Coda

El fin de la vieja Europa

La vida cambió sorprendentemente poco una vez acabada la guerra.

DAVID LODGE

«Pasé los primeros años de mi vida en ciudades industriales y en sus barrios de las afueras, entre ladrillos, hollín y chimeneas, y calles adoquinadas. Cogíamos el tranvía para los viajes cortos y el tren para los largos. Comprábamos alimentos frescos para cada comida, no porque fuéramos unos gourmets, sino porque no teníamos nevera (los productos menos perecederos se guardaban en la fresquera). Mi madre se levantaba cada mañana con frío helador y encendía la estufa del salón. El agua corriente sólo salía a una temperatura: helada. Nos comunicábamos por correo y nos enterábamos de las noticias principalmente por los periódicos (aunque nosotros éramos bastante modernos, ya que teníamos una radio del tamaño aproximado de un mueble archivador). Las aulas de mi infancia albergaban estufas barrigudas y pupitres dobles con tinteros incorporados en los que mojábamos las plumillas. Los chicos llevábamos pantalón corto hasta la ceremonia de la communion solennelle, que se celebraba a los doce años. Etcétera. Pero esto no ocurría en un remoto rincón de los Cárpatos, sino en la Europa occidental de la postguerra, donde la “postguerra” fue una estación que se prolongó durante casi veinte años»[1].

Esta descripción de la Valonia industrial de la década de 1950, del autor belga Luc Sante, podría aplicarse igualmente a la mayor parte de la Europa occidental de aquellos años. El autor de este libro, que creció tras la guerra en el céntrico distrito londinense de Putney, recuerda sus frecuentes visitas a una lúgubre tienda de golosinas regentada por una vieja arrugada que le informaba en tono recriminatorio de que llevaba «vendiendo peladillas a niños como tú desde el cincuenta aniversario de la reina», es decir, desde 1887: se refería a la reina Victoria, por supuesto: la reina[2]. En la misma calle, la tienda de ultramarinos del barrio, Sainsbury’s, tenía el suelo cubierto de serrín y era atendida por hombres fornidos con camisas a rayas y jóvenes pizpiretas con delantales y gorros almidonados. Es decir, se mantenía exactamente igual que en las fotos sepia que colgaban de la pared, tomadas con ocasión de la inauguración de la tienda, en la década de 1870.

En muchos de sus aspectos esenciales, la vida diaria de la primera década de la postguerra le habría resultado absolutamente familiar a los hombres y mujeres de cincuenta años antes. En aquellos años, el carbón seguía cubriendo el 90 por ciento de las necesidades de combustible de Gran Bretaña, el 82 por ciento de las necesidades de Bélgica y del resto de los países de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero. Debido en parte a la omnipresencia del carbón, Londres, una ciudad de tranvías y muelles, todavía se veía envuelta periódicamente en la espesa niebla tan característica de las imágenes de la ciudad industrial que fue a finales de la época victoriana. Las películas inglesas de aquellos años tienen un toque claramente eduardiano, tanto por su entorno social (por ejemplo, Pleito de honor, de 1948) como por su ambientación. En El hombre del traje blanco (1951), el Mánchester de la época se describe como decimonónico en sus aspectos esenciales (carretillas, viviendas, relaciones sociales); los jefes y los líderes sindicales coinciden en tratar la afición empresarial como una virtud moral, sea cual sea su coste en cuanto a su rendimiento productivo, tres millones de hombres y mujeres británicos acudían semanalmente a las salas de baile autorizadas y sólo en la ciudad de Huddersfield, en Yorkshire, había setenta clubes para trabajadores a principios de los años cincuenta (aunque ambos tipos de actividad social iban perdiendo atractivo para los jóvenes).

La misma sensación de que el tiempo se había parado pesaba también en gran parte de la Europa continental. La vida rural en Bélgica podría haber sido retratada por Millet: el heno recogido con rastrillos de madera, la paja sacudida con mayales, las frutas y verduras cosechadas con la mano y transportadas en carros tirados por caballos. Al igual que las ciudades de provincia francesas, donde los hombres, tocados con boina, compraban su baguette de camino a casa desde el Café de la Paix (bautizado con este significativo nombre en 1919), o España, aislada herméticamente por el gobierno autoritario del general Franco, Bélgica y Gran Bretaña vivían en una especie de limbo eduardiano. La postguerra europea todavía mantenía el rescoldo de la revolución económica del siglo XIX, que casi había llegado al final de su recorrido, y dejaba a su paso el sedimento de unos hábitos culturales y unas relaciones sociales cada vez más discordantes con la nueva era de los aviones y las armas atómicas. En todo caso, la guerra había supuesto un retroceso. La fiebre modernizadora de la década de 1920 e incluso de la de 1930 había pasado ya y dejado un estilo de vida más atrasado. En Italia, como en gran parte de la Europa rural, los niños seguían incorporándose al mercado laboral nada más terminar (y en la mayoría de los casos, sin haber terminado) la enseñanza primaria; en 1951, sólo uno de cada nueve niños italianos seguía yendo a la escuela una vez cumplidos los trece años.

