VII

La guerra de las culturas

Todos rechazábamos la era anterior. Yo la conocía sobre todo a través de testimonios escritos, y en mi opinión había sido una era de estupidez y barbarie.

MILÁN ŠIMEČKA

Cada acción, a mediados del siglo XX, presupone e implica una toma de postura con respecto a la empresa soviética.

RAYMOND ARON

Yo hacía lo correcto al equivocarme, mientras tú y la gente como tú estabais equivocados al hacer lo correcto.

PIERRE COURTADE (a Edgar Morin)

Nos guste o no, la construcción del socialismo tiene el privilegio de que para comprenderla hay que propugnar su movimiento y adoptar sus metas.

JEAN PAUL SARTRE

No puedes evitar que la gente tenga razón por motivos equivocados […]. Este temor a encontrarse en malas compañías no constituye una expresión de pureza política, sino de falta de confianza en uno mismo.

ARTHUR KOESTLER

Con una celeridad que dejaría perplejas a las generaciones futuras, la lucha en Europa entre el fascismo y la democracia apenas había terminado cuando se abrió una nueva brecha: la que separaba a los comunistas de los anticomunistas. El atrincheramiento de las posiciones políticas e intelectuales a favor y en contra de la Unión Soviética no comenzó con la división de Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial. Pero si fue durante estos años de la postguerra, entre 1947 y 1953, cuando la línea divisoria entre el Este y el Oeste, entre la izquierda y la derecha, ahondó más profundamente en la vida cultural e intelectual europea.

Las circunstancias eran excepcionalmente propicias. Durante el periodo de entreguerras, la extrema derecha había recibido más apoyo que el que la mayoría de la gente estaba dispuesta a reconocer. De Bruselas a Bucarest, el periodismo y la literatura militantes de la década de 1930 había abundado en el racismo, el antisemitismo, el ultranacionalismo, el clericalismo y la reacción política. Los intelectuales, periodistas y profesores que antes y durante la guerra habían abrazado sentimientos fascistas o ultrarreaccionarios, tenían buenas razones, a partir de 1945, para proclamar enérgicamente sus recién descubiertas credenciales como progresistas o radicales (o bien para sumergirse en una oscuridad temporal o duradera). Dado que la mayoría de los partidos y periódicos de tendencias fascistas o incluso ultraconservadoras ahora estaban en todo caso prohibidos (excepto en la península Ibérica, donde ocurría exactamente lo contrario), la expresión pública de una afiliación política quedaba limitada al centro o la izquierda del espectro político. El pensamiento y la opinión de derechas se habían eclipsado en Europa.

Pero aunque el contenido de la literatura y la actuación pública sufrió una espectacular metamorfosis con la caída de Hitler, Mussolini y sus seguidores, el tono siguió siendo básicamente el mismo. La urgencia apocalíptica de los fascistas, su llamamiento a tomar soluciones violentas y «definitivas» como si el verdadero cambio pasara necesariamente por una destrucción radical, la repugnancia por la búsqueda de equilibrios y la «hipocresía» de la democracia liberal y el entusiasmo por las actitudes maniqueístas (todo o nada, la revolución o la decadencia), todos estos impulsos podían ser igualmente bien aprovechados por la izquierda a partir de 1945, como así fue.

En su preocupación por la nación, la degeneración, el sacrificio y la muerte, los escritores fascistas de entreguerras habían vuelto su mirada hacia la Primera Guerra Mundial. La izquierda intelectual posterior a 1945 también había sido moldeada por la experiencia de la guerra, pero esta vez como un conflicto de alternativas morales incompatibles que excluían toda posibilidad de compromiso. El bien contra el mal, la libertad contra la esclavitud, la resistencia contra la colaboración. La liberación de la ocupación nazi o fascista fue ampliamente recibida como una ocasión para un cambio político y social radical, una oportunidad para aprovechar el efecto revolucionario de la devastación de la guerra y empezar de nuevo. Y, cuando, como ya hemos visto, esta oportunidad se desvaneció en apariencia y se restableció sumariamente la vida «normal», las expectativas frustradas se convirtieron con rapidez en cinismo, si no en izquierdismo radical, en un mundo cada vez más polarizado en dos bandos políticos irreconciliables.

Los intelectuales europeos de la postguerra tenían prisa y carecían de la paciencia necesaria para el compromiso. Eran jóvenes. En la Primera Guerra Mundial, había muerto una generación de jóvenes. Pero después de la Segunda Guerra Mundial fue una cohorte de más edad, ya desacreditada, la que desapareció de escena. En su lugar surgieron escritores, artistas, periodistas y activistas políticos que eran demasiado jóvenes para haber conocido la guerra de 1914-1918, pero que estaban impacientes por recuperar los años perdidos por culpa de su sucesora. Su educación política se había desarrollado en la era de los frentes populares y los movimientos antifascistas; y, cuando alcanzaron el prestigio y la influencia públicas, a menudo como resultado de sus actividades en tiempo de guerra, eran inusualmente jóvenes para los estándares tradicionales europeos.

En Francia, Jean Paul Sartre tenía 40 años cuando terminó la guerra; Simone de Beauvoir, 37; Albert Camus, el más influyente de todos, apenas 32. De la generación anterior, sólo François Mauriac (nacido en 1885) podía comparárseles en influencia, precisamente por no haber quedado manchado por un pasado vichista. En Italia, la única figura pública de la generación anterior que se mantuvo fue el filósofo napolitano Benedetto Croce (nacido en 1866). En la Italia posfascista, Ignazio Silone, nacido en 1900, era una de las celebridades intelectuales más veteranas; el novelista y comentarista político Alberto Moravia tenía 38 años, uno más que el editor y escritor comunista Elio Vittorini. En Alemania, donde las simpatías nazis y la guerra habían afectado más gravemente a los intelectuales y escritores, Heinrich Böll, el escritor de más talento de la nueva y autorreflexiva generación de escritores que surgió dos años después de la derrota de Hitler para formar el «grupo del 47», tenía sólo 28 años cuando terminó la guerra.

En la Europa del Este, donde las élites intelectuales de los años anteriores a la guerra habían quedado manchadas por el utraconservadurismo, el nacionalismo místico o actitudes aún peores, la promoción social de la juventud fue incluso más destacada. El caso de Czesław Miłosz, cuyo influyente ensayo La mente cautiva se publicó en 1951 cuando sólo tenía 40 años y ya vivía en el exilio político, no es en absoluto atípico. Jerzy Andrzejewski (que aparece en el libro de Miłosz bajo una luz bastante poco favorecedora) publicó Cenizas y diamantes, su aclamada novela de la Polonia de la postguerra, cuando estaba en la treintena. Tadeusz Borowski, nacido en 1922, rondaba los veinticinco años cuando publicó sus memorias de Auschwitz: This Way to the Gas, Ladies and Gentlemen[a] (Damas y caballeros, por aquí a la cámara de gas).

Los líderes de los partidos comunistas de la Europa del Este eran, por lo general, hombres ligeramente mayores que habían sobrevivido a los años de entreguerras como prisioneros políticos o en el exilio de Moscú, o bien en ambos. Pero inmediatamente por debajo de ellos había una generación de hombres y mujeres muy jóvenes, cuyo compromiso idealista con las tomas de poder comunistas respaldadas por los soviéticos desempeñó un importante papel en su éxito. En Hungría, Géza Losonczy, que caería víctima de la represión soviética tras la revolución húngara de 1956, todavía estaba en la veintena cuando él y cientos como él conspiraron para llevar al Partido Comunista Húngaro al poder. El marido de Heda Kovály, Rudolf Margolius, uno de los acusados en el juicio de Slánský en diciembre de 1952, tenía treinta y cinco años cuando fue nombrado ministro del Gobierno comunista de Checoslovaquia; Artur London, otro de los acusados en dicho juicio, era aún más joven, ya que tenía 33 años cuando los comunistas se hicieron con el poder. London se había formado políticamente en la resistencia francesa; como muchos de los que vivieron la clandestinidad comunista, aprendió a ejercer las responsabilidades políticas y militares a muy temprana edad.

El entusiasmo juvenil por un futuro comunista estaba ampliamente extendido entre los intelectuales de clase media, tanto del este como del oeste. E iba acompañado de un claro complejo de inferioridad frente al proletariado, la clase obrera. Durante los primeros años de la postguerra los obreros manuales cualificados estaban muy solicitados, en marcado contraste con los años de la Depresión, todavía frescos en la memoria colectiva. Había que extraer carbón, reconstruir o sustituir carreteras, vías férreas, edificios o tendidos eléctricos y fabricar herramientas para utilizarlas en la fabricación de otros productos. Para todos estos trabajos escaseaba la mano de obra cualificada; como ya hemos visto, los jóvenes físicamente aptos de los campamentos de desplazados no tuvieron grandes dificultades para encontrar trabajo y asilo, a diferencia de las mujeres con responsabilidades familiares o los «intelectuales» del tipo que fuera.

Una de las consecuencias de ello fue la exaltación universal del trabajo y los trabajadores de la industria, un claro activo político para los partidos que afirmaban representarlos. Los hombres y mujeres de tendencias izquierdistas, conformación académica y pertenecientes a la clase media, a los que les avergonzaba su origen social, podían aliviar su malestar entregándose al comunismo. Pero, aunque no llegaran a afiliarse al Partido, muchos artistas y escritores, especialmente de Francia e Italia, «se postraron a los pies del proletariado» (Arthur Koestler) y convirtieron a la «clase obrera revolucionaria» (generalmente imaginada a la luz del realismo socialista/fascismo como austera, viril y musculosa) en prácticamente un icono.

Aunque el fenómeno revistió un alcance paneuropeo y trascendió la política comunista (el exponente del «obrerismo» más conocido en Europa fue Jean Paul Sartre, que nunca perteneció al Partido Comunista Francés), fue en la Europa del Este donde dichos sentimientos se tradujeron en consecuencias reales. Estudiantes, profesores, escritores y artistas de Gran Bretaña, Francia, Alemania y otros muchos lugares, acudieron en masa a la Yugoslavia anterior al cisma para ayudar a reconstruir las vías férreas con sus propias manos. En agosto de 1947 Italo Calvino escribió con entusiasmo sobre los jóvenes voluntarios de Italia comprometidos de forma similar en Checoslovaquia. El deseo de un nuevo comienzo, la veneración por una comunidad real o imaginaria de trabajadores y la admiración hacia los soviéticos (y su triunfante Ejército Rojo) separó a una joven generación de la postguerra de sus raíces sociales y su pasado nacional.

La decisión de convertirse en comunista (o «marxista», que en las circunstancias de aquella época solía significar lo mismo) se tomaba generalmente a una edad muy temprana. Así lo expresó el checo Ludek Pachman: «Me hice marxista en el año 1943. Tenía 19 años, y la idea de que de repente comprendía y podía explicarme todo me entusiasmaba, como también la de marchar junto a los proletariados del mundo entero, primero contra Hitler y luego contra la burguesía internacional». Incluso los que, como Czesław Miłosz no habían sucumbido a los encantos de sus dogmas, recibieron con inequívoco agrado las reformas sociales comunistas: «Me sentía encantado de ver que la estructura semifeudal de Polonia era definitivamente aplastada, que las universidades se abrían a los jóvenes trabajadores y campesinos, que se acometían reformas agrarias y que el país emprendía por fin el camino hacia la industrialización». Como manifestaba Milovan Djilas al recordar su propia experiencia como estrecho colaborador de Tito: «El totalitarismo al principio es todo entusiasmo y convicción; sólo más adelante se transforma en organizaciones, autoridad y arribismo».

