XIX

El fin del viejo orden

No podemos seguir viviendo así.

MIJAÍL GORBACHOV, a su esposa, marzo de 1985

La época más peligrosa para un mal gobierno es cuando comienza a reformarse.

ALEXIS DE TOCQUEVILLE

No tenemos ninguna intención de perjudicar o desestabilizar la República Democrática Alemana.

HEINRICH WINDELEN, ministro de Relaciones Interalemanas de Alemania Occidental

La experiencia histórica demuestra que en ocasiones las circunstancias obligaron a los comunistas a comportarse racionalmente y a hacer cesiones.

ADAM MICHNIK

Pueblo, el Gobierno ha vuelto a vuestras manos.

VÁCLAV HAVEL, discurso presidencial, 1 de enero de 1990

En general, el relato de la caída definitiva del comunismo se inicia en Polonia. El 16 de octubre de 1978, Karol Wojtyła, cardenal de Cracovia, fue elegido Papa con el nombre de Juan Pablo II, siendo el primer polaco en ocupar el cargo. Su elección despertó expectativas inéditas en la época contemporánea. En la Iglesia católica había quienes consideraban posible que fuera un radical: era joven (sólo tenía cincuenta y ocho años cuando llegó al papado en 1978, y había sido nombrado arzobispo de Cracovia a los cuarenta y tres), pero ya veterano del Concilio Vaticano II. Enérgico y carismático, sería el hombre que completaría la labor de los pontífices Juan XXIII y Pablo VI, y el que conduciría a la Iglesia a una nueva era; era más pastor que burócrata de la curia.

Entretanto, los católicos conservadores se complacían en la reputación de inflexible firmeza teológica de Wojtyła, así como en el absolutismo moral y político surgido de su experiencia como sacerdote y prelado en un régimen comunista. Era un hombre que, pese a su reputación de «Papa de ideas», abierto al intercambio intelectual y al debate académico, se negó a ceder ante los enemigos de la Iglesia. Al igual que el cardenal Joseph Ratzinger, poderoso jefe de la Congregación para la Doctrina de la Fe (y su sucesor en el papado), Wojtyła había abandonado asustado su entusiasmo reformador inicial ante las réplicas radicales generadas por las reformas de Juan XXIII. Cuando fue elegido ya era un conservador, tanto en cuestiones organizativas como doctrinales.

Los orígenes polacos de Karol Wojtyła y las tragedias de su juventud ayudan a explicar la fuerza inusual de sus convicciones y el carácter inconfundible de su legado. Perdió a su madre cuando tenía ocho años (tres años después perdería también a su único hermano, Edmund, mayor que él; y su padre, el único pariente cercano que le quedaba, murió durante la guerra, cuando Wojtyła tenía diecinueve años). Después del fallecimiento de su madre, su padre le llevó al santuario mariano de Kalwaria Zebrzydowska, donde realizó peregrinaciones frecuentes en los años posteriores. Zebrzydowska, al igual que Częstochowa, es un importante centro del culto mariano en la Polonia moderna. A los quince años, Wojtyła ya era presidente de la asociación mariana de Wadowice, su ciudad natal, apuntándose así desde muy pronto su inclinación a la mariolatría (que a su vez contribuyó a su obsesión con el matrimonio y el aborto).

La visión cristiana del nuevo Papa hundía sus raíces en el peculiar mesianismo del catolicismo polaco. En la Polonia del momento no sólo veía la asediada frontera oriental de la auténtica fe, sino una tierra y un pueblo elegidos para servir de ejemplo y de espada de la Iglesia en la lucha, tanto contra el ateísmo oriental como contra el materialismo occidental[1]. Probablemente este hecho, junto a su largo servicio en Cracovia, aislado de las corrientes teológicas y políticas occidentales, explicara su apego a incorporar una provinciana y en ocasiones turbadora perspectiva polaco-cristiana[2].

Pero también explica el entusiasmo sin precedentes que recabó en su país de origen. Desde el principio, el Papa rompió con la cosmopolita y romana aquiescencia de su antecesor hacia la modernidad, el secularismo y el compromiso. Su campaña de viajes por todo el mundo —junto a actuaciones cuidadosamente montadas en enormes estadios abiertos, acompañado de crucifijos desmesurados y de una parafernalia de luz y sonido teatralmente sincronizada— era absolutamente deliberada. Era un gran Papa que se entregaba a sí mismo y su fe al mundo: desde Brasil, México y Estados Unidos hasta Filipinas, pasando por Italia, Francia y España, y, sobre todo, la propia Polonia.

Abandonando la cautelosa Ostpolitik de sus antecesores, Juan Pablo II llegó a Varsovia el 2 de junio de 1979 para realizar la primera de sus tres espectaculares «peregrinaciones» a la Polonia comunista. Le recibieron multitudes enormes, totalmente entregadas. Su presencia proclamó y reforzó la influencia de la Iglesia católica en Polonia; pero al Papa no sólo le interesaba refrendar la pervivencia pasiva del cristianismo bajo el régimen comunista. En ocasiones, a pesar de la incomodidad de sus propios obispos, intentaba disuadir abiertamente a los católicos de Polonia y de los demás países del Este de que llegaran a cualquier tipo de compromiso con el marxismo, y no sólo ofreció su Iglesia como santuario silencioso, sino como polo alternativo de autoridad moral y social.

Como comprendieron perfectamente los comunistas polacos, ese cambio de posición —del compromiso a la resistencia— por parte de la Iglesia católica, podía tener un efecto local desestabilizador y cuestionar abiertamente el monopolio de la autoridad por parte del partido. Hasta cierto punto, ésta fue la razón por la que los polacos se mantuvieron abrumadora y fervientemente católicos; en gran medida a causa de este hombre. Pero no había mucho que pudieran hacer: impedir que el Papa visitara Polonia o que hablara allí sólo habría aumentado su atractivo, alienando aún más a millones de admiradores. Incluso después de la imposición de la ley marcial, cuando el Papa regresó a Polonia en junio de 1983 y habló a sus compatriotas en la catedral de San Juan de Varsovia de su «decepción y humillación, de su sufrimiento y pérdida de libertad», los líderes comunistas sólo podían escuchar sin moverse. «Polonia», le dijo a un incómodo general Jaruzelski en una alocución televisada, «debe ocupar el lugar que le corresponde entre las naciones de Europa, entre el Este y el Oeste».

El Papa, como Stalin había señalado en una ocasión, no tiene divisiones. Pero Dios no está siempre del lado de los grandes batallones: las carencias militares de Juan Pablo II se compensaban con visibilidad y con sentido de la oportunidad. En 1978, Polonia ya estaba al borde del levantamiento social. Desde las revueltas obreras de 1970 y una vez más con las de 1976, ambas provocadas por los drásticos incrementos de los precios de los alimentos, el primer secretario Edward Gierek se había esforzado por evitar el descontento interno: sobre todo, como hemos comprobado, endeudándose enormemente con créditos extranjeros y utilizándolos para proporcionar a los polacos alimentos subvencionados y otros artículos de consumo. Pero la estrategia estaba fracasando.

Gracias al surgimiento del KOR de Jacek Kuroń, la oposición intelectual y los líderes obreros ahora cooperaban mucho más que antes. Como reacción a la cautelosa aparición de sindicatos «libres» (es decir, ilegales) en diversas ciudades industriales y costeras, iniciada en Katowice y Gdańsk, los líderes de KOR redactaron una Carta de derechos de los trabajadores en diciembre de 1979: entre sus demandas se incluía el derecho a constituir sindicatos autónomos, ajenos al partido, y el derecho de huelga. Como era de esperar, las autoridades respondieron deteniendo a los activistas intelectuales y despidiendo a los trabajadores que vulneraban la legalidad, entre ellos Lech Wałęsa, un electricista entonces desconocido, y a otros catorce empleados de Elektromontaż en Gdańsk.

No está claro si este movimiento semiclandestino en defensa de los derechos de los trabajadores hubiera podido crecer. Sin duda a sus portavoces les envalentonó la reciente visita del Papa y la sensación de que al régimen le costaría reaccionar violentamente por miedo a la condena internacional. Pero su red de activistas no dejaba de ser todavía algo minúscula y desestructurada. Lo que desató el apoyo masivo fue una iniciativa del Partido Comunista, que, por tercera vez en una década, trató de resolver sus dificultades económicas anunciando, el 1 de julio de 1980, un aumento inmediato del precio de la carne.