La religión, especialmente la religión católica, disfrutaba de un breve lapso de restauración de su autoridad. En España, la jerarquía católica contaba tanto con los medios como con el respaldo político necesarios para relanzar su Contrarreforma: mediante un concordato firmado en 1953, Franco no sólo dejaba a la Iglesia exenta de obligaciones fiscales y cualquier otro tipo de interferencia estatal, sino que además le otorgaba el derecho a ejercer su censura sobre cualquier escrito o alocución que no fuera de su agrado. A cambio, la jerarquía eclesiástica mantenía y fomentaba la fusión conservadora de la religión con la identidad nacional. De hecho, la Iglesia llegó a estar tan absolutamente integrada en los anales de la identidad y el deber nacional que el libro de texto básico de primaria, Yo soy español (editado por primera vez en 1943), enseñaba la historia como una sucesión de acontecimientos única y concatenada que arrancaba con el jardín del Edén y terminaba con el Generalísimo[3].

A ello se añadió un nuevo culto a los muertos —los «mártires» del bando victorioso de la reciente Guerra Civil—. En los miles de enclaves conmemorativos dedicados a las víctimas del republicanismo anticlerical, la Iglesia española organizaba incontables ceremonias y actos en su memoria. Una acertada mezcla de religión, autoridad cívica y conmemoración victoriosa reforzaba el monopolio de la jerarquía eclesiástica sobre el espíritu y la memoria de la gente. Dado que Franco necesitaba al catolicismo más de lo que la Iglesia le necesitaba a él —¿cómo si no podría mantener España sus débiles vínculos de la postguerra con la comunidad internacional y «Occidente»?— hubo de concederle, en efecto, una ilimitada libertad de acción para recrear en la España moderna el espíritu «cruzado» del antiguo régimen.

En el resto de Europa occidental, la Iglesia católica tuvo que competir con otros postulados diversos y a veces hostiles por conseguir el favor del pueblo; pero, incluso en Holanda, la jerarquía católica se sentía lo bastante confiada para excomulgar a los electores que votaron a sus oponentes laboristas en las primeras elecciones de la postguerra. Todavía en 1956, dos años antes de que la muerte de Pío XII marcara el fin del antiguo orden, siete de cada diez italianos acudían regularmente a la misa dominical. Al igual que en Flandes, la Iglesia en Italia cosechaba bastante éxito, especialmente entre los monárquicos, las mujeres y los ancianos, una clara mayoría de la población total. El artículo 7 de la Constitución italiana, aprobada en marzo de 1947, confirmaba diplomáticamente los términos del concordato de Mussolini con la Iglesia celebrado en 1929: la jerarquía católica mantenía su influencia en la educación y sus facultades de supervisión sobre todo lo relativo al matrimonio y la moral. Ante la insistencia de Togliatti, hasta los comunistas votaron a regañadientes a favor de la ley, si bien esto no impidió que el Vaticano excomulgara a los italianos que votaron al PCI al año siguiente.

En Francia, la jerarquía católica y sus partidarios políticos se sentían lo suficientemente asentados para presionar a favor de unos privilegios educativos especiales en una guerre scolaire que durante un breve espacio de tiempo recordó las luchas entre la Iglesia y el Estado de la década de 1880. El principal campo de batalla lo constituía el viejo problema de la financiación pública de las escuelas católicas; una exigencia tradicional pero bien escogida. Mientras que la fuerza que había alimentado el anticlericalismo del siglo XIX, tanto en Francia como en Italia o Alemania, se había disipado casi por completo o bien se había canalizado en unos conflictos ideológicos más actualizados, el coste y la calidad de la educación de sus hijos era uno de los pocos aspectos con los que podía contarse para movilizar incluso a los practicantes católicos más esporádicos.

De las religiones tradicionales de Europa, sólo los católicos aumentaron el número de sus electores durante las décadas de 1940 y 1950. Esto se debió en parte a que sólo la Iglesia católica tenía partidos políticos directamente asociados a ella (y, en algunos casos, dependientes de ella para su financiación), como en los casos de Alemania, Holanda, Bélgica, Italia, Francia y Austria; y en parte a que el catolicismo estaba tradicionalmente más implantado justo en aquellas regiones de Europa cuyos cambios habían sido más lentos durante estos años. Pero, sobre todo, la Iglesia católica podía ofrecer a sus miembros algo que por entonces escaseaba en gran medida: un sentido de continuidad, de seguridad y de tranquilidad en un mundo que había sufrido violentas alteraciones en la década anterior y que iba a transformarse aún más drásticamente en los años venideros. Fue la asociación de la Iglesia católica con el antiguo orden, e incluso su firme oposición frente a la modernidad y el cambio, lo que la dotó de un atractivo especial durante estos años de transición.