Los partidos comunistas favorecieron al comienzo a los intelectuales, para quienes las ambiciones comunistas presentaban un atractivo contraste respecto al provincianismo de pequeño Estado de sus respectivos países y el violento antiintelectualismo de los nazis. Para muchos jóvenes intelectuales, el comunismo no era tanto una cuestión de convicción como de fe; como señaló Alexander Wat (otro polaco que posteriormente se convertiría en ex comunista), la secular intelligentsia polaca estaba hambrienta de un «catecismo refinado». Aunque fueron en todo caso minoría los estudiantes, poetas, dramaturgos, novelistas, periodistas o profesores de universidad que militaron activamente en el comunismo, a menudo se trataba de los hombres y mujeres más dotados de su generación.

. Así, Pavel Kohout, que décadas más tarde adquiriría renombre internacional como disidente, ensayista y dramaturgo postcomunista, fue primero conocido en su país, Checoslovaquia, como un ferviente entusiasta del nuevo régimen. Volviendo la vista atrás, describió en 1969 la «sensación de seguridad» que le invadió al contemplar al líder del Partido, Klement Gottwald, en la abarrotada Plaza Vieja de Praga el día en que se produjo el golpe de Estado en Checoslovaquia, en febrero de 1948. Allí, «en medio de una masa humana decidida a buscar justicia y con este hombre [Gottwald] dirigiéndolos hacia la batalla decisiva», el joven Kohout, de 20 años, encontró «el Centrum Securitatis que Comenio en vano trató de encontrar». Cuatro años después, tras abrazar su fe, Kohout escribió «una cantata a nuestro Partido Comunista»:

¡Cantemos alabanzas al Partido!

Su juventud proviene de los jóvenes trabajadores de choque[1]

tiene el conocimiento de un millón de cabezas

y la fuerza de millones de manos humanas

y su batallón son

las palabras de Stalin y Gottwald.

En mitad del floreciente mayo

hasta los lejanos confines

sobre el viejo castillo ondea la bandera

con las palabras «¡La verdad prevalece!»

Las palabras que gloriosamente se han cumplido:

¡La verdad de los trabajadores ha triunfado!

Y el país avanza hacia un futuro glorioso.

¡Gloria al partido de Gottwald!

¡Gloria!

¡Gloria!

Este tipo de fe estaba muy extendida en la generación de Kohout. Como Miłosz señalaría, el comunismo funcionaba basándose en el principio de que los escritores no necesitaban pensar, sólo comprender. E incluso comprender significaba poco más que comprometerse, que precisamente era lo que buscaban los jóvenes intelectuales de la región. «Eramos niños de la guerra», escribió Zdeněk Mlynář (que ingresó en el Partido Comunista en 1946, a los quince años), «que en realidad no habíamos luchado contra nadie pero, cuando en estos primeros años de la postguerra se nos presentó por fin la oportunidad de luchar por algo, seguíamos llevando dentro de nosotros la mentalidad de los años de guerra». La generación de Mlynář sólo conocía los años de la guerra y la ocupación nazi, durante los cuales «se estaba en un bando o en el otro, no había término medio. Por eso, nuestra única experiencia nos había inculcado la noción de que el triunfo de la concepción correcta significaba sencillamente la liquidación, la destrucción de la otra[2]».

El ingenuo entusiasmo con el que algunos jóvenes de la Europa del Este se zambulleron en el comunismo («Me siento revolucionario…» como exclamaría el escritor Ludvík Vaculík a su novia al unirse al Partido checo) no disminuye la responsabilidad de Moscú sobre lo que en resumidas cuentas fue la conquista soviética de sus países. Pero contribuye a explicar el alcance del desencanto y la desilusión que le siguieron. Los comunistas algo más veteranos como Djilas (nacido en 1911) probablemente siempre entendieron, según sus propias palabras, que «la manipulación del fervor es el germen de la esclavitud». Pero los jóvenes conversos, en especial los intelectuales, se quedaron atónitos al descubrir los rigores de la disciplina comunista y la realidad del poder estalinista.

Así pues, la imposición del dogma de las «dos culturas» de Zhdánov después de 1948, con su insistencia en cuáles eran las posturas «correctas» respecto a todo, desde la botánica a la poesía, produjeron un especial impacto en las democracias populares de la Europa del Este. La sumisa adhesión intelectual a una línea de partido, establecida desde hacía tiempo en la Unión Soviética, donde en todo caso ya existía una tradición presoviética de represión y ortodoxia, resultó más dura en países que acababan de emerger del relativamente benigno régimen de los Habsburgo. En la Europa central del siglo XIX, los intelectuales y los poetas habían adquirido el hábito y la responsabilidad de manifestarse en nombre de la nación. Bajo el gobierno comunista, su función fue diferente. De haber representado de forma abstracta a un «pueblo», pasaron a ser meros portavoces culturales de (verdaderos) tiranos. Y, lo que era peor, pronto se convertirían en candidatos a ser elegidos como víctimas propiciatorias por su cosmopolitismo, «parasitismo» u origen judío por estos mismos tiranos en su afán por encontrar chivos expiatorios para sus errores.

De este modo, la mayor parte del entusiasmo de los intelectuales de la Europa del Este por el comunismo, incluso en Checoslovaquia, donde se había sentido con más fuerza, se había evaporado ya a la muerte de Stalin, si bien se prolongaría algunos años más en forma de proyectos de «revisión» o «comunismo reformista». La división dentro de los Estados comunistas ya no se reducía a la que existía entre el comunismo y sus oponentes. La verdadera distinción se produjo de nuevo entre los que ejercían la autoridad (el Partido-Estado, con su policía, su burocracia y su intelligentsia doméstica) y todos los demás.

En este sentido, la falla no se encontraba tanto entre el Este y el Oeste como dentro de la Europa del Este y la del Oeste, por igual. En la Europa del Este, como hemos visto, el Partido Comunista y su aparato vivían en un estado de guerra no declarada con el resto de la sociedad, y el avance del comunismo había establecido unas nuevas líneas de batalla: entre aquellos para quienes el comunismo había representado algún beneficio social de uno u otro tipo y aquellos para los que había supuesto discriminación, desilusión y represión. En la Europa occidental, la misma falla separaba a los numerosos intelectuales que quedaban a un lado u otro de ella; pero el entusiasmo por la teoría comunista solía ser proporcionalmente inverso a la experiencia directa de su puesta en práctica.

Esta extendida ignorancia del destino de la Europa del Este contemporánea, acompañada de la creciente indiferencia occidental, constituyó una fuente de desconcierto y frustración para muchos ciudadanos del Este. El problema para los intelectuales y otros ciudadanos del Este no era su situación periférica, dado que éste era un destino al que llevaban mucho tiempo resignados. Lo que les apenaba después de 1948 era su doble exclusión: de su propia historia, debido a la presencia soviética, y de la conciencia de Occidente, cuyos más famosos intelectuales hicieron caso omiso de su experiencia y su ejemplo. En los escritos de la Europa del Este sobre la Europa occidental de los primeros años de la década de 1950 se observa un tono reiterado de agravio y desconcierto: de «desengaño amoroso», como lo describió Miłosz en La mente cautiva. ¿No se daba cuenta Europa —escribió el exiliado rumano Mircea Eliade en abril de 1952— de que le habían amputado parte de su propio cuerpo? «Porque […] dado que todos estos países están en Europa, todos sus pueblos pertenecen a la comunidad europea».

Pero la cuestión era que estos países ya no pertenecían a Europa. El éxito de Stalin a la hora de llevar su perímetro defensivo al mismo centro de Europa había eliminado a la Europa del Este de la ecuación. Tras la Segunda Guerra Mundial, la vida intelectual y cultural europea sólo se producía en un escenario drásticamente reducido, del que polacos, checos y otras nacionalidades habían quedado excluidos de repente. Y, a pesar del hecho de que el desafío del comunismo estuviera siempre presente en el núcleo de todos los debates y disputas de la Europa occidental, la experiencia práctica del «comunismo real y existente» que tenía lugar a unos cuantos kilómetros al este no recibía apenas atención: y, por parte de los más fervientes admiradores del comunismo, ninguna en absoluto.

La situación intelectual de la Europa occidental hubiera sido irreconocible incluso para un visitante procedente del pasado más reciente. La Europa central de habla alemana (la locomotora de la cultura europea durante el primer tercio del siglo XX) había dejado de existir. Viena, que a raíz del derrocamiento de los Habsburgo en 1918 había quedado ya convertida en una sombra de lo que había sido, fue dividida, al igual que Berlín, entre las cuatro potencias aliadas. Apenas podía alimentar o vestir a sus ciudadanos, y mucho menos contribuir a la vida intelectual del continente. Los filósofos, economistas, matemáticos y científicos austríacos, al igual que sus coetáneos de Hungría y el resto de la anterior monarquía dual, habían escapado al exilio (a Francia, Gran Bretaña, los dominios británicos o Estados Unidos), colaborado con las autoridades o habían muerto.

La propia Alemania había quedado en ruinas. La emigración intelectual alemana posterior a 1933 no había dejado atrás a ninguna figura de prestigio que no estuviera comprometida de alguna forma con el régimen. El conocido coqueteo de Martin Heidegger con los nazis sólo puede considerarse atípico por las controvertidas implicaciones que ello tuvo en sus influyentes escritos filosóficos; decenas de miles de los otros Heidegger menos conocidos que trabajaban en colegios, universidades, las burocracias nacionales y locales, o periódicos e instituciones culturales, también habían participado del mismo entusiasmo por adaptar sus escritos y sus actuaciones a las exigencias nazis.

El panorama de la Alemania de la postguerra se vio aún más complicado por la existencia de las dos Alemanias: una de las cuales se atribuía el monopolio de la tradición del pasado «bueno» de Alemania: antifascista, progresista, ilustrado. Muchos intelectuales y artistas estuvieron tentados a unirse a la zona soviética y su sucesora, la República Democrática Alemana. A diferencia de la República Federal de Bonn, no completamente desnazificada y renuente a enfrentarse cara a cara con el reciente pasado alemán, la Alemania del Este insistía orgullosa en su historial antinazi. Las autoridades comunistas dieron la bienvenida a los historiadores, dramaturgos o directores de cine que querían recordar a su público los crímenes de la «otra» Alemania, siempre que respetaran ciertos tabúes. Algunos de los mejores talentos que habían sobrevivido a los días de la República de Weimar emigraron al este.

Una de las razones de ello se debía al hecho de que la Alemania del Este ocupada por los soviéticos era el único Estado del bloque del Este con un Doppelgänger o «doble» occidental, por lo que sus intelectuales tenían un acceso al público occidental del que carecían los escritores rumanos o polacos. Y si la censura y la presión se hacían intolerables, seguía quedando la opción de regresar al oeste, a través de los puntos de paso de Berlín, al menos hasta 1961, cuando se construyó el muro. Así, Bertolt Brecht optó por vivir en la RDA; jóvenes escritores como Christa Wolf decidieron permanecer allí y otros más jóvenes aún, como el disidente Wolf Biermann, emigraron de hecho al Este para estudiar y escribir (en el caso de Biermann, a los 17 años, en 1953)[3].

El atractivo que los radicales intelectuales del «materialista» occidente encontraban en la RDA era la imagen progresista, igualitaria y antinazi que ésta pretendía dar, presentada como una alternativa escueta y sobria a la República Federal. Esta última parecía tener que cargar de repente con una historia que prefería no mencionar, aunque, al mismo tiempo, se sentía también curiosamente aligerada de dicho peso, carente de raíces políticas y dependiente desde el punto de vista cultural de los aliados occidentales, especialmente Estados Unidos, que la había inventado. La vida intelectual de los primeros años de la República Federal carecía de dirección política. Las opciones radicales de cualquier extremo político estaban expresamente excluidas de la vida pública, y los jóvenes escritores como Böll se mostraban reacios a participar en la política de partido (en claro contraste con la generación siguiente a la suya).

