no había desaparecido por completo —los lectores de la prensa de calidad alemana o francesa se seguían exponiendo periódicamente a los ardorosos sermones políticos de Günter Grass o Régis Debray— pero había perdido su objeto. Los moralistas del ámbito público podían arremeter contra muchos pecados particulares, pero carecían de objetivos o ideales generales con los que movilizar a sus seguidores. El fascismo, el comunismo y la guerra habían sido erradicados en el continente, al igual que la censura y la pena de muerte. El aborto y los métodos anticonceptivos eran accesibles prácticamente en todas partes, la homosexualidad era una opción permitida y practicada a plena luz del día. Los expolios de los desenfrenados mercados capitalistas, ya fueran mundiales o locales, seguían atrayendo el fuego de los intelectuales de todos los países; pero, a falta de un proyecto anticapitalista alternativo y seguro de sí mismo, este tipo de debate encajaba mejor en los laboratorios de pensamiento que en los círculos filosóficos.
El único escenario en el que los intelectuales europeos podían seguir combinando la entereza moral y la prescripción de políticas universales era en el de las relaciones exteriores, un ámbito libre de los enrevesados condicionantes de la toma de decisiones políticas internas y en el que cuestiones como lo correcto y lo equivocado, o la vida y la muerte, seguían estando muy en juego. Durante las guerras de Yugoslavia, los intelectuales del Oeste y del Este de Europa rompieron sus lanzas denodadamente. Algunos, como Alain Finkielkraut, desde París, se identificaron en cuerpo y alma con la causa croata. Unos pocos —sobre todo en Francia y Austria— condenaron la intervención occidental, tachándola de afrenta de Estados Unidos contra la autonomía serbia, basada (según decían) en informes exagerados o incluso falsos sobre crímenes inexistentes. La mayoría esgrimieron principios generales para justificar su defensa de la intervención en Bosnia o Kosovo, ampliando argumentos basados en derechos, propugnados por primera vez hacía veinte años, y haciendo hincapié en las prácticas genocidas de las fuerzas serbias.
Pero ni siquiera el caso yugoslavo, pese a su carácter apremiante, podía devolver a los intelectuales al centro de la vida pública. En París se podía invitar a Bernard-Henri Lévy al palacio del Elíseo para celebrar consultas con el presidente Mitterrand, del mismo modo que Tony Blair organizaba conciliábulos ocasionales con afamados periodistas británicos y otros cortesanos literarios. Pero esas manifestaciones de mercadotecnia cuidadosamente orquestadas no tenían consecuencias políticas: ni Francia ni el Reino Unido ni ninguno de sus aliados alteraron sus cálculos en modo alguno conmovidos por la presión de los intelectuales. Como quedó claro durante el desencuentro atlántico de 2003, los intelectuales públicamente comprometidos tampoco podían desempeñar el papel crucial que antes habían tenido a la hora de movilizar al conjunto de la opinión pública.
La inmensa mayoría del público europeo (al contrario que ciertos hombres de Estado del continente) se opuso a la invasión estadounidense de Irak que tuvo lugar ese año y a las líneas generales de la política exterior de Estados Unidos bajo la administración del presidente George W. Bush. Pero la efusión de inquietud y de ira a la que dio lugar esta oposición, aun siendo compartida y expresada por muchos intelectuales europeos, no dependía de ellos ni para articularse ni para organizarse. Algunos autores franceses —de nuevo Lévy o Pascal Bruckner— se negaron a condenar a Washington, en parte por miedo a dar una imagen irreflexivamente antiestadounidense y en parte porque simpatizaban con su oposición al «islam radical». Pasaron prácticamente desapercibidos.
Personajes en su día influyentes, como Michnik y Glucksmann, instaron a sus lectores a apoyar la política de Washington en Irak, señalando, y aquí partían de sus propios escritos anteriores sobre comunismo, que una política de «intervencionismo liberal» que defendiera los derechos humanos en todo el mundo se amparaba en principios generales y que Estados Unidos estaba ahora, igual que antes, en la vanguardia de la lucha contra la maldad política y el relativismo moral. En consecuencia, habiéndose convencido así mismos de que el presidente estadounidense estaba llevando a cabo su política exterior (la de él) por sus razones (las de ellos), se quedaron auténticamente sorprendidos cuando se vieron aislados y ninguneados por su público habitual.
Pero la irrelevancia de Michnik o de Glucksmann no tenía nada que ver con el molde concreto de sus opiniones. La misma suerte esperaba a los intelectuales que adoptaron la perspectiva contraria. El 31 de mayo de 2003,Jürgen Habermas y Jacques Derrida —dos de los escritores, filósofos e intelectuales más conocidos de Europa— publicaron un artículo en el Frankfurter Allgemeine Zeitung, titulado «Unsere Erneuerung. Nach dem Krieg: Die Wiedergeburt Europas» (Nuestra renovación. Después de la guerra: el renacimiento de Europa), en el que señalaban que la nueva y peligrosa opción de Estados Unidos constituía una urgente llamada de atención para Europa: una ocasión para que los europeos repensaran su identidad común, recurrieran a los valores ilustrados que compartían y adoptaran una posición característicamente europea en el panorama internacional.
La aparición del texto tenía que coincidir con la aparición en toda Europa occidental de artículos similares redactados por figuras públicas de igual renombre: Umberto Eco en La Repubblica, su colega italiano el filósofo Gianni Vattimo en La Stampa, el presidente suizo de la Academia Alemana de Letras, Adolf Muschg, en el Neue Zürcher Zeitung, el filósofo español Fernando Savater en El País, y un solo estadounidense, el también filósofo Richard Rorty, en el Süddeutsche Zeitung. Prácticamente en cualquier otro momento del siglo anterior una iniciativa intelectual de esa envergadura, en periódicos tan importantes y con personajes de tanta categoría, habría supuesto un acontecimiento público trascendental: un manifiesto y una convocatoria de lucha que habrían agitado las aguas de la comunidad política y cultural.