Las diversas Iglesias protestantes del noroeste de Europa no ejercían el mismo poder de atracción. En Alemania, un sector significativo de la población no católica estaba ahora bajo el gobierno comunista, y el prestigio de las Iglesias alemanas se había visto en todo caso mermado por su compromiso con Hitler, como en parte venía a reconocer la Confesión de Culpabilidad de Stuttgart realizada por los líderes protestantes en 1945. Pero el principal problema, en Alemania Occidental y en todas partes, era que las Iglesias protestantes no ofrecían una alternativa al mundo moderno, sino más bien la manera de vivir en armonía con él.

La autoridad espiritual del pastor protestante o del vicario anglicano no solía verse como en competencia con el Estado, sino más bien como un socio menor (razón por la cual las Iglesias protestantes de Europa central fueron incapaces de soportar la presión del Estado comunista durante aquellos años). Pero, en un momento en el que el Estado en Europa occidental estaba a punto de asumir un papel mucho más destacado como guardián espiritual y material de sus ciudadanos, la distinción entre la Iglesia y el Estado como árbitros de las costumbres y la moral públicas quedaba bastante desdibujada. El final de los años cuarenta y el principio de los cincuenta aparece de este modo como una etapa de transición en la que las convenciones del respeto social y las atribuciones de rango y autoridad todavía se siguieron manteniendo, aunque el Estado moderno empezaba ya a desplazar a la Iglesia e incluso a la clase social como árbitros de la conducta colectiva.

El ambiente de la época queda perfectamente recogido en un folleto de instrucciones titulado BBC Variety Programmes. Policy Guide for Writers and Producers (Programas de entretenimiento de la BBC. Guía para guionistas y productores) elaborado por la BBC en 1948 para su uso interno. El sentido de la responsabilidad moral que la empresa de radiodifusión decidió asumir aparece bastante explícito: «La influencia que [la BBC] puede ejercer sobre sus oyentes es inmensa y la responsabilidad de presentar un elevado nivel de buen gusto es correspondientemente alta». Los chistes sobre religión estaban prohibidos, como por ejemplo el de describir los gustos musicales anticuados como «B. C.» (Antes de Crosby[4], jugando con el doble sentido de las iniciales inglesas de «Before Christ», equivalentes a «Antes de Cristo»). Tampoco podían hacerse referencias a los «retretes» ni chistes sobre el «afeminamiento masculino». A los escritores les estaba prohibido utilizar bromas que se habían convertido en populares en el ambiente relajado de la guerra, ni aludir con doble sentido a la ropa interior femenina como en el chiste «winter draws on»[a]. Las alusiones sexuales de todo tipo estaban prohibidas, no podía hablarse de «reproducirse como conejos» o «hábitos animales» por el estilo[5].

Había más: los miembros del Parlamento no podían aparecer en programas de radio que pudieran ser «indignos o inadecuados» para las figuras públicas, ni debía hacerse ningún tipo de chistes ni referencias que pudieran fomentar «huelgas o conflictos industriales. El mercado negro, los pícaros y los vagos». Dichos calificativos «pícaros» y «vagos» o el «mercado negro» como término multiuso para referirse a los comerciantes y clientes que eludían el racionamiento y otras restricciones, demuestran hasta qué punto al menos Gran Bretaña vivió durante algunos años a la sombra de la guerra. Bien entrada ya la década de 1950, la BBC podía reprender a un productor como Peter Eton, de la popular comedia de radio The Goon Show, por permitir que el «general Dermis Bloodnok» (interpretado por Peter Sellers) ganara la OBE (Orden del Imperio Británico) por «vaciar los cubos de basura en el fragor de la batalla» (y por permitir que un actor «imitara la voz de la reina que intenta ahuyentar a las palomas de Trafalgar Square»).

Estas constricciones, y su consiguiente toque de rígido reformismo de corte eduardiano, fueron quizá características de Gran Bretaña. Pero su tono habría resultado familiar en todo el continente. En la escuela, en la iglesia, en la radio estatal, en el estilo confiado y condescendiente de los grandes periódicos e incluso de la prensa sensacionalista, y en el discurso y la indumentaria de las figuras públicas, los europeos seguían todavía muy sujetos a los hábitos y las normas de épocas anteriores. Ya hemos señalado cómo muchos de los líderes políticos de la época pertenecían a una generación anterior: el británico Clement Attlee no hubiera desentonado en una misión victoriana a las barriadas industriales, y resultaba absolutamente apropiado que el primer ministro que supervisó la transición británica a un Estado del bienestar moderno iniciara su carrera pública realizando buenas obras en el East End del Londres anterior a la Primera Guerra Mundial.