Ciertamente, no faltaban canales culturales: para 1948, una vez superada la escasez de papel y restablecidas las redes de distribución, en la zona occidental de Alemania circulaban más de doscientas publicaciones culturales (si bien muchas de ellas desaparecieron tras la reforma monetaria), y la nueva República Federal podía presumir de un amplio catálogo de periódicos de calidad, especialmente el nuevo semanario Die Zeit, editado en Hamburgo. Y, sin embargo, Alemania estuvo, y siguió estando durante bastantes años, un tanto apartada de la vida intelectual dominante en Europa. Melvin Lasky, un periodista y editor occidental residente en Berlín, escribió sobre la situación intelectual alemana de 1950 en estos términos: «Yo creo que nunca en la historia moderna una nación y un pueblo se han mostrado tan exhaustos, tan privados de inspiración e incluso de talento».

El contraste con la anterior preeminencia cultural de Alemania explica en parte la desilusión que sintieron muchos observadores nacionales y extranjeros al contemplar la nueva República: Raymond Aron no fue el único en recordar que hacía algunos años parecía que iba a ser el siglo de Alemania. Dado el alcance de la contaminación y la descalificación sufrida por la cultura alemana a causa de su apropiación para los propósitos nazis, no estaba ya claro lo que los alemanes podían ahora aportar a Europa. Los escritores y pensadores alemanes se mostraban lógicamente obsesionados por dilemas peculiarmente alemanes. Resulta significativo que Karl Jaspers, la única figura eminente del mundo intelectual prenazi que tomó parte en los debates posteriores a 1945, sea principalmente conocido por una singular aportación al debate interno alemán: su ensayo de 1946 sobre La cuestión de la culpa alemana. Pero lo que más contribuyó a marginar a los intelectuales de Alemania Occidental en la primera década de la postguerra fue su forma deliberada de evitar la política ideológica, en un momento en el que el debate público se hallaba intensamente politizado y dividido.

También los británicos vivieron bastante marginados de la vida intelectual europea durante aquellos años, si bien por muy diferentes razones. Las discusiones políticas que dividían a Europa no eran desconocidas en Gran Bretaña (los enfrentamientos de la época de entreguerras sobre el pacifismo, la Depresión y la Guerra Civil española habían dividido al Partido Laborista y a la izquierda intelectual, y dichas divisiones no se habían olvidado todavía años después). Pero en la Gran Bretaña de entreguerras ni los fascistas ni los comunistas habían conseguido traducir las disensiones sociales en una revolución política. Los fascistas se hallaban en su mayoría confinados en los barrios más pobres de Londres, donde durante la década de 1930 habían explotado el antisemitismo popular; el Partido Comunista de Gran Bretaña (CPGB) nunca había reunido suficiente apoyo fuera de sus feudos de la industria naviera escocesa, algunas comunidades mineras y unas cuantas fábricas de la región central de Inglaterra. Incluso en su momento de máximo apoyo electoral, en 1945, el Partido no había conseguido más que 102.000 votos (el 0,4 por ciento del voto nacional) y dos representantes parlamentarios, que perdieron sus escaños en las elecciones de 1950. En las elecciones de 1951, el CPGB apenas obtuvo 21.000 votos de una población de aproximadamente 49 millones.

El comunismo en el Reino Unido era una abstracción política. Ello no significaba en modo alguno que el marxismo no despertara simpatías intelectuales, especialmente entre la intelligentsia londinense y en las universidades. El bolchevismo había ejercido desde el principio un cierto atractivo sobre los socialistas fabianos británicos como H. G. Wells, quien encontraba en las políticas de Lenin e incluso Stalin un elemento familiar y benévolo: la ingeniería social aplicada desde instancias superiores por los expertos en la materia. Y los jerarcas de la izquierda británica, así como sus coetáneos del Foreign Office, no tenían tiempo para ocuparse de las tribulaciones de los pequeños países situados entre Alemania y Rusia, a los que siempre se había considerado como una especie de incordio.

Pero mientras estas cuestiones despertaban un acalorado debate al otro lado del Canal de la Mancha, el comunismo no movilizaba ni dividía a los intelectuales británicos en la misma medida ni mucho menos. Como George Orwell señaló en 1947, «los ingleses no están lo suficientemente interesados en cuestiones intelectuales para mostrarse intolerantes frente a ellas». En Inglaterra (y en menor medida en el resto de Gran Bretaña), el debate intelectual y cultural se centraba en cambio en una preocupación de carácter doméstico: los primeros indicios de una ansiedad de varias décadas acerca del «ocaso» nacional. Resulta sintomático del ánimo ambivalente de la Inglaterra de la postguerra que el país hubiera librado y ganado una guerra de seis años contra su mortal enemigo y ahora se embarcara en un experimento sin precedentes con el capitalismo del bienestar, y sin embargo los comentaristas culturales estuvieran obsesionados por los indicios de fracaso y deterioro.

Así lo afirmaba T. S. Eliot en sus Notas para la definición de la cultura (1948): «El nuestro es un periodo de declive; los niveles de cultura son más bajos que hace cincuenta años y las pruebas de este declive son evidentes en todos los ámbitos de la actividad humana». En función de similares preocupaciones, la British Broadcasting Corporation (BBC) comenzó su Tercer Programa en la radio en 1946: un producto altruista y culturalmente ambicioso explícitamente destinado a fomentar y extender la «calidad» y dirigido a lo que en la Europa continental se entendería por intelligentsia, pero cuya mezcla de música clásica, charlas sobre la actualidad y serios debates resultaba característicamente inglesa en su forma deliberada de eludir los temas polémicos o delicados desde el punto de vista político.

No es que a los británicos no les interesaran los asuntos europeos. Las revistas semanales y periódicas cubrían con regularidad la política y la literatura europeas, y los británicos podían estar perfectamente informados si lo deseaban. Ni que no fueran conscientes del alcance del trauma por el que Europa acababa de pasar. Cyril Connolly se expresaba así acerca de la situación de la Europa de aquel momento en su propia revista Horizon, en septiembre de 1945: «Moral y económicamente Europa ha perdido la guerra. La gran carpa de la civilización europea bajo cuya luz amarillenta todos crecimos, leímos, escribimos, amamos o viajamos, se ha venido abajo; las cuerdas que la sujetaban se han ido deshilachando, el poste central está roto, las sillas y las mesas están destrozadas, la tienda ha quedado vacía, las rosas se marchitan en sus maceteros…».

Pero a pesar de esta preocupación por el estado del continente, los comentaristas británicos (y especialmente los ingleses) se mantenían un poco al margen, como si los problemas de Europa y de Gran Bretaña, aunque evidentemente relacionados, fueran a pesar de todo distintos en algunos aspectos cruciales. Salvo notables excepciones[4], los intelectuales no desempeñaron ningún papel importante en los grandes debates de la Europa continental, sino que los observaron desde la línea de banda. En términos generales, sólo los asuntos urgentes desde el punto de vista político despertaban algún interés intelectual en Gran Bretaña, mientras que los temas continentales de carácter intelectual quedaban por lo general circunscritos a los círculos académicos del Reino Unido, si es que no pasaban completamente desapercibidos.

En Italia, la situación era casi exactamente la contraria. De todos los países de la Europa occidental, Italia era el que había experimentado más directamente los males de la época. El país había sido gobernado durante veinte años por el primer régimen fascista del mundo. Había sido ocupado por Alemania y más tarde liberado por los aliados occidentales en una lenta guerra de desgaste y destrucción que había durado casi dos años, asolado tres cuartas partes del país, y llevado a gran parte de sus tierras y sus gentes a la indigencia casi absoluta. Por otra parte, desde septiembre de 1943 a abril de 1945, el norte de Italia se había visto sacudido por lo que prácticamente equivalía a una guerra civil en toda la extensión del término.

Como antiguo Estado del Eje, Italia era objeto de las sospechas tanto de Occidente como del Este. Hasta la ruptura de Tito con Stalin, la cuestión sin resolver de la frontera de Italia con Yugoslavia constituyó el punto más potencialmente conflictivo de la Guerra Fría, y la difícil relación del país con su vecino comunista se vio además complicada por la presencia en Italia del Partido Comunista más numeroso fuera del bloque soviético, con 4.350.000 votantes (el 19 por ciento del total) en 1946, que aumentaron a 6.122.000 (el 23 por ciento del total) en 1953. Este mismo año, el número de afiliados al Partido Comunista Italiano (PCI) alcanzó la cifra de 2.145.000. La influencia local del Partido se vio fortalecida además por un cuasimonopolio del poder en ciertas regiones (especialmente en la Emilia-Romagna, la comarca en torno a la ciudad de Bolonia), el apoyo que le prestaba el Partido Socialista Italiano (PSI);[5] y la gran popularidad de su perspicaz y reflexivo líder, Palmiro Togliatti.

Por todas estas razones, la vida intelectual de la Italia de la postguerra estuvo altamente politizada y estrechamente vinculada al problema del comunismo. La inmensa mayoría de los jóvenes intelectuales italianos, incluidos algunos que habían sentido la tentación fascista, se había formado a la sombra de Benedetto Croce. La peculiar mezcla de su filosofía idealista hegeliana con su política de liberalismo decimonónico había constituido una referencia ética para una generación de intelectuales antifascistas; pero en las circunstancias de la postguerra parecía claramente insuficiente. La verdadera elección a la que se enfrentaban los italianos se presentaba como una cruda alternativa: el clericalismo politizado (la alianza entre un Vaticano conservador presidido por Pío XII y los cristianodemócratas apoyados por Estados Unidos) o el marxismo político.

El PCI se caracterizaba por un rasgo que lo distinguía de otros partidos comunistas del Este y del Oeste. Desde sus comienzos, había sido liderado por intelectuales. Togliatti, al igual que Antonio Gramsci y el resto de los jóvenes que lo habían fundado veinte años atrás, eran notablemente más inteligentes (y respetuosos con la inteligencia) que los dirigentes de los demás partidos comunistas de Europa. Por otra parte, durante la década siguiente a la Segunda Guerra Mundial, el Partido había acogido con los brazos abiertos a los intelectuales, como miembros y como aliados, y había tenido buen cuidado de suavizar aquellos elementos de la retórica del Partido que podían alejarlos de él. De hecho, Togliatti adaptó conscientemente el llamamiento comunista a los intelectuales italianos con arreglo a una fórmula ideada por él mismo: «mitad Croce y mitad Stalin».

La fórmula tuvo un éxito extraordinario. El camino del antifascismo liberal de Croce al marxismo político fue seguido por algunos de los jóvenes líderes más valiosos del Partido Comunista Italiano: hombres como Giorgio Amendola, Lucio Lombardo Radice, Pietro Ingrao, Carlo Cassola y Emilio Sereni, todos ellos llegados a la política comunista procedentes de la filosofía y la literatura. A partir de 1946 se unieron a ellos otros hombres y mujeres desilusionados por el fracaso del Partido de la Acción a la hora de poner en práctica las aspiraciones de la resistencia de la guerra, lo que marcó el final de las esperanzas de una alternativa laica, radical y no marxista en la vida pública italiana. «Los abochornados crocistas», los denominó un escritor en aquel momento.

