IV

El acuerdo imposible

A los que no vivieran entonces les puede resultar difícil hacerse una idea de hasta qué punto la política europea de los años de la postguerra estaba gobernada por el temor a una resurrección alemana y dirigida a garantizar que no volviera a producirse jamás.

Sir MICHAEL HOWARD

No se llamen a engaño: todos los Balcanes, excepto Grecia, pasarán a ser bolcheviques, y no puedo hacer nada para evitarlo. Tampoco puedo hacer nada por Polonia.

WINSTON CHURCHILL, enero de 1945

Me recordaba a los déspotas renacentistas por su carencia de principios y su disposición a utilizar cualquier método, a pesar de que no empleara su florido lenguaje; simplemente «sí» o «no», aunque sólo podías fiarte del «no».

CLEMENT ATTLEE en referencia a Stalin

En un espacio de cinco años hemos adquirido un extraordinario complejo de inferioridad.

JEAN PAUL SARTRE (1945)

«Nadie en el mundo puede entender lo que los europeos sienten hacia los alemanes hasta que habla con los belgas, los franceses o los rusos. Para ellos, el único alemán bueno es el alemán muerto». El autor de estas palabras, escritas en su diario en 1945, fue Saul K. Padover, el psicólogo del ejército estadounidense al que hacíamos mención en el capítulo III. Su comentario debería tenerse en cuenta en todo lo referente a la división de la Europa de la postguerra. En Europa, el objetivo de la Segunda Guerra Mundial era derrotar a Alemania, y prácticamente no cabía ninguna otra consideración mientras la lucha continuara.

La principal preocupación de los aliados había sido mantenerse los unos a los otros en el conflicto. A los norteamericanos y los británicos les preocupaba constantemente que Stalin pudiera alcanzar la paz por separado con Hitler, especialmente una vez que la Unión Soviética hubiera recuperado el territorio perdido a partir de junio de 1941. Stalin, por su parte, pensaba que la demora en establecer un segundo frente (occidental) no era más que una estratagema de los aliados occidentales para dejar que Rusia se desangrara por completo antes de empezar a beneficiarse de su sacrificio. Ambas partes podían remitirse a la contemporización y los pactos anteriores a la guerra como evidencia de la escasa fiabilidad del otro; lo único que les unía era un enemigo común.

Este malestar mutuo explica los acuerdos y pactos alcanzados durante la guerra por los tres principales Gobiernos aliados. En enero de 1943 se acordó en Casablanca que la guerra en Europa sólo debía finalizar con la incondicional rendición de Alemania. En Teherán, once meses después, los «Tres Grandes» (Stalin, Roosevelt y Churchill) acordaron en principio un desmantelamiento de Alemania durante la postguerra, un retorno a la llamada «Línea Curzon[1]» entre Polonia y la Unión Soviética, el reconocimiento de la autoridad de Tito en Yugoslavia y el acceso soviético al Báltico a través del puerto de Königsberg, antes perteneciente a la Prusia Oriental.

El más beneficiado por estos acuerdos era obviamente Stalin pero, dado que el Ejército Rojo había desempeñado el papel más importante con diferencia en la lucha contra Hitler, este hecho parecía justificado. Por la misma razón, cuando Churchill se reunió con Stalin en Moscú en octubre de 1944 y firmó el célebre «acuerdo de los porcentajes», se estaba limitando a cederle al dictador soviético un terreno que este último ya estaba seguro de que iba a conseguir. En este acuerdo, garabateado precipitadamente por Churchill y pasado inmediatamente a Stalin, que «sacó su lápiz azul y estampó sobre él un visto bueno de grandes dimensiones», Gran Bretaña y la URSS acordaban ejercer el control sobre la Yugoslavia y la Hungría de la postguerra al 50 por ciento; Rumania y Bulgaria quedarían bajo control ruso en un 90 y 75 por ciento respectivamente, mientras que Grecia sería en un 90 por ciento «británica».

Merece la pena destacar tres puntos acerca de este «acuerdo» secreto. El primero es que los porcentajes para Hungría y Rumania no eran más que un mero formulismo: el asunto verdaderamente importante eran los Balcanes. En segundo lugar, el acuerdo fue en gran medida defendido por ambas partes, como veremos más adelante. Y, tercero, y por cruel que pueda parecer desde el punto de vista de los países afectados, en realidad no era significativo. Lo mismo puede decirse de las conversaciones de Yalta celebradas en febrero de 1945. «Yalta» ha entrado a formar parte del léxico de la política centroeuropea como sinónimo de la traición occidental, el momento en que los aliados occidentales vendieron a Polonia y otros pequeños Estados situados entre Rusia y Alemania.

Pero en realidad Yalta importaba poco. Es indudable que todos los aliados firmaron la Declaración de la Europa Liberada («para fomentar unas condiciones que permitan a los pueblos liberados ejercer sus derechos [democráticos], los tres gobiernos asistirán conjuntamente a la población de cualquier Estado liberado o antiguo satélite del Eje…») con el fin de formar gobiernos representativos, facilitar elecciones libres, etcétera. Y fue el cinismo mostrado por la Unión Soviética durante la postguerra respecto a este compromiso el que más tarde le echarían en cara a Occidente algunos comprensiblemente agraviados portavoces de las naciones cautivas. Pero en Yalta no se decidió nada que no hubiera sido ya previamente acordado en Teherán o en cualquier otra parte.

Lo más que puede decirse de la Conferencia de Yalta es que constituye un llamativo caso en materia de malentendidos, en el que Roosevelt, especialmente, fue víctima de sus propias ilusiones. Porque por entonces Stalin apenas necesitaba permiso de Occidente para hacer lo que deseara en la Europa del Este, como los británicos sí entendieron perfectamente. Los territorios del este cedidos a Stalin mediante los protocolos secretos de los pactos nazi-soviéticos de 1939 y 1940 volvían a quedar bajo el firme control soviético de nuevo: para cuando se celebró la reunión de Yalta (del 4 al 11 de febrero de 1945), el «Comité de Lublin» de comunistas polacos que el vagón de equipajes soviético había transportado en dirección oeste para dirigir la Polonia de la postguerra ya estaba instalado en Varsovia[2].

De hecho, Yalta dejó fuera de la mesa el asunto que en realidad más importaba (los acuerdos para la Alemania de la postguerra) debido precisamente a su trascendencia y su difícil tratamiento. Y es poco probable que los líderes occidentales hubieran podido obtener de Stalin un acuerdo mejor durante estos últimos meses de la guerra, aunque lo hubieran intentado. La única esperanza para los polacos, entre otros, residía en que Stalin se mostrara generoso con ellos en respuesta a la buena voluntad occidental. Pero con esta buena voluntad ya contaba de todas formas, y mucho tiempo después de la derrota de Hitler, eran los aliados occidentales los que buscaban la cooperación de Stalin, y no al revés. La Unión Soviética debía mantenerse en la guerra contra Alemania (y más tarde, según se suponía entonces, contra Japón); el problema de la Europa central podía esperar a que se alcanzara la paz. Si hubiera sido de otro modo, Roosevelt y Churchill habrían protestado más enérgicamente en agosto de 1944, cuando los alemanes mataron a 200.000 polacos durante un desesperado levantamiento producido en Varsovia, mientras el Ejército Rojo se quedaba mirando desde la otra orilla del Vístula.

Puede que los líderes occidentales no compartieran la opinión de Stalin sobre el Ejército del Interior clandestino polaco, a los que calificaba como «un puñado de aventureros y criminales sedientos de poder», pero desde luego no estaban dispuestos a llevar la contraria a su principal aliado militar sólo seis semanas después del desembarco del «día D» en Normandía. A partir de entonces, los polacos consideraron aquello una traición del propósito mismo de la guerra, después de todo, Gran Bretaña y Francia habían declarado la guerra a Hitler en septiembre de 1939 a causa de la invasión de Polonia. Pero para los aliados occidentales resultaba evidente que había que dejar mano libre a Stalin en el este. El objetivo de la guerra era derrotar a Alemania.

Y ésta siguió siendo la principal fuerza motriz hasta el final. En abril de 1945, con Alemania ya vencida a todos los efectos, a falta sólo de la declaración oficial, Roosevelt todavía manifestaba que, incluso con respecto a los acuerdos de postguerra para la propia Alemania, «nuestra actitud debería ser favorable a la reflexión y el aplazamiento de la decisión final». Existían sólidas razones para adoptar esta postura: la búsqueda de un acuerdo sobre la cuestión alemana iba a resultar terriblemente difícil, como los observadores más perspicaces ya podían detectar, y era lógico querer prolongar el mayor tiempo posible la alianza antialemana que había mantenido unidos a los aliados durante la guerra. Pero, a consecuencia de ello, la forma de la Europa de la postguerra no vino dictada en primera instancia por los pactos y acuerdos de guerra, sino más bien por cuál era el paradero de los ejércitos de ocupación cuando los alemanes se rindieron. Como Stalin le explicó a Mólotov cuando este último le expresó sus dudas respecto a los términos de la «Declaración de la Europa Liberada»: «Podemos cumplirlos a nuestra manera. Lo que importa es la correlación de fuerzas».

En el sudeste de Europa la guerra ya había terminado a finales de 1944, con el absoluto control soviético del norte de los Balcanes. Para mayo de 1945, en la Europa central y del Este, el Ejército Rojo había liberado y reocupado Hungría, Polonia y la mayor parte de Checoslovaquia. Las tropas soviéticas atravesaban entonces Prusia en dirección a Sajonia. En el oeste, donde británicos y estadounidenses combatían prácticamente por separado en el noroeste y sudoeste de Alemania, respectivamente, Eisenhower sin duda podía haber llegado a Berlín antes que los rusos, si Washington no le hubiera disuadido de ello. A Churchill le hubiera gustado ver el avance occidental sobre Berlín, pero Roosevelt era consciente tanto de la preocupación de sus generales por la pérdida de vidas (una quinta parte de todas las bajas entre las tropas estadounidenses de la Segunda Guerra Mundial se habían producido en la batalla del Bulge, durante la campaña de las Ardenas, el invierno anterior) como del interés de Stalin por la capital alemana.

Por consiguiente, en Alemania y Checoslovaquia (donde el ejército estadounidense había avanzado inicialmente hasta quedar a tan sólo 29 kilómetros de Praga y había liberado la región de Pilsen, situada en la Bohemia occidental, para entregársela poco después al Ejército Rojo), la línea divisoria entre lo que todavía no era el «Este» y el «Oeste» de Europa cayó un poco más hacia el oeste de lo que habría cabido esperar por el resultado de los combates. Pero sólo un poco: aunque los generales Patton o Montgomery podían haber presionado un poco más, el resultado final no se habría visto esencialmente alterado. Entre tanto, más hacia el sur, el 2 de mayo de 1945, el Ejército Yugoslavo de Liberación Nacional y la Octava División del ejército británico se encontraron cara a cara en Trieste, trazando a través de la más cosmopolita de las ciudades de la Europa central una línea que se convertiría en la primera frontera real de la Guerra Fría.

Por supuesto, la Guerra Fría «oficial» todavía se situaba en el futuro. Pero, en ciertos aspectos, había comenzado ya mucho antes de mayo de 1945. Mientras Alemania continuaba siendo el enemigo, era fácil olvidar las profundas disputas y antagonismos que separaban a la Unión Soviética de sus aliados en tiempo de guerra. Pero estaban allí. Cuatro años de recelosa cooperación en una lucha a vida o muerte contra un enemigo común no habían contribuido mucho a la hora de borrar casi treinta años de mutua desconfianza. Porque lo cierto es que, en Europa, la Guerra Fría no comenzó después de la Segunda Guerra Mundial, sino nada más terminar la Primera.