Pero la iniciativa de Habermas y Derrida, aunque articulaba sentimientos compartidos por muchos europeos, pasó prácticamente desapercibida. No tuvo cobertura informativa ni tampoco fue citada por sus simpatizantes. Nadie pidió a sus autores que tomaran la pluma y dirigieran la marcha. Sin duda, los gobiernos de un número considerable de Estados europeos, entre ellos Francia, Alemania, Bélgica y, posteriormente, España, simpatizaban con las ideas expresadas en esos textos, pero a ninguno de ellos se le ocurrió consultar su postura con los profesores Derrida o Eco. Todo el proyecto se desintegró. Cien años después del caso Dreyfus, cincuenta años después de la apoteosis de Jean-Paul Sartre, los principales intelectuales de Europa habían hecho una petición, y nadie había acudido.
Seis décadas después del fin de la Segunda Guerra Mundial, la Alianza Atlántica entre Europa y Estados Unidos se hallaba en estado de confusión. En parte, era un resultado predecible del fin de la Guerra Fría: aunque pocos deseaban que la OTAN fuera desmantelada o abandonada, no tenía mucho sentido conservarla como estaba y sus objetivos futuros no estaban claros. La Alianza sufrió todavía más durante las guerras de Yugoslavia, cuando los generales estadounidenses se quejaron de tener que compartir la toma de decisiones con sus homólogos europeos, que eran reacios a tomar la iniciativa y que poco apoyo práctico podían ofrecer sobre el terreno.
Cuando la OTAN sufrió presiones más inusitadas fue con la reacción de Washington ante los atentados del 11 de septiembre de 2001. El inflexible y burdo maniqueísmo del presidente Bush («con nosotros o contra nosotros»), el desaire al ofrecimiento de ayuda de sus socios de la OTAN y la marcha de Estados Unidos hacia la guerra en Irak, pese a la abrumadora oposición internacional y la ausencia de aval de la ONU, consiguieron que Estados Unidos, no menos que el «terror» al que habían declarado una guerra indefinida, fuera ahora considerado una enorme amenaza para la paz y la seguridad mundiales.
La diferencia entre la Vieja Europa y la Nueva Europa que el secretario de Defensa estadounidense Donald Rumsfeld dijo haber identificado en la primavera de 2003, con el fin de introducir una cuña entre los aliados europeos de Washington, no decía mucho sobre las discrepancias dentro de Europa e interpretaba erróneamente sus objetivos. Estados Unidos sólo podía contar con un respeto y un apoyo popular firmes en Polonia. A los demás países de Europa, viejos y nuevos, la política de Estados Unidos en Irak, y otras muchas cosas más, les resultaban profundamente desagradables[6]. Pero el hecho de que un importante alto cargo estadounidense tratara de dividir a los europeos de ese modo, escasos años después de que con tanto esfuerzo hubieran comenzado a ajustar sus costuras, hizo que muchos llegaran a la conclusión de que ahora Estados Unidos era el problema más grave al que se enfrentaba Europa.
La OTAN se había constituido para compensar la incapacidad de Europa occidental para defenderse sin ayuda exterior. Los constantes fracasos de los gobiernos europeos a la hora de forjar una fuerza militar propia y operativa fue lo que mantuvo la vigencia de la organización. A partir del Tratado de Maastricht de 1993, la Unión Europea por lo menos había reconocido la necesidad de una política exterior y de seguridad común, aunque seguía sin estar claro cuál era y cómo había que determinarla y ponerla en práctica. Sin embargo, diez años después la Unión Europea estaba a punto de establecer un Fuerza de Reacción Rápida compuesta por 60.000 hombres y destinada a intervenir en labores de mantenimiento de la paz. Los gobiernos europeos, ante la insistencia de Francia y el evidente malestar de Washington, también estaban a punto de llegar a un acuerdo sobre la formación de una fuerza de defensa autónoma capaz de actuar fuera de su territorio y al margen de la OTAN.
Pero el abismo atlántico no sólo se basaba en un desencuentro militar. Ni siquiera tenía que ver con conflictos económicos, aunque ahora la Unión Europea era lo suficientemente fuerte como para presionar al Congreso y a determinadas compañías estadounidenses y conseguir que aceptaran sus normativas y leyes si no querían correr el riesgo de ser expulsados de sus mercados. Esta situación pilló desprevenidos a muchos congresistas y empresas americanos. Ahora, no sólo Europa ya no estaba eclipsada por Estados Unidos sino que, en cierto modo, entre ellos se habían cambiado las tornas. Durante 2000, la inversión directa europea en Estados Unidos había llegado a los novecientos mil millones de dólares (frente a los menos de seiscientos cincuenta mil que suponía en Europa la procedente de Estados Unidos); casi el 70 por ciento de toda la inversión extranjera que recibía Estados Unidos procedía de Europa, y además las multinacionales del continente se habían convertido en propietarias de gran número de importantes símbolos productivos estadounidenses, entre ellos Brooks Brothers, Random House, los cigarrillos Kent, Pennzoil, Bird’s Eye y el equipo de béisbol Los Angeles Dodgers.
La competencia económica, por tensa que fuera, no dejaba de significar cierta proximidad. Lo que realmente estaba separando los dos continentes era un desacuerdo cada vez más profundo en materia de «valores». En palabras de Le Monde, «la comunidad de valores transatlántica se está haciendo añicos». Visto desde Europa, Estados Unidos —que se había convertido en superficialmente familiar durante la Guerra Fría— estaba empezando a resultar muy ajeno. La ferviente religiosidad de un número creciente de estadounidenses —que reflejaba su último presidente, un creyente «renacido»— era incomprensible para la mayoría de los cristianos europeos (aunque no para sus más devotos vecinos musulmanes). La afición estadounidense a tener armas a mano, incluidos rifles semiautomáticos totalmente equipados, hacía que la vida allí pareciera peligrosa y anárquica, mientras que para la inmensa mayoría de los observadores europeos, el recurso habitual e impenitente a la pena de muerte parecía situar al país al margen de lo tolerable por la civilización moderna[7].