Presentado como el portavoz del progreso y la modernidad en un país estancado, y como la única esperanza para una reforma social y política práctica, el PCI reunió en torno a sí una corte de escritores y eruditos de pensamiento similar, que confirieron al Partido y a sus políticos un aura de respetabilidad, inteligencia e incluso ecumenismo. Pero con la división de Europa, la estrategia de Togliatti sufrió una presión cada vez mayor. Las críticas dirigidas por los soviéticos al PCI durante la primera reunión del Cominform, en septiembre de 1947, revelaban la determinación de Stalin a poner a los comunistas italianos (al igual que a los franceses) bajo un control más estricto; sus tácticas políticas debían coordinarse más estrechamente con Moscú y su actitud tolerante respecto a los temas culturales tenía que ser sustituida por la intransigente tesis de Zhdánov sobre las «dos culturas». Entre tanto, con la descarada pero exitosa intervención de Estados Unidos a favor de los cristianodemocratas en las elecciones de 1948, la política de postguerra de Togliatti de trabajar con las instituciones de la democracia liberal empezó a parecer ingenua.

Por tanto, cualesquiera que fuesen sus dudas, Togliatti no tuvo más opción que ejercer un control más estricto e imponer las normas estalinistas. Esto provocó la pública discrepancia entre algunos intelectuales del Partido que hasta ahora se habían sentido libres para distinguir entre la autoridad política del Partido, que no cuestionaban, y el terreno de la «cultura», en el que tenían en gran estima su autonomía. Como Vittorini, el editor de la revista cultural comunista Il Politecnico, había recordado a Togliatti en una carta abierta allá por enero de 1947, la «cultura» no podía subordinarse a la política, salvo a costa de ella misma y de la verdad.

Togliatti, que había pasado la década de 1930 en Moscú y había desempeñado un importante papel en las operaciones españolas del Comintern en 1937-1938, opinaba de otra manera. En un Partido Comunista todos recibían sus instrucciones de la superioridad, todo estaba subordinado a la política. La «cultura» no era una zona protegida en la que no fueran aplicables los dictámenes soviéticos. Vittorini y sus compañeros tendrían que aceptar la línea del Partido en la literatura, el arte y las ideas o, si no, marcharse. Durante algunos años, el Partido italiano extremó su fidelidad a la autoridad soviética, y por consiguiente Vittorini y otros muchos intelectuales se fueron distanciando de él. Pero a pesar de la inquebrantable lealtad de Togliatti a Moscú, el PCI nunca perdió una cierta «aura» adogmática, como el único Partido Comunista importante que había tolerado e incluso abrazado la discrepancia inteligente y la autonomía de pensamiento, una reputación que le sería muy útil en décadas posteriores.

De hecho, los críticos de Togliatti de la izquierda no comunista se vieron sistemáticamente influidos por la percepción nacional y (especialmente) internacional de que el PCI no era como otros partidos comunistas. Como Ignazio Silone reconocería más adelante, los únicos culpables de ello fueron, entre otros, los socialistas italianos. Las estrechas relaciones entre los comunistas y los socialistas italianos, al menos hasta 1948, y la consiguiente renuencia de los marxistas no comunistas a criticar a la Unión Soviética, impidieron la emergencia en Italia de una clara alternativa de izquierdas al comunismo.

Pero si Italia constituía un caso inusual en la Europa occidental por la imagen relativamente simpática de sus comunistas, también resultaba atípico por otra razón. El derrocamiento de Mussolini en 1943 no podía ocultar la complicidad de muchos intelectuales italianos con su mandato de veinte años. El ultranacionalismo de Mussolini se había dirigido, entre otras cosas, contra la cultura y la influencia extranjeras; y el fascismo había favorecido flagrantemente a los intelectuales «nacionales» con la aplicación a la literatura y las bellas artes unas políticas autárquicas de protección y sustitución similares a las impuestas a otros productos extranjeros más comunes.

Como es inevitable, muchos intelectuales italianos (especialmente los más jóvenes) habían aceptado el apoyo y las subvenciones del Estado fascista: la alternativa era el exilio o el silencio. El propio Elio Vittorini había conseguido algunos premios en los concursos literarios fascistas. Vittorio de Sica había sido un conocido actor de cine en la época fascista antes de convertirse en el principal exponente del neorrealismo de la postguerra. Su compañero neorrealista, Roberto Rossellini, cuyas películas de la postguerra reflejaban claramente sus simpatías políticas comunistas, había recibido ayuda unos cuantos años antes de las autoridades para dirigir documentales y largometrajes en la Italia de Mussolini. Y no era un caso aislado. En 1943 la dictadura de Mussolini había constituido el orden de cosas normal para los muchos millones de italianos que no habían conocido otro gobierno en la época de paz[6].

La actitud moral de la gran mayoría de los intelectuales italianos de los años de la postguerra reflejaba por consiguiente la un tanto ambivalente posición del país en general, incómodamente implicado por su pasado autoritario como para ocupar un lugar central en los asuntos de la postguerra europea. En todo caso, llevaba apartada desde hacía tiempo de la cultura moderna europea, tal vez debido a la peculiaridad de su historia y sus acuerdos: Nápoles, Florencia, Bolonia, Milán y Turín formaban cada una su pequeño mundo, con sus propias universidades, periódicos, academias y clase intelectual. Roma constituía la fuente de la autoridad, de patrocinio y el locus del poder. Pero nunca monopolizó la vida cultural de la nación.

Por tanto, al final, sólo podía haber un lugar para la vida intelectual europea de los años siguientes a la Segunda Guerra Mundial: sólo una ciudad, una capital nacional cuyas obsesiones y divisiones pudieran reflejar y al mismo tiempo definir la situación cultural del continente en general. Sus competidoras habían sido hechas prisioneras, se habían destruido a sí mismas o se las había absorbido localmente. A partir de 1920, cuando un Estado europeo detrás de otro empezaron a caer en manos de dictadores, los refugiados políticos y los exiliados intelectuales se habían dirigido a Francia. Algunos habían permanecido allí durante la guerra y se habían unido a la Resistencia, donde muchos habían sido víctimas del régimen de Vichy y los nazis. Otros habían escapado a Londres, Nueva York o Latinoamérica, de donde regresarían tras la Liberación. Otros, como Czesław Miłosz o el historiador y periodista político húngaro François Fejtő no emigraron hasta que los golpes de Estado soviéticos en Europa del Este los obligaron a huir, momento en el que lo más natural parecía marcharse directamente a París.

El resultado fue que, por primera vez desde la década de 1840, cuando Karl Marx, Heinrich Heine, Adam Mickiewicz, Giuseppe Mazzini y Alexander Herzen vivieron en el exilio parisiense, Francia se constituía de nuevo en el hogar natural de acogida para los desheredados intelectuales europeos, el centro de intercambio de información para el pensamiento y la política europeos. Durante la postguerra, la vida intelectual parisiense había sido doblemente cosmopolita: hombres y mujeres de toda Europa tomaron parte en ella, y se convirtió en el único foro europeo en el que las opiniones y los debates locales se magnificaban y transmitían a una amplia e internacional audiencia.

De esta manera, a pesar de la aplastante derrota de Francia en 1940, su humillante sometimiento a cuatro años de ocupación alemana, la ambigüedad moral (o algo peor) del régimen de Vichy del mariscal Pétain y la embarazosa subordinación del país a Estados Unidos y Gran Bretaña durante los contactos diplomáticos de los años de la postguerra, la cultura francesa se convirtió una vez más en el centro de la atención internacional. Los intelectuales franceses adquirieron una especial relevancia internacional como portavoces de la época, y el tenor de los debates políticos franceses personificó el desgarro ideológico del mundo en general. De nuevo, y por última vez, París era la capital de Europa.

La ironía de este resultado no pasó inadvertida a sus contemporáneos. Fue la casualidad histórica lo que hizo que los intelectuales franceses pasaran a un primer plano, dado que sus preocupaciones no eran menos locales que las de los demás. La Francia de la postguerra estaba igual de absorbida por sus propios problemas de ajuste de cuentas, escasez e inestabilidad política que cualquier otro país. Los intelectuales franceses reinterpretaban la política del resto del mundo a la luz de sus propias obsesiones, y la autosuficiencia narcisista de París en relación con Francia se proyectó sin la menor autocrítica hacia el mundo en general. Según la célebre descripción de Arthur Koestler, los intelectuales franceses de la postguerra («los pequeños presumidos de Saint-Germain des Prés») eran «mirones que observaban los escándalos de la historia a través de un agujero en la pared». Pero la historia les concedió una posición privilegiada.

Las divisiones que caracterizarían a la comunidad intelectual francesa en años posteriores no se evidenciaron inmediatamente. Cuando Jean Paul Sartre fundó Les Temps Modernes en 1945, el consejo editorial incluía no sólo a Simone de Beauvoir y Maurice Merleau-Ponty, sino también a Raymond Aron, lo que reflejaba un amplio consenso en la política de izquierdas y en la filosofía «existencial». Esta etiqueta se aplicó también (muy a su pesar) a Albert Camus, por entonces íntimo amigo de Sartre y De Beauvoir, y, desde su columna editorial del periódico Combat, el escritor más influyente de la Francia de la postguerra.

Todos ellos compartían una cierta actitud résistantialiste (aunque sólo Camus había participado activamente en la resistencia, ya que Aron estaba en Londres con los Franceses Libres y los demás pasaron los años de la ocupación más o menos tranquilos). En palabras de Merleau-Ponty, la lucha de los tiempos de la guerra había permitido a los intelectuales franceses superar el dilema de «ser versus hacer». A partir de entonces estaban «en» la historia y debían comprometerse de lleno con ella. Su situación ya no les permitía a los intelectuales el lujo de rehusar comprometerse a sí mismos con las opciones políticas; la auténtica libertad consistía en aceptar esta verdad. En palabras de Sartre: «Ser libre no es hacer lo que uno quiere, sino en querer hacer lo que uno puede».

Otra lección que Sartre y su generación afirmaban haber aprendido de la guerra era la inevitabilidad y, por tanto, en cierta medida, la conveniencia de la violencia política. Esto quedaba lejos de constituir una interpretación característicamente francesa de la experiencia reciente: en 1945 muchos europeos habían vivido ya tres décadas de violencia política y militar. La gente joven de todo el continente estaba habituada a un cierto grado de brutalidad pública, tanto de palabra como de obra, que hubiera sorprendido a sus antepasados del siglo XIX. Y la retórica política moderna ofrecía una «dialéctica» con la que domeñar los llamamientos a la violencia y al conflicto: Emmanuel Mounier, editor de la revista Esprit e influyente figura de la izquierda cristiana, hablaba sin duda por muchos cuando en 1949 afirmó que era hipócrita oponerse a la violencia o la lucha de clases cuando las víctimas del capitalismo sufrían diariamente la «violencia de guante blanco».

Pero, en Francia, el atractivo de las soluciones violentas constituía algo más que una mera proyección de la experiencia reciente. Era también el eco de una herencia anterior. Las acusaciones de colaboración, delación, traición, la reivindicación del castigo y la llamada a empezar de nuevo no comenzaron con la liberación. Se remontaban a una venerable tradición francesa. Desde 1792, los extremos revolucionarios y contrarrevolucionarios de la vida pública francesa ejemplificaban y reforzaban la doble división del país: a favor y en contra de la monarquía, a favor y en contra de la Revolución, a favor y en contra de Robespierre, a favor y en contra de las Constituciones de 1830 y 1848, a favor y en contra de la Comuna. Ningún otro país contaba con una experiencia tan extensa y continuada de política bipolarizada, subrayada por la historiografía convencional del mito revolucionario inculcado a los escolares franceses durante muchas décadas.