Así quedaba patente en el caso de Polonia, que en 1920 se había enfrentado contra la Unión Soviética en una guerra desesperada; en Gran Bretaña, donde Churchill había edificado en parte su prestigio durante el periodo de entreguerras sobre el Red Scare («Terror Rojo») de principios de los años veinte y el antibolchevismo; en Francia, donde el anticomunismo había constituido la baza más fuerte de la derecha en los asuntos domésticos, desde 1921 hasta la invasión alemana de mayo de 1940; en España, donde tanto a Stalin como a Franco les interesaba por igual subrayar la importancia del comunismo en la Guerra Civil española; y, evidentemente y por encima de todo, en la propia Unión Soviética, donde el monopolio del poder por parte de Stalin y sus sangrientas purgas entre los disidentes del partido se basaban en la acusación de que Occidente y sus partidarios en Rusia conspiraban para minar al país y hacer fracasar la experiencia comunista. Los años 1941-1945 sólo fueron un interludio dentro de la lucha internacional entablada entre las democracias occidentales y el totalitarismo soviético, una lucha cuyos contornos se vieron desdibujados aunque no significativamente alterados por la amenaza que para ambos bandos representaba el ascenso del fascismo y del nazismo en el corazón mismo del continente.

Fue Alemania la que unió a Rusia y a Occidente en 1941, como también había conseguido hacerlo antes de 1914. Pero la alianza estaba predestinada al fracaso. Desde 1918-1934, la estrategia soviética en la Europa central y occidental de separar a la izquierda y fomentar la subversión y las protestas violentas ayudó a conformar una imagen del «bolchevismo» como algo básicamente ajeno y hostil. Cuatro años de problemáticas y controvertidas alianzas del tipo «frente popular» contribuyeron en parte a disipar esta impresión, a pesar de los juicios y asesinatos en masa que en aquel momento se estaban produciendo en la propia Unión Soviética. Pero el pacto de agosto de 1939 entre Mólotov y Ribbentrop y la colaboración de Stalin con Hitler en el desmembramiento de sus vecinos comunes durante el año siguiente minaron considerablemente los éxitos propagandísticos conseguidos durante los años del frente popular. Sólo el heroísmo del Ejército Rojo y de los ciudadanos soviéticos durante los años 1941-1945 y los crímenes sin precedentes de los nazis ayudaron a borrar estos anteriores recuerdos.

En cuanto a los soviéticos, nunca dejaron de desconfiar de Occidente, una desconfianza cuyas raíces se remontaban, por supuesto, a bastante antes de 1917, pero a cuyo fortalecimiento había contribuido la intervención militar occidental durante la guerra civil de 1917-1921, la ausencia de la Unión Soviética de los organismos y asuntos internacionales durante los siguientes quince años, la bien fundada sospecha de que, puestos a elegir, la mayoría de los líderes occidentales prefería los fascistas a los comunistas y la intuición de que, especialmente Francia y Gran Bretaña, no lamentarían ver a la Unión Soviética y a la Alemania nazi enfrentarse en un conflicto mutuamente destructivo del que las primeras saldrían beneficiadas. Incluso después de forjarse la alianza durante la guerra y una vez quedó claro el interés común en derrotar a Alemania, el grado de desconfianza mutua no deja de sorprender: resulta revelador el extremadamente escaso intercambio de información sensible entre el este y el oeste durante la guerra.

Por tanto, el desarrollo de la alianza durante la guerra y la posterior división de Europa no se debió a un error, a un mero interés egoísta o a la malevolencia, sino que existían unas raíces históricas. Antes de la Segunda Guerra Mundial, las relaciones entre Estados Unidos y Reino Unido, por un lado, y la Unión Soviética, por otro, habían sido siempre tensas. La diferencia radicaba en que ninguno de ellos había tenido bajo su responsabilidad grandes áreas del continente europeo. Por otra parte, habían estado separados por la presencia de Francia y de Alemania, entre otras consideraciones. Pero con la humillación vivida por Francia en 1940 y la derrota alemana de cinco años después, todo cambió. El resurgimiento de la Guerra Fría en Europa había sido siempre probable, pero no inevitable. El hecho de que finalmente se produjera se debió a los objetivos y necesidades finalmente incompatibles de las partes interesadas.

Gracias a la agresión alemana, Estados Unidos era ahora, por primera vez, una potencia en Europa. Que Estados Unidos contaba con una fortaleza arrolladora era evidente, incluso para los que habían quedado hipnotizados por los logros del Ejército Rojo. El PIB de Estados Unidos se había duplicado durante la guerra y, para la primavera de 1945, su capacidad de producción equivalía a la mitad del total mundial, aparte de corresponderle la mayor parte de los excedentes alimentarios del mundo y la práctica totalidad de las reservas financieras internacionales. Estados Unidos había movilizado a 12 millones de hombres para luchar contra Alemania y sus aliados, y cuando Japón finalmente se rindió, la flota norteamericana era mayor que la suma de todas las flotas mundiales restantes. ¿Qué iba a hacer Estados Unidos con todo ese poder? Durante el periodo subsiguiente a la Primera Guerra Mundial, Washington había preferido no ejercitarlo; ¿en qué cambiarían las cosas después de la Segunda Guerra Mundial? ¿Qué quería Estados Unidos?

En lo que respecta a Alemania (y el 85 por ciento de los esfuerzos bélicos estadounidenses se habían dirigido contra Alemania), la postura inicial de Estados Unidos fue bastante radical. El 26 de abril de 1945, dos semanas después de la muerte de Roosevelt, la Junta de Jefes de Estado Mayor le presentó al presidente Truman una directiva, la JCS 1067 que, con base en los puntos de vista de, entre otros, Henry Morgenthau, el secretario del Tesoro de Estados Unidos, recomendaba que: «Debería dejarse claro a los alemanes que la despiadada ofensiva y la fanática resistencia nazi han destruido la economía alemana y han convertido el caos y el sufrimiento en inevitables, y que los alemanes no pueden escapar a la responsabilidad de lo que ellos mismos se han buscado. Alemania no será ocupada con el propósito de la liberación, sino como una nación enemiga derrotada». O, en palabras del propio Morgenthau, «es de la máxima importancia que todos los ciudadanos de Alemania se den cuenta de que esta vez Alemania es una nación derrotada».

En resumen, se trataba de evitar que se repitiera el que, desde la retrospectiva de 1945, les parecía a los políticos de entonces uno de los mayores errores del Tratado de Versalles: el fracaso en hacer entender a los alemanes la gravedad de sus pecados y el castigo que por ellos se les infligía. La lógica de este primer enfoque estadounidense sobre la cuestión alemana consistía por tanto en la desmilitarización, desnazificación y desindustrialización, es decir, en despojar a Alemania de sus recursos militares y económicos y reeducar a la población. Esta política se aplicó conforme a lo previsto, al menos en parte: la Wehrmacht fue oficialmente disuelta (el 20 de agosto de 1946); se pusieron en marcha programas de desnazificación, especialmente en la zona ocupada por Estados Unidos, como vimos en el capítulo II; y se impusieron unos límites estrictos a la capacidad y la producción industrial alemanas, aplicando las restricciones más rigurosas a la fabricación de acero, con arreglo al «Plan para la Nivelación de la Economía (alemana) de la postguerra» de marzo de 1946.

Pero desde el principio, la «estrategia Morgenthau» recibió duras críticas incluso desde la propia administración de Estados Unidos. ¿Qué beneficio se obtendría de reducir a Alemania (el sector bajo el control norteamericano) a un Estado prácticamente preindustrial? La mayor parte de los mejores terrenos agrícolas de Alemania estaban ahora bajo control soviético o habían sido transferidos a Polonia. Entre tanto, Alemania Occidental estaba inundada de refugiados que no tenían acceso ni a las tierras ni a la comida. Las restricciones a la producción urbana o industrial podían mantener postrada a Alemania, pero no servían para alimentarla ni para reconstruirla. Esta carga, de dimensiones más que considerables, caería sobre los victoriosos ocupantes que, antes o después, tendrían que descargar dicha responsabilidad sobre los propios alemanes y permitirles reconstruir su economía.

A estas preocupaciones, los críticos norteamericanos de la línea «dura» de Estados Unidos añadían una consideración más. Puede que estuviera bien obligar a los alemanes a tomar conciencia de su propia derrota pero, si no se les ofrecía la perspectiva de un futuro mejor, el resultado podría volver a ser el mismo de antes: una nación resentida y humillada, vulnerable a la demagogia de la derecha o de la izquierda. Como el ex presidente Hoover manifestó al propio Truman en 1946, «se puede buscar la venganza o la paz, pero no las dos cosas a la vez». Si, en el tratamiento de Estados Unidos hacia Alemania, la balanza fue inclinándose cada vez más hacia la «paz», esto se debió en gran parte al progresivo deterioro de las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética.

Entre un reducido círculo de observadores de Washington con acceso a información de primera mano, resultó evidente desde el principio que la incompatibilidad entre los intereses soviéticos y occidentales conduciría a un conflicto y que, por tanto, la delimitación clara de unas áreas de poder podía constituir una solución prudente a los problemas de la postguerra. Este era el punto de vista de George Kennan que, el 26 de enero de 1945, escribió: «¿Por qué no podríamos alcanzar un compromiso razonable y definitivo con [la URSS]? […] ¿Dividir claramente Europa en esferas de influencia y que nosotros nos mantengamos al margen de la esfera rusa y los rusos de la nuestra? […] Así, cualquiera que fuese la esfera de actuación que nos correspondiera, podríamos al menos […] (intentar) reconstruir la vida después de la guerra sobre unas bases dignas y estables».

Seis semanas después, Averell Harriman, el embajador de Estados Unidos en Moscú, le planteaba al presidente Roosevelt una respuesta frente a las acciones de la Unión Soviética en la Europa del Este bastante más pesimista e implícitamente contenciosa en su informe: «A menos que estemos dispuestos a aceptar una invasión bárbara de Europa en pleno siglo XX, y el avance de la represión en el este, debemos encontrar la forma de frenar la política de dominación soviética […]. Si no encaramos estos problemas ahora, el periodo que le tocará vivir a la próxima generación quedará registrado en la historia como la era soviética».

Harriman y Kennan diferían implícitamente en el modo de responder a las acciones soviéticas, pero compartían la misma visión respecto a la actuación de Stalin. Otros líderes estadounidenses se mostraban sin embargo mucho más optimistas, y no sólo en la primavera de 1945. Charles Bohlen, otro diplomático norteamericano, y el destinatario de la carta de Kennan antes mencionada, creía en la posibilidad de alcanzar un acuerdo de postguerra basado en los principios generales de la autodeterminación y la cooperación entre las grandes potencias. Al reconocer la necesidad de mantener la cooperación soviética en el diseño de una solución para la propia Alemania, Bohlen y otros como el secretario de Estado durante la postguerra, James Byrnes, depositaban su fe en la ocupación militar aliada de los antiguos países del Eje y sus satélites, así como en unas elecciones libres conforme a las líneas esbozadas en el Tratado de Yalta. Sólo más adelante, tras observar el funcionamiento del poder soviético bajo los auspicios de los Consejos de Control de los aliados, especialmente en Rumania y Bulgaria, llegarían a admitir la incompatibilidad de estos objetivos y a compartir la preferencia de Kennan por una Realpolitik de esferas separadas.

Una de las causas que dio origen al optimismo inicial fue la opinión ampliamente extendida de que Stalin no estaba interesado en provocar la confrontación y la guerra. Así se lo manifestó el propio general Eisenhower al presidente Truman y su Junta de Jefes de Estado Mayor en junio de 1946: «Yo no creo que los rojos quieran la guerra. ¿Qué sacarían ahora de un conflicto armado? Han conseguido casi todo lo que pueden asimilar». En cierto sentido, Eisenhower estaba en lo cierto: Stalin no deseaba entrar en guerra con Estados Unidos (aunque de ello no debía tampoco extraerse la conclusión lógica de que la Unión Soviética tuviera interés en cooperar plenamente con su anterior aliado). Y, en todo caso, Estados Unidos, con su monopolio sobre las armas atómicas, no arriesgaba mucho por el hecho de mantener las comunicaciones abiertas con la Unión Soviética y procurar encontrar soluciones compatibles para ambos países a los problemas que compartían.