A esto se añadía el creciente menosprecio que mostraba Washington hacia los tratados internacionales, su perspectiva singular sobre cualquier cosa, desde el calentamiento global al derecho internacional, y, sobre todo, su partidismo en el conflicto entre palestinos e israelíes. La elección del presidente George W. Bush en 2000 no supuso un cambio de dirección total en ninguno de esos asuntos; el abismo atlántico había comenzado a abrirse mucho antes. Pero, para muchos analistas europeos, la mayor acritud de la nueva administración confirmó lo que ya sospechaban: que ésos no eran meros desacuerdos sobre políticas concretas. Eran una demostración patente de la existencia de un antagonismo cultural fundamental.
La idea de que Estados Unidos tenía una cultura diferente —o inferior o amenazadora— no era nada original. En 1983 el ministro de Cultura francés Jack Lang advirtió de que la serie Dallas, que tanto éxito cosechaba, representaba una grave amenaza para las identidades francesa y europea. Nueve años después, cuando Parque Jurásico se estrenó en los cines franceses, uno de sus sucesores conservadores se remitió a él al pie de la letra. Cuando se abrió Eurodisney en la primavera de 1992, la radical directora de teatro parisiense Ariane Mnouchkine fue más allá y advirtió de que este parque recreativo sería una «Chernóbil cultural». Pero éstas eran las fruslerías habituales del esnobismo y la inseguridad culturales, mezcladas —en Francia y en los demás países— con una nostalgia algo más que un poco chovinista. Cuando se conmemoraba el quincuagésimo aniversario del Día D, Gianfranco Fini, líder del partido italiano Alianza Nacional, antes fascista, declaró al periódico La Stampa: «Espero que no se considere que justifico el fascismo si me pregunto si con los desembarcos estadounidenses Europa no perdió parte de su identidad cultural».
La novedad de la situación a comienzos del siglo XXI era que esos sentimientos se estaban generalizando, pasando de la periferia intelectual o política al centro de la vida europea. El calado y la amplitud del sentimiento antiamericano en la Europa contemporánea superaba con mucho lo visto durante la guerra del Vietnam e incluso durante el apogeo de los movimientos pacifistas de comienzos de los ochenta. Aunque en casi todos los países seguía habiendo una mayoría que pensaba que la relación transatlántica podía mantenerse, en 2004, tres de cada cinco europeos (muchos más en algunos países, especialmente España, Eslovaquia y, sorprendentemente, Turquía) pensaban que un fuerte liderazgo estadounidense en el mundo era algo indeseable.
Hasta cierto punto, esta situación podía atribuirse a la generalizada aversión que suscitaban las políticas y la persona del presidente George W. Bush, que contrastaban con el afecto que había despertado su predecesor, Bill Clinton. Pero a muchos europeos les había enfurecido el presidente Lyndon Johnson a finales de los sesenta, aunque sus sentimientos hacia la guerra en el sureste asiático no se transformaran habitualmente en antipatía hacia Estados Unidos o hacia los estadounidenses en general. Cuarenta años después, en todo el continente cundía la sensación (incluyendo en gran medida al Reino Unido, que se oponía airadamente a la entusiasta identificación de su primer ministro con el aliado estadounidense) de que algo iba mal en la clase de lugar en que Estados Unidos se estaba convirtiendo, o en lo que, como muchos subrayaban ahora, siempre había sido.
De hecho, los presuntos rasgos «antiamericanos» de Europa se estaban tornando rápidamente en el principal común denominador con el que se identificaban los europeos. Los valores europeos se contraponían a los estadounidenses. Europa era —o debía esforzarse por ser— todo lo que Estados Unidos no era. En noviembre de 1998, Jérôme Clément, presidente de Arte, un canal de televisión francoalemán dedicado a la cultura y las artes, advirtió de que la «creatividad europea» era el último baluarte frente a las sirenas del materialismo estadounidense y señaló el caso de la Praga postcomunista como ejemplo representativo: una ciudad en peligro de sucumbir a «une utopie libérale mortelle» (una mortal utopía liberal), sometida a los mercados desregulados y a la atracción del lucro.
No había duda de que, en los años inmediatamente posteriores al comunismo, Praga, al igual que el resto de Europa oriental, había sido culpable de anhelar todo lo que fuera estadounidense, desde la libertad individual a la abundancia material. Y nadie que visitara las capitales de Europa del Este, desde Tallinn hasta Liubliana, dejaría de percibir la existencia de una nueva y dinámica élite de jóvenes de ambos sexos que, vestidos a la moda, se precipitaban afanosamente a alguna cita e iban de compras montados en automóviles caros y flamantes, disfrutando de la mortal utopía liberal de las pesadillas de Clément. Pero hasta los europeos orientales comenzaban a guardar distancias respecto al modelo estadounidense: en parte por deferencia hacia su nueva asociación con la Unión Europa y en parte porque aumentaba el desagrado que les producían ciertos aspectos de la política exterior estadounidense. Sin embargo, la explicación cada vez tenía más que ver con el hecho de que Estados Unidos, como sistema económico y como modelo de sociedad, ya no parecía un camino hacia el futuro tan evidente[8].
En Europa oriental, el antiamericanismo extremo seguía siendo de gusto minoritario. Ahora, en países como Bulgaria o Hungría era una forma indirecta y políticamente aceptable de expresar nostalgia por el comunismo nacional, y, como con tanta frecuencia en el pasado, también un práctico sustituto del antisemitismo. Pero ni siquiera entre los comentaristas y políticos de las tendencias mayoritarias era habitual considerar las instituciones o prácticas estadounidenses una fuente de inspiración o algo que emular. Durante un largo periodo, Estados Unidos había ocupado otro tiempo: el del futuro de Europa. Ahora no era más que un lugar más. No hay duda de que muchos jóvenes seguían soñando con ir allí. Pero, como explicó a un entrevistador un húngaro que había trabajado algunos años en California: «A Estados Unidos hay que venir cuando eres joven y soltero. Pero cuando llega el momento de envejecer, hay que volver a Europa».