Por otra parte, Francia, más que ninguna otra nación-Estado occidental, era un país cuya intelligentsia aprobaba e incluso veneraba la violencia como un instrumento de la política pública. Contaba George Sand que en 1835, durante un paseo por el Sena junto a un amigo que defendía con vehemencia una revolución proletaria sangrienta, éste le explicó que sólo cuando el Sena se tiñera de rojo, cuando París ardiera y los pobres ocuparan el lugar que por derecho les pertenecía, prevalecerían la justicia y la paz. Casi exactamente un siglo más tarde, el ensayista inglés Peter Quennell describió en el New Statesman que «muchos escritores franceses parecen dominados por un culto casi patológico a la violencia».

De este modo, cuando el veterano político del Partido Radical Édouard Herriot, presidente de la Asamblea Nacional Francesa hasta su muerte en 1957 a los 85 años, anunció el día de la liberación que la vida política normal no podría restaurarse hasta que «Francia hubiera pasado primero por un baño de sangre», la expresión no llamó la atención de los oídos franceses, aun cuando procediera de un barrigudo y provinciano parlamentario del centro político. Los lectores y escritores franceses llevaban mucho tiempo familiarizados con la idea de que el cambio histórico y el derramamiento de sangre depurador iban de la mano. Cuando Sartre y sus contemporáneos insistían en que la violencia comunista era una forma de «humanismo proletario», la «comadrona de la historia», resultaban más convencionales de lo que creían.

Esta familiaridad con la violencia revolucionaria del imaginario francés, acompañada de los recuerdos teñidos de sepia de la vieja alianza franco-rusa, predispusieron a los intelectuales franceses a recibir la apología comunista de la brutalidad soviética con oídos claramente comprensivos. La dialéctica también contribuía a ello. Al comentar el juicio de Slánský para la revista Les Temps Modernes de Sartre, Marcel Péju recordaba a sus lectores que matar a los enemigos políticos no tiene nada de malo. Lo que fallaba en Praga era que «la ceremonia a través de la que se los mata [esto es, el «juicio-espectáculo»] parece una caricatura de lo que podría ser si esta violencia se justificara desde una perspectiva comunista. Después de todo, los cargos no son prima facie inverosímiles».

Los intelectuales franceses que visitaban el bloque soviético se deshacían en elogios aún más líricos y entusiastas a la vista del avance del comunismo. Así, el poeta y surrealista Paul Éluard, al dirigirse a una (sin duda perpleja) audiencia de Bucarest en octubre de 1948, afirmaba: «Vengo de un país donde ya nadie se ríe, donde nadie canta. Francia es una sombra. Pero vosotros habéis descubierto la soleada felicidad». O, el mismo Éluard, al año siguiente en la Hungría ocupada por los soviéticos: «Un pueblo sólo tiene que ser señor de su propia tierra, y en unos pocos años la felicidad será la ley suprema y la alegría, el horizonte cotidiano».

Éluard era comunista, pero sus sentimientos estaban muy extendidos incluso entre los muchos intelectuales y artistas que nunca militaron en el Partido. En 1948, tras el golpe checo, Simone de Beauvoir estaba segura de que los comunistas caminaban hacia la victoria en todas partes: como su contemporáneo Paul Nizan había escrito muchos años antes, un filósofo revolucionario sólo puede ser eficaz si elige la clase que sostiene la revolución, y los comunistas se habían autoerigido en los representantes de dicha clase. Los intelectuales comprometidos estaban obligados a ponerse de lado del progreso y la historia, fueran cuales fuesen las vicisitudes morales puntuales[7].

La importancia de la cuestión comunista para los intelectuales franceses era también consecuencia de la omnipresencia del Partido Comunista Francés (PCF). Aunque nunca fue tan numeroso como el Partido italiano (su afiliación no superó nunca los 800.000 miembros), en los primeros años de la postguerra el PCF obtuvo un éxito electoral mayor, con un 28 por ciento de los votos en 1946. Y a diferencia de los comunistas italianos, los comunistas franceses no tuvieron que enfrentarse a un partido católico unificado de centro-derecha. Por el contrario, el Partido Socialista Francés, gracias a su larga experiencia de entreguerras con las tácticas comunistas, no se alineó incuestionablemente con los comunistas en las primeras etapas de la Guerra Fría (aunque a una minoría de sus miembros les hubiera gustado que así fuera). Por tanto, el PCF era más fuerte y más independiente que ningún otro partido comunista.

Además, se distinguía por no simpatizar con los intelectuales. En claro contraste con los italianos, el PCF siempre había estado dirigido por duros y cerriles burócratas del Partido, como el ex minero Maurice Thorez, que lo dirigió desde 1932 hasta su muerte en 1964. Para Stalin, la cualidad más importante de Thorez era que, al igual que Gottwald en Checoslovaquia, se podía confiar en que hacía todo lo que se le mandaba sin hacer preguntas. No es casual que, tras haber desertado del ejército francés durante la pseudoguerra de 1939-1940, Thorez pasara los cinco años siguientes en Moscú. El Partido Comunista Francés era un partido satélite fiable si bien algo rígido, un útil vehículo para alabar y poner en práctica la línea estalinista.

En la generación de estudiantes de la postguerra, deseosa de liderazgo, orientación, disciplina y promesas de acción en camaradería con «los trabajadores», esta rigidez ejerció cierto atractivo, al menos durante algunos años: como el entusiasmo inicial que sus homólogos checos o polacos habían despertado en sus colegas del este. Pero para intelectuales franceses más asentados, el fervor con el que los comisarios culturales del PCF imponían diariamente la ortodoxia en las ampulosas páginas de L’Humanité y en todas partes, planteaba un desafío cotidiano a sus ideas progresistas. Los escritores o intelectuales que se habían unido al PCF no podían esperar, como Vittorini en Italia o el Grupo de Historiadores del Partido Comunista de Londres, que se les concediera ni la más mínima libertad de acción[8].

Por esta razón, las afinidades de la intelligentsia parisiense son nuestra guía más sólida para detectar las fallas en la fe y la opinión en la Europa de la Guerra Fría. En París más que en ningún otro lugar, los cismas intelectuales dibujaron los contornos de los políticos, tanto nacional como internacionalmente. Los «juicios-espectáculo» de la Europa del Este se debatieron con especial intensidad en París debido a que un gran número de sus víctimas comunistas había vivido y trabajado en Francia. László Rajk había estado confinado en Francia tras la Guerra Civil española; Artur London había trabajado en la resistencia francesa, estaba casado con una destacada comunista francesa y sería el futuro suegro de otra; «André Simone» (Otto Katz, otra de las víctimas del juicio de Slánský) era ampliamente conocido en los círculos periodísticos parisienses por su trabajo durante los años treinta; Traicho Kostov era bien recordado por su época como funcionario del servicio exterior búlgaro en París (su arresto en Sofía le convirtió en portada del periódico de Camus, Combat).

París fue además sede de dos influyentes juicios políticos. En 1946 Viktor Kravchenko, un burócrata soviético de categoría intermedia que había huido a Estados Unidos en abril de 1944, publicó sus memorias, Yo elegí la libertad. Cuando éstas aparecieron en Francia, en mayo del año siguiente, bajo el título J’ai choisi la Liberté, causaron sensación por su descripción de las purgas y masacres soviéticas y, especialmente, por la del sistema de los campos de concentración soviéticos, el gulag. En noviembre de 1947, dos meses después de la reunión del Cominform celebrada en Polonia, en la que se había hurgado en el pasado de los líderes del PCF por no atenerse a la línea dura soviética, la revista intelectual del Partido, Les Lettres françaises, publicó una serie de artículos que afirmaban que el libro de Kravchenko era una trama de mentiras tejidas por los servicios secretos norteamericanos. Cuando el periódico repitió y amplificó estos cargos en abril de 1948, Kravchenko interpuso una demanda por libelo.

En el juicio, que duró desde el 24 de enero al 4 de abril de 1949, Kravchenko presentó en su defensa una serie de testigos bastante oscuros; pero los demandados podían blandir un fajo de declaraciones de destacados intelectuales no comunistas franceses: el novelista de la resistencia Vercors, el físico y Premio Nobel Frédéric Joliot-Curie, el crítico de arte Jean Cassou, el héroe de la resistencia y director del Museo de Arte Moderno de París, y otros muchos. Todos ellos atestiguaron el impecable historial del Partido Comunista Francés, las indiscutibles credenciales revolucionarias de la Unión Sovética y las inaceptables implicaciones de las afirmaciones de Kravchenko, aunque fueran ciertas. En el juicio, Kravchenko recibió un simbólico e insultante franco por daños y perjuicios.

Esta victoria «moral» de la izquierda progresista coincidió con la primera ronda de juicios importantes en la Europa del Este y la adopción de posturas intelectuales a favor y en contra de la Unión Soviética; como Sartre había empezado a insistir unos meses antes, «uno debe elegir entre la URSS y el bloque anglosajón». Pero, para muchos críticos de la Unión Soviética, Kravchenko había dejado mucho que desear como portavoz. Como veterano apparatchik soviético que había elegido el exilio en Estados Unidos, no resultaba nada atractivo para esos intelectuales anticomunistas europeos, tal vez la mayoría, tan interesados en mantener las distancias con Washington como en negar que Moscú tuviera el monopolio de las credenciales comunistas. Hacia una persona como él, escribieron Sartre y Merleau-Ponty en enero de 1950, no podíamos albergar sentimientos de fraternidad: era la prueba viva de la decadencia «de los valores marxistas en la propia Rusia».

Pero hubo otro juicio más difícil de ignorar. El 12 de noviembre de 1949, cuatro semanas después de la ejecución en Budapest de László Rajk, David Rousset publicó en Le Fígaro littéraire un llamamiento a antiguos internos de los campos de concentración nazis para que le ayudaran a llevar a cabo una investigación sobre los campos de concentración soviéticos. Basándose en el propio Código de Trabajos Correctivos de la Unión Soviética, argumentaba que dichos campos no eran centros de reeducación como afirmaban los funcionarios, sino más bien un sistema de campos de concentración que formaba parte de la economía y el sistema penal soviético. Una semana más tarde, de nuevo en Les Lettres françaises, los escritores comunistas Pierre Daix y Claude Morgan le acusaron de inventar sus fuentes y de caricaturizar a la URSS con bajas calumnias. Rousset presentó una demanda por difamación.

Los dramatis personae de esta confrontación eran extraordinariamente interesantes. Rousset no era un desertor del Kremlin. Era francés, había sido socialista durante muchos años, trotskista durante algún tiempo, héroe de la resistencia y superviviente de Buchenwald y Neuengamme, amigo de Sartre y cofundador con él, en 1948, de un efímero movimiento político, el Rassemblement démocratique révolutionnaire. Que un hombre como él acusara a la Unión Soviética de gestionar campos de concentración o de trabajo rompía claramente los esquemas políticos de la época. Daix también había sido arrestado por militar en la resistencia y deportado, en este caso a Mauthausen. Esta coincidencia entre dos antiguos activistas de izquierdas, militantes de la resistencia y supervivientes de los campos de concentración ilustra hasta qué punto las alianzas y lealtades políticas estaban en aquel momento subordinadas exclusivamente al comunismo.

La lista de testigos de Rousset incluía a diversos expertos de primera mano y máxima fiabilidad en el sistema de prisiones soviético, cuyas declaraciones culminaron con el dramático testimonio de Margarete Buber-Neumann, que había experimentado no sólo en los campos soviéticos, sino también en Ravensbrück, donde fue enviada después de que Stalin la devolviera a los nazis en 1940, parte del pequeño cambio que supuso el Pacto Mólotov-Ribentrop. Rousset ganó el juicio. Tras el anuncio del veredicto en enero de 1950, Maurice Merleau-Ponty confesó que «estos hechos ponen absolutamente en cuestión el significado del sistema ruso». Simone de Beauvoir se sintió incluso obligada a introducir en su nuevo roman-à-clef[b] titulado Les mandarins una serie de angustiosos debates entre sus protagonistas sobre las noticias procedentes de los campos de concentración soviéticos (si bien ajustó a su conveniencia la cronología para que pareciera que Sartre y sus amigos tenían conocimiento de estos hechos ya desde 1946).