Otro elemento de la política de Estados Unidos durante la fase inicial de la postguerra lo constituyeron las nuevas instituciones internacionales que los estadounidenses habían contribuido a crear y cuyo éxito deseaban sinceramente. Las Naciones Unidas, cuyos estatutos se ratificaron el 25 de octubre de 1945 y cuya Asamblea General se reunió por primera vez en enero de 1946, es evidentemente la más conocida; pero fueron los organismos financieros y económicos relacionados con «Bretton Woods» los que quizás revistieron mayor importancia para los responsables políticos de entonces.

A los ojos de los norteamericanos, el desastre económico de los años de entreguerras parecía constituir la causa raíz de la crisis europea (y mundial). A menos que las divisas fueran convertibles y los diversos países estuvieran dispuestos a beneficiarse mutuamente del incremento del comercio, no había nada que pudiera evitar la vuelta a los terribles días de septiembre de 1931, cuando el sistema monetario posterior a la Primera Guerra Mundial se desmoronó por completo. Liderados por Maynard Keynes, el inspirador de la reunión celebrada en el centro de conferencias de Bretton Woods, en New Hampshire, economistas y estadistas trataron de buscar una alternativa al sistema financiero internacional de la época anterior a la guerra: algo menos rígido y deflacionario que el patrón oro, pero más fiable y recíprocamente sostenible que un sistema fluctuante de divisas. Según Keynes, cualquiera que fuera la forma que adoptara este nuevo sistema, tendría que contar con algo parecido a un banco internacional, que funcionaría de forma similar a un banco central en una economía doméstica, para dirigirlo: es decir, para mantener un tipo de cambio fijo, fomentando y facilitando al mismo tiempo las operaciones de cambio de divisas.

Esto es, en esencia, lo que se acordó en Bretton Woods. Se creó un Fondo Monetario Internacional (con dinero efectivo estadounidense) «para facilitar la expansión y el crecimiento equilibrado del comercio internacional» (Artículo I). Su primera junta de gobierno, que tomó como modelo el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, estuvo integrada por representantes de Estados Unidos, Reino Unido, Francia, China y la URSS. También se propuso una Organización Internacional de Comercio que finalmente se materializaría en 1947 en el Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (transformado más adelante en la Organización Mundial del Comercio). Sus miembros acordaron los aranceles y otras concesiones aplicables a las partes contratantes, así como unos códigos de prácticas comerciales y procedimientos para tratar posibles incumplimientos y disputas. Todo esto suponía en sí mismo una ruptura drástica respecto a los anteriores enfoques «mercantilistas» del comercio, y tenía como fin dar paso, en su día, a una nueva era de libre comercio.

Los objetivos e instituciones de Bretton Woods, entre los que también se incluía un nuevo «Banco Mundial», llevaban implícito un grado de injerencia externa en las prácticas nacionales sin precedentes hasta entonces. Por otra parte, las divisas tendrían que ser convertibles en función de su relación con el dólar estadounidense, como condición necesaria para un comercio internacional sostenido y predecible. En la práctica, este punto resultaba problemático: tanto Francia como Gran Bretaña se resistían a la convertibilidad, en el caso británico debido a la existencia de un «área protegida» para su libra esterlina[3] y, en el francés, debido a su sempiterna obsesión por un «franco fuerte» y su deseo de preservar múltiples tipos de cambio para diferentes sectores y productos, la herencia neocolbertiana de una era ya pasada. La plena convertibilidad tardó una década en alcanzarse y el franco y la libra se unieron por fin al sistema de Bretton Woods en 1958 y 1959 respectivamente (seguidos por el marco alemán, en mayo de 1959, y la lira italiana en enero de 1960).

Así pues, el sistema Bretton Woods de la postguerra no se implantó de una sola vez. Los participantes de Bretton Woods habían previsto la convertibilidad internacional para finales de la década de 1940, pero sus cálculos no contemplaban las consecuencias políticas y económicas de la llegada de la Guerra Fría (ni, de hecho, del Plan Marshall). En otras palabras, los altos ideales de los que establecieron unos planes e instituciones para un mejor sistema internacional daban por hecho una era estable de cooperación internacional de la que todos saldrían beneficiados. La Unión Soviética en principio iba a formar parte del sistema financiero propuesto en Bretton Woods (como tercer mayor contribuyente a la cuota del Fondo Monetario Internacional). Tal vez fuera ingenuo por parte de los norteamericanos (y algunos británicos) suponer que estas propuestas serían aceptables para los responsables políticos rusos, o incluso franceses; en todo caso, sortearon este impedimento mediante el sencillo recurso de elaborar sus planes sin consultar ni los a rusos, ni a los franceses, ni a nadie más.

No obstante, esperaban sinceramente que los beneficios mutuos que se obtendrían de un aumento del comercio internacional y de la estabilidad financiera se impondrían por fin sobre las tradiciones nacionales y la desconfianza política. Por eso, cuando a comienzos de 1946 la Unión Soviética anunció bruscamente que no se uniría a las instituciones de Bretton Woods, el Departamento del Tesoro de Estados Unidos quedó verdaderamente desconcertado; y fue entonces cuando, para explicar el pensamiento subyacente al paso que había dado Stalin, George Kennan envió desde Moscú, la noche del 22 de febrero de 1946, su célebre Largo Telegrama, primer testimonio significativo del reconocimiento por parte de Estados Unidos de la confrontación que se avecinaba.

Este planteamiento presenta a los responsables políticos estadounidenses como sorprendentemente inocentes, salvo en el caso de Kennan. Y puede que de hecho lo fueran, y no sólo aquellos que como el senador Estes Kefauver o Walter Lippmann se negaban sencillamente a creer lo que les decían sobre la actuación soviética en la Europa del Este y otros lugares. Al menos a mediados de 1946, muchos líderes estadounidenses hablaban y actuaban como si de verdad creyeran en la continuación de la alianza formada con Stalin durante la guerra. Incluso Lucrețiu Pătrășcanu, una veterana figura de la cúpula comunista rumana (y más tarde víctima de un «juicio-espectáculo» en su propio país), llegó a comentar en el verano de 1946, cuando se estaban llevando a cabo las negociaciones para el Tratado de Paz de París: «Los estadounidenses están locos. Están dándoles más a los rusos de lo que éstos piden e incluso esperan»[4].

Pero en la política estadounidense había algo más que inocencia. En 1945, y durante algún tiempo más, Estados Unidos esperaba de verdad liberarse de Europa lo antes posible, por lo que era lógico que deseara establecer un marco viable que no exigiera la presencia o la supervisión norteamericana. Este aspecto del pensamiento estadounidense de la postguerra no parece recordarse o entenderse del todo bien hoy en día, pero ejerció una enorme influencia en la estrategia estadounidense de aquel momento; como Roosevelt explicó en Yalta, Estados Unidos esperaba que su ocupación de Alemania (y por tanto su presencia en Europa) no se prolongara más allá de dos años como máximo.

Truman se vio fuertemente presionado a cumplir este objetivo. El brusco final de los acuerdos de préstamo y arriendo formó parte de un recorte general de los compromisos económicos y militares con Europa. El presupuesto norteamericano de defensa se redujo en cinco sextas partes entre 1945 y 1947. Al final de la guerra en Europa, Estados Unidos tenía allí 97 divisiones de infantería listas para entrar en combate; a mediados de 1947 sólo quedaban doce de ellas, la mayoría no muy bien pertrechadas y dedicadas a tareas administrativas. El resto habían sido desmovilizadas y devueltas a casa. Este hecho, que respondía a las expectativas de los votantes estadounidenses, de los cuales, en 1947, sólo un 7 por ciento ponía los problemas extranjeros por delante de los nacionales, sembró la confusión entre los aliados europeos de Estados Unidos, que empezaron a temer seriamente que se repitiera el aislacionismo del periodo de entreguerras. Sólo se equivocaban en parte; como los británicos sabían, en caso de que se produjera una invasión soviética de Europa occidental después de 1945, la estrategia norteamericana consistiría en replegarse inmediatamente a las bases periféricas situadas en Gran Bretaña, España y Oriente Medio.

Pero, a pesar de esta reducción del compromiso militar con Europa, los diplomáticos norteamericanos fueron tomando conciencia rápidamente de la situación. El propio secretario Byrnes, que al principio había expresado su fe en los acuerdos de guerra y la buena voluntad soviética, pronunció un discurso en Stuttgart, el 6 de septiembre de 1946, con el que pretendía tranquilizar al público alemán: «Mientras sea necesaria una fuerza de ocupación en Alemania, el ejército de Estados Unidos formará parte de dicha fuerza de ocupación». El compromiso con la defensa europea no es que fuera muy rotundo pero, tal vez motivado por una carta enviada por Truman en junio («Estoy harto de andar mimando a los rusos»), reflejaba la creciente frustración estadounidense ante la dificultad de trabajar en colaboración con la Unión Soviética.

Los alemanes no eran los únicos a los que había que tranquilizar: los británicos se mostraban especialmente preocupados ante el aparente deseo de los norteamericanos de liberarse de la carga europea. En Washington no todos compartían el amor a Gran Bretaña. En un discurso pronunciado el 12 de abril de 1946, el vicepresidente Henry Wallace recordó a su auditorio que «aparte de una lengua y una tradición literaria comunes, no tenemos más cosas en común con la Inglaterra imperialista que con la Rusia comunista». Evidentemente, la postura «blanda» de Wallace respecto al comunismo era conocida por todos pero, dentro del espectro político, eran muchos los que compartían su desagrado frente a la implicación de Estados Unidos en Gran Bretaña y Europa. Cuando en marzo de 1946 Winston Churchill pronunció su famoso discurso sobre el «telón de acero» en Fulton, Misuri, el Wall Street Journal comentó ácidamente: «La reacción del país ante el discurso del Sr. Churchill en Fulton debe constituir una prueba convincente de que Estados Unidos no desea ninguna alianza ni nada que se parezca a una alianza con ninguna otra nación».

Precisamente Churchill menos que nadie se habría sorprendido ni por Wallace ni por el editorial del Wall Street Journal. Ya en 1943 había podido darse cuenta perfectamente del deseo de Roosevelt de asistir al desmantelamiento del imperio británico; de hecho, había veces en las que Roosevelt parecía al menos igual de interesado en minimizar a la Gran Bretaña de la postguerra que en contener a la Rusia soviética. Si se pudiera hablar de una estrategia coherente de Estados Unidos durante el periodo de 1944-1947, ésta se resumiría en: llegar a un acuerdo sobre la Europa continental con Stalin, presionar a Gran Bretaña para que abandonara su imperio de ultramar y aceptara el libre comercio y la convertibilidad de la libra, y retirarse de Europa lo antes posible. De estos objetivos, sólo se consiguió el segundo, dado que el tercero no se pudo alcanzar debido a la imposibilidad del primero.

La perspectiva británica era completamente distinta. Una subcomisión del Gobierno enumeró en 1944 las cuatro áreas principales de interés que había que tener en cuenta en la relación con la Unión Soviética: i) el petróleo de Oriente Medio; ii) la cuenca mediterránea; iii) las «comunicaciones vitales por mar», y iv) el mantenimiento y protección de la fuerza industrial británica. Debe señalarse que ninguna de ellas afectaba directamente a Europa, salvo la segunda, que explica la implicación de Gran Bretaña en Grecia. No se mencionaba Europa del Este. Si los líderes británicos se mostraban cautelosos en sus relaciones con Stalin no era porque les preocuparan los planes que éste pudiera albergar para Europa central, sino más bien ante los futuros avances soviéticos sobre Asia Central y Oriente Próximo.

Esto resultaba coherente con lo que para Gran Bretaña habían constituido siempre sus objetivos prioritarios: Asia Oriental, India, África y el Caribe. Pero estas mismas ambiciones imperialistas (como algunos, no sólo en Washington, las denominaban) eran la causa de que los estrategas británicos se mostraran mucho más realistas que sus aliados estadounidenses en lo referente a Europa. Desde la perspectiva de Londres, la guerra se había librado para derrotar a Alemania, y si el precio que había que pagar para ello era que la Europa del Este pasara a formar parte del imperio soviético, había que aceptarlo. Los británicos seguían interpretando los asuntos europeos en términos de un equilibrio de poderes: en palabras de sir William Strang, del Foreign Office, «es preferible que Rusia domine el este de Europa a que Alemania domine Europa occidental».