Frente a esta imagen de una Europa añeja —estancada en épocas pasadas, cambiada repentinamente por la guerra y constreñida por prácticas y costumbres anteriores a ella— debemos contraponer el carácter inequívocamente moderno de su principal fuente de entretenimiento. Esta fue la edad de oro del cine. En Gran Bretaña, la afluencia de público a las salas alcanzó sus máximas cotas poco después del final de la guerra, con 1.700 millones de entradas vendidas en las cinco mil salas de cine repartidas por todo el país en 1946. En aquel año, una de cada tres personas asistía todas las semanas al cine del barrio. Incluso en 1950, cuando la taquilla ya había empezado a decaer, el ciudadano inglés medio iba al cine veintiocho veces al año, una cifra que superaba en casi un 40 por ciento la del último año anterior a la guerra.

Mientras que el público de las salas de cine británicas decaía sistemáticamente durante los años cincuenta, en la Europa continental siguió creciendo. En Francia se inauguraron mil salas de cine durante la primera mitad de la década de 1950, aproximadamente las mismas que en Alemania Occidental; en Italia se abrieron tres mil salas nuevas, hasta alcanzar un total nacional de aproximadamente 10.000 en 1956. Durante el año anterior, la afluencia de público a las salas italianas llegó a cifrarse en unos 800 millones de entradas vendidas (la mitad de la cifra correspondiente al Reino Unido, con un número de habitantes aproximadamente similar). El número de espectadores franceses, que alcanzó su máximo a finales de la década de 1940, no llegó nunca a aproximarse al de Gran Bretaña o al de Italia[6]. Ni tampoco el de Alemania Occidental, si bien en la República Federal la cifra de espectadores no alcanzó su nivel máximo hasta 1959. Pero, en general, el público de las salas de cine era muy numeroso; incluso en España, donde la asiduidad de la asistencia a las salas entre la población adulta se situaba en 1947 entre las más altas de Europa.

Una de las razones de este entusiasmo de la postguerra por las películas fue que la demanda había estado reprimida durante la guerra, especialmente en lo tocante a las películas estadounidenses —sujetas a la prohibición impuesta por los nazis a la mayoría de los filmes estadounidenses, tanto por el régimen de Mussolini (a partir de 1938) como por el de Pétain en Francia— y, de forma más general, debido a la escasez vivida durante la guerra. En 1946, el 87 por ciento de la taquilla italiana correspondió a películas extranjeras (en su mayoría estadounidenses); de las aproximadamente 5.000 películas exhibidas en Madrid entre 1939 y finales de la década de 1950, 4.200 eran extranjeras (de nuevo, mayoritariamente estadounidenses). En 1947, la industria cinematográfica francesa produjo 40 películas, en contraste con las 340 que fueron importadas de Estados Unidos. Y las películas americanas no sólo estaban disponibles en cantidades exorbitantes, sino que además eran muy populares: las películas con mayor éxito comercial en el Berlín de la postguerra fueron La quimera del oro de Chaplin y El halcón maltés (realizada en 1941 pero no disponible en Europa hasta el final de la guerra).

Sin embargo, el dominio americano del cine europeo de la postguerra no obedeció sólo a los caprichos del gusto popular. Existía un trasfondo político: las«positivas» películas norteamericanas inundaron Italia justo a tiempo para las decisivas elecciones de 1948; el Departamento de Estado estadounidense instó a la Paramount para que reeditara Ninotchka (1939) aquel año, afín de contribuir a captar el voto anticomunista. A la inversa, Washington pidió que en Francia se retrasara la distribución de Las uvas de la ira, de John Ford, realizada en 1940, dado que su desfavorable descripción de la era de la Depresión norteamericana podía ser explotada por el Partido Comunista Francés. En general, las películas estadounidenses formaban parte del atractivo de Estados Unidos y, por ende, constituían un activo muy valioso en la Guerra Fría cultural. Sólo los intelectuales podían sentirse lo bastante conmovidos por el retrato que se hace de Odesa en El acorazado Potemkin para traducir su admiración estética en afinidad política; pero todos, incluidos los intelectuales, eran capaces de valorar a Humphrey Bogart.

No obstante, la irrupción del cine norteamericano en Europa respondió sobre todo a consideraciones económicas. Las películas estadounidenses siempre se habían exportado a Europa, con gran éxito económico. Pero, tras la Segunda Guerra Mundial, los productores norteamericanos, atrapados entre la caída en la asistencia a las salas en su país y el aumento de los costes de realización de las películas, se esforzaron especialmente por acceder a los mercados europeos. Por el contrario, los gobiernos europeos se mostraban más reacios que nunca a abrir sus mercados nacionales a los productos estadounidenses: la industria cinematográfica local, un factor que todavía seguía siendo significativo, especialmente en Gran Bretaña e Italia, necesitaba protegerse del «dumping» norteamericano, y los dólares escaseaban demasiado para gastarlos en la importación de películas estadounidenses.