Para contrarrestar a Rousset y otros como él (y mantener a raya a los intelectuales progresistas), los partidos comunistas accionaron el resorte moral del «antifascismo». Este tenía la ventaja de resultar conocido. Para muchos europeos, su primera experiencia de movilización política fueron las ligas antifascistas, los frentes populares de la década de 1930. Para la mayoría, la Segunda Guerra Mundial era recordada como una victoria sobre el fascismo, y como tal había sido celebrada especialmente en Francia y Bélgica en los años de la postguerra. El «antifascismo» constituía un vínculo tranquilizador y ecuménico con una época menos complicada.

En el núcleo de la retórica antifascista desplegada por la izquierda oficial se alojaba una simple visión binaria de la filiación política: nosotros somos lo que ellos no son. Ellos (los fascistas, los nazis, los franquistas, los nacionalistas) son la derecha, nosotros la izquierda. Ellos son reaccionarios, nosotros progresistas. Ellos apoyan la guerra, nosotros la paz. Ellos son las fuerzas del mal, nosotros estamos del lado del bien. En palabras de Klaus Mann, pronunciadas en París en 1935: sea lo que sea el fascismo, nosotros no lo somos y estamos en contra de él. Dado que la mayoría de los oponentes antifascistas se preocupaban por definir su propia política como anticomunista por encima de todo (en ello residía parte del atractivo del nazismo de la época de la guerra para las élites conservadoras de países tan distantes como Dinamarca y Rumania), esta perfecta simetría jugaba a favor de la postura comunista. El filocomunismo, o al menos el anti-anticomunismo, constituía la esencia lógica del antifascismo[9].

Desde luego, a la Unión Soviética le interesaba al máximo dirigir la atención hacia sus credenciales antifascistas durante los años de la postguerra, especialmente una vez Estados Unidos sustituyó a Alemania como su enemigo. La retórica antifascista se dirigía ahora contra Estados Unidos, al que se acusaba en primer lugar de defender a los revanchistas fascistas y, por extensión, se describía como una amenaza protofascista por derecho propio. Lo que hacía especialmente efectiva esta táctica comunista era, por supuesto, el extendido y genuino temor a una resurrección del fascismo en Europa o, como mínimo, a que de las ruinas surgiera una oleada de simpatía neofascista.

El «antifascismo», con su trasfondo de resistencia y alianza, también estaba relacionado con la persistencia de la favorable imagen de la Unión Soviética de la época de la guerra, la sincera simpatía que muchos europeos occidentales sentían por los heroicos vencedores de Kursk y Stalingrado. Como escribió Simone de Beauvoir en sus memorias, con su rotundidad característica: «Nuestra amistad con la URSS era sin reservas: los sacrificios del pueblo ruso habían demostrado que sus líderes encarnaban sus deseos». Stalingrado, según Edgar Morin, barrió todas las dudas, todas las críticas. También contribuyó el hecho de que París hubiera sido liberada por los aliados occidentales, cuyos pecados estaban más presentes en la memoria local.

Pero detrás de la rusofilia intelectual había más cosas. Es importante recordar lo que ocurría a sólo algunos kilómetros hacia el este: El entusiasmo intelectual occidental por el comunismo tendía a exacerbarse no en las épocas del «comunismo de gulash» o del «socialismo con rostro humano», sino en las de las peores crueldades del régimen: 1935-1939 y 1944-1956. Escritores, catedráticos, artistas y periodistas con frecuencia admiraban a Stalin no a pesar de sus defectos, sino a causa de ellos. Fue mientras asesinaba a la gente a escala industrial, mientras los «juicios-espectáculo» mostraban la cara más macabra del comunismo soviético, cuando estos hombres y mujeres que estaban fuera del alcance de Stalin se sintieron más seducidos por el hombre y su culto. Era la absurdamente enorme brecha que separaba la retórica de la realidad la que lo hacía tan irresistible para los hombres y mujeres de buena voluntad en busca de una causa[10].

El comunismo entusiasmaba a los intelectuales de un modo que ni Hitler ni (especialmente) la democracia liberal podían soñar con igualar. El comunismo era exótico en cuanto a su escenario y heroico en cuanto a su escala. En 1950, Raymond Aron subrayó «la absurda sorpresa […] de que la izquierda europea haya tomado a un constructor de pirámides por su Dios». Pero ¿era en realidad tan sorprendente? Jean Paul Sartre, por ejemplo, se sintió más atraído por los comunistas en el preciso momento en que el «constructor de pirámides» se embarcaba en sus proyectos finales y más delirantes. La idea de que la Unión Soviética estaba comprometida en una búsqueda trascendental cuya misma aspiración justificaba y excusaba sus defectos ejercía un atractivo único sobre los intelectuales racionalistas. El gran pecado del fascismo había sido tener miras provincianas. Pero el comunismo apuntaba a unas metas netamente universales y trascendentes. Sus crímenes eran excusados por muchos observadores no comunistas como, digamos, el precio que había que pagar por negociar con la historia.

Pero aun así, a principios de la Guerra Fría, eran muchos los que en Europa occidental habrían podido ser más críticos con sus comunistas locales si no se hubieran visto cohibidos por el temor a que ello favoreciera y facilitara las cosas a sus enemigos políticos. Esta era también una herencia del «antifascismo», la insistencia en que «no había enemigos en la izquierda» (una norma a la que debe admitirse que el propio Stalin prestaba poca atención). Como el progresista Abbé Boulier explicaba a François Fejtő cuando trataba de impedir que este último escribiera sobre el juicio de Rajk: atraer la atención hacia los pecados del comunismo es «hacerle el juego a los imperialistas»[11].

Este temor a servir a los intereses antisoviéticos no era nuevo. Pero a principios de la década de 1950 era una estrategia básica en los debates intelectuales europeos, especialmente en Francia. Incluso después de que los «juicios-espectáculo» de la Europa del Este llevaran a Emmanuel Mounier y otros muchos de su grupo del Esprit a distanciarse del Partido Comunista Francés, todos ellos tuvieron buen cuidado en negar cualquier insinuación de que se hubieran vuelto «anticomunistas» o, aún peor, que hubieran dejado de ser «antiamericanos». El anti-anticomunismo se estaba convirtiendo en un fin político y cultural en sí mismo.

Así pues, en un lado de la línea divisoria de la cultura europea estaban los comunistas y sus amigos y apólogos: los progresistas y «antifascistas». En el otro, mucho más numeroso (fuera del bloque soviético) pero también claramente heterogéneo, estaban los anticomunistas. Dado que los anticomunistas cubrían toda la gama desde los trotskistas hasta los neofascistas, los críticos de la URSS a menudo se encontraban compartiendo una plataforma o una demanda con personas cuya política a otros respectos aborrecían. Estas nefastas alianzas constituían un blanco perfecto para la polémica soviética y a veces era difícil persuadir a los críticos liberales del comunismo para que expresaran sus opiniones en público por miedo a ser tachados de reaccionarios. Como Arthur Koestler explicó en 1948 ante un numeroso público en el Carnegie Hall, en Nueva York: «No puedes evitar que la gente tenga razón por motivos equivocados […]. Este temor a encontrarse en malas compañías no constituye una expresión de pureza política, sino de falta de confianza en uno mismo».

Los intelectuales genuinamente reaccionarios escaseaban durante la primera década de la postguerra. Incluso éstos, como Jacques Laurent o Roger Nimier en Francia, que se definían abiertamente de derechas, encontraban cierto placer en reconocer que la suya era una causa perdida y alimentaban así una especie de nostalgia neobohemia por el desacreditado pasado y exhibían su falta de influencia política como una insignia de honor. Si la izquierda navegaba con el viento y la historia de su parte, entonces una nueva generación de literatos de ideología derechista se erigirían orgullosos en asumir el papel de desafiantes perdedores, tornando la indudable decadencia y el solipsismo morboso de escritores de entreguerras como Drieu la Rochelle y Ernst Jünger en un estilo social y elegante, con lo que se anticipaban a los «jóvenes carrozas» de la Gran Bretaña de la Sra. Thatcher.

Más representativos, al menos en Francia y Gran Bretaña, eran los conservadores intelectuales cuyo desagrado por el comunismo apenas había cambiado en treinta años. En ambos países, al igual que en Italia, los intelectuales católicos militantes desempeñaron un papel importante en las polémicas anticomunistas. Evelyn Waugh y Graham Greene sustituyeron a Hilaire Belloc y G. K. Chesterton en el espacio reservado a los brillantes y dispépticos tradicionalistas católicos. Pero mientras los conservadores ingleses se rebelaban furiosos contra la vacuidad de la vida moderna o bien se retiraban por completo de ella, un católico francés como François Mauriac se vio arrastrado de forma bastante natural a polemizar con la izquierda política.

Durante el largo periodo en el que Mauriac estuvo comprometido con los asuntos públicos (escribió regularmente para Le Figaro hasta que murió en 1970, con 85 años), sus discusiones casi siempre versaron sobre cuestiones de ética, primero con Albert Camus sobre la corrección de las purgas de la postguerra, más tarde con sus colegas conservadores sobre la guerra en Argelia, la cual él desaprobaba, y siempre con los comunistas, de los que abominaba. Como explicó a los lectores de Le Figaro el 24 de octubre de 1949, la justificación de los comunistas franceses para el «juicio-espectáculo» de Budapest, por entonces en curso, era «une obscénité de l’esprit». Pero la claridad moral de Mauriac sobre los crímenes del comunismo iba acompañada por aquellos años de un desagrado de índole igualmente moral hacia los «valores ajenos» de la sociedad norteamericana: como muchos conservadores europeos, siempre se sintió un poco incómodo por la alineación que la Guerra Fría les obligaba a mantener con Estados Unidos.

Esto no suponía ningún problema para realistas liberales como Raymond Aron. Como muchos otros «combatientes de la Guerra Fría» que militaban en el centro político europeo, Aron sentía escasa simpatía por Estados Unidos («la economía estadounidense no me parece —escribió— un modelo ni para la humanidad ni para Occidente»). Pero Aron comprendía la verdad esencial de la política europea posterior a la guerra: que los conflictos nacionales y extranjeros estarían a partir de entonces entrelazados. «En nuestros tiempos —escribió en julio de 1947—, tanto para los individuos como para las naciones, todo depende de una elección global, en realidad, geográfica, entre el universo de los países libres o el de las tierras situadas bajo el estricto dominio soviético. A partir de ahora, todos en Francia tendrán que declarar cuál es su elección». O, como expresó en otra ocasión: «No es en ningún caso una lucha entre el bien y el mal, sino entre lo preferible y lo detestable».

Así pues, los intelectuales liberales, ya fueran de la línea continental, como Aron o Luigi Einaudi o de la corriente británica, como Isaiah Berlin, siempre se sintieron claramente más cómodos que la mayoría de los conservadores con la relación norteamericana que la historia les había impuesto. Lo mismo puede decirse, por curioso que parezca, de los socialdemócratas. Ello se debía, en parte, a que el recuerdo de Franklin Delano Roosevelt todavía estaba reciente, y muchos diplomáticos y políticos norteamericanos con los que los europeos trataban en aquellos años eran new dealers que promovían el papel activo del Estado en la política económica y social, y cuyas simpatías políticas se situaban en la izquierda o en el centro.