La reflexión de Strang corresponde a 1943. En 1945, cuando el avance del dominio ruso empezaba a ser evidente, los líderes británicos comenzaron a mostrarse menos optimistas que sus colegas norteamericanos. Tras el golpe orquestado por Rusia en Bucarest en febrero de 1945 y la subsiguiente y dura represión soviética en Rumania y Bulgaria, resultaba obvio que el precio que habría que pagar localmente por la hegemonía soviética sería muy caro. Pero los británicos no albergaban claras esperanzas de mejora en la región; como el secretario del Foreign Office, Ernest Bevin, le manifestó a su homólogo estadounidense, Byrnes: «En estos países debemos estar preparados para intercambiar un hatajo de sinvergüenzas por otro».

El verdadero temor de los británicos respecto a Europa no consistía en que la URSS llegara a controlar la Europa del Este (a finales de 1944 esto era ya un hecho consumado), sino que pudiera arrastrar a una Alemania humillada y resentida hacia su órbita, y de este modo llegar a dominar todo el continente. Para evitarlo, como concluyeron los jefes de Estado Mayor británicos en el otoño de 1944, probablemente sería necesario dividir Alemania y ocupar a continuación la parte occidental. En tal caso, se concluía en un documento secreto del Tesoro británico de marzo de 1945, una posible respuesta al problema alemán sería olvidarse de una solución panalemana y en su lugar incorporar plenamente esta zona alemana occidental en la economía europea occidental. Como el general Alan Brooke, jefe de la Junta de jefes de Estado Mayor del Imperio Británico, escribió en su diario el 27 de julio de 1944, «Alemania ya no constituye una potencia dominante en Europa. Rusia sí […]. Dentro de quince años, Rusia se habrá convertido inevitablemente en la principal amenaza. De ahí que haya que fortalecer a Alemania, ir levantándola poco a poco para luego introducirla en una federación de la Europa occidental. Por desgracia, todo esto debe llevarse a cabo bajo el manto de una sagrada alianza entre Rusia, Inglaterra y América».

Evidentemente, esto es lo que más o menos ocurrió cuatro años más tarde. De todas las potencias aliadas, fue Gran Bretaña la que más se acercó a la hora de imaginar e incluso perseguir el acuerdo que se alcanzó al final. Pero los británicos no estaban en situación de imponer este resultado, ni de imponer en realidad gran cosa, por sí solos. Hacia el final de la guerra resultaba obvio que Londres no podía competir con Washington y Moscú. Gran Bretaña había agotado todos sus recursos en su épica lucha contra Alemania y no podía permitirse siquiera la apariencia externa de una gran potencia. Entre el Día de la Victoria en Europa de 1945 y la primavera de 1947, las fuerzas británicas se redujeron de un máximo de 5,5 millones de hombres y mujeres militares a sólo 1,1 millones. En el otoño de 1947, el país se vio obligado incluso a cancelar las maniobras navales a fin de ahorrar combustible. En palabras del embajador norteamericano William Clayton, un observador bastante simpatizante con la causa británica, «los británicos se aferran con uñas y dientes a la esperanza de que con nuestra ayuda podrán preservar de algún modo el Imperio Británico y su dominio sobre él».

En estas circunstancias, los británicos se sentían comprensiblemente preocupados, pero no por la perspectiva de un ataque ruso (la política británica se basaba en el supuesto de que la agresión soviética podía adoptar cualquier forma excepto la guerra) sino por una posible retirada de los norteamericanos. Su marcha sólo habría sido del agrado de una minoría del Partido Laborista británico, entonces en el gobierno, que depositaba sus esperanzas para la postguerra en una alianza para la defensa europea de carácter neutral. Pero el primer ministro Clement Attlee no se dejaba engañar por estas vanas ilusiones, como le explicaba a su colega del Partido Laborista Fenner Brockway en una carta: «Algunos [en el Partido Laborista] pensaban que deberíamos concentrar todos nuestros esfuerzos en construir una tercera fuerza en Europa. Magnífico, sin duda. Pero entonces no existían unas bases ni espirituales ni materiales para ello. Lo que quedaba de Europa no era lo bastante fuerte para enfrentarse a Rusia sin más ayuda. Había que contar con una fuerza mundial, porque a lo que hacíamos frente era a otra fuerza mundial […]. Sin el poder disuasorio estadounidense, los rusos podrían haber intentado fácilmente avanzar sin más. No sé si lo hubieran hecho, pero ésa era una posibilidad que no se podía ignorar».

Pero ¿podía contarse con los norteamericanos? Los diplomáticos británicos no habían olvidado la Ley de Neutralidad de 1937. Y, por supuesto, comprendían perfectamente la ambivalencia del compromiso estadounidense en el exterior, dado que no difería mucho de la postura que ellos mismos habían mantenido antes. Desde mediados del siglo XVIII hasta el envío de la fuerza expedicionaria británica a Francia en 1914, los ingleses habían preferido combatir «por poderes», sin tener un ejército permanente, evitando los prolongados compromisos continentales y sin tener desplazada a ninguna fuerza en suelo europeo. En el pasado, una potencia marítima que quisiera librar una guerra europea contando con la infantería de otro país podía recurrir a los españoles, los holandeses, los suizos, los prusianos e incluso los rusos como aliados. Pero los tiempos habían cambiado.

De ahí la decisión británica, tomada en enero de 1947, de seguir adelante con su programa de armas atómicas. Sin embargo, la importancia de esta decisión residiría en el futuro. En las circunstancias de los primeros años de la postguerra, la mejor opción de Gran Bretaña consistía en fomentar la continuación del compromiso de Estados Unidos en Europa (lo que significaba propugnar públicamente la fe norteamericana en un acuerdo negociado), y colaborar al mismo tiempo con los soviéticos en la medida que ello siguiera siendo posible. En tanto que el temor al revanchismo alemán continuara presidiendo todo lo demás, esta política se podía seguir manteniendo.

Sin embargo, a principios de 1947 comenzaba a desmoronarse visiblemente. La cuestión de si la Unión Soviética constituía o no un peligro real y presente no estaba clara (todavía en diciembre de 1947 incluso Bevin consideraba a Rusia una amenaza menor que una futura y renaciente Alemania). Pero lo que sí resultaba dolorosamente obvio era que el limbo en el que vivía Alemania, donde la economía del país aún se mantenía como rehén de las cuestiones políticas sin resolver, y donde los británicos tenían que correr con enormes gastos en su zona de ocupación, no podía continuar por mucho tiempo. La economía alemana necesitaba reactivarse, con o sin el acuerdo soviético. Eran por tanto los británicos (que habían librado dos largas guerras contra Alemania de principio a fin, y a los que la dificultad en conseguir sus sendas victorias les había bajado los humos) los que estaban más deseosos de cerrar este capítulo, acordar algún tipo de modus vivendi en los asuntos continentales y seguir adelante.

En tiempos mejores, los británicos se hubieran retirado a sus islas, como suponían que querían hacer los norteamericanos con el regreso a su continente, y dejado la seguridad de Europa occidental en manos de sus tradicionales guardianes, los franceses. En fechas todavía tan recientes como 1938 ésa había sido la base de la estrategia británica: dejar que Francia, la potencia militar más importante del continente, actuara de contrapeso frente a las ambiciones alemanas respecto a Europa central, e incluso frente a futuras amenazas soviéticas dirigidas más hacia el este. Esta imagen de Francia como la gran potencia europea había sufrido una importante sacudida en Múnich, pero fuera de las cancillerías de la Europa del Este todavía no se había roto del todo. Así pues, el seísmo que recorrió Europa en mayo y junio de 1940, cuando el gran ejército francés se desmoronó y desbarató por completo ante la ofensiva de los Panzer que cruzaron el río Mosa y atravesaron la región de Picardía, fue tanto mayor por lo inesperado.

En seis traumáticas semanas, los puntos cardinales de referencia en las relaciones internacionales europeas cambiaron para siempre. Francia dejó no sólo de ser una gran potencia, sino incluso una potencia, y, a pesar de los denodados esfuerzos de De Gaulle en décadas posteriores, nunca ha vuelto a serlo. Porque a la demoledora derrota de junio de 1940 le siguieron cuatro años de humillante, degradante y servil ocupación, con el régimen de Vichy del mariscal Pétain haciendo el papel de Uriah Heep y Alemania el de Bill Sikes[5]. A pesar de sus declaraciones públicas, los líderes y responsables políticos franceses no ignoraban lo que había ocurrido en su país. Como expresaba un documento político interno francés, una semana después de la liberación de París en 1944: «Si Francia se viera sometida a un tercer asalto durante la próxima generación […] sucumbiría para siempre».

Esto era lo que se decía en privado. En público, los estadistas y políticos franceses de la postguerra insistían en la reivindicación de su país por ser reconocido como miembro de la victoriosa coalición aliada, como una potencia mundial que había que tener en cuenta como un igual dentro del grupo. Esta ilusión podía sostenerse en cierta medida, dado que a las otras potencias les convenía aparentar que así era. La Unión Soviética deseaba contar con un aliado táctico en Occidente, que compartiera su recelo hacia los «angloamericanos»; los británicos querían una Francia resucitada que ocupara su puesto en los consejos de Europa y aliviara a Gran Bretaña de sus obligaciones continentales; incluso los estadounidenses veían algunas ventajas, aunque no muchas, en concederle a París un asiento en la mesa del alto mando. Por todo ello, a los franceses se les concedió un escaño permanente en el nuevo Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, se les ofreció un puesto en las administraciones militares conjuntas de Viena y de Berlín, y (ante la insistencia británica) se les buscó un distrito de ocupación dentro de la zona norteamericana al sudoeste de Alemania, en un área contigua a la frontera francesa y en el extremo occidental opuesto a la frontera soviética.

Pero tan calurosos ánimos no hicieron sino aumentar la humillación de una nación ya humillada. Y los franceses, como cabía esperar, respondieron al principio con una actitud un tanto quisquillosa. En el Consejo de Control Aliado de Alemania, bloquearon o vetaron sistemáticamente la implantación de las decisiones tomadas por los tres grandes en la Conferencia de Potsdam, con el argumento de que Francia no había participado en ellas. Las autoridades provisionales francesas se negaron al principio a cooperar con los gobiernos militares aliados de la UNRRA en la gestión de los desplazados, ya que la ubicación y administración de los refugiados y desplazados franceses debía estar bajo el exclusivo control francés.

Por encima de todo, los gobiernos franceses de la postguerra mostraron un acusado sentimiento de exclusión de los altos consejos de toma de decisiones de los aliados. En su opinión, no se podía confiar en británicos y estadounidenses separadamente (todavía recordaban la retirada norteamericana de Europa después de 1920 y la destrucción de la flota francesa llevada a cabo por los británicos en Mers-el-Kebir en julio de 1940), pero mucho menos se podía confiar en ellos conjuntamente, sentimiento especialmente arraigado en De Gaulle, obsesionado por el recuerdo de su humillante posición como invitado en Londres durante la guerra y su escaso prestigio a los ojos de Franklin Delano Roosevelt. Los franceses tenían la percepción de que en Washington y Londres se tomaban decisiones que les afectaban directamente, pero sobre las cuales no tenían ninguna influencia.

Al igual que Gran Bretaña, Francia era un imperio, al menos sobre el papel. Pero durante el curso de la ocupación, París se había distanciado de sus posesiones coloniales. En todo caso, y a pesar de la importancia de sus dominios en África y el sudeste de Asia, Francia había sido siempre y sobre todo una potencia continental. Los avances soviéticos en Asia o la incipiente crisis en el Oriente Próximo eran cuestiones en las que los franceses, a diferencia de los británicos, por ahora sólo se sentían implicados de manera indirecta. Precisamente porque ahora Francia se encontraba hundida, Europa aparecía más imponente a sus ojos. Y en Europa, París tenía motivos de preocupación. La influencia francesa en la Europa del Este, un área en la que la diplomacia francesa había desarrollado una gran actividad durante el periodo de entreguerras, había pasado ya: en octubre de 1938, un traumatizado Edvard Beneš realizó la célebre confesión de que su «gran error ante la historia […] habrá sido mi fidelidad a Francia», una decepción que llegó a extenderse por toda la zona.