Ya en 1927, el Parlamento del Reino Unido había aprobado una ley que establecía un sistema de cuotas por el cual, para 1936, el 20 por ciento de todas las películas estrenadas en Gran Bretaña debían ser de producción británica. Tras la Segunda Guerra Mundial, el gobierno británico se propuso el objetivo de fijar esta cuota en el 30 por ciento para 1948. Los franceses, italianos y españoles se fijaron metas similares e incluso más ambiciosas (la industria cinematográfica alemana, evidentemente, no estaba en situación de exigir este tipo de protección). Pero la poderosa influencia ejercida por Hollywood mantuvo la presión del Departamento de Estado sobre los negociadores europeos, y prácticamente todos los acuerdos importantes en materia comercial o de préstamos alcanzados entre Estados Unidos y sus aliados europeos durante la primera década de la postguerra incluían la condición de permitir la entrada de las películas norteamericanas.

De este modo, según los acuerdos Blum-Byrnes de mayo de 1946, el gobierno francés tuvo que reducir muy a su pesar su cuota proteccionista del 55 por ciento de películas francesas anuales a otra del 30 por ciento, con el resultado de que al cabo de un año la producción nacional se había reducido a la mitad. En este mismo sentido, el Gobierno laborista británico no pudo seguir frenando las importaciones estadounidenses. Sólo Franco consiguió restringir la importación de películas norteamericanas en España (a pesar de la tentativa de boicot al mercado español por parte de los productores estadounidenses llevada a cabo entre 1955 y 1958), en gran medida debido a que no tenía necesidad de responder ante la opinión pública ni de prever las consecuencias políticas de sus decisiones. Pero incluso en España, como hemos visto, las películas norteamericanas superaban ampliamente en número a los productos de factura propia.

Los norteamericanos sabían bien lo que hacían: cuando los gobiernos europeos empezaron a partir de 1949 a gravar los ingresos cinematográficos a fin de subvencionar a los productores nacionales, los productores estadounidenses empezaron a invertir directamente en producciones extranjeras, dependiendo a menudo su elección de localizaciones europeas para una película o grupo de películas del nivel de subvención «nacional» aplicable en aquel momento. Así pues, con el tiempo, los gobiernos europeos se encontraron subvencionando indirectamente al propio Hollywood a través de intermediarios locales. Para 1952, el 40 por ciento de los ingresos de la industria cinematográfica estadounidense se generaba en el extranjero, la mayoría en Europa. Seis años después, esta cifra se situaría en el 50 por ciento.

A consecuencia del dominio estadounidense del mercado europeo, las películas europeas de este periodo no siempre son la guía más fiable para valorar la experiencia o las sensibilidades de los aficionados al cine. El espectador británico, en especial, podía formarse una opinión del carácter inglés del momento tanto a partir de la presentación que hacía Hollywood de Inglaterra como de su experiencia directa. Cabe destacar que entre las películas de los años cuarenta, La Sra. Miniver (1942) —una historia claramente inglesa sobre la entereza y resistencia nacional, la reserva y la perseverancia de la clase media, ambientada significativamente en torno al desastre de Dunquerque, en la que todas estas cualidades adquirían el máximo protagonismo— era un producto estrictamente hollywoodiense. Sin embargo, para la generación de ingleses que vieron la película por primera vez, ésta constituiría durante mucho tiempo la más fiel representación del recuerdo y la autopercepción nacionales.

Lo que hacía tan atractivas las películas norteamericanas, más allá del glamour y del esplendor que llevaban a los deprimentes ambientes en los que se visionaban, era su «calidad». Todas estaban bien realizadas, generalmente con unos medios muy superiores a los de cualquier productor europeo. No eran, sin embargo, «escapistas», como las disparatadas comedias o las fantasías románticas de la década de 1930. De hecho, algunas de las películas norteamericanas más populares de finales de los años cuarenta pertenecían al género que más adelante sus admiradores continentales denominarían como «cine negro». Su planteamiento podía consistir en una historia de detectives o un drama social, pero su tono —y textura cinematográfica— era más oscuro y sombrío que el de las películas estadounidenses de décadas anteriores.