La imagen de Estados Unidos como territorio de la juventud y la aventura perpetuos —en la que Europa se reflejaba como un indulgente paraíso para personas maduras y con aversión al riesgo— tenía mucha aceptación, sobre todo en el propio Estados Unidos. Y, de hecho, Europa estaba envejeciendo. En 2004, de los veinte países del mundo con un porcentaje más elevado de personas mayores de sesenta años, todos, salvo uno, estaban en Europa (la excepción era Japón). El índice de natalidad en muchos países europeos estaba muy por debajo del índice de reemplazo. En España, Grecia, Polonia, Alemania y Suecia las tasas de fertilidad se encontraban por debajo de 1,4 niños por mujer. En ciertas partes de Europa oriental (Bulgaria y Letonia, por ejemplo, o Eslovenia), se acercaban más al 1,1, la tasa más baja del mundo. Estos datos, si se proyectaban hasta el 2040, indicaban una alta probabilidad de que la población de muchos países europeos se redujera en un quinto o más.
Ninguna de las explicaciones tradicionales que se dan al descenso de la fertilidad parecía servir para explicar la incipiente crisis demográfica europea. Países pobres como Moldavia y ricos como Dinamarca se enfrentaban al mismo desafío. En naciones católicas como Italia o España, los jóvenes (casados o no) vivían con frecuencia en casa de sus padres hasta bien entrada la treintena, mientras que en la luterana Suecia tenían su propia casa y acceso a generosas subvenciones estatales, tanto de ayuda a la infancia como para el permiso de maternidad. Pero aunque los escandinavos tenían un índice de natalidad un poco más elevado que el de los europeos mediterráneos, las diferencias en ese sentido eran menos sorprendentes que las similitudes. Además, en todos los países las cifras habrían sido aún más bajas de no ser por los inmigrantes de fuera de Europa, que incrementaron el conjunto de las cifras demográficas y que eran mucho más dados a procrear. En Alemania, en 1960, el número de niños nacidos de padre o madre extranjero era sólo del 1,3 por ciento del total anual. Cuarenta años después, la cifra llegaba hasta el 20 por ciento.
En realidad, el panorama demográfico europeo no era muy diferente del que había al otro lado del Atlántico: a comienzos del nuevo milenio el índice de natalidad de los estadounidenses autóctonos también estaba por debajo de los niveles de reemplazo. La diferencia estribaba en que el número de inmigrantes que entraba en Estados Unidos era tan superior —con una presencia desproporcionada de adultos jóvenes— que a corto plazo la tasa de fertilidad general del país parecía ir a superar cómodamente a la europea. Y aunque las depresiones demográficas apuntaban que tanto Estados Unidos como Europa podrían tener dificultades para sostener las pensiones públicas y otros compromisos en las décadas venideras, los sistemas de bienestar europeos eran incomparablemente más generosos y, por tanto, tenían por delante una amenaza mayor.
Los europeos se enfrentaban a un dilema aparentemente sencillo: ¿qué ocurriría cuando no hubiera gente joven suficiente en edad de trabajar para cubrir los costes de una floreciente comunidad de pensionistas, que ahora vivían muchos más años que antes, sin pagar impuestos y sometiendo, por si fuera poco, los servicios médicos a una presión creciente[9]? Una de las alternativas era reducir las prestaciones por jubilación. Otra, levantar el umbral que permitía acceder a ellas: es decir, hacer que la gente trabajara más años antes de jubilarse. Una tercera alternativa pasaba por gravar más las nóminas de los que seguían trabajando. La cuarta opción, que sólo se barajó realmente en el Reino Unido (y con poco entusiasmo), era la de imitar a Estados Unidos y alentar o incluso obligar a la gente a suscribir planes de pensiones en el sector privado. Todas esas posibilidades eran potencialmente explosivas desde el punto de vista político.
Para muchos de los que criticaban los Estados del bienestar europeos desde la defensa del libre mercado, el problema principal al que se enfrentaba Europa no era la escasez de población, sino la rigidez económica. No se trataba de que no hubiera, o que no fuera a haber, trabajadores suficientes: el problema era que, al existir demasiadas leyes para proteger los salarios y empleos o para sufragar subsidios de paro y pensiones de jubilación tan elevados, no había realmente incentivos para trabajar. Si se abordaba esta «inflexibilidad del mercado de trabajo» y se reducían o privatizaban las costosas prestaciones sociales, podría entrar más gente en el mercado laboral, se aliviaría la presión sobre empresarios y contribuyentes, y la «euroesclerosis» podría superarse.
Este diagnóstico tenía tanto de verdadero como de falso. No había duda de que algunas de las compensaciones del Estado del bienestar, negociadas y puestas en marcha en pleno auge económico de la postguerra, ahora suponían un peso enorme. Cualquier trabajador alemán que perdiera su trabajo tenía derecho al 60 por ciento de su última nómina durante treinta y dos meses (el 67 si tenía un hijo). Posteriormente, los pagos mensuales se reducían al 53 por ciento (o el 57) de la última nómina indefinidamente. No estaba claro si este colchón disuadía o no a la gente de buscar un trabajo remunerado. Pero sí tenía un precio. Una zona gris de normativas concebidas para proteger los intereses de los trabajadores empleados dificultaba a los empresarios de la mayoría de los países de la Unión Europea (sobre todo de Francia) el despido de los trabajadores a tiempo completo: la consiguiente renuencia a contratar contribuía a mantener unos índices de desempleo juvenil persistentemente elevados.
Por otra parte, el hecho de que las economías europeas estuvieran enormemente reguladas y que fueran inflexibles en comparación con el contexto estadounidense no significaba necesariamente que fueran ineficientes o improductivas. En 2003, las economías de Suiza, Dinamarca, Austria e Italia, si se medían en términos de producción por hora, eran comparables a las de Estados Unidos. Según el mismo parámetro, Irlanda, Bélgica, Noruega, Holanda y Francia (sic) producían más que Estados Unidos. No obstante, si éstos eran, en general, más productivos —si los estadounidenses generaban más bienes, servicios y dinero— era porque entre ellos había un porcentaje mayor con empleo remunerado; trabajaban más horas que los europeos (un promedio de trescientas más al año en 2000), y sus vacaciones eran más escasas y más cortas.