La atención de Francia se fijaba ahora, y de hecho se concentraba, en Alemania. Era comprensible: entre 1814 y 1940 el suelo francés había sido invadido y ocupado por los alemanes en cinco ocasiones distintas, tres de ellas todavía presentes en el recuerdo de la generación de entonces. El país había pagado una suma incalculable en cuanto a pérdidas territoriales y materiales, así como en vidas y sufrimiento humano. El fracaso posterior a 1918 a la hora de establecer un sistema de controles y alianzas capaces de frenar a una Alemania renaciente y vengativa obsesionaba al Quai d’Orsay, emplazamiento del ministerio de Asuntos Exteriores francés. La primera prioridad del país tras la derrota de Hitler consistía en garantizar que este error no volviera a repetirse.

Así pues, la postura inicial de Francia sobre el problema alemán estaba muy clara y respondía directamente a las lecciones aprendidas en 1918-1924: hasta tal punto, de hecho, que a los observadores externos les parecía un intento de rescribir el guión de los años de la postguerra de la Primera Guerra Mundial, sólo que esta vez con el ejército de otros. Lo que los responsables políticos franceses pretendían era el desarme y el desmantelamiento económico completos de Alemania: había que prohibir las armas y toda industria relacionada con ellas, obligarla a efectuar las reparaciones necesarias (incluido el servicio laboral obligatorio en Francia para los trabajadores alemanes) y requisar y confiscar su producción agrícola, maderera y de carbón, así como su maquinaria. Los distritos mineros del Ruhr, el Sarre y partes de Renania debían separarse del Estado alemán y poner sus recursos y su producción a disposición de los franceses.

Si dicho plan se hubiera llevado a cabo, seguramente habría dejado a Alemania destruida por muchos años: ése constituía su objetivo, a medias reconocido (y un programa político muy atractivo en Francia). Pero también habría servido al propósito de poner los enormes recursos de Alemania al servicio de los propios planes de recuperación de Francia; de hecho, el Plan Monnet presumía en concreto la disponibilidad de los suministros alemanes de carbón, sin los cuales la industria francesa no podía funcionar. Ya en 1938, Francia había sido el mayor importador mundial de carbón, al adquirir en el exterior aproximadamente un 40 por ciento de sus necesidades de carbón y coque. Para 1944 la producción nacional de carbón había descendido a menos de la mitad de la de 1938. El país dependía ahora aún más del carbón extranjero. Pero, en 1946, cuando la producción nacional volvió a situarse en los niveles de 1938, las importaciones francesas de carbón (unos 10 millones de toneladas) seguían resultando desesperadamente insuficientes en relación con las cantidades requeridas. Sin el carbón y el coque alemán, la recuperación francesa de la postguerra no podría llegar a gestarse.

No obstante, los cálculos franceses presentaban algunos fallos. En primer lugar, adolecía de los mismos inconvenientes señalados por Keynes respecto a la política francesa un cuarto de siglo antes. No tenía sentido destruir los recursos alemanes dado que eran vitales para la propia recuperación de Francia; y, por otra parte, no había forma de obligar a los alemanes a trabajar para Francia mientras en su país se los mantuviera sometidos a un bajo nivel de vida, sin muchas perspectivas de mejora. El riesgo de provocar una violenta reacción nacionalista en Alemania contra la opresión extranjera de la postguerra parecía igual de presente en la década de 1940 que veinte años antes.

Pero la objeción más grave a los planes franceses para la Alemania de la postguerra era que apenas tenían en cuenta los intereses de los aliados occidentales de Francia, un descuido imprudente en un momento en el que Francia dependía extremadamente de estos mismos aliados, no sólo para su seguridad, sino para su propio sustento. En aspectos secundarios como la unión aduanera y monetaria con el Sarre, que Francia consiguió en 1947, los aliados occidentales podían adaptarse a las demandas francesas. Pero respecto a la cuestión esencial del futuro de Alemania, París no contaba con ninguna influencia con la que obligar a los «angloamericanos» a apoyar su propuesta.

La relación de Francia con la Unión Soviética era algo distinta. Francia y Rusia habían protagonizado sucesivas alianzas durante los últimos cincuenta años, y Rusia seguía ocupando un lugar especial en la opinión pública francesa: las encuestas de opinión de la Francia de la postguerra revelan sistemáticamente una notable simpatía por la Unión Soviética[6]. Los diplomáticos franceses del periodo subsiguiente a la derrota alemana podían por tanto esperar que su natural concordancia de intereses (el miedo compartido hacia Alemania y la desconfianza hacia los «angloamericanos») se tradujera en un continuado apoyo soviético a los objetivos diplomáticos franceses. Al igual que Churchill, De Gaulle pensaba y hablaba de «Rusia», en lugar de la URSS, y fundamentaba su pensamiento en grandes analogías históricas: durante un viaje a Moscú realizado en diciembre de 1944 para negociar un intrascendente tratado franco-ruso contra el resurgimiento de la agresión alemana, el líder francés comentó a su séquito que él iba a tratar con Stalin como Francisco I había tratado con Suleimán el Magnífico cuatro siglos antes: con la diferencia de que «en la Francia del siglo XVI no existía un partido musulmán».

Stalin, sin embargo, no compartía las ilusiones francesas. No tenía interés alguno en actuar de contrapeso para ayudar a Francia a contrarrestar la política exterior de Londres y Washington, si bien este punto no llegó a dejarse claro ante los franceses hasta abril de 1947, en la reunión de los ministros de Asuntos Exteriores aliados en la que Mólotov rehusó respaldar las propuestas de George Bidault sobre una Renania separada y el control extranjero del cinturón industrial del Ruhr. A pesar de todo, los franceses continuaron soñando con formas alternativas de alcanzar una imposible independencia política. Con Checoslovaquia y Polonia abordaron algunos fallidos intentos de negociación dirigidos a obtener carbón y un mercado para su producción agrícola y de acero. Y todavía en 1947, el Ministerio de Guerra francés aún propondría —confidencialmente— que Francia adoptara una postura de neutralidad en asuntos internacionales, llegando a acuerdos o alianzas preventivos con Estados Unidos y la URSS, y alineándose con uno en contra del otro en caso de agresión por parte de cualquiera de ellos.

Si Francia abandonó finalmente estas fantasías y regresó junto a sus socios occidentales en 1947, fue por tres razones. En primer lugar, las estrategias francesas respecto a Alemania habían fracasado: no iba a producirse ningún desmantelamiento de Alemania ni tampoco indemnizaciones. Francia no estaba en situación de imponer por sí sola una solución para Alemania, y nadie más estaba de acuerdo con sus propuestas. La segunda razón para la renuncia de Francia a sus posiciones iniciales fue la desesperada situación económica de mediados de 1947: al igual que el resto de Europa, Francia (como hemos visto) necesitaba urgentemente no sólo la ayuda norteamericana, sino la recuperación alemana. Lo primero dependía indirecta pero ineludiblemente de que Francia aceptara un acuerdo sobre la estrategia respecto a lo segundo.

Y, en tercer y destacado lugar, tanto la actitud de los políticos franceses como la opinión de la ciudadanía francesa cambiaron definitivamente durante la segunda mitad de 1947. El rechazo soviético a la ayuda del Plan Marshall y la llegada del Cominform (del que hablaremos en el capítulo siguiente) transformaron al poderoso Partido Comunista Francés, que pasó de ser un incómodo socio de coalición en el gobierno a un beligerante crítico de todas las políticas francesas en los ámbitos doméstico e internacional: tanto más cuanto desde finales de 1947 y durante la mayor parte de 1948 eran muchos los que opinaban que Francia se encaminaba hacia una guerra civil. Al mismo tiempo, en París se vivía una especie de alarmismo bélico que conjugaba las continuas preocupaciones del país por el revanchismo alemán con nuevos rumores sobre una inminente invasión soviética.

En estas circunstancias, y tras el desaire de Mólotov, los franceses tuvieron que volverse de mala gana hacia Occidente. Ante la pregunta realizada por el secretario de Estado norteamericano George Marshall en abril de 1947 acerca de si Estados Unidos «podía confiar en Francia», el ministro de Asuntos Exteriores francés respondió «sí», siempre y cuando transcurriera un determinado tiempo y Francia pudiera evitar una guerra civil. Lógicamente, Marshall no quedó muy impresionado, o al menos no más que once meses atrás, cuando describió a Bidault como «un caso de nerviosismo patológico». Marshall consideraba la preocupación de Francia ante una posible amenaza alemana como «pasada de moda e injustificada[7]».

No hay duda de que Marshall estaba en lo cierto acerca de los temores de Francia hacia Alemania, pero no obstante sugiere una falta de empatía hacia el pasado reciente de Francia. Por tanto, la aprobación por parte del parlamento francés de los planes angloamericanos para Alemania Occidental en 1948, si bien por una escasa diferencia de 297 a 289 votos, constituyó un hito de considerable importancia. Los franceses no tenían elección, y lo sabían. Si querían la recuperación económica y cierto grado de garantías de seguridad por parte de los norteamericanos y los británicos frente a la resurrección alemana o la expansión soviética, tenían que pasar por el aro, especialmente ahora que Francia se veía inmersa en una costosa guerra colonial en Indochina para la que necesitaba con urgencia la ayuda norteamericana.

Los estadounidenses y los británicos podían proteger a Francia frente a un resurgimiento de la amenaza alemana; y los políticos norteamericanos podían mantener la promesa de la recuperación económica de Alemania. Pero nada de ello resolvía el sempiterno dilema francés: cómo conseguir un acceso privilegiado a los materiales y los recursos alemanes. Si estos objetivos no podían alcanzarse por la fuerza o mediante anexiones, habría que encontrar otros medios alternativos. La solución a la que llegaron los franceses durante los siguientes meses residía en «europeizar» el problema alemán: como Bidault, una vez más, expresó en enero de 1948: «No sólo en el plano económico, sino también en el político, la integración de Alemania en Europa debe […] proponerse como un objetivo para los aliados y para la propia Alemania […] ya que es […] el único medio para revivir y dotar de coherencia a una Alemania políticamente descentralizada pero económicamente próspera».

En resumen, si no se podía destruir Alemania, entonces había que integrarla en un marco europeo dentro del cual no pudiera generar ningún daño militar, pero sí un gran beneficio económico. Si la idea no se les había ocurrido a los dirigentes franceses antes de 1948 no era por falta de imaginación, sino por ser considerada como un pis aller, o segunda mejor opción. Una solución «europea» al problema alemán de Francia sólo podía adoptarse una vez que la solución «francesa» hubiera sido definitivamente abandonada, algo que los líderes franceses tardaron tres años en aceptar. En aquellos tres años, Francia había llegado a asumir lo que trescientos años de historia llevaban negando taxativamente. Dadas las circunstancias, aquello significaba un gran logro.

La situación de la Unión Soviética en 1945 era precisamente la opuesta a la de Francia. Tras dos décadas de exclusión efectiva de los asuntos de Europa, Rusia había resurgido. La resistencia de la población soviética, los éxitos del Ejército Rojo y, todo sea dicho, la capacidad de los nazis para volver en su propia contra a las naciones más claramente antisoviéticas, habían proporcionado a Stalin credibilidad e influencia, tanto en los gabinetes gubernamentales como en la calle.

Este recién descubierto atractivo bolchevique se basaba en la seducción del poder. Porque la URSS era de hecho muy poderosa: a pesar de sus enormes pérdidas durante los seis primeros meses de la invasión alemana, cuando el Ejército Rojo perdió casi 4 millones de hombres, 8.000 aviones y 17.000 tanques, los ejércitos soviéticos se habían recuperado hasta el punto de que, en 1945, constituían la mayor fuerza militar que Europa había visto nunca: sólo en Hungría y Rumania mantuvieron, a lo largo de 1946, una presencia militar de 1.600.000 hombres. Stalin tenía bajo su control directo o (en el caso de Yugoslavia) indirecto una enorme franja de la Europa del Este y central. Sólo el rápido avance de los británicos comandados por Montgomery había conseguido bloquear a su ejército y evitar que llegara a través del norte de Alemania hasta la frontera danesa.