Fueron los europeos los que seguramente realizaron más películas escapistas durante esta época: como las historias románticas alemanas de principios de los años cincuenta ambientadas en la Selva Negra o los Alpes bávaros, o las comedias ligeras británicas como Incidente en Piccadilly (1946), Sucedió en primavera (1948) o Maytime in Mayfair (1949), todas ellas realizadas por Herbert Wilcox, ambientadas en el elegante (y comparativamente intacto) West End londinense, y protagonizadas por Anna Neagle, Michael Wilding o Rex Harrison, que encarnaban a brillantes debutantes y caprichosos aristócratas. Sus igualmente poco memorables homologas italianas y francesas solían ser dramas de época actualizados en los que los campesinos y los aristócratas eran de vez en cuando reemplazados por mecánicos u hombres de negocios.

Las mejores películas europeas de la década de la postguerra —las que los espectadores posteriores más han apreciado— tratan inevitablemente, de una u otra forma, de la guerra. La liberación inauguró una breve racha de películas de la «resistencia» como Peloton d’execution (1945), Le jugement dernier (1945) y La Bataille du Rail (1946) en Francia, o Roma, ciudad abierta (1945), Paisà (1946 y Un giorno della vita (1946) en Italia, en las que un abismo moral separa a los heroicos activistas de la resistencia de los cobardes colaboracionistas y los despiadados alemanes. A éstas les siguieron una serie de películas ambientadas en las ruinas (en un sentido literal y espiritual) de Berlín. Alemania, año cero (1947) de Roberto Rossellini, Berlín Occidente (1948), película norteamericana pero realizada por el emigrado director austríaco Billy Wilder, y Los asesinos están entre nosotros (1946) de Wolfgang Staudte, destacable como la única película alemana de la época en tratar el tema de las implicaciones morales de las atrocidades nazis (pero en la que ni una sola vez se menciona la palabra «judío»).

Tres de estas películas, Roma, ciudad abierta, Paisà y Alemania año cero, eran de Roberto Rossellini. Junto con Vittorio de Sica, que dirigió El limpiabotas (Sciuscià, 1946), Ladrón de bicicletas (1948) y Umberto D (1952), Rosellini fue el responsable del ciclo de películas neorrealistas italianas realizadas entre los años 1945 y 1952 que llevaron a los realizadores italianos al primer plano del cine internacional. Al igual que una o dos comedias inglesas de la misma época realizadas en los Ealing Studios, especialmente Pasaporte a Pimlico (1949), las películas neorrealistas convirtieron los daños y la destrucción de la guerra, sobre todo en las ciudades, en el escenario y en cierta medida el argumento del cine de la postguerra. Pero ni siquiera las mejores películas inglesas llegaron a aproximarse nunca al humanismo pesimista de las obras maestras italianas.

Las sencillas «verdades» de estas películas no reflejan tanto el mundo europeo tal y como era entonces, como ese mismo mundo pasado por el tamiz del recuerdo y los mitos de la guerra. Los trabajadores, el campo intacto, los niños (especialmente los varones), representan lo bueno, lo incorrupto y lo real —aun en medio de la destrucción y la indigencia urbanas— cuando se contraponen a los falsos valores de la clase, la riqueza, la codicia, el colaboracionismo, el lujo y la voluptuosidad. En la mayor parte de estas películas los norteamericanos están ausentes (salvo por los soldados cuyo calzado abrillantan los limpiabotas en la epónima El limpiabotas, o por los carteles de Rita Hayworth que aparecen en Ladrón de bicicletas, yuxtapuestos a la pobreza del encargado de pegarlos); es ésta una Europa de europeos que viven en los márgenes medio destruidos o a medio construir de las ciudades, filmada casi a modo de documental (y, en este sentido, deudora de la experiencia adquirida en películas documentales durante la guerra). Al igual que el propio mundo de la Europa de la postguerra, estas películas desaparecieron a partir de 1952, si bien el neorrealismo vivió una curiosa resurrección en España, donde Luis García Berlanga dirigió Bienvenido Mister Marshall en 1953 y Juan Antonio Bardem realizó Muerte de un ciclista tres años más tarde.

Al igual que otros esparcimientos de la época, ir al cine constituía un placer colectivo. En las pequeñas ciudades italianas, la mayoría de la población veía la película semanal y la comentaba, por lo que era un entretenimiento público públicamente debatido. En Inglaterra, durante los pases infantiles de los sábados por la mañana, se proyectaban canciones sobre la pantalla que animaban a los niños a que las cantaran al unísono con la ayuda de una pelotita blanca que saltaba de palabra en palabra. Así recuerda una de estas canciones, de alrededor de 1946, un habitante del sur del Londres de la postguerra en unas memorias sobre su infancia:

Venimos el sábado por la mañana

saludando a todos con vina sonrisa.

Venimos el sábado por la mañana

sabiendo que merece la pena.

Como miembros del Odeon, todos tratamos de convertirnos

en futuros buenos ciudadanos

y campeones de la libertad[7].