Un día después del anuncio, KOR se declaró «agencia de información sobre la huelga». Durante las tres semanas siguientes las huelgas de protesta se extendieron desde la fábrica de tractores Ursus (escenario de las revueltas de 1976) a las principales localidades industriales del país, llegando a Gdańsk y a los astilleros Lenin el 2 de agosto. Allí, los obreros navales ocuparon las instalaciones y constituyeron un sindicato ilegal, Solidarność (Solidaridad), dirigido por Wałęsa, que el 14 de agosto de 1980 se subió al muro que rodeaba los astilleros y se hizo con la dirección de un movimiento huelguístico nacional.

Las autoridades, una vez derrotada su respuesta instintiva —detener a los cabecillas y aislar a los huelguistas—, optaron por ganar tiempo y dividir a sus oponentes. En una iniciativa insólita, miembros del politburó fueron enviados a Gdańsk para negociar con líderes obreros «razonables», aunque al mismo tiempo Kuroń, Adam Michnik y otros líderes de KOR fueron detenidos temporalmente para interrogarlos. Pero otros intelectuales, como el historiador Bronisław Geremek o el abogado católico Tadeusz Mazowiecki, llegaron a Gdańsk para ayudar a negociar a los huelguistas, y éstos insistieron en que sólo aceptarían la representación de portavoces elegidos por ellos mismos: especialmente Wałęsa, una figura cada vez más destacada.

El régimen se vio obligado a transigir. El 1 de septiembre la policía liberó al resto de los detenidos y dos semanas después el Consejo de Estado polaco aceptaba oficialmente la principal demanda de los huelguistas: el derecho a constituir e inscribir sindicatos libres. A las ocho semanas, la red informal de huelgas y de sindicatos establecidos para la ocasión, que ahora proliferaban en toda Polonia, se había fusionado en una sola organización cuya existencia las autoridades ya no podían fingir que negaban: el 10 de noviembre de 1980 Solidaridad se convirtió en el primer sindicato independiente oficialmente inscrito en un país comunista, y se calculaba que contaba con diez millones de afiliados. En su congreso constitutivo nacional del mes de septiembre posterior, Wałęsa fue elegido presidente.

Entre noviembre de 1980 y diciembre de 1981 Polonia vivió en un estimulante e incómodo limbo. Los asesores de Wałęsa, conscientes de los errores pasados y temerosos de suscitar una reacción violenta por parte de los humillados dirigentes comunistas, aconsejaban prudencia. Esta debía ser una «revolución contenida». Jacek Kuroń, con el recuerdo de 1956 y 1968 muy presente, insistía en mantener el apoyo al «sistema socialista» y reiteraba la aceptación por parte de Solidaridad del «papel rector del partido»: nadie quería dar a las autoridades de Varsovia o de Moscú una excusa para mandar los tanques.

La autoimposición de restricciones compensó, hasta cierto punto. Los asuntos manifiestamente políticos —el desarme o la política exterior— quedaron fuera del programa de Solidaridad, que se centró en la estrategia de «sociedad práctica» establecida por KOR, es decir, en el establecimiento de vínculos con la Iglesia católica (de especial interés para Adam Michnik, decidido a superar el anticlericalismo tradicional de la izquierda polaca y a forjar una alianza con la enérgica nueva cúpula católica), la formación de sindicatos locales y consejos en las fábricas y la defensa a ultranza de la autogestión y los derechos sociales (esta última reivindicación tomada literalmente de los convenios de la Organización Mundial del Trabajo, con sede en Ginebra).

Pero bajo el régimen comunista, hasta esas tácticas cautelosamente apolíticas iban en contra de la poca voluntad que mostraba el partido de ceder cualquier autoridad o autonomía real. Además, la economía seguía derrumbándose: la productividad industrial cayó en picado durante 1981, mientras los obreros polacos, ahora sindicados, celebraban reuniones, y realizaban protestas y huelgas para conseguir sus reivindicaciones. Visto desde Varsovia, y sobre todo desde Moscú, el país estaba a la deriva y el régimen estaba perdiendo el control. Además, constituían un mal ejemplo para sus vecinos. Pese a los grandes esfuerzos de sus cautelosos líderes, Solidaridad estaba condenada a despertar a los fantasmas de Budapest y de Praga.

El general Wojciech Jaruzelski pasó del puesto de ministro de Defensa al de presidente del Gobierno en febrero de 1981, en sustitución de Gierek, ahora caído en desgracia. En octubre reemplazó a Stanisław Kania como secretario del partido. Seguro del apoyo del ejército y con los líderes soviéticos instándole a tomar medidas enérgicas para impedir que Polonia derivara hacia una situación fuera de control, se movió con rapidez para poner fin a unas condiciones que ambas partes sabían que no podían durar indefinidamente. El 13 de diciembre de 1981 —justo cuando se iniciaban en Ginebra las conversaciones sobre desarme entre la Unión Soviética y Estados Unidos— Jamzelski declaró la ley marcial en Polonia, aparentemente para impedir una intervención soviética. Todos los líderes y asesores de Solidaridad fueron enviados a prisión (aunque el propio sindicato no fue formalmente ilegalizado hasta el año siguiente, momento en el que pasó a la clandestinidad)[3].

A la vista de lo ocurrido en 1989, la aparición de Solidaridad parece la primera descarga en la batalla definitiva contra el comunismo. Pero la «revolución» polaca de 1980-1981 se comprende mejor si se considera la última de una serie creciente de protestas obreras iniciadas en 1970 y dirigidas contra la represiva e incompetente gestión económica del partido. Elementos como la cínica incompetencia, el arribismo y las vidas malogradas, los incrementos de precios, las huelgas de protesta y la represión, la aparición espontánea de sindicatos locales y la implicación activa de los intelectuales o la simpatía y el apoyo de la Iglesia católica fueron paradas familiares en el camino hacia el renacimiento de una sociedad civil conmovedoramente retratada por Andrzej Wajda en El hombre de mármol (1977) y El hombre de hierro (1981), su didáctico relato cinematográfico de las ilusiones traicionadas y las esperanzas renacidas de la Polonia comunista.

Pero no eran más que eso. En sí mismos estos elementos no presagiaban la caída del poder comunista. Como Michnik, Kuroń y otros señalaron con insistencia antes y después de la imposición de la ley marcial, el comunismo se podría haber erosionado progresivamente desde dentro y desde abajo, pero no era posible derrocarlo. La confrontación abierta, como la historia había demostrado convincentemente, habría sido catastrófica. Cierto es que la ley marcial (que estuvo en vigor hasta julio de 1983) y el consiguiente estado de guerra supusieron el reconocimiento de cierto fracaso por parte de las autoridades: ningún otro Estado comunista se había visto obligado jamás a tomar esas medidas y el propio Michnik calificó la situación de «un desastre para el Estado totalitario» (reconociendo al mismo tiempo que constituyó un grave «contratiempo para la sociedad independiente»). Sin embargo, el comunismo era una cuestión de poder, y el poder no residía en Varsovia, sino en Moscú. El desarrollo de los acontecimientos en Polonia fue un emocionante prólogo para el relato del derrumbamiento del comunismo, pero sin dejar de ser algo secundario. La acción estaba en otra parte.

La represión ejercida en Polonia contribuyó aún más al paulatino enfriamiento de las relaciones Este-Oeste iniciado a finales de los setenta. No hay que exagerar el alcance de lo que se dio en llamar «segunda Guerra Fría»: aunque en un determinado momento Leónidas Brézhnev y Ronald Reagan se acusaron mutuamente de considerar e incluso planificar una guerra nuclear, ni la Unión Soviética ni Estados Unidos tenían esas intenciones[4]. Para Washington y Moscú, la firma de los Acuerdos de Helsinki significaba que la Guerra Fría estaba finalizando, y eso era algo que beneficiaba a ambas partes. De hecho, la situación en Europa beneficiaba a ambas potencias y Estados Unidos se comportaba ahora más bien como la Rusia zarista en las décadas posteriores a la derrota de Napoleón en 1815, es decir, como una especie de policía continental cuya presencia garantizaba que no hubiera más alteraciones del statu quo por parte de alguna revoltosa potencia revolucionaria.