Mientras que los británicos tenían legalmente derecho a veintitrés días de vacaciones pagadas al año, los franceses a veinticinco y los suecos a treinta o más, los estadounidenses, dependiendo de dónde vivieran, tenían que conformarse con unas vacaciones pagadas inferiores a la mitad de las citadas. Los europeos habían elegido deliberadamente trabajar menos, ganar menos y tener una vida mejor. A cambio de pagar unos impuestos especialmente elevados (otro de los impedimentos para el crecimiento y la innovación, según los críticos anglo-estadounidenses), los europeos tenían asistencia sanitaria gratuita o prácticamente gratuita, una pronta jubilación y una prodigiosa gama de servicios sociales y públicos. Su educación, hasta la enseñanza secundaria, era mejor que la de los estadounidenses. Sus vidas eran más seguras y —en parte por esta razón— más largas, tenían mejor salud (a pesar de gastar mucho menos) y muchos menos de sus conciudadanos vivían en la pobreza[10].
Este era, por tanto, el «modelo social europeo». Estaba fuera de toda duda que era muy caro. Pero para la mayoría de los europeos el hecho de que prometiera seguridad en el empleo, impuestos progresivos y enormes transferencias sociales representaba un contrato implícito entre el Gobierno y sus ciudadanos, así como entre los propios ciudadanos. Según los sondeos anuales del Eurobarómetro, la inmensa mayoría de los europeos pensaba que las circunstancias sociales causaban la pobreza, y no las deficiencias individuales. También mostraban su disposición a pagar impuestos más elevados si éstos se dirigían a aliviar la necesidad.
Como cabía esperar, esos sentimientos estaban muy generalizados en Escandinavia. Pero eran prácticamente igual de mayoritarios en el Reino Unido, Italia y España. Existía un amplio consenso internacional e interclasista respecto al deber que tenía el Estado de proteger a los ciudadanos de los peligros e infortunios del mercado: ni las empresas ni el Estado debían tratar a los trabajadores como unidades de producción desechables. La responsabilidad social y la ventaja económica no debían ser mutuamente excluyentes: el «crecimiento» era loable, pero no a cualquier precio.
Existían diversas variantes de este modelo europeo: la nórdica, la renana, la católica, y diversos subtipos dentro de cada una de ellas. Lo que tenían en común no era un determinado conjunto de servicios o prácticas económicas, ni un cierto nivel de participación pública. Era más bien el deseo —unas veces plasmado en documentos y leyes, otras no— de alcanzar un equilibrio entre los derechos sociales, la solidaridad ciudadana y la responsabilidad colectiva que fueran apropiados y posibles en el Estado contemporáneo. Puede que los resultados agregados fueran muy diferentes en, pongamos por caso, Italia y Suecia. Pero, para muchos ciudadanos, el consenso social que encarnaban era formalmente vinculante: en 2004, cuando el canciller socialdemócrata alemán introdujo cambios en los subsidios asistenciales del país, tropezó con un huracán de protestas sociales, al igual que le había ocurrido diez años antes al Gobierno gaullista cuando propuso reformas similares en Francia.
Desde los años ochenta había habido varias intentonas de saldar la disyuntiva entre solidaridad social europea y flexibilidad económica de cuño estadounidense. Una nueva generación de economistas y empresarios, que en algunos casos habían pasado cierto tiempo en escuelas de negocios o compañías estadounidenses y que se sentían frustrados ante lo que consideraban inflexibilidad del entorno empresarial europeo, habían inculcado a los políticos la necesidad de «racionalizar» los procedimientos y fomentar la competencia. En Francia, la denominada con razón gauche américaine (derecha americana) se propuso liberar a la izquierda de su complejo anticapitalista, conservando al mismo tiempo su conciencia social; en Escandinavia, el efecto inhibidor de los impuestos elevados se discutía (aunque no siempre se reconociera) hasta en los círculos socialdemócratas. La derecha había tenido que aceptar la defensa del Estado del bienestar; ahora la izquierda reconocería las virtudes del lucro.
El esfuerzo por conjugar lo mejor de ambos mundos se superpuso, no por casualidad, a la búsqueda de un proyecto con el que sustituir el difunto debate entre capitalismo y socialismo, que había constituido el núcleo de la política occidental durante más de un siglo. El resultado, nacido a finales de la década de 1990, fue denominado «tercera vía», por conjugar aparentemente el entusiasmo por la producción capitalista libre de trabas con la debida consideración por sus consecuencias sociales y por el interés colectivo. No era algo muy novedoso: añadía poco a la «economía social de mercado» esbozada por Ludwig Erhard en los años cincuenta. Pero la política, sobre todo la post-ideológica, tiene que ver con las formas; y fue precisamente la de la tercera vía (basada en la exitosa «triangulación» de Bill Clinton, situada más allá de las izquierdas y de las derechas y representada principalmente por el nuevo laborismo de Tony Blair) la que sedujo a los observadores.
Evidentemente, Blair tenía ciertas ventajas propias de su tiempo y su lugar. En el Reino Unido, Margaret Thatcher había desplazado las referencias políticas muy a la derecha, mientras que los predecesores de Blair en la dirección laborista habían realizado la dura tarea de destruir a la vieja izquierda del partido. Por tanto, en el clima post-thatcheriano, el progresismo y el «europeísmo» de Blair podían sonar verosímiles sólo con que él dijera cosas positivas sobre lo deseable que era distribuir correctamente los servicios públicos; entre tanto, su tan publicitada admiración por el sector privado, así como el entorno favorable a las empresas que sus políticas trataban de alentar, le situaban firmemente en el campo «estadounidense». Hablaba con afecto de llevar al Reino Unido al redil de Europa, pero no dejaba de insistir en mantener al país libre de las protecciones sociales de la legislación europea y de la armonización fiscal inherente al mercado único de la Unión.