El tono didáctico no era representativo —al menos no de una forma tan evidente— y desaparecería al cabo de algunos años. Pero el matiz ingenuo, anticuado, capta perfectamente el ambiente del momento. Los pasatiempos populares de la clase trabajadora, como la cría de palomas, las carreras de motocicletas y las de galgos, alcanzaron durante estos años su apogeo, antes de iniciar un constante declive, que se aceleró a partir de finales de los años cincuenta. Sus raíces de la época victoriana quedan patentes en el tipo de tocado utilizado por los espectadores: la boina (en Francia) y la gorra de visera característica de los trabajadores (en Inglaterra), ambas popularizadas en torno a la década de 1890, aún seguían siendo la norma en 1950. Los niños todavía se vestían como lo habían hecho sus abuelos, salvo por los omnipresentes pantalones cortos.

El baile era también muy popular, gracias en gran parte a los soldados norteamericanos, que introdujeron el swing y el bebop, tan populares en las salas de baile y los night-clubs, y difundidos por la radio (hasta mediados de la década de 1950, eran pocos los que podían permitirse el tocadiscos, y el juke-box todavía no había reemplazado a las orquestas de baile). Apenas se evidenciaba aún el salto generacional que se produciría en la siguiente década. La «nueva imagen» de Christian Dior de febrero de 1947 —un estilo agresivamente indulgente que pretendía contrastar con la escasez de material textil sufrida durante la guerra mediante las faldas hasta el tobillo, las abultadas hombreras y mangas de farol, y una plétora de lazos y pliegues— gozó de gran popularidad entre el público femenino de todas las edades con capacidad adquisitiva suficiente; la apariencia externa aún dependía más de la clase social (y el nivel económico) que de la edad.

Existían, por supuesto, tensiones generacionales. Durante la guerra, los zoot suits (trajes enormes y holgados) de inspiración norteamericana eran utilizados tanto por los spivs londinenses como por los zazous parisinos, generalmente frente a la oposición de sus horrorizados mayores; y, a finales de los cincuenta, el entusiasmo entre los bohemios e intelectuales por la trenca, una adaptación de lo que hasta entonces había sido la prenda de abrigo típica de los pescadores belgas, presagiaba la incipiente tendencia de los jóvenes a vestirse de un modo más humilde que elegante. En el ultramoderno club parisino Le Tabou, inaugurado en abril de 1947, la permisividad en el vestir adquirió una gran importancia, mientras que una película francesa de 1949, Rendezvous de Juillet, incide en la falta de modales en la comida: retrata el escándalo de un típico padre de una familia burguesa tradicional ante la conducta de su hijo menor, sobre todo por su insistencia en comer sin la corbata puesta.

Pero estos cambios no iban más allá de la rebeldía adolescente, nada nueva por otra parte. La mayoría de la gente de todas las edades de la Europa de la postguerra se preocupaba sobre todo por salir adelante. A principios de la década de 1950, una de cada cuatro familias italianas vivía en la pobreza, y la mayor parte de las demás no estaba mucho mejor. Menos de uno de cada dos hogares tenía retrete dentro de la vivienda, y sólo uno de cada ocho presumía de cuarto de baño. En las regiones más pobres, situadas en el extremo sudeste de Italia, la pobreza era endémica: en el pueblo de Cuto, perteneciente al marquesado de Crotone, el suministro de agua corriente para los 9.000 habitantes del pueblo se reducía a una sola fuente pública.

El del Mezzogiorno era un caso extremo. Pero en la Alemania Occidental de 1950, 17 de los 47 millones de residentes del país eran todavía clasificados como «necesitados», principalmente debido a que no tenían donde vivir. Incluso en Londres, una familia cuyo nombre figurara en la lista de espera para una vivienda o piso podía tener que esperar un promedio de siete años antes de ser alojada, y estaba obligada a vivir entre tanto en los «prefabricados» de la postguerra —casetas de metal instaladas en solares vacíos de los alrededores de la ciudad para cobijar a las personas sin hogar hasta que la construcción de nuevas viviendas pudiera cubrir las necesidades existentes—. En las encuestas de la postguerra, la «vivienda» encabezaba siempre la lista de las preocupaciones populares; en la película de De Sica titulada Milagro en Milán (1951), la muchedumbre sin hogar canta: «Queremos una casa en la que vivir, para que nosotros y nuestros hijos podamos creer en el mañana».

Los patrones de consumo de la Europa de la postguerra reflejaban la continuada penuria del continente y el duradero impacto de la Depresión y la guerra. El racionamiento se prolongó durante mucho tiempo, especialmente en Gran Bretaña, donde el pan estuvo racionado entre julio de 1946 y julio de 1948, los cupones para la ropa siguieron en vigor hasta 1949, sin abandonar el régimen de vestimenta y mobiliario funcional hasta 1952, y el racionamiento de la carne y muchos otros alimentos se mantuvo hasta el verano de 1954 (aunque fue temporalmente suspendido para la coronación de la reina Isabel II en junio de 1953, por la que se aumentó con carácter general la asignación en medio kilo de azúcar y cien gramos de margarina)[8]. Pero incluso en Francia, donde el racionamiento (y por tanto el mercado negro) desapareció bastante antes, la obsesión de la época de la guerra por el abastecimiento de comida no disminuyó hasta como mínimo 1949.