No obstante, las relaciones Este-Oeste se estaban deteriorando. La invasión soviética de Afganistán en diciembre de 1979, acometida en gran medida a instancias del ministro de Asuntos Exteriores Andréi Gromiko, con el fin de recuperar un régimen estable y dócil en las estratégicas fronteras meridionales de la Unión Soviética, produjo el boicot estadounidense de los Juegos Olímpicos celebrados en Moscú de 1980 (un cumplido debidamente devuelto cuando el bloque soviético declinó participar en 1984 en los de Los Ángeles) e hizo que el presidente Jimmy Carter revisara públicamente «mi propia opinión sobre adonde quieren ir a parar los soviéticos» (The New York Times, 1 de enero de 1980). La invasión convenció también a los dirigentes occidentales de la conveniencia de haber decidido instalar, en una cumbre de la OTAN celebrada sólo dos semanas antes, 108 nuevos misiles Pershing II y 464 Cruise (algo que, a su vez, respondía a la colocación por parte de Moscú de una nueva generación de misiles de alcance medio SS-20 en Ucrania). Parecía que una nueva carrera de armamento cobraba velocidad.

Nadie, y mucho menos los líderes de Europa occidental, cuyos países habrían sido los primeros en sufrir un intercambio nuclear, se hacía ilusiones respecto al valor del armamento atómico. Como instrumentos bélicos, eran especialmente inútiles: al contrario que una lanza, sólo eran realmente buenos como advertencia. No obstante, y como mecanismo disuasorio, el arsenal nuclear tenía su utilidad, siempre que se pudiera convencer al oponente de que se acabarían utilizando. En cualquier caso, no había otra manera de defender Europa occidental frente al Pacto de Varsovia, que a comienzos de los ochenta presumía de contar con más de 50 divisiones acorazadas de infantería, 16.000 tanques, 26.000 vehículos artillados y 4.000 aviones de combate.

Ésta es la razón por la que los primeros ministros británicos (tanto Margaret Thatcher como, antes que ella, James Callaghan), los cancilleres germanos occidentales y los dirigentes belgas, italianos y holandeses acogieron de buen grado los nuevos misiles y autorizaron que se instalaran en su territorio. Dentro de su recién estrenado entusiasmo por la alianza occidental, el presidente francés François Mitterrand se mostró especialmente entusiasta: durante un ampuloso discurso pronunciado en enero de 1983 ante un Bundestag un tanto desconcertado, remachó ante los alemanes occidentales la urgente necesidad de mantenerse firme y de adoptar los últimos misiles estadounidenses[5].

La nueva Guerra Fría reabrió la perspectiva de un terror que no guardaba ninguna relación aparente con los problemas con los que se relacionaba, ni con las intenciones de la mayoría de los implicados. En Europa occidental el movimiento pacifista antinuclear, fortalecido por una nueva generación de militantes verdes, experimentó un proceso de revitalización. En el Reino Unido, para asombro de la guarnición estadounidense que tuvo que sufrir el asedio, una colección de feministas, ecologistas y anarquistas, entusiasta e indudablemente inglesa, unida a otros amigos y conocidos, sitió durante una larga temporada Greenham Common, un lugar donde se instalaron misiles.

La oposición principal se registró en la República Federal, donde el canciller socialdemócrata Helmut Schmidt se vio obligado a dimitir después de que la izquierda de su propio partido votara contra el despliegue de los nuevos misiles, que se colocaron posteriormente con la aprobación de su sucesor, el cristianodemócrata Helmut Kohl[6]. El espejismo de una zona desnuclearizada y neutral en Europa central seguía siendo muy apreciado por muchos alemanes, y destacados verdes y socialdemócratas de la República Federal Alemana añadieron sus voces a los llamamientos oficiales de la República Democrática Alemana contra las armas nucleares: en una manifestación celebrada en Bonn en 1983, el ex canciller Willy Brandt instó a una multitud de trescientos mil simpatizantes a que exigieran a su Gobierno la renuncia unilateral a cualquier clase de misiles. El llamado llamamiento de Krefeld contra el despliegue de los misiles Cruise y Pershing en la República Federal reunió dos millones setecientas mil firmas.

Ni la invasión de Afganistán ni el estado de guerra en Polonia suscitaban preocupaciones comparables en Europa occidental, ni siquiera en los círculos oficiales (de hecho, la primera reacción del canciller Helmut Schmidt ante la declaración de la ley marcial por parte de Jaruzelski fue mandar a Varsovia a un representante personal de alto nivel en febrero de 1982, con el fin de ayudar a superar el aislamiento polaco)[7]. En cuanto a los «pacifistas», les preocupaba mucho menos la represión en Varsovia que la belicosa retórica de Washington. Aunque la decisión que había tomado la OTAN de desplegar nuevos misiles había ido acompañada de una oferta de negociaciones para reducir ese tipo de armamento (el llamado enfoque de la «doble vía»), cada vez parecía más evidente que, con su nuevo presidente, Estados Unidos había adoptado una estrategia nueva y agresiva.

Gran parte de la beligerancia de Washington era puramente retórica: cuando Ronald Reagan exigía que «Polonia fuera Polonia» o tachaba a Moscú de «imperio del mal» (en marzo de 1983), lo hacía para consumo interno. Después de todo, el mismo presidente estaba iniciando conversaciones sobre reducción de armas nucleares y ofreciéndose a retirar sus propios misiles de alcance medio si los soviéticos desmantelaban los suyos. Lo cierto es que Estados Unidos se estaba embarcando en un enorme programa de rearme. En agosto de 1981 Reagan anunció que almacenaría bombas de neutrones. El sistema de misiles MX, que infringía los Tratados de Limitación de Armas Estratégicas, fue anunciado en noviembre de 1982, seguido cinco meses más tarde de la Iniciativa de Defensa Estratégica (conocida como Guerra de las galaxias), que produjo la protesta soviética, amparada en el creíble argumento de que vulneraba el Tratado de Misiles Antibalísticos de 1972. En Afganistán y América central crecían constantemente la ayuda militar oficial y el apoyo clandestino. En 1985 los gastos de defensa estadounidenses aumentaron un seis por ciento, un incremento sin precedentes en tiempo de paz[8].

Ya en septiembre de 1981 Reagan había advertido que sin un acuerdo sobre armas nucleares verificable habría una carrera de armamentos que, de producirse, ganaría su país. Y así fue. Con el paso del tiempo, se llegó a pensar que la escalada armamentística estadounidense fue un recurso astutamente concebido que primero llevó al sistema soviético a la bancarrota y luego lo arruinó. Sin embargo, esta interpretación no es del todo precisa. La Unión Soviética no podía permitirse ni la carrera de armamentos en la que se embarcó en 1974. Pero la bancarrota, por sí sola, no habría puesto de rodillas al comunismo.

No hay duda de que la segunda Guerra Fría y la manifiesta beligerancia estadounidense incrementaron las presiones que sufría un sistema chirriante y disfuncional. A lo largo de cuarenta años la Unión Soviética había desarrollado una maquinaria militar que derrotó a Hitler, ocupó la mitad de Europa y reprodujo una a una las armas de Occidente, pero el precio que pagó por todo eso fue terrible. En el apogeo del proceso, entre el 30 y el 40 por ciento de los recursos soviéticos se desviaba a gasto militar, es decir, entre cuatro y cinco veces lo que destinaban los estadounidenses. Para muchos expertos soviéticos ya era evidente que su país no podría soportar esa carga indefinidamente. A la larga, el coste económico de esa escalada militar mantenida a lo largo de generaciones debía pasar factura.

Pero probablemente, al menos a corto plazo, las tensiones internacionales contribuyeron a sostener el régimen. Puede que la Unión Soviética fuera una «aldea Potemkin» del tamaño de un continente —un «Alto Volta con misiles», según la sucinta descripción de Helmut Schmidt— pero, después de todo, tenía esos misiles, que concedían cierto prestigio y respeto a sus poseedores. Además, los ancianos líderes soviéticos, especialmente el director del KGB, Yuri Andrópov, se tomaban muy en serio la amenaza estadounidense. Al igual que sus homólogos de Washington, creían realmente que el otro bando consideraba la posibilidad de lanzar una guerra nuclear preventiva. La postura intransigente de Reagan, y en concreto su iniciativa de Defensa Estratégica, hizo que los viejos dirigentes soviéticos se mostraran todavía menos dispuestos a hacer concesiones.

El auténtico dilema militar al que se enfrentaba la cúpula soviética no estaba ni en Europa ni en Washington, sino en Kabul. Con el debido respeto a la tardía sensibilidad desarrollada por Jimmy Carter hacia las ambiciones estratégicas soviéticas, la invasión de Afganistán en 1979 no abrió un nuevo frente en la lucha estratégica de, comunismo con el mundo libre, sino que nacía de una inquietud interior. El censo soviético de ese mismo año puso de manifiesto un incremento sin precedentes de la población (principalmente musulmana) del Asia Central soviética. En Kazajistán y las demás repúblicas soviéticas colindantes con Afganistán —Turkmenistán, Uzbekistán y Tayikistán— la población había aumentado en un 25 por ciento desde 1970. A lo largo de la década siguiente, mientras que el número de habitantes de Ucrania sólo creció un cuatro por ciento, el de Tayikistán se incrementó prácticamente en un 50 por ciento. Según sus líderes, la Rusia europea estaba demográficamente amenazada por sus minorías internas; como un enfermo, Leónidas Brézhnev reconoció ante el XXVI Congreso de su partido, celebrado en febrero de 1981, que seguía habiendo «cuestiones nacionales» que era necesario abordar.