La tercera vía se comercializó como una solución pragmática para los dilemas económicos y sociales y como un excelente avance conceptual después de décadas de estancamiento teórico. Sus admiradores en el resto del continente, haciendo caso omiso a las abortadas «terceras vías» de sus propios pasados nacionales —entre las que destacaba la «tercera vía» fascista de los años treinta— la suscribieron con entusiasmo. La imagen que había dado la Comisión Europea de Jacques Delors (1985-1995) era la de una institución que, apenas interesada en concebir e imponer normas de ningún tipo, sustituía la herencia perdida del socialismo burocrático de cuño fabiano por «Europa». Bruselas también parecía necesitada de una tercera vía: de una historia propia que le levantara el ánimo y pudiera sacar a la Unión de la invisibilidad institucional y del exceso de regulación[11].
La política de renovación de imagen de Blair no sobreviviría mucho tiempo a la desastrosa decisión de enredar el país y su reputación en la invasión de Irak en 2003: ello no hizo sino recordar a los analistas extranjeros que la tercera vía del nuevo laborismo estaba inseparablemente ligada a la renuencia del Reino Unido a elegir entre Europa y Estados Unidos. Y la constatación de que Gran Bretaña, al igual que Estados Unidos, estaba asistiendo a un espectacular aumento del número de pobres —al contrario que el resto de la Unión Europea, donde la pobreza era cada vez más reducida, si es que existía— disminuyó drásticamente el atractivo del modelo británico. Pero la fecha de caducidad de la tercera vía sólo podía ser temprana. Su propio nombre indicaba la presencia de dos extremos —el capitalismo de libre mercado en su forma más extrema y el socialismo de Estado— que ya no existían (además, el primero había sido siempre producto de imaginaciones doctrinarias). Ya no era necesario un gran salto teórico (o retórico).
Las privatizaciones de comienzos de los ochenta habían sido polémicas, habían provocado un amplio debate sobre el alcance y la legitimidad del sector público y habían puesto en cuestión tanto la posibilidad de alcanzar los objetivos socialdemócratas como la legitimidad moral que tenía el deseo de lucro cuando se trataba de dar servicios públicos. Sin embargo, en 2004 la privatización ya era un asunto estrictamente pragmático. En Europa oriental, en consonancia con las estrictas normas dictadas por Bruselas para evitar subvenciones públicas que distorsionaran el mercado, era una condición necesaria para entrar en la Unión Europea. En Francia o Italia, ahora la venta de bienes de titularidad pública se utilizaba como instrumento contable a corto plazo, para reducir el déficit anual y cumplir las normas de la zona euro.
Hasta los propios proyectos de la tercera vía de Tony Blair —para semiprivatizar el metro londinense, por ejemplo, o introducir «competencia» en los servicios hospitalarios— se emprendieron partiendo de cálculos de eficiencia económica que generarían beneficios residuales para el presupuesto nacional. Si tenían algo que ver con la defensa de principios sociales, fue sólo a posteriori y con poca convicción. Además, el atractivo de Blair disminuía con el tiempo (como habría de demostrar la magnitud, drásticamente recortada, de su tercera victoria electoral, ocurrida en mayo de 2005). A pesar de la reducción de los gastos del Estado, de quedarse al margen de la Carta Social Europea, de reducir la carga fiscal de las empresas y de acoger de buen grado la inversión extranjera con toda clase de incentivos, el Reino Unido seguía empecinándose en la improductividad. Cuando se comparaba su índice de producción por hora, éste siempre se encontraba por debajo de sus «escleróticos» y regulados socios de la Unión Europea.
A esto había que añadir que el plan del nuevo laborismo para evitar la futura crisis de los escasamente financiados sistemas de pensiones públicos —que pretendía trasladar la responsabilidad al sector privado— ya estaba condenado al fracaso a menos de una década de su orgullosa implantación. En el Reino Unido, al igual que en Estados Unidos, las compañías que invertían sus fondos de pensiones en un voluble mercado de valores apenas confiaban en poder cumplir los compromisos a largo plazo que tenían con sus empleados, sobre todo ahora que éstos —como los pensionistas dependientes de los fondos públicos— iban a vivir mucho más que antes. Ya estaba claro que la mayoría nunca llegaría a disfrutar de una pensión completa sufragada por su empresa… a menos que el Estado se viera obligado a volver a entrar en el negocio de las pensiones para compensar el déficit. La tercera vía estaba comenzando a parecerse tremendamente al juego de un trilero.
A comienzos del siglo XXI, los europeos no tenían que elegir entre socialismo y capitalismo, izquierda o derecha, ni optar por la tercera vía. Su dilema ni siquiera tenía que ver con elegir entre «Europa» o «Estados Unidos», ya que, en su fuero interno, la mayoría de la gente ya se había pronunciado a favor de Europa. Más bien se trataba de una cuestión —la cuestión— que la historia había puesto sobre el tapete en 1945 y que discreta, pero insistentemente, había desplazado o sobrevivido a todos los demás asuntos que exigían su atención. ¿Qué futuro tenían, por separado, cada uno de los Estados nación europeos? ¿Tenían realmente alguno?
Ya no se podía volver al mundo del Estado nación autónomo y autosuficiente que sólo compartía con su vecino una misma frontera. Ahora los polacos, los italianos, los eslovenos, los daneses —incluso los británicos— eran europeos. Y, entre otros, también millones de sijs, bengalíes, turcos, árabes, hindúes y senegaleses. Ahora, todo aquel cuyo país perteneciera a la Unión Europea —o quisiera formar parte de ella— tenía una vida económica irrevocablemente europea. Era el mercado único más grande del mundo y su principal vendedor de servicios, además de fuente de autoridad para los Estados miembros en toda clase de normativas económicas y códigos jurídicos.
En un mundo en el que la ventaja comparativa residía menos en los atributos relacionados con factores fijos —la energía, los minerales, las tierras cultivables e incluso la ubicación— que en las políticas que facilitaban la educación, la investigación y la inversión, tenía una enorme importancia que la Unión tuviera cada vez más iniciativa en esas áreas. Del mismo modo que los Estados siempre habían sido vitales para la constitución de los mercados estableciendo normas para regir los intercambios, el empleo y el movimiento, ahora la Unión Europea dictaba tales normas; gracias a su propia moneda también ejercía prácticamente el monopolio de los propios mercados monetarios. La única actividad económica vital que quedaba en manos de la iniciativa nacional y no de la europea era la política fiscal, y sólo porque el Reino Unido había insistido en ello.