Casi todo se encontraba en cantidades escasas o era de pequeñas dimensiones (el tamaño de las tan codiciadas nuevas viviendas familiares construidas por el Gobierno laborista era de apenas unos 80 metros cuadrados para una casa de tres dormitorios). Muy pocos europeos tenían coche o frigorífico: en el Reino Unido, donde el nivel de vida era de los más altos del continente, las mujeres de clase trabajadora tenían que salir a comprar comida dos veces al día, bien a pie o en transporte público, como antes que ellas habían hecho sus madres y sus abuelas. Los productos procedentes de lugares lejanos resultaban exóticos y caros. La omnipresente sensación de restricción, límites y contención se vio más reforzada aún por los controles sobre los viajes internacionales (para ahorrar las valiosas divisas extranjeras) y una legislación que impedía la entrada de trabajadores extranjeros y otros inmigrantes (la Francia de la postguerra mantuvo en vigor la totalidad de la legislación de la década de 1930 y la ocupación, destinada a prohibir la mano de obra extranjera y otros tipos inmigrantes no deseables, con algunas excepciones, especialmente en el caso de la mano de obra manual cualificada, y sólo en respuesta a las necesidades existentes).

En muchos aspectos, la Europa de finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta era menos abierta, menos móvil y más insular que en 1913. Cierto es que también estaba más deteriorada, y no solamente en Berlín, donde en 1950 se habían retirado sólo una cuarta parte de los escombros dejados por la guerra. El historiador social inglés Robert Hewison describe a los británicos de aquellos años como «personas desgastadas que trabajaban con maquinaria desgastada». Mientras que a finales de la década de 1940 en Estados Unidos la mayoría del equipamiento industrial tenía una antigüedad de cinco años, en la Francia de la postguerra la media era de veinte años. Un típico granjero francés podía producir alimentos para cinco de sus compatriotas, mientras que la producción del granjero medio estadounidense triplicaba dicha cantidad. Cuarenta años de guerra y depresión económica se habían cobrado un peaje muy caro.

La «postguerra», por tanto, duró mucho tiempo; más tiempo, sin duda, del que los historiadores han supuesto a veces, al relatar los difíciles años de la postguerra desde el ángulo favorecedor de las décadas posteriores. Pocos europeos de aquella época, estuvieran bien informados o no, podían imaginar la magnitud de los cambios que se avecinaban. La experiencia del medio siglo anterior había generado en muchos un pesimismo escéptico. Durante los años anteriores a la Primera Guerra Mundial, Europa era un continente optimista cuyos hombres de Estado y comentaristas políticos habían contemplado el futuro con confianza. Treinta años más tarde, tras la Segunda Guerra Mundial, la gente no podía apartar su nerviosa mirada de su terrible pasado. Muchos observadores preveían que volvería a ocurrir lo mismo: otra depresión de postguerra, la reanudación de las políticas extremistas y una Tercera Guerra Mundial.

Pero este mismo grado de miseria colectiva que los europeos se habían infligido a sí mismos en la primera mitad del siglo tuvo un profundo efecto «despolitizador»: lejos de recurrir a soluciones extremas, como en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, la población europea de los sombríos años de la postguerra de la Segunda Guerra Mundial se alejó de la política. En aquel momento, las consecuencias de este hecho sólo se podían vislumbrar vagamente: en el fracaso de los partidos fascistas o comunistas a la hora de rentabilizar las dificultades de la existencia diaria, en la forma en que la economía desplazó a la política como meta y expresión de la acción colectiva o en la aparición del esparcimiento y el consumo domésticos en sustitución de la participación en los asuntos públicos.

Y estaba ocurriendo algo más. Como la corresponsal de The New Yorker Janet Flanner, había advertido ya en mayo de 1946, en Francia, la segunda prioridad (después de la ropa interior) en la agenda de productos «funcionales» de la postguerra eran los cochecitos de bebé. Por primera vez en muchos años, los europeos estaban empezando a tener hijos. En el Reino Unido, la tasa de natalidad de 1949 había aumentado un 11 por ciento respecto a 1937; en Francia, en un insólito 33 por ciento. Las implicaciones de esta llamativa explosión de la fertilidad, en un continente cuyo rasgo demográfico principal desde 1913 había sido la muerte prematura, fueron trascendentales. Una nueva Europa estaba naciendo, en más sentidos de los que la mayoría de sus contemporáneos hubiera podido prever.