Si la ocupación de Afganistán hubiera logrado instalar un régimen seguro y amigo en Kabul, los líderes soviéticos se habrían apuntado dos tantos. Habrían consolidado la titubeante presencia de Moscú en Oriente Medio, lanzando al mismo tiempo un «mensaje claro» a una nueva generación de musulmanes soviéticos tentados de soñar con la independencia. Pero, evidentemente, los soviéticos fracasaron en Afganistán. Brézhnev, Gromiko y sus generales no sólo hicieron caso omiso de las lecciones de Vietnam, repitiendo muchos de los errores de Estados Unidos, sino que también olvidaron los propios fracasos cometidos ochenta años antes por la Rusia zarista en la misma región. De manera que la desastrosa intentona por mantener un régimen títere en un territorio desconocido y hostil despertó la intransigente oposición de unos guerrilleros fanáticos (los muyaidín), armados y financiados desde el exterior. Y en lugar de abordar las cuestiones nacionales del propio imperio, sólo sirvió para exacerbarlas: de poca utilidad fueron las autoridades «marxistas» de Kabul, apoyadas por Moscú, para el prestigio soviético, tanto interior como exterior, en el mundo islámico.

En pocas palabras, Afganistán fue una catástrofe para la Unión Soviética. Sus traumáticas consecuencias para toda una generación de soldados de reemplazo no surgirían hasta pasado un tiempo. A comienzos de la década de 1990 se calculaba que uno de cada cinco veteranos de las guerras afganas era un alcohólico empedernido; en la Rusia postsoviética muchos otros, incapaces de encontrar un empleo estable, fueron derivando hacia organizaciones nacionalistas de extrema derecha. Pero mucho antes de eso, hasta los propios líderes soviéticos podían apreciar la magnitud de su error. Además del coste en vidas humanas y material, la guerra de desgaste desarrollada durante una década en las montañas afganas constituyó una prolongada humillación internacional. A corto plazo, descartó la posibilidad de que el Ejército Rojo pudiera desplegarse más allá de sus fronteras: como el miembro de politburó Yegor Ligachov reconocería posteriormente al periodista estadounidense David Remnick, después de Afganistán ya no era en absoluto posible aplicar la fuerza en Europa oriental.

Dice mucho sobre la fragilidad oculta de la Unión Soviética el hecho de que fuera tan vulnerable al impacto de una sola aventura neocolonial, por muy espectacular que fuera su fracaso. Pero el desastre en Afganistán, al igual que el coste de la acelerada carrera de armamento de comienzos de los ochenta no habría conducido tampoco por sí solo a la caída del sistema. La época de estancamiento de Brézhnev, cimentada en el miedo, la inercia y el propio interés de los ancianos que la dirigían, podría haber durado indefinidamente. Sin duda no existía el contrapeso de ninguna otra autoridad o movimiento disidente —ni en la Unión Soviética ni en sus Estados satélites— que pudiera haberlo reducido. Sólo un comunista podía hacerlo. Y fue un comunista quien lo hizo.

La promesa que guiaba el proyecto comunista era su fe en las leyes históricas y su interés en la colectividad, que siempre se impondría a las motivaciones y acciones de los individuos. Irónicamente, su destino se vio al final determinado por el destino de los hombres. El 10 de noviembre de 1982, a los setenta y seis años, Leónidas Brézhnev pasó a mejor vida, cuando ya hacía mucho tiempo que parecía un fantasma. Su sucesor, Andrópov, ya tenía sesenta y ocho y mala salud. En poco más de un año, sin poder acometer ninguna de las reformas que planeaba, falleció y fue sustituido en la Secretaría General por Konstantín Chernenko, de setenta y dos años y con tan mala salud que apenas pudo terminar su discurso en el funeral de Andrópov de febrero de 1984. Trece meses después también él estaba muerto.

La rápida serie de defunciones de tres viejos comunistas, todos ellos nacidos antes de la Primera Guerra Mundial, era un tanto sintomática: estaba desapareciendo la generación de jefes del partido que recordaba directamente los orígenes bolcheviques de la Unión Soviética y cuyas vidas y carreras había malogrado Stalin. Sus integrantes habían heredado y supervisado una burocracia autoritaria, de gerontócratas, que tenía como absoluta prioridad su propia pervivencia: en el mundo que habían habitado Brézhnev, Andrópov y Chernenko, el simple hecho de morir en la cama no era un logro insignificante. Sin embargo, a partir de ese momento, ese mundo estaría dirigido por hombres más jóvenes, que, de instintos no menos autoritarios, no tendrían sin embargo más remedio que abordar los problemas de corrupción, estancamiento e ineficiencia que asolaban el sistema soviético de los pies a la cabeza.

El sucesor de Chernenko, nombrado como correspondía Secretario General del Partido Comunista de la Unión Soviética el 11 de marzo de 1985, era Mijaíl Sergéievich Gorbachov. Nacido en una aldea de la región sureña de Stavropol en 1931, había entrado a formar parte del Comité Central a los cuarenta y un años. Ahora, sólo trece años más tarde, era el jefe del partido. Gorbachov no sólo tenía veinte años menos que sus precursores soviéticos, también era más joven que cualquier presidente estadounidense hasta la llegada de Bill Clinton. Su rápido ascenso había sido alentado y facilitado por Andrópov y en general se consideraba que podía ser un reformista.

Un reformista, pero en absoluto un radical. Mijaíl Gorbachov era en gran medida un aparatchik. Había ido ascendiendo dentro del partido, desde el puesto de primer secretario de las Juventudes Comunistas del distrito de Stavropol en 1956 hasta el de miembro del Soviet Supremo (elegido en 1970), pasando por el de secretario del Comité Regional de Granjas Estatales. El nuevo líder encarnaba muchos de los sentimientos de los comunistas de su generación: sin criticar nunca abiertamente al partido o sus políticas, le habían afectado y perturbado enormemente las revelaciones de 1956, pero después le habían defraudado los errores de la era de Jruschov y decepcionado la represión y la inercia de las posteriores décadas de Brézhnev.

En este sentido, Gorbachov era un típico comunista reformista: no es casual que en los primeros años cincuenta, en la Facultad de Derecho de la Universidad de Moscú, fuera íntimo amigo de Zdeněk Mlynář, que después tendría un papel destacado en la Primavera de Praga de 1968. Pero al igual que todos los comunistas reformistas de su generación, Gorbachov era ante todo comunista y, después, reformista. Tal como explicó al periódico comunista francés L’Humanité en una entrevista concedida en febrero de 1986, para él, el comunismo leninista seguía siendo un ideal excelente y sin mácula. ¿Y el estalinismo? «Un concepto elaborado por los adversarios del comunismo y utilizado a gran escala para desprestigiar a la Unión Soviética y al socialismo en su conjunto»[9].

No hay duda de que esto es lo que un secretario general del Partido Comunista tenía que decir, incluso en 1986. Pero estaba claro que Gorbachov se lo creía y que los propósitos de las reformas que puso en marcha eran deliberadamente leninistas o socialistas. De hecho, puede que Gorbachov fuera más serio ideológicamente que algunos de sus predecesores soviéticos: no es casual que mientras que Nikita Jruschov confesó, en una famosa declaración, que si hubiera sido británico habría votado a los conservadores, el hombre de Estado favorito de Mijaíl Gorbachov fuera Felipe González, cuyo modelo de socialdemocracia el líder soviético llegaría con el tiempo a considerar el más próximo al suyo.

El hecho de que se depositaran esperanzas en Gorbachov refleja más que cualquier otra cosa la ausencia de toda clase de oposición interna en la Unión Soviética. Sólo el partido podía arreglar el desaguisado que había producido y, por suerte para él, había elegido como líder a un hombre que tenía la energía y la experiencia administrativa necesarias para hacer el esfuerzo. Porque, además de ser un veterano burócrata soviético, inusualmente bien preparado y muy leído para lo que solía estilarse, Gorbachov tenía un rasgo inequívocamente leninista: estaba dispuesto a renunciar a sus ideales para conseguir sus objetivos.