Pero las personas no viven en mercados, sino en comunidades. Durante los últimos siglos esas comunidades se habían agrupado, voluntariamente o (más a menudo) por la fuerza, hasta constituir Estados. Después de las experiencias del periodo 1914-1945, europeos de todo el continente sintieron la urgente necesidad de tener un Estado: las políticas y los programas sociales de la década de 1940 reflejan más que nada esa inquietud. Sin embargo, con la prosperidad económica, la paz social y la estabilidad internacional, esa necesidad se fue evaporando lentamente. Su lugar lo ocupó el recelo hacia una autoridad pública entrometida y el deseo de tener autonomía individual y de eliminar los condicionantes que lastraban la iniciativa privada. Además, en la era de las superpotencias, a Europa le parecía que, en gran medida, le habían quitado de las manos su propio destino. En consecuencia, parecía que los Estados nación europeos hacían cada vez más cosas innecesarias. Sin embargo, desde 1990 —y, con mayor razón, desde 2001— esos Estados aparentaban tener, de nuevo, una gran importancia.
En un principio, el Estado moderno tuvo dos funciones íntimamente relacionadas: subir los impuestos y hacer la guerra. Europa —la Unión Europea— no es un Estado. No recauda impuestos y no tiene capacidad para hacer la guerra. Como hemos visto, le costó realmente mucho tiempo dotarse siquiera de los rudimentos de una fuerza militar, por no mencionar los de una política exterior. Durante gran parte del medio siglo posterior a la Segunda Guerra Mundial esto no fue un obstáculo: la perspectiva de emprender otra guerra en el continente horrorizaba a casi todos los europeos, y su defensa frente al único enemigo posible había sido subcontratada al otro lado del Atlántico.
Pero después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 quedaron claras las limitaciones que tenía la receta postnacional para mejorar el futuro del continente. Después de todo, el Estado tradicional europeo no sólo hacía la guerra en el extranjero sino que imponía la paz en casa. Como Hobbes comprendió hace mucho tiempo, esto es lo que concede al Estado su singular e insustituible legitimidad. En países (como España, el Reino Unido, Italia y Alemania) donde la práctica de la violencia política contra civiles indefensos había sido endémica en años anteriores, nunca se había olvidado la importancia del Estado: de su policía, su ejército, sus servicios de información y su aparato judicial. En una época de «terrorismo», la mayoría de los ciudadanos acoge de buen grado la garantía que supone que el Estado ejerza el monopolio del poder armado.
La función de los Estados es garantizar la seguridad de sus ciudadanos. Y no había indicios de que Bruselas (la Unión Europea) fuera a asumir esta responsabilidad, o pudiera hacerlo, en un futuro próximo. En este sentido vital, el Estado seguía siendo el representante legítimo y esencial de sus ciudadanos, de un modo que no cabía esperar de la unión transnacional de los europeos, a pesar de todos sus pasaportes y parlamentos. Puede que los europeos disfrutaran de libertad para saltarse sus propios gobiernos y recurrir a los jueces de la Unión Europea, y a muchos les seguía sorprendiendo que los tribunales nacionales de Alemania o el Reino Unido aceptaran sin rechistar los veredictos que emanaban de Estrasburgo o Luxemburgo. Pero cuando se trataba de mantener a distancia a pistoleros o portadores de bombas, la responsabilidad y, por tanto, el poder seguían estando firmemente ligados a Berlín o Londres. Después de todo, ¿qué debía hacer un ciudadano europeo si bombardeaban su casa? ¿Llamar a un burócrata?
La legitimidad depende de la capacidad: la del Estado belga, por ejemplo, se ha puesto en cuestión, en parte porque su ordenamiento desarticulado y ultrafederal a veces ha dado la impresión de ser incapaz de mantener la seguridad de sus ciudadanos. Y aunque la capacidad del Estado comienza con las armas, no termina con ellas, ni siquiera hoy día. Mientras sea el Estado, y no una entidad transnacional, la que abone las pensiones, conceda subsidios de paro y eduque a los niños, su monopolio de cierto tipo de legitimidad política no será cuestionado. A lo largo del siglo XX el Estado nación europeo asumió responsabilidades considerables respecto al bienestar, la seguridad y la salud de sus ciudadanos. En los últimos años se ha despojado de su molesta capacidad de supervisión sobre la moral privada, y también de algunas de sus iniciativas económicas, no de todas. El resto sigue intacto.
La legitimidad también depende del territorio. La Unión Europea, como muchos analistas han apuntado, es un animal totalmente peculiar: se define territorialmente y sin embargo no es una identidad territorial coherente. Sus leyes y normativas afectan a toda su extensión, pero sus ciudadanos no pueden votar en las elecciones nacionales de otros países (aunque sí son libres para hacerlo en las locales y europeas). El alcance geográfico de la Unión se ve un tanto desmentido por la relativa insignificancia que tiene en los asuntos cotidianos de los europeos si se compara con el país natal o de residencia de éstos. No hay duda de que la Unión es un importante proveedor de servicios económicos y de otra índole. Pero esto define a sus ciudadanos más como consumidores que como participantes —«una comunidad de ciudadanos pasivos… gobernados por desconocidos»— y por tanto corre el riesgo de provocar comparaciones poco halagüeñas con la España o la Polonia predemocráticas, o con la aletargada cultura política de la Alemania Occidental de Adenauer: precedentes, todos ellos, poco prometedores para una empresa tan ambiciosa.
La ciudadanía, la democracia, los derechos y el deber están íntimamente ligados al Estado, sobre todo en países en los que es tradicional la participación del ciudadano en los asuntos públicos. La proximidad física tiene su importancia: para participar en el Estado se necesita sentirse parte de él. Ni siquiera en una época de trenes de alta velocidad y de comunicaciones electrónicas en tiempo real está claro hasta qué punto puede alguien, por ejemplo, de Coimbra o de Rzeszów, sentirse ciudadano activo de Europa. Para que el concepto conserve su significado —y para que los europeos mantengan un carácter político con algún tipo de sentido—, su referencia en un futuro próximo seguirá siendo Lisboa o Varsovia, no Bruselas. No es casual que los Estados gigantescos de la actualidad —China, Rusia o Estados Unidos— o bien estén gobernados por regímenes autoritarios o bien hayan mantenido con decisión su carácter centrífugo, con ciudadanos bastante recelosos de la capital federal y de todas sus iniciativas.