Como bien sabían los generales occidentales, si Stalin lo ordenaba, no había absolutamente nada que impidiera el avance del Ejército Rojo hacia el Atlántico. Sin duda, los norteamericanos y los británicos tenían una clara ventaja en cuanto a su capacidad de bombardeo estratégico, y Estados Unidos tenía la bomba atómica, como Stalin ya sabía incluso antes de que Truman se lo comunicara en Potsdam en julio de 1945. Es indudable que Stalin quería una bomba atómica, y ésa es una de las razones por las que insistió en el control soviético de las áreas de Alemania del Este y especialmente de Checoslovaquia, donde había depósitos de uranio; en unos pocos años, 200.000 europeos del este estarían trabajando en estas minas como parte del programa atómico soviético[8].

Pero la bomba atómica, a pesar de constituir una preocupación para los líderes soviéticos y aumentar aún más la desconfianza de Stalin respecto a los motivos y los planes norteamericanos, no alteró apenas los planes militares soviéticos. Éstos respondían directamente a los objetivos políticos de Stalin, que a su vez se basaban en los fines soviéticos y rusos de siempre. El primero de ellos era de índole territorial: Stalin quería recuperar los territorios que los bolcheviques habían perdido por el Tratado de Brest-Litovsk de 1918 y durante la guerra contra Polonia dos años después. Este objetivo se había alcanzado ya en parte en las cláusulas secretas de sus pactos de 1939 y 1940 con Hitler. El resto se lo debía a la decisión de Hitler de invadir la Unión Soviética en junio de 1941, la cual permitió como respuesta que el Ejército Rojo reocupara los territorios en disputa durante el curso de su avance hacia Berlín. De este modo, la ocupación y anexión soviética de Besarabia (Rumania), Bucovina (Rumania), la Rutenia subcarpática (Checoslovaquia), la Ucrania occidental (Polonia), el este de Finlandia, las tres repúblicas bálticas independientes y Königsberg/Kaliningrado, en Prusia Oriental, podía presentarse como botín de guerra en lugar de como consecuencia de sórdidos tratos con el enemigo fascista.

Para la Unión Soviética, este agrandamiento territorial obedecía a un doble motivo. Por un lado, ponía fin a su condición de paria. Éste era un asunto de cierta importancia para Stalin, que de este modo se convertía en el líder de un enorme bloque euroasiático de cara a las relaciones internacionales, con un recién descubierto poder simbolizado por la insistencia de la Unión Soviética en implantar un sistema de vetos en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Sin embargo, el territorio no sólo representaba prestigio, sino además, y por encima de todo, seguridad. Desde el punto de vista soviético, contar con un glacis en su flanco oeste, una ancha franja por la que los alemanes tendrían que pasar a la fuerza si deseaban atacar Rusia, constituía un elemento de seguridad vital. En Yalta, y de nuevo en Potsdam, Stalin explicitó su insistencia en que estos territorios situados entre Rusia y Alemania, en caso de no ser completamente absorbidos por la propia URSS, deberían ser controlados por regímenes aliados «libres de fascistas y de elementos reaccionarios».

La interpretación de esta última frase resultaría, como mínimo, controvertida. Pero en 1945 los norteamericanos y los británicos no estaban dispuestos a facilitarle a Stalin motivos para entrar en polémica a este respecto. La percepción general era que los soviéticos se habían ganado el privilegio de definir su seguridad como les pareciera oportuno, al igual que todos se mostraron de acuerdo desde un principio en que Moscú estaba en su derecho de obtener reparaciones, botines de guerra, mano de obra y materiales de los antiguos países del Eje (Alemania, Austria, Hungría, Rumania, Bulgaria y Finlandia). Retrospectivamente, podríamos sentirnos tentados de ver en estos embargos territoriales e incautaciones económicas las primeras señales de la bolchevización de la mitad este de Europa, como en efecto resultaron ser. Pero entonces esto no era evidente para nadie; es más, para los observadores occidentales, la postura adoptada por Moscú al principio de la postguerra tenía algo de conocido y tranquilizadoramente tradicional[9]. Y existía un precedente.

En general, no es posible comprender el régimen comunista ruso a menos que tengamos muy presentes sus principios y aspiraciones ideológicas. No obstante, hubo algunos momentos (y los años 1945-1947 representaron uno de ellos) en los que, aunque no se supiera mucho de la doctrina bolchevique, era posible encontrar cierto sentido a la política exterior soviética simplemente fijándose en las políticas de los zares. Después de todo, Pedro I el Grande fue el que introdujo la estrategia mediante la cual Rusia llegaría a dominar a través de la «protección» a sus vecinos, Catalina la Grande la que expandió el imperio hacia el sur y el sudoeste, y Alejandro I, sobre todo, el que estableció el modelo de la intervención imperial rusa en Europa.

En el Congreso de Viena de 1815, donde, al igual que en 1945, las potencias aliadas victoriosas y mutuamente recelosas se reunieron para restablecer el equilibrio continental tras la derrota de un tirano, los propósitos de Alejandro I habían quedado bastante explícitos. Los intereses de las naciones más pequeñas debían subordinarse a los de las grandes potencias. Dado que los intereses británicos se situaban en el exterior y ninguna otra potencia continental podía igualar a Rusia, el zar actuaría a modo de arbitro en los acuerdos continentales de la postguerra. Las protestas locales se tratarían como una amenaza para dicho acuerdo general y se reprimirían con toda la energía necesaria. La seguridad rusa se definiría en función del territorio bajo control zarista (nunca más un ejército occidental podría volver a llegar hasta Moscú sin encontrarse con ningún obstáculo) y del éxito a la hora de obligar a sus nuevos ocupantes a resignarse frente al nuevo sistema.

Todo lo anterior resultaba igualmente aplicable a la estrategia soviética de 1945. De hecho, Alejandro I y sus ministros no habrían puesto ningún reparo al memorando político escrito por Iván Maisky, el subcomisario del pueblo para Asuntos Exteriores, en noviembre de 1944: «La situación más ventajosa para nosotros consistiría en la existencia en Europa de una potencia continental poderosa, la URSS, y una potencia marítima igualmente poderosa, Gran Bretaña». Evidentemente, con la distancia de 130 años, nada sigue siendo exactamente igual: en 1945, Stalin estaba más interesado en Asia Central y Oriente Próximo de lo que lo estuvo Alejandro I (a pesar de que sus sucesores inmediatos sí se mostraron bastante activos en esta cuestión); en cambio, los estrategas soviéticos no compartían plenamente la obsesión zarista por Constantinopla, el Estrecho y el sur de los Balcanes. Pero la continuidad política superaba con mucho las diferencias. El nexo queda representado por los cálculos de Sazónov (el que fuera ministro de Asuntos Exteriores ruso al estallar la guerra en 1914), que ya entonces imaginaba el futuro de la Europa del Este como un conglomerado de Estados pequeños, vulnerables, nominalmente independientes pero en la práctica todos ellos clientes de la Gran Rusia.

A estas constantes de la política exterior zarista, Stalin añadió sus propios y personales cálculos. Él creía sinceramente en el futuro derrumbamiento económico de Occidente (basándose en los precedentes del periodo de entreguerras así como del dogma marxista) y exageraba el «inevitable» conflicto entre Gran Bretaña y Estados Unidos como imperios que competían por hacerse con un mercado mundial cada vez más reducido. A partir de aquí deducía no sólo un futuro cada vez más turbulento (de ahí la necesidad de que la Unión Soviética consolidara sus ganancias) sino la posibilidad real de «dividir» a los aliados occidentales respecto al tema de Oriente Medio, y también probablemente respecto al de Alemania. Ésta era una de las razones por las que no mostraba ninguna prisa en alcanzar un acuerdo en este punto, dado que, el tiempo, según creía Stalin, jugaba a su favor.

Pero ello no le hacía sentirse en absoluto más seguro. Por el contrario, todos los aspectos de la política exterior soviética se caracterizaron por una actitud defensiva y recelosa; «la neurótica perspectiva del Kremlin sobre los asuntos mundiales», como George Kennan la describió en 1946. De ahí el célebre discurso del 9 de febrero de 1946 pronunciado por Stalin en el Teatro Bolshói, en el que anunciaba que la Unión Soviética retomaría su énfasis anterior a la guerra en la industrialización, la preparación para la guerra y la inevitabilidad de un conflicto entre el capitalismo y el comunismo, explicitando de este modo algo que ya resultaba obvio: que la Unión Soviética cooperaría con Occidente sólo cuando le conviniera.

Hasta aquí no había nada nuevo: Stalin regresaba a la línea «dura» adoptada por los bolcheviques antes de 1921 y retomada una vez más entre 1927 y el comienzo de los frentes populares. El régimen bolchevique siempre se había sentido inseguro (después de todo, había nacido de un golpe minoritario producido en circunstancias poco propicias y en un entorno claramente hostil), y Stalin, como todos los tiranos, necesitaba invocar la existencia de amenazas y enemigos, ya fueran nacionales o extranjeros. Por otra parte, Stalin sabía mejor que muchos otros que la Segunda Guerra Mundial había estado muy reñida: si la invasión alemana se hubiera llevado a cabo un mes antes (como contemplaba el plan original de Hitler), la Unión Soviética muy probablemente habría sido derrotada. Al igual que Estados Unidos después de Pearl Harbor, pero con una causa bastante más justificada, la cúpula soviética estaba obsesionada hasta la paranoia con posibles «ataques sorpresa» y desafíos a su recién ganada posición. Y los rusos (incluso más que los franceses) continuaron durante muchas décadas considerando Alemania como la principal amenaza[10].

Entonces, ¿qué quería Stalin? Que preveía un próximo enfriamiento de las relaciones con Occidente y quería sacar el mayor partido posible de sus recursos y de la debilidad occidental es un hecho indudable. Pero lo que queda muy lejos de resultar obvio es que albergara alguna estrategia que fuera más allá. Como concluye Norman Naimark, el historiador de la ocupación soviética de la Alemania Oriental de la postguerra: «Los soviéticos actuaban impulsados por los acontecimientos concretos en la zona más que por unos planes preconcebidos o unos imperativos ideológicos». Esto encaja perfectamente con lo que sabemos del enfoque global de Stalin, y puede aplicarse a otros casos aparte del de Alemania Oriental.

Es indudable que los soviéticos no tenían prevista una Tercera Guerra Mundial a corto plazo. Entre junio de 1945 y finales de 1947, el Ejército Rojo quedó reducido de 11.365.000 a 2.874.000 efectivos, un recorte proporcionalmente comparable al sufrido por las fuerzas estadounidenses y británicas (aunque aquel mantenía sobre el terreno un contingente muy superior, que incluía divisiones bien armadas y motorizadas) . Desde luego, los cálculos soviéticos no resultaban de ningún modo evidentes a sus coetáneos occidentales, e incluso aquellos que consideraban a Stalin un pragmatista prudente, no podían estar absolutamente seguros. Sin embargo, Mólotov es sin duda sincero cuando afirma en sus memorias que la Unión Soviética se mostraba partidaria de aprovechar las situaciones propicias, pero no estaba dispuesta a asumir riesgos para provocarlas: «Nuestra ideología aboga por llevar a cabo operaciones ofensivas cuando surge la ocasión, y, mientras tanto, esperar».

Es sabido que el propio Stalin sentía aversión por el riesgo, razón por la que algunos comentaristas han lamentado tanto entonces como ahora que Occidente no ejerciera su política de «contención» con anterioridad y en mayor medida. Pero en aquellos años nadie deseaba una guerra y, mientras se pudiera disuadir fácilmente a Stalin de tratar de desestabilizar París o Roma (dado que no tenía ejércitos allí), la presencia soviética más hacia el este no era una cuestión negociable, como todos reconocían. En los Consejos de Control Aliados de Bulgaria o Rumania, los soviéticos ni siquiera simularon tomar nota de los deseos británicos y norteamericanos, y mucho menos de los de los ciudadanos locales. Sólo en Checoslovaquia, de donde el Ejército Rojo se había marchado hacía ya bastante tiempo, se produjo cierto grado de ambigüedad.