Las dificultades que Gorbachov heredó como secretario general del PCUS no tenían ningún misterio. Impresionado por lo que había visto durante los viajes realizados por Europa occidental en los años setenta, el nuevo líder trató desde el principio de dedicar sus mayores esfuerzos a revisar la moribunda economía de la Unión Soviética y el entramado de ineficiencias y de corrupción existentes en su inestable aparato institucional. La deuda exterior crecía constantemente, a medida que el precio internacional del petróleo, principal exportación de la Unión Soviética, abandonaba las cifras récord de finales de los setenta: el monto de la deuda pasó de treinta mil setecientos millones de dólares en 1986 a cincuenta y cuatro mil millones en 1989. La economía, que apenas había crecido a lo largo de la década de 1970, en realidad ahora se estaba reduciendo: la producción soviética, siempre retrasada desde el punto de vista de la calidad, ahora también era deficiente en términos cuantitativos. Los objetivos arbitrarios de los planes centralizados, la escasez endémica, los estrangulamientos que sufrían los suministros y la ausencia de indicadores de precios o comerciales llegaban a paralizar cualquier iniciativa.

En ese sistema, el punto de partida de la «reforma», al igual que habían percibido hacía tiempo los economistas comunistas húngaros entre otros, pasaba por una descentralización de la política de precios y de la toma de decisiones. Pero esto chocaba con obstáculos prácticamente insalvables. Aparte de las zonas bálticas, casi nadie en la Unión Soviética tenía experiencia directa con actividades agrícolas independientes o con la economía de mercado, es decir, no se sabía cómo fabricar algo, ponerle precio o encontrarle un comprador. Era sorprendente que, incluso después de que la llamada Ley de Actividad Laboral Individual autorizara en 1986 un número limitado de empresas privadas (de reducidas dimensiones), hubiera pocos interesados en establecerlas. Tres años después sólo existían trescientos mil empresarios en toda la Unión Soviética, dentro de una población de doscientos noventa millones de personas.

Además, cualquier aspirante a reformista se enfrentaba a un dilema irresoluble. Si la reforma económica comenzaba con la descentralización de la toma de decisiones o la concesión de autonomía a las empresas locales y el abandono de las directrices fijadas a distancia, ¿cómo iban a funcionar los productores, gestores o empresarios, si no había mercado? A corto plazo, cuando todo el mundo recurriera al autoabastecimiento e incluso a una economía local de trueque, habría más, y no menos, escasez y estrangulamiento. Por otra parte, no bastaba con anunciar la llegada del «mercado». La propia palabra planteaba graves peligros políticos en una sociedad en la que el capitalismo había sido oficialmente vilipendiado y aborrecido durante décadas (el propio Gorbachov evitó cualquier mención de la economía de mercado hasta 1987, e incluso entonces siempre hablaba de un «mercado socialista»).

El instinto reformista llevaba aun término medio: a experimentar con la creación —desde arriba— de unas pocas empresas privilegiadas y libres de obstáculos burocráticos a las que se garantizaba una provisión fiable de materias primas y mano de obra cualificada. Se argumentaba que éstas servirían como modelo exitoso e incluso rentable para otras similares: el objetivo era una modernización controlada y una progresiva adaptación a un sistema de precios y de producción que respondiera a la demanda. Pero la premisa en la que se basaba ese enfoque —que las autoridades podían crear empresas eficientes por decreto— condenaba la idea desde el principio.

De hecho, al canalizar recursos escasos hacia unas pocas explotaciones agrícolas, fabriles o servicios modélicos, el partido logró forjar unidades temporalmente viables e incluso teóricamente rentables, pero sólo a costa de grandes subvenciones y de ahogar a otras compañías menos privilegiadas. El resultado fue un aumento aún mayor de las distorsiones y de la frustración. Entre tanto, los directores generales y locales de las granjas, al no tener claro de qué lado soplaba el viento, se cubrían las espaldas frente a un posible retorno de las normas planificadas, haciendo acopio de todo lo que podían, por si los controles centralizados volvían a reforzarse.

Para los críticos conservadores de Gorbachov, ésta era una historia muy vista. Desde 1921, todos los programas de reforma soviéticos, empezando por la Nueva política económica del propio Lenin, habían comenzado del mismo modo y se habían quedado sin aliento por las mismas razones. Para realizar reformas económicas serias era preciso relajar o abandonar los controles. Esto no sólo agravó inicialmente el problema que pretendía resolver, sino que, fiel a su enunciado, supuso una pérdida del control. Pero el comunismo dependía de eso; de hecho, era el control: de la economía, del conocimiento, del movimiento y de la opinión de las personas. Todo lo demás era dialéctica, y ésta, como explicó un veterano comunista al joven Jorge Semprún en Buchenwald, «es el arte y la técnica de caer siempre de pie»[10].

Gorbachov no tardó en darse cuenta de que, para caer de pie mientras luchaba a brazo partido con la economía soviética, tenía que aceptar que el acertijo que ésta suponía no se podía solucionar desde el aislamiento. No era más que un síntoma de un mal mayor. Dirigían la Unión Soviética hombres que tenían sus propios intereses en los resortes políticos e institucionales de la economía centralizada; sus endémicas ridiculeces menores y su corrupción cotidiana constituían la propia fuente de la autoridad y del poder. Para que el partido pudiera reformar la economía antes tendría que reformarse él mismo.

Esta idea tampoco era muy novedosa: las purgas periódicas de la época de Lenin y de sus sucesores siempre se habían amparado en objetivos similares. Pero los tiempos habían cambiado. La Unión Soviética, por muy represiva y retrasada que fuera, ya no era una tiranía totalitaria homicida. Ahora, gracias a los monumentales proyectos de Jruschov en materia de vivienda, la mayoría de las familias soviéticas vivía en su propio piso. Aunque feos y carentes de servicios, esos pisos de alquiler reducido permitían a la gente corriente un grado de intimidad y de seguridad desconocido por las generaciones anteriores: ya no estaban tan expuestos a la acción de los confidentes o a la posible delación ante las autoridades por parte de vecinos o parientes. Para la mayoría, la época del terror había terminado y, al menos para la generación de Gorbachov, una vuelta al tiempo de las detenciones masivas y las purgas dentro del partido era inimaginable.

En consecuencia, para acabar con el agobiante monopolio del aparato del PCUS e impulsar sus planes de reestructuración económica, el secretario general recurrió a la glasnost, la «transparencia»: el fomento oficial del debate público sobre un abanico de asuntos cuidadosamente delimitado. Al hacer que la población fuera más consciente de los cambios inminentes y al aumentar las expectativas públicas, Gorbachov tendría un instrumento en el que él y sus partidarios podrían apoyarse para desbancar a quienes se oponían desde dentro a sus planes. Ésta también era una excelente estratagema, ya conocida, entre otros, por los zares reformistas. Pero lo que convenció a Gorbachov de la urgente necesidad de transparencia oficial fueron los catastróficos acontecimientos del 26 de abril de 1986.

Ese día, a las 13.23 horas de la tarde, explotó uno de los cuatro enormes reactores de grafito de la central nuclear de Chernóbil (Ucrania), lanzando a la atmósfera ciento veinte millones de curios de material radiactivo: una radiación cuya potencia era más de cien veces superior a la de las bombas de Hiroshima y Nagasaki juntas. La nube radiactiva se desplazó hacia el noroeste hasta llegar a Europa occidental y a Escandinavia, alcanzando incluso Gales y Suecia, y exponiendo a unos cinco millones de personas a sus efectos. Además de los treinta trabajadores de los servicios de emergencia que perecieron en el acto, desde entonces unas treinta mil personas han muerto a causa de complicaciones causadas por las emanaciones radiactivas, entre ellas más de dos mil residentes en las inmediaciones de la central, aquejados de cáncer de tiroides.

Chernóbil no fue el primer desastre medioambiental registrado en la Unión Soviética. En 1957, en Cheliábinsk-40, un enclave secreto dedicado a la investigación y situado cerca de Ekaterinburgo, en la cordillera de los Urales, explotó un depósito de residuos nucleares, contaminando gravemente un área de ocho kilómetros de ancho y cien de largo. Setenta y seis millones de metros cúbicos de desechos radiactivos cayeron en los ríos de los Urales, infectándolos durante décadas. Al final, diez mil personas fueron evacuadas y veintitrés pueblos reducidos a escombros. El reactor de Cheliábinsk pertenecía a la primera generación de obras atómicas soviéticas y lo habían construido trabajadores esclavos entre 1948 y 1951[11].