Así pues, las apariencias engañan. La Unión Europea de 2005 no ha sustituido a las unidades territoriales convencionales y no lo hará en un futuro próximo. No hay duda de que seis décadas después de la derrota de Hitler, las múltiples identidades, soberanías y territorios que en conjunto definían Europa y su historia se han solapado e intercomunicado más que en ninguna otra época anterior. Lo nuevo, y por tanto algo bastante difícil de captar para los observadores extranjeros, es la posibilidad de ser francés y europeo, catalán y europeo, o, incluso, árabe y europeo.
Las diferentes naciones y Estados no han desaparecido. Del mismo modo que el mundo no está acatando una única norma «estadounidense» —las sociedades capitalistas desarrolladas presentan una amplia gama de formas sociales y muy diferentes actitudes, tanto hacia el mercado como hacia el Estado—, tampoco Europa contiene un regusto característico de pueblos y tradiciones. La ilusión de que vivimos en un mundo post-nacional o post-estatal se basa en que prestamos demasiada atención a los procesos económicos «globalizados»… y en que presuponemos que en todas las demás esferas de la vida humana deben de estar teniendo lugar procesos igualmente transnacionales. Europa, vista únicamente a través del prisma de la producción y del intercambio, sí se ha convertido en un perfecto diagrama de ondas transnacionales. Pero si se ve como depositaria de poder, legitimidad política o afinidades culturales, sigue siendo lo que es hace tiempo: una acumulación familiar de partículas estatales diferenciadas. En gran medida, el nacionalismo ha tenido sus vaivenes, pero sigue habiendo naciones y Estados[12].
Y no es sorprendente si se tiene en cuenta lo que los europeos se hicieron mutuamente durante la primera mitad del siglo XX. Desde luego, no era algo predecible entre los escombros de 1945. De hecho, se podría pensar que el resurgimiento de los maltrechos pueblos de Europa y de sus características culturas e instituciones nacionales del naufragio de los treinta años de guerra en el continente es un logro mucho mayor que su éxito colectivo a la hora de forjar una Unión transnacional que, después de todo, estaba en diversos programas europeos desde bastante antes de la Segunda Guerra Mundial y que, en todo caso, facilitó la devastación causada por la contienda. Sin embargo, la resurrección de Alemania, Polonia o Francia, por no hablar de la de Hungría o Lituania, era algo que parecía totalmente improbable.
Todavía menos predecible —y en realidad bastante inimaginable sólo unas pocas décadas antes— era que, en los albores del siglo XXI, Europa surgiera como dechado de virtudes internacionales: una comunidad de valores y un sistema de relaciones interestatales erigidos tanto por europeos como por no europeos como ejemplo que todos podían emular. En parte, ésta era una consecuencia de la creciente desilusión que producía la alternativa estadounidense; pero la reputación estaba bien merecida. Y representaba una oportunidad sin precedentes. Sin embargo, el hecho de que la nueva imagen de Europa, bruñida después de un buen fregado que la había limpiado de pecados y vicisitudes pasados, pueda sobrevivir a los desafíos del siglo entrante depende mucho de cuál sea la respuesta de los europeos a los no europeos que viven en ella y o al otro lado de sus fronteras. En los atribulados primeros años del siglo XXI la cuestión sigue abierta.
Ciento setenta años antes, al iniciarse la era del nacionalismo, el poeta alemán Heinrich Heine estableció una reveladora diferencia entre dos tipos de sentimiento colectivo; escribió:
A nosotros [los alemanes] se nos ordenó ser patriotas y nos hicimos patriotas, porque hacemos todo lo que nos mandan nuestros gobernantes. No obstante, no debemos pensar que este patriotismo es igual a la emoción del mismo nombre existente en Francia. El patriotismo de un francés significa que su corazón se anima y que ese ánimo se estira y expande hasta que su amor ya no sólo alcanza a su pariente más próximo, sino a toda Francia, a todo el mundo civilizado. El patriotismo de un alemán significa que su corazón se contrae y mengua como el cuero con el frío, y entonces el alemán odia todo lo extranjero, ya no quiere ser ciudadano del mundo, ni europeo, sino sólo un alemán provinciano.
Evidentemente, Francia y Alemania ya no eran las referencias esenciales. Pero la alternativa planteada por las dos clases de patriotismo de Heine alude directamente a la situación de la Europa actual. Si la Europa que estaba surgiendo daba un giro «germánico», contrayéndose «como el cuero con el frío» hasta caer en un provincianismo defensivo —una posibilidad que apuntaban los referendos celebrados en Francia y Holanda en la primavera de 2005, cuando claras mayorías rechazaron la Constitución Europea—, se perdería la oportunidad y la Unión Europea nunca iría más allá de sus orígenes funcionales. No sería más que la suma y máximo común denominador de los intereses egoístas y separados de sus miembros.
Pero si el patriotismo de Europa podía ir, de algún modo, más allá de sí mismo, y captar el espíritu de la Francia idealizada por Heine, que se estira y expande hasta que su amor alcanza «a todo el mundo civilizado», entonces sería posible algo más. El siglo XX —el de Estados Unidos— había asistido a la caída de Europa en el abismo. El proceso de recuperación del viejo continente había sido lento e incierto. En cierto sentido, nunca se terminaría: Estados Unidos tendría el mayor ejército y China fabricaría más bienes y más baratos. Pero ni Estados Unidos ni China tienen a su disposición un modelo útil susceptible de emulación universal. A pesar de los horrores de su pasado reciente —y en gran medida a causa de ellos— ahora son los europeos los mejor situados para ofrecer al mundo ciertos modestos consejos sobre cómo evitar la repetición de sus propios errores. Pocos lo habrían predicho hace sesenta años, pero el siglo XXI todavía puede pertenecer a Europa.