Pero también era una consecuencia directa de la política norteamericana. La AFL-CIO, los servicios de inteligencia y el Departamento de Estado veían en los partidos socialdemócratas y laboristas de corte moderado y con apoyo sindical la mejor barrera contra el avance comunista en Francia y Bélgica especialmente (en Italia, donde la configuración política era distinta, depositaban sus esperanzas y la mayor parte de sus fondos en la Democracia Cristiana). Hasta mediados de 1947, esta apuesta habría sido arriesgada. Pero tras la expulsión de los partidos comunistas del gobierno en Francia, Bélgica e Italia aquella primavera, y especialmente tras el golpe de Praga de febrero de 1948, los socialistas y comunistas de Europa occidental se distanciaron. Los violentos enfrentamientos entre los sindicatos de socialistas y comunistas y entre los huelguistas dirigidos por los comunistas y las tropas enviadas por ministros socialistas, junto con las noticias procedentes de la Europa del Este sobre el arresto y encarcelamiento de socialistas, convirtieron a muchos socialdemócratas occidentales en decididos enemigos del bloque soviético y dispuestos receptores de la disimulada financiación estadounidense.

Para socialistas como Léon Blum en Francia o Kurt Schumacher en Alemania, la Guerra Fría impuso unas opciones políticas que al menos en cierto sentido les resultaban familiares: conocían a los comunistas de antaño y habían vivido lo suficiente para recordar las amargas guerras fratricidas de los sombríos años anteriores a las alianzas de los frentes populares. Los más jóvenes carecían de este consuelo. Albert Camus, que en la década de 1930 había pertenecido durante un breve lapso al Partido Comunista en Argelia, emergió de la guerra como un firme partidario, al igual que muchos de sus coetáneos, de la coalición de la resistencia formada por comunistas, socialistas y toda clase de reformistas radicales. «El anticomunismo —escribió en Argel en marzo de 1944— es el principio de la dictadura».

Las dudas de Camus comenzaron durante los juicios y purgas que tuvieron lugar en la Francia de la postguerra, cuando los comunistas adoptaron una línea dura como el partido de la resistencia y exigieron la exclusión, el encarcelamiento y la pena de muerte para miles de colaboradores reales o imaginarios. Luego, a medida que las arterias de la lealtad política e intelectual comenzaron a endurecerse a partir de 1947, Camus se sintió cada vez más inclinado a dudar de la buena fe de sus aliados políticos, unas dudas que al principio reprimió por la costumbre y en pro de la unidad. En 1947 entregó el control del periódico Combat, por no sentirse ya tan políticamente confiado y optimista como lo había sido tres años antes. En su principal novela, La peste, publicada aquel mismo año, quedaba claro que Camus no se sentía cómodo con el duro realismo político de sus compañeros de cama. Como expresó a través de uno de sus personajes, Tarrou: «He decidido rechazar todo lo que, directa o indirectamente, lleve a morir a la gente o a justificar que otros los maten».

Sin embargo, Camus seguía siendo reacio a declarar sus ideas en público y romper con sus antiguos amigos. En público seguía tratando de equilibrar la crítica honesta del estalinismo compensándola con referencias al racismo estadounidense y otros crímenes cometidos en el bando capitalista. Pero el juicio de Rousset y los de la Europa del Este acabaron con las pocas ilusiones que aún le quedaban. En sus cuadernos privados, confesaba: «Una de las cosas que lamento es haber concedido demasiada objetividad. A veces, la objetividad es conformismo. Hoy en día las cosas están claras y debemos decir que algo es concentrationnaire si de verdad lo es, aunque se trate del socialismo. En cierto sentido, no volveré a ser correcto».

Tal vez sea éste un eco inconsciente de un discurso pronunciado en la Conferencia Internacional del Pen Club dos años antes, en junio de 1947, en el que Ignazio Silone, hablando de La Dignité de l’Intelligence et l’Indignité des Intellectuels (La dignidad de la inteligencia y la indignidad de los intelectuales), se arrepentía públicamente de su propio silencio y el de sus colegas, los intelectuales de izquierdas: «Hemos dejado aparcados en las estanterías, como los tanques en un depósito militar, los principios de la libertad para todos, de la dignidad humana y todo lo demás». Al igual que Silone, que contribuiría con uno de los mejores ensayos a la recopilación publicada por Richard Crossman en 1950 y titulada The God that Failed (El Dios que falló), Camus se convirtió a partir de entonces en un crítico aún más acerbo de las ilusiones «progresistas», y culminó la crítica con la condena de la violencia revolucionaria en su ensayo de 1951 titulado L’Homme révolté, que provocaría la ruptura definitiva con sus otrora amigos de la intelectualidad parisiense. Para Sartre, el primer deber de un radical intelectual era no traicionar a los trabajadores. Para Camus, al igual que para Silone, lo más importante era no traicionarse a uno mismo. La Guerra Fría cultural estaba declarada.

Resulta difícil, al volver la vista décadas atrás, revivir plenamente los extremos contrastes y la retórica de la Guerra Fría durante aquellos primeros años. Stalin todavía no constituía una vergüenza, al contrario. Como expresó Maurice Thorez en julio de 1948, «la gente cree que a los comunistas nos insultan llamándonos “estalinistas”. Pues bien, para nosotros esa etiqueta es un honor que nos esforzamos en merecer de verdad». Por otra parte, como ya hemos visto, muchos eminentes no comunistas también eran renuentes a condenar al líder soviético, y buscaban la manera de minimizar sus crímenes o incluso excusarlos. Las ilusorias esperanzas puestas en la esfera soviética iban acompañadas de, como mínimo, la desconfianza hacia Estados Unidos[12].

Estados Unidos, junto con la nueva República Federal de Alemania, era el principal blanco de la violencia retórica comunista. Se trataba de una táctica astuta. Estados Unidos no era demasiado popular en Europa occidental, a pesar de —y en algunos países, debido a— su generosa ayuda para la reconstrucción económica de Europa. En julio de 1947 sólo el 38 por ciento de los adultos franceses creía que el Plan Marshall no representaba una grave amenaza para la independencia francesa, un recelo hacia las intenciones estadounidenses que aumentó más aún con el alarmismo bélico de 1948 y la guerra de Corea de dos años después. Las acusaciones inventadas por los comunistas acerca de que el ejército de Estados Unidos estaba utilizando armas biológicas en Corea encontraron un público receptivo.

En cuestiones culturales, los comunistas ni siquiera necesitaron tomar la iniciativa. El temor al dominio estadounidense, a la pérdida de autonomía e iniciativa nacionales, atrajo hacia el bando «progresista» a hombres y mujeres de todas las tendencias políticas y a los que no tenían ninguna. Comparado con sus depauperados dominios de la Europa occidental, Estados Unidos parecía económicamente carnívora y culturalmente oscurantista: una combinación nefasta. En octubre de 1949, durante el segundo año del Plan Marshall y justo cuando los planes para la OTAN estaban ultimándose, el crítico cultural francés Fierre Emmanuel informó a los lectores de Le Monde de que el principal regalo de Estados Unidos a la Europa de la postguerra había sido… el falo; incluso en la tierra de Stendhal, «el falo va camino de convertirse en Dios». Tres años después, los editores cristianos de Esprit recordaban a sus lectores que «desde el principio hemos advertido de los peligros que representaba para nuestro bienestar nacional una cultura norteamericana que atenta contra las raíces mismas de la cohesión mental y moral de los pueblos de Europa».

Entre tanto, un insidioso artefacto[c] norteamericano se extendía por el continente. Entre 1947 y f 949, la Coca-Cola Company abrió plantas de embotellado en Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Suiza e Italia. Cinco años después de su creación, Alemania tendría 96 de estas plantas y se convertiría en su mayor mercado fuera de Estados Unidos. Pero aunque en Bélgica y en Italia se elevaron algunas voces de protesta, fue en Francia donde los planes de Coca-Cola desencadenaron un escándalo público. Cuando Le Monde reveló que la empresa se había fijado el objetivo de vender 240 millones de botellas en Francia en 1950, se suscitaron airadas objeciones, alentadas aunque no orquestadas por los comunistas, que se limitaron a advertir que los servicios de distribución de Coca-Cola podrían actuar simultáneamente como una red de espionaje. Como publicó un editorial de Le Monde el 29 de marzo de 1950: «Coca-Cola es el Danzig de la cultura europea».

La indignación ante la «Coca-colonización» tenía su lado cómico (existían rumores de que la compañía planeaba instalar su logo, con luces de neón, en la Torre Eiffel…), pero los sentimientos subyacentes eran serios. La tosquedad de la cultura norteamericana, desde sus películas hasta sus bebidas, y las ambiciones interesadas e imperialistas de la presencia estadounidense en Europa constituían un lugar común para muchos europeos de izquierdas y de derechas. La Unión Soviética podía representar una amenaza inmediata para Europa, pero Estados Unidos suponía una amenaza más insidiosa a largo plazo. Esta visión ganó credibilidad con el estallido de la guerra de Corea, cuando Estados Unidos comenzó a presionar a favor del rearme de Alemania Occidental. Los comunistas ahora podían combinar sus ataques a los «ex nazis» de Bonn con la acusación de que Estados Unidos apoyaba el «revanchismo fascista». La hostilidad nacionalista hacia los «angloamericanos», alimentada durante la ocupación de la época de la guerra pero silenciada durante la liberación, fue desempolvada y resucitada en Italia, Francia y Bélgica; y en la propia Alemania, por Brecht y otros escritores de Alemania Oriental.

Con el fin de rentabilizar este incipiente pero extendido temor a la guerra, así como la sospecha de intereses norteamericanos entre las élites europeas, Stalin lanzó un Movimiento por la Paz internacional. Desde 1949 hasta la muerte de Stalin, la «Paz» fue la clave de la estrategia cultural soviética. El Movimiento por la Paz se inauguró en Wrocław, Polonia, en agosto de 1948, en un Congreso Mundial de Intelectuales. La reunión de Wrocław fue seguida del primer Congreso por la Paz celebrado en abril de 1949, más o menos simultáneamente en París, Praga y Nueva York. Como organización prototípica de los «frentes», el Movimiento por la Paz estaba ostensiblemente dirigido por eminentes científicos e intelectuales como Frédéric Joliot-Curie; pero los comunistas controlaban estrechamente sus diversos comités y sus actividades estaban muy coordinadas con el Cominform, cuyo periódico, publicado en Bucarest, fue rebautizado como «Por una paz duradera, por una democracia popular».

El Movimiento por la Paz constituyó un gran éxito en sí mismo. Un llamamiento efectuado en Estocolmo en marzo de 1950 por el Comité Permanente del Congreso Mundial de Partidarios de la Paz obtuvo muchos millones de firmas en Europa occidental (además de las decenas de millones de firmas recogidas en el bloque soviético). De hecho, la recogida de estas firmas constituía la principal actividad de este Movimiento, especialmente en Francia, donde contaba con su mayor apoyo. Pero bajo el paraguas del Movimiento por la Paz, otras organizaciones de tipo «frente» también hacían hincapié en el mismo mensaje: la Unión Soviética estaba del lado de la paz, mientras que los norteamericanos (y sus amigos de Corea, Yugoslavia y los gobiernos de la Europa occidental) eran partidarios de la guerra. La corresponsal en París de The New Yorker, Janet Flanner, escribía impresionada en mayo de 1950: «En este momento, la propaganda comunista goza en Francia, especialmente entre los no comunistas, del mayor éxito que ha tenido nunca».

La actitud de los comunistas hacia sus movimientos de masas era estrictamente instrumental; el Movimiento por la Paz no fue más que un vehículo para la política soviética, razón por la que en 1951 adoptó repentinamente el eslogan de la «coexistencia pacífica», en consonancia con un cambio adoptado por la estrategia internacional de Stalin. En privado, los comunistas, sobre todo en el bloque oriental, no sentían más que desdén por las ilusiones de sus compañeros de viaje. Durante las visitas organizadas a las democracias populares, los partidarios del Movimiento por la Paz (procedentes en su gran mayoría de Francia, Italia e India) eran agasajados y honrados por su apoyo; pero, a sus espaldas, eran ridiculizados como «palomos», una nueva generación de los «tontos útiles» de Lenin.