Otras calamidades medioambientales de magnitud similar producidas por el ser humano incluyen la contaminación del lago Baikal, la desecación del mar de Aral; el abandono de cientos de miles de toneladas de navíos nucleares obsoletos y de su contenido radiactivo en el océano Ártico y el mar de Barents; y la contaminación por dióxido de azufre generada por la producción de níquel en un área del tamaño de Italia que rodea la localidad siberiana de Norilsk. Estos y otros desastres ecológicos fueron consecuencia directa de la indiferencia, la mala gestión y la estrategia soviética de «talar y quemar» que se adoptaba para gestionar los recursos naturales. Nacían de una cultura secretista. La explosión de Cheliábinsk-40 no se reconoció oficialmente durante décadas, aunque ocurrió a pocos kilómetros de una gran ciudad: la misma en la que, en 1979, varios cientos de personas murieron a causa del ántrax que escapó de una fábrica de armas biológicas situada en el centro urbano.

Los problemas que tenían los reactores nucleares de la Unión Soviética los conocían muy bien los expertos del país: dos informes diferentes del KGB, con fecha de 1982 y 1984, advertían de la «chapuza» de equipo (proporcionado por Yugoslavia) y de las graves deficiencias que presentaban los reactores III y IV de Chernóbil (este último fue el que explotó en 1986). Pero, del mismo modo que esta información se había mantenido en secreto (sin que se tomara ninguna medida), la primera e instintiva reacción de la cúpula comunista ante la explosión del 26 de abril fue la de guardarla en secreto: después de todo, entonces había catorce centrales como la de Chernóbil en funcionamiento en todo el país. El primer reconocimiento pleno por parte de Moscú de que algo indebido había ocurrido no llegó hasta cuatro días después del suceso, y sólo era un comunicado oficial de dos frases.

Pero Chernóbil no se podía guardar en secreto: la inquietud internacional que generó la propia incapacidad de los soviéticos para contener los daños obligó a Gorbachov, primero, a hacer una declaración pública dos semanas después, en la que reconocía parte de lo ocurrido, pero no todo, y segundo, a solicitar ayudas y expertos del extranjero. Y sólo cuando sus conciudadanos fueron públicamente conscientes, por primera vez, de la incompetencia oficial y de su desprecio por la vida y la muerte, Gorbachov se vio obligado a reconocer la magnitud de los problemas del país. La torpeza, la falsedad y el cinismo de los responsables, tanto del desastre como del intento de encubrirlo, no se podían desestimar considerándolos una lamentable perversión de los valores soviéticos: como el líder de la Unión Soviética comenzó a percibir, ellos mismos eran esos valores.

A partir del otoño de 1986 Gorbachov cambió de velocidad. En diciembre de ese año Andréi Sájarov, el disidente más conocido del mundo, fue liberado de su arresto domiciliario en Gorki (actualmente Nizhny Nóvgorod), y se anunciaba la liberación a gran escala de prisioneros políticos soviéticos, iniciada al año siguiente. Además, la censura se redujo: en 1987 se produjo la publicación largamente pospuesta del libro de Vasili Grossman Vida y destino (veintiséis años después de que M. A. Súslov, comisario ideológico del partido, pronosticara que no podría publicarse en «dos o tres siglos»), se dieron instrucciones a la policía de que dejara de entorpecer las emisiones de radio extranjeras, y el secretario general del PCUS eligió su discurso televisado ante el Comité Central del partido en enero de 1987 para defender la necesidad de una mayor democracia, ante los propios conservadores y directamente al conjunto del país.

En 1987, más de nueve de cada diez hogares soviéticos tenía televisión e inicialmente la táctica de Gorbachov tuvo un éxito asombroso: al crear de facto una esfera pública para un debate semiabierto sobre las tribulaciones del país y acabar con el monopolio de la información que ejercía la casta gubernamental, estaba obligando al PCUS a seguir su ejemplo, y hacía que los reformistas del sistema, hasta entonces silenciosos, tuvieran garantías para alzar su voz y darle su apoyo. Durante 1987 y 1988 el secretario general estaba, casi a su pesar, forjando una corriente nacional de partidarios del cambio.

Las organizaciones informales proliferaron: especialmente el Club Perestroika, constituido en 1987 en el Instituto Matemático de Moscú, que, a su vez, dio lugar a Memorial, cuyos miembros se dedicaban a «mantener vivo el recuerdo de las víctimas» del pasado estalinista. Desconcertadas inicialmente por su propia existencia —después de todo, la Unión Soviética seguía siendo una dictadura de partido único— no tardaron en florecer y multiplicarse. En 1988 los apoyos de Gorbachov surgían principalmente de fuera del partido, de esa nueva opinión pública que estaba apareciendo en el país.

Lo que había ocurrido es que la lógica de los objetivos reformistas de Gorbachov y su decisión de apelar en la práctica a la nación para enfrentarse a sus críticos conservadores del interior del aparato habían transformado la dinámica de la perestroika. Ahora, el secretario general del PCUS, que comenzó siendo un reformista interno, trabajaba cada vez más contra su propia formación o al menos intentaba sortear la oposición al cambio de su partido. En octubre de 1987 Gorbachov habló públicamente de los crímenes estalinistas por primera vez y advirtió que si el PCUS no lideraba la reforma, perdería su papel dirigente dentro de la sociedad.

En la conferencia del partido de junio de 1988 reiteró su compromiso con el cambio y con la relajación de la censura, e hizo un llamamiento para que se prepararan elecciones abiertas (es decir, con diferentes candidaturas) al Congreso de Diputados del Pueblo para el año siguiente. En octubre de 1988 relegó a algunos de sus principales adversarios —sobre todo a Yegor Ligachov, crítico desde hacía tiempo— y se hizo elegir presidente del Soviet Supremo (es decir, jefe del Estado), con lo que desplazó a Andréi Gromiko, el último de los dinosaurios. Dentro del partido seguía enfrentándose a la oposición interna, pero en el conjunto del país su popularidad estaba en su momento culminante, razón por la cual pudo favorecer sus políticas: en realidad, poco más podía hacer[12].

Las elecciones de mayo-junio de 1989 fueron las primeras más o menos libres celebradas en la Unión Soviética desde 1918. No eran multipartidistas —eso no ocurrió hasta 1993, cuando ya hacía tiempo que la propia Unión Soviética había desaparecido— y el resultado, en gran medida, estaba predeterminado por el hecho de que muchos escaños estuvieran reservados para los candidatos del PCUS y de que no fueran objeto de competencia interna dentro de él; pero el Congreso que resultó elegido incluía muchas voces independientes y críticas. El proceso se retransmitió a una audiencia de más de cien millones de espectadores y ni siquiera un Gorbachov inicialmente reacio pudo dejar de lado las manifestaciones realizadas por Sájarov y otras figuras exigiendo más cambios, especialmente que se privara al partido, cada vez más desacreditado, de su posición de privilegio. El monopolio comunista del poder se estaba desvaneciendo y, como era de esperar, el Congreso votó en febrero siguiente, con el apoyo de Gorbachov, a favor de eliminar de la Constitución soviética la cláusula clave —el artículo 6— que atribuía al Partido Comunista un «papel preponderante»[13].

La agitada trayectoria interna de la Unión Soviética entre 1985 y 1989 se vio allanada por el gran cambio habido en su política exterior, de la mano de Gorbachov y de su ministro de Asuntos Exteriores, Edvard Shevardnadze. Desde el principio, Gorbachov dejó claro que estaba decidido a librarse, por lo menos, de los más onerosos estorbos militares. Al mes de llegar al poder interrumpió el despliegue de los misiles soviéticos y llegó a ofrecer negociaciones sin condiciones sobre las fuerzas nucleares con la propuesta inicial de que las dos superpotencias redujeran a la mitad sus arsenales estratégicos. En mayo de 1986, después de una cumbre sorprendentemente fructífera con Reagan en Ginebra (la primera de una serie inaudita de cinco encuentros de ese tipo), Gorbachov accedió a que los sistemas de defensa avanzados de Estados Unidos se excluyeran de las conversaciones sobre armas estratégicas, si eso ayudaba a mantenerlas.