Desde su punto de vista, Stalin actuaba con arreglo a lo que en Moscú se tenía por buena fe. Él y sus colegas daban por hecho que los aliados occidentales entendían que los soviéticos planeaban ocupar y controlar «su» mitad de Europa; y estaban dispuestos a tratar las protestas occidentales ante la actuación soviética en la zona como pro forma, como un pequeño cambio de sesgo democrático. Cuando les parecía que Occidente estaba tomándose su propia retórica demasiado en serio y exigía la libertad y la autonomía en la Europa del Este, la cúpula soviética respondía con verdadera indignación. Una nota de Mólotov escrita en febrero de 1945, en la que comentaba la interferencia occidental en el futuro de Polonia, capta muy bien este aspecto: «Cómo se están organizando los gobiernos de Bélgica, Francia, Grecia, etcétera, es algo que no sabemos. No se nos ha preguntado, y tampoco decimos que nos gusten ni unos ni otros de estos gobiernos. No hemos interferido, porque se trata de la zona de acción militar angloamericana».

Todo el mundo esperaba que la Segunda Guerra Mundial terminara, al igual que su antecesora, con un Tratado de Paz global, y sin embargo en 1946 se firmaron en París cinco tratados distintos. En ellos se dirimían cuestiones territoriales y otros asuntos para Rumania, Bulgaria, Hungría, Finlandia e Italia, aunque no para Noruega, que continuó técnicamente en estado de guerra con Alemania hasta 1951[11]. Pero por mucho que estas disposiciones afectaran a los pueblos implicados (y en el caso de Rumania, Bulgaria y Hungría marcaban su consignación a la dominación soviética), dichos acuerdos pudieron alcanzarse porque al final ninguna de las grandes potencias estuvo dispuesta a arriesgarse a entrar en confrontación por su causa.

El asunto de Alemania, sin embargo, era totalmente distinto. Sobre todo para los rusos, Alemania era de la máxima importancia. Así como la guerra había sido sobre Alemania, la paz también, y el espectro del revanchismo alemán estaba tan presente en los cálculos soviéticos como lo había estado en los de los franceses. Cuando Stalin, Truman y Churchill se reunieron en Potsdam (del 17 de julio al 2 de agosto de 1945, con Attlee en sustitución de Churchill a raíz de la victoria laborista en las elecciones generales británicas), quedó demostrado que era posible llegar a un acuerdo sobre la expulsión de los alemanes de la Europa del Este, la subdivisión administrativa de Alemania para su ocupación y los objetivos de «democratización», «desnazificación» y «descartelización». Sin embargo, más allá de este nivel general de intenciones comunes, empezaron las dificultades.

Así, se acordó tratar la economía alemana como una sola unidad, pero también se otorgó a los soviéticos el derecho a extraer y retirar mercancías, servicios y activos financieros de su propia zona. Además se les concedió el 10 por ciento de las indemnizaciones de las zonas occidentales a cambio de alimentos y materias primas que serían suministradas desde la Alemania del Este. Pero estos acuerdos introducían una contradicción, al tratar los recursos económicos del este y del oeste como distintos e independientes. Por tanto, las indemnizaciones constituyeron desde el principio un problema divisorio (como también lo habían sido tras la Primera Guerra Mundial): los rusos (y los franceses) las querían, y las autoridades soviéticas no dudaron desde el primer momento en desmantelar y eliminar fábricas y equipos, con o sin el consentimiento del resto de las fuerzas de ocupación.

No se alcanzó un acuerdo definitivo sobre las nuevas fronteras de Alemania con Polonia, e incluso el objetivo común de la democratización presentó dificultades prácticas a la hora de llevarse a cabo. Por consiguiente, los líderes aliados consintieron en discrepar y aplazar la solución a estos problemas, instando a sus ministros de Asuntos Exteriores a reunirse y proseguir las conversaciones en una fecha posterior. Este fue el inicio de dos años de reuniones de los ministros de Asuntos Exteriores aliados de los gobiernos soviético, estadounidense, británico y, más tarde, francés: la primera de ellas se celebró en Londres dos meses después de la de Potsdam, y la última en diciembre de 1947, también en Londres. Su objetivo, en principio, consistió en redactar unos acuerdos definitivos para la Alemania de la postguerra y preparar los Tratados de Paz entre las potencias aliadas y Alemania y Austria. Fue a lo largo de estos encuentros (especialmente en el de Moscú, celebrado entre marzo y abril de 1947), cuando quedó patente el abismo que separaba los enfoques soviético y occidental respecto al problema alemán.

La estrategia angloamericana obedecía en parte a una maniobra de prudencia política. Si no se permitía que los alemanes de la zona de ocupación occidental salieran de su situación de derrota y empobrecimiento, y no se les ofrecían perspectivas de mejora, antes o después regresarían al nazismo o, si no, al comunismo. En las regiones de Alemania ocupadas por los gobiernos militares norteamericano y británico, el énfasis pasó a situarse en muy poco tiempo en la reconstrucción de las instituciones cívicas y políticas, y en poner en manos de los alemanes la responsabilidad sobre sus asuntos domésticos. Esto permitió a los nuevos políticos alemanes ejercer una influencia considerablemente mayor de la que habían imaginado al final de la guerra, y no dudaron en aprovecharla, dando a entender que a menos que la situación mejorara y los ocupantes siguieran sus consejos, no podrían responder de la futura lealtad política de la nación alemana.

Afortunadamente para los aliados occidentales, las políticas de la ocupación comunista en Berlín y en los territorios de Alemania del Este ocupados por los soviéticos no eran como para atraer los sentimientos y los votos de los alemanes desafectos. Por muy impopulares que resultaran los estadounidenses, los británicos o los franceses a los ojos de los alemanes resentidos, la alternativa era mucho peor: si de verdad Stalin deseaba que Alemania permaneciera unida, como instó a los comunistas alemanes a exigir en los primeros años de la postguerra, las tácticas soviéticas no pudieron ser peor elegidas. Desde el primer momento, los soviéticos establecieron en su zona de ocupación un gobierno de facto dirigido por los comunistas, sin contar con el consentimiento aliado, y se dedicaron a requisar y desmantelar todo lo que se les ponía por delante, ignorando por completo los acuerdos de Potsdam.

Tampoco Stalin tenía mucho donde elegir. Nunca hubo ninguna esperanza de que los comunistas se hicieran con el control del país, e incluso de la zona soviética, si no era por la fuerza. En las elecciones municipales de Berlín celebradas el 20 de octubre de 1946, los candidatos comunistas quedaron muy alejados de los socialdemócratas y democratacristianos. Aquello provocó un claro endurecimiento de la política soviética. Pero para entonces los ocupantes occidentales atravesaban también sus propias dificultades. En julio de 1946, Gran Bretaña se había visto obligada a importar 112.000 toneladas de trigo y 50.000 toneladas de patatas para alimentar a la población local de su zona (el noroeste urbano e industrial de Alemania), pagadas gracias a un préstamo norteamericano.

Los británicos iban a obtener como máximo 29 millones de dólares en concepto de indemnización por parte de Alemania; pero la ocupación le estaba costando a Londres 80 millones de dólares al año, y hacía que el contribuyente británico pagara la factura de la diferencia a pesar de que en su propio país el gobierno británico se había visto obligado a imponer el racionamiento de pan (una medida que se había conseguido evitar durante toda la guerra) . En opinión del ministro de Economía y Hacienda británico, Hugh Dalton, los británicos estaban «pagando indemnizaciones a los alemanes». Aunque los estadounidenses no estaban sometidos a estas restricciones económicas, y los daños de guerra sufridos en su zona habían sido menores, la situación no dejaba de parecerles igualmente absurda; el ejército estadounidense se sentía especialmente insatisfecho dado que el coste de alimentar a los millones de alemanes hambrientos recaía sobre su propio presupuesto. Como comentó George Kennan:

La rendición incondicional de Alemania […] nos ha convertido en los únicos responsables de una parte de Alemania que nunca en la historia reciente había sido autosuficiente y cuya capacidad de autosuficiencia se ha visto dramáticamente mermada por las circunstancias derivadas de la guerra y la derrota alemana. En el momento en que aceptamos esta responsabilidad no contábamos con un programa de rehabilitación para la economía de nuestra zona, sino que preferimos dejarlo todo pendiente de una solución posterior, alcanzada mediante un acuerdo internacional.

Ante este dilema, y el creciente resentimiento alemán derivado del desmantelamiento de fábricas e instalaciones para su traslado hacia el este, el gobernador militar norteamericano, el general Clay, interrumpió unilateralmente en mayo de 1946 el suministro de reparaciones de la zona norteamericana a la zona soviética (o a cualquier otra), con el argumento de que las autoridades soviéticas habían incumplido su parte de los acuerdos de Potsdam. Los británicos hicieron lo mismo dos meses más tarde. Aquello sirvió para marcar el comienzo de la separación de los caminos, pero nada más. Los franceses, al igual que la URSS, siguieron exigiendo indemnizaciones, y los cuatro aliados continuaron comprometidos con el acuerdo de «niveles de industrialización» de 1946, en virtud del cual Alemania no debía superar la media del nivel de vida europeo (a excepción de Gran Bretaña y la Unión Soviética). Por otra parte, el gobierno británico, reunido en mayo de 1946, seguía mostrándose reacio a aceptar una división formal de la Alemania ocupada en una mitad oriental y otra occidental, con todas las implicaciones que ello tendría para la seguridad europea.

Pero cada vez resultaba más obvio que las cuatro potencias ocupantes no iban a llegar a un acuerdo. Una vez que finalizó el principal juicio de Núremberg en octubre de 1946 y se ultimaron los términos de los Tratados de Paz de París al mes siguiente, los países que habían sido aliados durante la guerra dejaron de compartir otra vinculación que su corresponsabilidad sobre Alemania, hecho del que se derivarían unas contradicciones cada vez más evidentes. Los norteamericanos y los británicos alcanzaron al final de 1946 un acuerdo para fusionar las economías de sus respectivas zonas de ocupación en una llamada «bizona»; pero ni siquiera esto significaba una firme división de Alemania, y mucho menos un compromiso para integrar la bizona en Occidente. Por el contrario, tres meses más tarde, en febrero de 1947, franceses y británicos firmaron ostentosamente el Tratado de Dunquerque, por el cual se comprometían a apoyarse mutuamente frente a cualquier futura agresión alemana. Por otra parte, el secretario de Estado norteamericano, Marshall, seguía siendo optimista, a principios de 1947, respecto a que cualesquiera que fueran los acuerdos dirigidos a resolver los interrogantes económicos de Alemania no tenían necesariamente que conducir a una Alemania dividida. En este punto al menos, el Este y el Oeste todavía mantenían un acuerdo formal.

La verdadera ruptura se produjo en la primavera de 1947 durante la reunión celebrada en Moscú por los ministros de Asuntos Exteriores de Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y la Unión Soviética, cuya convocatoria volvía a tener como fin alcanzar un acuerdo sobre un Tratado de Paz para Alemania y Austria. Para entonces, los puntos problemáticos estaban claros. Los británicos y los norteamericanos estaban decididos a reconstruir la economía de Alemania Occidental a fin de que los alemanes pudieran ser autosuficientes, pero también para contribuir de este modo a la reactivación de la economía europea en general. Los representantes soviéticos querían conseguir el restablecimiento de las reparaciones procedentes de las zonas occidentales de Alemania, y a tal efecto, una única administración y economía para Alemania como la que se contempló en un principio (si bien de forma bastante vaga) en la Conferencia de Potsdam. Pero para entonces los aliados occidentales no aspiraban ya a una única administración alemana, porque ello conllevaría no sólo el abandono de la población de las zonas occidentales de Alemania (que en aquel momento constituía una consideración política por derecho propio), sino la cesión efectiva del país a la esfera de control soviético, dada la asimetría militar en aquel momento.