El éxito de los comunistas en asegurarse al menos la simpatía condicional de muchos europeos occidentales y el recelo hacia Estados Unidos que con su apoyo los partidos comunistas, especialmente de Francia e Italia, habían conseguido generar entre la élite cultural, desencadenó una tardía pero decidida respuesta de un grupo de intelectuales occidentales. Preocupados por el hecho de que en la batalla cultural Stalin pudiera ganar ante la ausencia de adversarios, se propusieron establecer un «frente» cultural propio. La reunión fundacional del Congreso para la Libertad Cultural (CCF en sus siglas en inglés) se celebró en Berlín en junio de 1950. El Congreso se planeó como respuesta a la iniciativa del Movimiento por la Paz de Moscú del año anterior, pero coincidió con el estallido de la guerra en Corea, que lo dotó de un significado añadido. La decisión de celebrar la reunión en Berlín en lugar de en París fue deliberada: desde el principio, el Congreso se proponía plantear la batalla cultural contra los soviéticos.

El Congreso para la Libertad Cultural se formó bajo el patrocinio oficial de Bertrand Russell, Benedetto Croce, John Dewey, Karl Jaspers y Jacques Maritain, el filósofo católico francés. La presencia de figuras tan veteranas confería respetabilidad y autoridad a la nueva iniciativa, si bien el impulso político y la energía intelectual procedían de una brillante generación intermedia de intelectuales liberales o ex comunistas como Arthur Koestler, Raymond Aron, A.J. Ayer, Margarete Buber-Neumann, Ignazio Silone, Nicola Chiaromonte y Sidney Hook. Estos, a su vez, contaban con el apoyo de un grupo de hombres más jóvenes, en su mayoría estadounidenses, que asumieron la responsabilidad de la planificación y gestión cotidiana de las actividades del CCF.

El CCF llegaría a abrir sucursales en treinta y cinco países de todo el mundo, pero su atención se centraba especialmente en Europa y, dentro de Europa, en Francia, Italia y Alemania. Su objetivo era reunir, impulsar y movilizar a intelectuales y eruditos en la lucha contra el comunismo, principalmente a través de la publicación y difusión de revistas culturales: Encounter en Gran Bretaña, Preuves en Francia, Tempo Presente en Italia y Der Monat en Alemania. Ninguna de estas revistas llegó nunca a un público amplio; Encounter, la de mayor éxito, presumía de tener una tirada de 16.000 ejemplares en 1958; en ese mismo año, Preuves apenas llegaba a los 3.000 suscriptores. Pero sus contenidos se caracterizaban casi invariablemente por una gran calidad, entre sus colaboradores se incluían los mejores escritores de las décadas de la postguerra y llenaban un hueco crucial, especialmente en Francia, donde Preuves constituía el único foro liberal, anticomunista, de un panorama cultural dominado por publicaciones neutrales, pacifistas, simpatizantes con el comunismo o directamente comunistas.

El Congreso y sus numerosas actividades eran públicamente respaldadas por la Fundación Ford, y financiadas de manera privada por la CIA, hecho que la mayoría de sus activistas y colaboradores ignoró hasta que se hizo público muchos años después. Las implicaciones (de que el gobierno de Estados Unidos subvencionara en secreto iniciativas culturales anticomunistas en Europa) quizá no fueran tan graves como pueden parecer en retrospectiva. En un momento en el que las publicaciones y todo tipo de productos culturales comunistas y de los «frentes» eran encubiertamente financiadas por Moscú, el respaldo norteamericano no habría avergonzado lo más mínimo a algunos escritores del CCF. Arthur Koestler, Raymond Aron o Ignazio Silone no necesitaban del apoyo oficial estadounidense para adoptar una línea dura contra el comunismo, y no existen evidencias de que sus críticas respecto a Estados Unidos fueran nunca suavizadas o censuradas para complacer a sus pagadores de Washington.

Estados Unidos no tenía experiencia en este tipo de guerras culturales. La Unión Soviética estableció su Sociedad para las Relaciones Culturales con Naciones Extranjeras en 1925; franceses, alemanes e italianos habían financiado activamente la «diplomacia cultural» extranjera desde antes de 1914. Los norteamericanos no empezaron a asignar presupuestos a dichas actividades hasta poco antes de la Segunda Guerra Mundial, y no se introducirían de lleno en este campo hasta 1946, con el establecimiento del Programa Fulbright. Hasta el otoño de 1947, los proyectos culturales y educativos estadounidenses en Europa se dirigieron hacia la «reorientación democrática»; sólo a partir de entonces el anticomunismo se convertiría en el objetivo estratégico principal.

Para 1950, la Agencia de Información de Estados Unidos (U. S. Information Agency, USIA) se había hecho cargo de todos los programas de intercambio e información cultural norteamericanos en Europa. Junto con la Oficina de Servicios de Información de las autoridades de ocupación estadounidenses de Alemania Occidental y Austria (que controlaba por completo todos los medios de comunicación y culturales de la zona estadounidense en estos países), la USÍA estaba ahora en posición de ejercer una enorme influencia en la vida cultural de Europa occidental. En 1953, en el punto álgido de la Guerra Fría, los programas culturales extranjeros de Estados Unidos (sin incluir las subvenciones encubiertas y las fundaciones privadas) tenían empleadas a 13.000 personas y su coste era de 129 millones de dólares, gran parte de los cuales se invertían en la batalla por ganarse los corazones y las mentes de la élite intelectual de Europa occidental.

La «lucha por la paz», como la denominó la prensa comunista, se desarrolló en el «frente» cultural mediante la «Batalla del Libro» (adviértase el lenguaje característicamente militar leninista). Sus primeros compromisos los contrajo con Francia, Bélgica e Italia. A principios de la primavera de 1950, destacados escritores comunistas (Elsa Triolet, Louis Aragon) viajarían a una serie de ciudades de provincia para impartir conferencias, firmar libros y exhibir las credenciales literarias del mundo comunista. En la práctica, esto sirvió de poco para promover la causa comunista (dos de los mayores éxitos de ventas de la Francia de la postguerra fueron Darkness at Noon (El cero y el infinito), de Arthur Koestler, libro del que se vendieron 420.000 ejemplares durante la década de 1945-1955, y Yo escogí la libertad, de Viktor Kravchenko, que alcanzó los 503.000 ejemplares durante el mismo periodo). Pero la cuestión no era tanto vender libros como recordar a los lectores y los ciudadanos en general que los comunistas representaban la cultura, la cultura francesa.

La respuesta norteamericana consistió en establecer «Casas de América», con bibliotecas y salas de lectura de prensa, y celebrar conferencias, reuniones y clases de inglés. En 1955 había sesenta y cinco Casas de América en Europa. En algunos lugares, su impacto fue muy considerable: en Austria, donde durante los años del Plan Marshall se habían distribuido 134 millones de copias de libros en inglés por toda la nación, un significativo porcentaje de la población de Viena y Salzburgo (la primera, bajo la administración de las cuatro potencias, y la segunda, en la zona de ocupación estadounidense) acudía a la Casa de América a adquirir libros en préstamo y leer los periódicos. El estudio del inglés sustituyó al del francés y las lenguas clásicas como primera opción para los alumnos de secundaria de Austria.

Al igual que las cadenas de emisoras de radio financiadas por Estados Unidos (Radio Europa Libre fue inaugurada en Múnich un mes antes del estallido de la guerra de Corea), los programas de la Casa de América a veces se veían socavados por los burdos imperativos propagandísticos procedentes de Washington. En pleno apogeo de la era McCarthy, los directores de las Casas de América invirtieron gran parte de su tiempo en quitar libros de las estanterías. Entre las docenas de autores cuyas obras se consideraban inapropiadas se contaban no sólo claros sospechosos como John Dos Passos, Arthur Miller, Dashiell Hammett o Upton Sinclair, sino también Albert Einstein, Thomas Mann, Alberto Moravia, Tom Paine y Henry Thoreau. En Austria, al menos, muchos observadores opinaban que en la «Batalla de los Libros» a veces Estados Unidos constituía su peor enemigo para sí mismo.

Afortunadamente para Occidente, la cultura popular norteamericana ejercía un atractivo que la ineptitud política norteamericana podía hacer poco por empañar. Los comunistas se encontraban en seria desventaja en cuanto a que su desaprobación oficial del decadente jazz y cine americano recordaba claramente las actitudes de Josef Goebbels. Mientras que los Estados comunistas europeos prohibían el jazz por su condición de decadente y alienante, Radio Europa Libre emitía tres horas de música popular todas las tardes de la semana, interrumpidas sólo por diez minutos de noticias cada hora. El cine, el otro medio universal del momento, podía regularse en los Estados que estaban bajo el control comunista, pero en Europa occidental el atractivo de las películas norteamericanas era universal. Aquí, la propaganda soviética no tenía nada con lo que competir, e incluso los progresistas occidentales, a menudo atraídos por la música y el cine norteamericanos, disentían de la línea del Partido.

La competencia cultural de los primeros años de la Guerra Fría fue asimétrica. Entre las élites culturales europeas estaba todavía muy extendido el sentimiento de que compartían, por encima de las barreras ideológicas e incluso del Telón de Acero, una cultura común para la que Estados Unidos representaba una amenaza. Esta línea fue mantenida especialmente por los franceses, que de este modo se hacían eco de los esfuerzos realizados por sus diplomáticos durante la postguerra para establecer una política independiente del control estadounidense. Resulta significativo que el jefe de la Misión Cultural Francesa en el Berlín ocupado, Félix Lusset, se llevara mucho mejor con su homólogo soviético (Alexander Dymschitz) que con los representantes británicos o estadounidenses en la ciudad, y soñara, como sus superiores de París, con restaurar el eje cultural que unía París con Berlín y llegaba hasta Leningrado.

Estados Unidos gastó cientos de millones de dólares en intentar ganarse las simpatías europeas, pero la torpe gestión de muchas de las publicaciones y productos a los que este dinero iba destinado hizo que el esfuerzo resultara contraproducente, al confirmar básicamente las sospechas innatas de la intelligentsia europea. En Alemania, la excesiva atención que prestaba Estados Unidos a los crímenes comunistas muchos la veían como una táctica deliberada para olvidar o relativizar los crímenes de los nazis. En Italia, las estridentes campañas anticomunistas del Vaticano restaban fuerza a los argumentos antiestalinistas de Silone, Vittorini y otros. Sólo en el arte y la literatura, donde lo absurdo de la política cultural estalinista afectaba directamente al territorio de pintores y poetas, los intelectuales occidentales se distanciaron claramente de Moscú, aunque incluso en este caso su oposición fue silenciosa por miedo a ser utilizados por la «propaganda americana»[13].

Por otro lado, en la lucha por ganarse las simpatías de la gran masa de la población europea, los soviéticos fueron perdiendo terreno rápidamente. En todas partes, salvo en Italia, el voto comunista descendió de forma constante a partir de finales de la década de 1940 y, si damos crédito a las encuestas de opinión, incluso los que votaron a los comunistas a menudo emitieron sus votos como una protesta simbólica o bien como una expresión de la solidaridad comunal o de clase. Bastante antes de los cataclismos de 1956, cuando las simpatías de la mayor parte de los intelectuales europeos se alejaron radicalmente del bloque soviético, la orientación atlántica de la mayoría del resto de los europeos occidentales ya estaba decidida.