Hubo después una segunda cumbre, la de Reikiavik de octubre de 1986, en la que Reagan y Gorbachov, aunque no lograron llegar a un acuerdo sobre armamento nuclear, sentaron las bases del éxito futuro. A finales de 1987 Shevardnadze y el secretario de Estado George Schultz habían esbozado el Tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Medio, que fue firmado y ratificado al año siguiente. Este compromiso, al refrendar la anterior propuesta de «opción cero» de Reagan, suponía la aceptación por parte de los soviéticos de que era imposible ganar una guerra nuclear en Europa y sirvió como prólogo a un pacto aún más importante que, firmado en 1990, limitaba estrictamente la presencia y funcionamiento de fuerzas convencionales en el continente europeo.

Naturalmente, desde la perspectiva de Washington, las concesiones armamentísticas de Gorbachov parecían una victoria de Reagan, y, por tanto, según el cálculo de suma cero de los estrategas de la Guerra Fría, una derrota para Moscú. Pero para Gorbachov, cuyas prioridades eran internas, el hecho de contribuir a un entorno internacional más estable era una victoria en sí misma. Le concedía tiempo y apoyo para sus reformas nacionales. La auténtica relevancia de esta sucesión de reuniones y acuerdos radica en el reconocimiento por parte de la Unión Soviética de que una confrontación militar en el extranjero no sólo era costosa, sino disfuncional: como manifestó Gorbachov en octubre de 1986 durante una visita a Francia, la «ideología» no era un fundamento apropiado para la política exterior.

Estas ideas ponían de manifiesto los consejos que estaba empezando a darle una nueva generación de expertos soviéticos en asuntos exteriores, especialmente su colega Alexander Yákovlev, para el que estaba claro que la Unión Soviética podía controlar mejor sus relaciones exteriores utilizando concesiones bien calculadas que mediante una confrontación infructuosa. La política internacional, al contrario que los inmanejables problemas a los que se enfrentaba en el interior de su país, era un escenario que Gorbachov controlaba directamente y en el que, por tanto, podía obtener mejoras inmediatas. Además, no conviene exagerar la dimensión de estos pactos entre superpotencias: Gorbachov concedía la misma importancia, como mínimo, a sus relaciones con Europa occidental que a sus tratos con Estados Unidos; visitaba con frecuencia la primera y tenía buenas relaciones con González, Kohl y Thatcher (quien hizo famosa su opinión de que el líder soviético era un hombre con el que «podían hacer negocios»)[14].

De hecho, en varios aspectos importantes, Gorbachov se consideraba sobre todo un hombre de Estado europeo, con prioridades europeas. Su énfasis en finalizar la carrera armamentística y la acumulación de armas nucleares estaba estrechamente emparentada con una nueva forma de abordar el papel de la Unión Soviética como potencia característicamente europea. «Los armamentos» —declaró en 1987— deben reducirse hasta alcanzar el nivel necesario para responder a fines estrictamente defensivos. Es hora de que las dos alianzas militares modifiquen sus concepciones estratégicas para orientarlas más a este objetivo. Todas las estancias del “hogar europeo” tienen derecho a protegerse de los ladrones, pero deben hacerlo sin destruir las propiedades de sus vecinos».

Con un espíritu similar y por las mismas razones, el líder soviético comprendió desde el principio la urgente necesidad de sacar a la Unión Soviética de Afganistán, esa «herida sangrante», tal como la describió ante el congreso del partido de febrero de 1986. Cinco meses después anunció la retirada de unos seis mil soldados, un repliegue completado en noviembre del mismo año. En mayo de 1988, después de un acuerdo alcanzado en Ginebra con Afganistán y Pakistán y garantizado por las dos superpotencias, las fuerzas soviéticas comenzaron a abandonar Afganistán: los últimos soldados del Ejército Rojo partieron el 15 de febrero de 1989[15].

La aventura afgana, lejos de servir para tratar el problema de las nacionalidades en la Unión Soviética, lo había exacerbado, y esto era algo que para entonces saltaba a la vista. Si la Unión Soviética se enfrentaba a un conjunto indomable de minorías nacionales, era ella la que, hasta cierto punto, había creado el problema: después de todo, fueron Lenin y sus sucesores los que inventaron las diversas «naciones» sometidas a las que debidamente asignaron regiones y repúblicas. Haciéndose eco de las prácticas imperiales de otros países, Moscú había fomentado —en lugares en los que la nacionalidad y el sentimiento nacional eran desconocidos cincuenta años antes— la aparición de instituciones y grupos de intelectuales reunidos en torno a un centro urbano o «capital». Los secretarios generales de los partidos comunistas del Cáucaso o de las repúblicas de Asia Central solían pertenecer al grupo étnico predominante en la zona. Es comprensible que esos hombres, para consolidar la lealtad de su feudo, tendieran a identificarse con su «propio» pueblo, sobre todo cuando tuvieron lugar las primeras fisuras en el aparato central. El partido había empezado a fracturarse por el efecto de las fuerzas centrífugas propiciadas por cargos locales inquietos que protegían sus propios intereses.

No parece que Gorbachov comprendiera del todo este proceso. «Camaradas —dijo al PCUS al presentar un informe en 1987—, en verdad podemos decir que en nuestro país el problema de las nacionalidades está resuelto». Quizá no se creyera totalmente estas declaraciones, pero no hay duda de que pensaba que bastaría con soltar un poco las riendas del control central y remediar antiguos agravios (por ejemplo, en 1989, se permitió el retorno de los tártaros de Crimea a su territorio, después de muchas décadas de exilio asiático). Con el tiempo se vio que esta decisión fue un tremendo error de cálculo; no en vano se trataba de un imperio continental compuesto por más de cien grupos étnicos que habitaban desde el Báltico hasta el Mar de Ojotsk y que, en su mayoría, reclamaban agravios ancestrales que la glasnost ahora les alentaba a airear.

No debería sorprendernos la incompetencia de la respuesta que dio Gorbachov a las demandas de autonomía de las regiones más remotas del imperio soviético. Como ya hemos visto, Gorbachov fue desde el principio un «comunista reformista», aunque inusual: simpatizaba con los deseos de cambio y de renovación, aunque se resistía a arremeter contra los preceptos fundamentales de un sistema con el que había crecido. Al igual que muchas personas de su generación, en la Unión Soviética y en otros países, creía realmente que la única forma de mejorar era recuperar los principios leninistas. La idea de que el fallo estuviera en el propio proyecto leninista fue algo ajeno al líder soviético hasta el final: sólo en 1990 comenzó a permitir que publicaran en la Unión Soviética escritores abiertamente antileninistas como Alexander Solzhenitsin.

Un ejemplo de qué espíritu alentaba las primeras medidas de Gorbachov aparece en el inimitable tono de la recién descubierta tolerancia oficial hacia la música rock, tal como la expresaba Pravda en octubre de 1986: «El rock and roll tiene derecho a existir, pero sólo si es melodioso, coherente y si se interpreta de manera adecuada». Esto es precisamente lo que Mijaíl Gorbachov quería: un comunismo melodioso, coherente y bien interpretado. Se acometerían las reformas necesarias y se concederían las libertades que correspondiera, pero las licencias siempre tendrían un límite: en febrero de 1988 el Gobierno seguía reprimiendo duramente y con firmeza a las editoriales e imprentas independientes.

Una de las peculiaridades de los comunistas reformistas era que siempre se embarcaban en la quijotesca empresa de reformar ciertos aspectos del sistema manteniendo otros inalterables: introducían incentivos de mercado, pero mantenían los controles de la planificación centralizada, o concedían una mayor libertad de expresión al tiempo que el partido conservaba el monopolio de la verdad. Pero la reforma parcial o de algún sector aislado era intrínsecamente contradictoria. El «pluralismo dirigido» o el «mercado socialista» estaban condenados desde el principio. En cuanto a la idea de que el papel preponderante del PCUS podría mantenerse si éste se limitaba a despojarse de las patológicas excrecencias de siete décadas de dominio absoluto, indica cierta ingenuidad política por parte de Gorbachov. En un régimen autoritario el poder es indivisible: el hecho de renunciar a parte de él supone que al final uno se verá obligado a perderlo todo. Casi cuatro siglos antes, el monarca estuardo Jacobo I comprendía mucho mejor este asunto: así lo expresó de forma concisa al desairar a los presbiterianos escoceses que protestaban por el poder que concedía el soberano a sus obispos: «Sin obispos, no hay rey».

Al final, Gorbachov y su revolución controlada se vieron arrollados por la magnitud de las contradicciones que despertaron. Volviendo la vista atrás, el líder soviético comentaba con cierto pesar que «naturalmente, me disgusta no haber logrado mantener todo el proceso de la perestroika dentro del marco de mis intenciones». Pero las intenciones y el marco eran incompatibles. Una vez eliminados los soportes que constituían la censura, el control y la represión, todos los elementos importantes del régimen soviético (la economía planificada, la retórica pública, el monopolio del partido) se vinieron abajo.