Como reconoció Robert K. Murphy, el asesor político del gobierno militar estadounidense en Alemania, «fue la Conferencia de Moscú de 1947 […] lo que realmente hizo caer el telón de acero». Ernest Bevin había abandonado cualquier esperanza real de acuerdo sobre Alemania incluso antes de llegar a Moscú pero, para Marshall (y Bidault), se trataba del momento definitivo. También para Mólotov y Stalin, indudablemente. Para cuando los cuatro ministros de Asuntos Exteriores volvieron a reunirse, esta vez en París, del 27 de junio al 2 de julio, para discutir el completamente novedoso Plan Marshall, los estadounidenses y los británicos ya habían acordado (el 23 de mayo) permitir una representación alemana en un nuevo «Consejo Económico» de la bizona, el embrión de un nuevo gobierno de Alemania Occidental.

A partir de este momento, las cosas empezaron a avanzar mucho más deprisa. Ninguno de los bandos realizó ni trató de conseguir más concesiones: los norteamericanos y los británicos, que durante tanto tiempo habían temido una paz ruso-germana independiente y accedido a todo tipo de retrasos y compromisos con el fin de impedirla, dejaron de tener en cuenta una eventualidad que a partir de entonces quedaba completamente descartada. En agosto incrementaron de manera unilateral la producción de la bizona (frente a un coro de críticas soviéticas y francesas). La directiva de la Junta de Jefes de Estado Mayor, JCS 1067 (el «plan Morgenthau») fue sustituida por la JCS 1779, que reconocía formalmente los nuevos objetivos estadounidenses: la unificación económica de la zona occidental de Alemania y la promoción de un autogobierno alemán. Sobre todo para los norteamericanos, los alemanes iban dejando de ser el enemigo a marchas forzadas[12].

Los ministros de Asuntos Exteriores (Mólotov, Bevin, Marshall y Bidault) se reunieron una última vez en Londres, del 25 de noviembre al 16 de diciembre de 1947. Aquélla fue una reunión curiosa, dado que sus relaciones ya estaban rotas en la práctica. Los aliados occidentales seguían adelante con sus propios planes para la recuperación de Europa occidental, mientras que dos meses antes Stalin había creado el Cominform, instruido a los partidos comunistas de Francia e Italia para que adoptaran una línea intransigente en los asuntos de sus respectivos países y tomado medidas drásticas en los países bajo control comunista integrantes de lo que ahora era un nuevo bloque soviético. Los ministros discutieron, como en el pasado, las perspectivas de un gobierno exclusivamente alemán bajo el control aliado y otros términos respecto a un posible Tratado de Paz. Pero no se llegó a ningún acuerdo sobre la administración conjunta de Alemania ni sobre los planes para su futuro, y la reunión terminó finalmente sin dejar programados otros futuros encuentros.

En cambio, Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos iniciaron conversaciones tripartitas sobre el futuro de Alemania en una conferencia más larga celebrada de nuevo en Londres, y que comenzó el 23 de febrero de 1948. Aquella misma semana, el Partido Comunista de Checoslovaquia puso en escena su exitoso golpe, que marcó de esta manera el abandono definitivo de la anterior estrategia de Stalin y su aceptación de la inevitabilidad de la confrontación en lugar del acuerdo con Occidente. A la sombra del golpe de Praga, Francia y Gran Bretaña ampliaron su Tratado de Dunquerque, que se transformó en el Pacto de Bruselas del 17 de marzo, en virtud del cual Gran Bretaña, Francia y los países del Benelux quedaban vinculados por una alianza de defensa mutua.

Ya no había nada que cohibiera a los líderes occidentales, por lo que la Conferencia de Londres acordó rápidamente extender el Plan Marshall a Alemania Occidental y sentar las bases para un futuro gobierno del Estado de Alemania Occidental (un acuerdo aprobado por la delegación francesa a cambio de la separación —temporal— del Sarre de Alemania, y una propuesta para que la industria del Ruhr fuera supervisada por una autoridad independiente). Estos planes suponían una ruptura explícita con el espíritu de los acuerdos de Potsdam, y el general Vasily Sokolovsky, el representante soviético del Consejo de Control Aliado (ACC en sus siglas en inglés) en Berlín, presentó una protesta oficial (que ignoraba las frecuentes infracciones de esos mismos acuerdos protagonizadas por la propia Unión Soviética).

El 10 de marzo Sokolovsky condenó los planes para Alemania Occidental por constituir una imposición a la fuerza de los intereses capitalistas sobre una población alemana a la que se le negaba la oportunidad de manifestar sus anhelos socialistas y reiteró las afirmaciones soviéticas de que las potencias occidentales estaban abusando de su presencia en Berlín (que él reclamaba como parte de la zona soviética) para interferir en los asuntos de la Alemania Oriental. Diez días más tarde, en una reunión del Consejo de Control Aliado celebrada el 20 de marzo en Berlín, Sokolovsky denunció las «acciones unilaterales» de los aliados occidentales «adoptadas para Alemania Occidental y que van en contra de los intereses de los países pacifistas y los ciudadanos alemanes amantes de la paz y deseosos de alcanzar una unidad y democracia pacíficas en su país». A continuación abandonó la sala, seguido del resto de la delegación soviética. No se fijó ninguna fecha para una reunión posterior. La ocupación aliada conjunta de Alemania había terminado: apenas dos semanas después, el 1 de abril, las autoridades soviéticas de Berlín comenzaron a obstaculizar el tráfico de superficie entre Alemania Occidental y las zonas de ocupación de los aliados occidentales en Berlín. La verdadera Guerra Fría había comenzado.

De este relato debería quedar claro que la pregunta «¿quién empezó la Guerra Fría?» no tiene mucho sentido. En lo que la Guerra Fría afectaba a Alemania, el resultado final, un país dividido, fue probablemente el que todas las partes interesadas prefirieron, en lugar de una Alemania unida contra ellos. Nadie hubiera previsto este resultado en mayo de 1945, pero pocos se sintieron profundamente insatisfechos con él. Algunos políticos alemanes, en especial Konrad Adenauer, debieron incluso su carrera a la división de su país: si Alemania hubiera continuado siendo una cuadrizona o un país unido, es casi seguro que un oscuro político local de la occidental y católica Renania no habría llegado a la cumbre.

Pero es bastante improbable que Adenauer hubiera propugnado la división de Alemania como objetivo, por más que lo acariciara en privado. Su principal oponente durante los primeros años de la República Federal, el socialdemócrata Kurt Schumacher, era un protestante de la Prusia Occidental y un infatigable defensor de la unidad alemana. A diferencia de Adenauer, él sí hubiera estado dispuesto a aceptar una Alemania neutralizada como precio que había que pagar por un único Estado alemán, que era lo que Stalin parecía estar ofreciendo. Y la postura de Schumacher era probablemente la más popular en la Alemania de aquella época, razón por la que Adenauer tuvo que actuar con cautela y asegurarse de que la responsabilidad de una Alemania dividida recaía de lleno en las fuerzas de ocupación.

En 1948 a Estados Unidos, al igual que a Gran Bretaña, no le desagradaba la perspectiva de la emergencia de una Alemania dividida, con una influencia estadounidense dominante en el sector más extenso, el occidental. Pero aunque algunos, como George Kennan, habían intuido perspicazmente este resultado (ya en 1945 había llegado a la conclusión de que Estados Unidos no tenía «más opción que liderar su parte de Alemania […] para alcanzar una independencia tan próspera, tan estable, tan superior, que el este no pueda suponer una amenaza»), eran una minoría. Durante aquellos años, los estadounidenses, al igual que Stalin, se limitaron a improvisar. A veces se ha sugerido que ciertas declaraciones y decisiones importantes de Estados Unidos, especialmente la Doctrina Truman de marzo de 1947, precipitaron el abandono de la disposición al acuerdo por la rigidez, y que en este sentido la responsabilidad de las divisiones europeas radicó en la falta de sensibilidad de Washington o, aún peor, en su calculada intransigencia. Pero no es así.

Porque la Doctrina Truman, por seguir este ejemplo, tuvo un impacto claramente escaso en la estrategia soviética. El anuncio efectuado en el Congreso por el presidente Truman el 12 de marzo de 1947 de que «debe ser la política de Estados Unidos servir de apoyo a los pueblos libres que se resisten a los intentos de dominación por parte de minorías armadas o de la presión exterior», era una respuesta directa a la incapacidad de Londres para continuar con la ayuda a Grecia y Turquía a raíz de la crisis económica británica de febrero de 1947. Estados Unidos tendría que asumir el papel de Gran Bretaña. Lo que Truman pretendía por tanto era obtener el apoyo del Congreso para un incremento de 400 millones de dólares en su presupuesto de ayuda exterior, y fue para conseguir esta financiación por lo que presentó su petición en el contexto de una crisis de insurgencia comunista.

El Congreso le creyó, pero Moscú no. Stalin no estaba muy interesado en Turquía y Grecia (los principales beneficiarios de este paquete de ayuda), y sabía perfectamente que su propia esfera de intereses probablemente no se vería afectada por la grandilocuencia de Truman. Por el contrario, continuó pensando que las perspectivas de una escisión dentro del bando occidental eran muy favorables y que la asunción por parte de Estados Unidos de las anteriores responsabilidades británicas en el este del Mediterráneo constituía un indicio y una premonición en este sentido. Cualquiera que fuese el motivo que empujó a Stalin a modificar su estrategia en la Europa del Este, es indudable que no tuvo nada que ver con la retórica de la política interior estadounidense[13].

La causa inmediata de la división de Alemania y Europa residió más bien en los errores cometidos por el propio Stalin durante aquellos años. En Europa central, donde él hubiera preferido una Alemania unida, débil y neutral, desperdició la ventaja que tenía a su favor en 1945 y los años siguientes por culpa de su inflexible rigidez y sus tácticas contenciosas. Si la esperanza de Stalin había residido en dejar que Alemania se pudriera hasta que el fruto de su resentimiento y desesperanza cayera directamente en sus manos, entonces había errado gravemente en sus cálculos, a pesar de que hubo momentos en los que las autoridades aliadas de la Alemania Occidental se preguntaron si a pesar de todo lo conseguiría. En este sentido, la Guerra Fría en Europa fue una consecuencia inevitable de la personalidad del dictador soviético y del sistema que él dirigía.

Pero lo cierto es que Stalin tuvo Alemania a sus pies, como bien sabían sus oponentes («El problema es que estamos jugando con un fuego que no podemos apagar por ningún medio», como explicaría Marshall ante el Consejo de Seguridad Nacional el 13 de febrero de 1948). Todo lo que la Unión Soviética tenía que hacer era aceptar el Plan Marshall y convencer a una mayoría de alemanes de la buena fe que guiaba a Moscú en su afán por conseguir una Alemania neutral e independiente. En 1947 esto hubiera inclinado definitivamente la balanza de la influencia europea. Fuera lo que fuese que Marshall, Bevin o sus asesores hubieran pensado de estas maniobras, habrían estado inermes para evitarlas. Que estos cálculos tácticos no estuvieran al alcance de Stalin es algo de lo que no se puede culpar a Occidente. Como Dean Acheson expresó en otra ocasión: «Somos afortunados de tener estos oponentes».

En retrospectiva, resulta algo irónico que después de librar una guerra asesina para reducir el poder de una Alemania excesivamente poderosa en el centro del continente europeo, los vencedores se mostraran tan incapaces de llegar a unos acuerdos de postguerra para mantener a raya al coloso alemán que acabaran dividiéndolo entre ellos a fin de beneficiarse individualmente de su recobrada fuerza. Había quedado claro, primero para los británicos, luego para los norteamericanos, más tarde para los franceses y por último para los soviéticos, que la única forma de evitar que Alemania se convirtiera en el problema consistía en cambiar los términos del debate y declararla como la solución. Esto resultaba incómodo, pero funcionaba. En palabras de Noel Annan, un agente de la inteligencia británica en la Alemania ocupada, «resultaba odioso encontrarse formando parte de una alianza con personas que hubieran estado dispuestas a seguir a Hitler con tal de mantener a raya al comunismo». Pero la mejor perspectiva para Occidente era alentar a los propios alemanes a crear un Estado democrático alemán.