Gorbachov no logró su objetivo: alumbrar un comunismo reformado y eficiente, despojado de sus disfunciones. En realidad, fracasó por completo. Pero, pese a todo, su éxito fue impresionante. En la Unión Soviética no había ni instituciones independientes ni siquiera órganos semiautónomos que los críticos y los reformistas pudieran movilizar en su defensa: el régimen soviético sólo podía ser desmantelado desde dentro y por una iniciativa que viniera desde arriba. Al introducir, uno tras otro, elementos de cambio, Gorbachov erosionó paulatinamente el propio sistema que le había permitido ascender. Sirviéndose de los enormes poderes que tenía como secretario general, arrancó las tripas a la dictadura del partido desde dentro.

Fue una hazaña notable y sin precedentes que nadie hubiera podido predecir —y nadie lo hizo— en 1984, a la muerte de Chernenko. Gorbachov, según uno de sus asesores más próximos, fue un «error genético del sistema»[16]. Desde nuestros días, a veces se cae en la tentación de pensar que su ascenso fue asombrosamente oportuno: cuando el régimen soviético se tambaleaba apareció un líder que comprendió lo que estaba ocurriendo y buscó y encontró una estrategia para escapar del imperio. Llegado el momento, ¿llegó el hombre? Es posible. Y está claro que Mijaíl Gorbachov no era un aparatchik más.

Pero tampoco hay duda de que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo y de que si lo hubiera sabido le habría horrorizado. Sus críticos eran más perspicaces. Por una parte, es comprensible que los miembros más intransigentes del PCUS le odiaran: muchos de ellos acogieron calurosamente la lamentable carta publicada en el periódico Sovétskaya Rossiya el 13 de marzo de 1988, en la que Nina Andréyeva, una maestra moscovita, advertía airadamente (y con razón, según se vería) de que las nuevas reformas devolverían inevitablemente el país al capitalismo. Por otra parte, Gorbachov nunca contó con el apoyo incondicional de los reformistas radicales, a los que cada vez frustraba más la aparente indecisión del líder. Una de las debilidades de Gorbachov era que, para mantener el control de los acontecimientos, se sentía obligado a situarse en un punto medio siempre que podía, fomentando nuevas ideas para después volver a caer en brazos del conservadurismo comunista, mientras radicales como Yákovlev o Borís Yeltsin le presionaban para ir más lejos. Esas vacilaciones, la aparente renuencia de Gorbachov a ahondar en la lógica de sus propias iniciativas y su insistencia en no ir ni demasiado lejos ni demasiado rápido defraudaron a muchos de sus admiradores iniciales.

El problema era que, al privar al partido del monopolio del poder y de la iniciativa, Gorbachov también reducía su propia influencia. En consecuencia, se vio obligado a forjar alianzas tácticas y a bandearse entre las posiciones extremas de los demás. Para los políticos democráticos, esta necesidad es algo familiar, aunque incómodo; pero para una nación acostumbrada a setenta años de dictadura, esas maniobras simplemente hicieron que Gorbachov pareciera débil. A partir de comienzos de 1989 el presidente soviético cayó regularmente en las encuestas de opinión. En el otoño de 1990 sólo tenía el apoyo del 21 por ciento de la población.

De este modo, mucho antes de perder el poder, el líder soviético había caído definitivamente en desgracia. Pero sólo en su propio país: en los demás florecía la gorbimanía. Durante sus viajes cada vez más frecuentes al exterior, Gorbachov era agasajado por políticos de Europa occidental y las multitudes le recibían con entusiasmo. A finales de 1988, Margaret Thatcher —una de sus más fervientes partidarias— proclamó que la Guerra Fría había terminado. Puede que este pensamiento, visto desde Europa del Este, fuera un tanto prematuro, pero allí Mijaíl Gorbachov también era tremendamente popular.

En las democracias populares las labores internas del líder soviético, aunque se tomaba buena nota de ellas, contaban menos que sus pronunciamientos en el exterior; hubo especialmente un discurso muy comentado que pronunció en las Naciones Unidas el 7 de diciembre de 1988. Después de anunciar el recorte unilateral de las fuerzas convencionales soviéticas en Europa, Gorbachov pasó a informar al público de que «la libertad de elección es un principio universal. No debería haber excepciones». Más que una simple renuncia a la «doctrina Brézhnev», esto era un reconocimiento de que Moscú no utilizaría la fuerza para imponer su interpretación del socialismo a Estados hermanos. Lo que Gorbachov estaba aceptando, y así se comprendió de inmediato, era que ahora los ciudadanos de los Estados satélites tenían libertad para seguir su propio camino, fuera o no socialista. Europa oriental estaba a punto de entrar de nuevo en la historia.

Desde 1985, la Unión Soviética, bajo el liderazgo de Mijaíl Gorbachov, había ido abandonando paulatinamente la supervisión directa de los Estados que formaban parte de su esfera de influencia. Pero las consecuencias de este creciente distanciamiento seguían sin estar claras. Las democracias populares estaban todavía dirigidas por autoritarias camarillas de partido cuyo poder descansaba en un enorme aparato represivo. Sus servicios policiales y de espionaje seguían estrechamente ligados al aparato de seguridad de la propia Unión Soviética y en deuda con él, y continuaban funcionando bastante al margen de las autoridades locales. Además, aunque los gobernantes de Praga, Varsovia o Berlín Este estaban comenzando a darse cuenta de que ya no podían contar con el apoyo incondicional de Moscú, ni ellos ni sus poblaciones tenían una idea clara de lo que esto suponía.

La situación en Polonia era un símbolo de esta incertidumbre. Por una parte, la declaración de la ley marcial había reafirmado el régimen autoritario del Partido Comunista. Por otra, la represión de Solidaridad y el hecho de que sus líderes hubieran sido silenciados no hizo nada para aliviar los problemas de fondo del país. Más bien al contrario: Polonia estaba endeudada, pero ahora, gracias a la condena internacional de la represión, sus gobernantes ya no podían escapar a las dificultades solicitando préstamos en el extranjero. En realidad, los dirigentes polacos se enfrentaban al mismo dilema que habían tratado de solucionar en los años setenta, pero todavía con menos opciones.

Entre tanto, puede que la oposición hubiera sido criminalizada, pero no se había evaporado. En la clandestinidad se seguía publicando, dando conferencias, celebrando debates y representaciones teatrales, y muchas cosas más. El propio sindicato Solidaridad, aunque prohibido, mantenía una existencia virtual, sobre todo después de que Lech Wałęsa, su principal portavoz, fuera liberado de su internamiento en noviembre de 1982 (y de que se le concediera el premio Nobel de la Paz, in absentia, al año siguiente). El régimen no podía arriesgarse a prohibir una nueva visita del Papa, realizada en junio de 1983, que permitió a la Iglesia implicarse aún más en actividades clandestinas y semioficiales.

La policía política era partidaria de la represión: en un caso tristemente famoso de 1984 orquestó, pour décourager les autres (para desanimar a los demás), el secuestro y asesinato de un conocido clérigo radical, el padre Jerzy Popiełuszko. Sin embargo, Jaruzelski y la mayoría de sus colegas ya habían comprendido que esas provocaciones y enfrentamientos no iban a funcionar. El funeral de Popiełuszko congregó a trescientas cincuenta mil personas y el caso, lejos de atemorizar a la oposición, no hizo más que dar publicidad al apoyo popular que tenían la Iglesia y —legal o no— Solidaridad. La Polonia de mediados de los ochenta se acercaba con rapidez a un pulso entre una sociedad inflexible y un Estado cada vez más desesperado.

El instinto natural de los líderes del Partido (en Varsovia y en Moscú) era proponer «reformas». En 1986 Jaruzelski, ahora presidente de la República, dejó salir de la cárcel a Adam Michnik y a otros líderes de Solidaridad y, mediante el Ministerio de Reforma Económica de reciente creación, ofreció una modesta serie de cambios económicos destinados, entre otras cosas, a atraer de nuevo capital extranjero que financiara la deuda nacional polaca, que se acercaba a los cuarenta mil millones de dólares.[17] En un extraño gesto de acercamiento a la democracia, en 1987 el Gobierno comenzó realmente a preguntar a los polacos qué tipo de reforma económica querían; la cuestión era: «¿Preferiría usted un 50 por cien de incremento en el precio del pan y un 100 por cien en el de la gasolina, o un 60 por ciento en la gasolina y un 100 por cien en el pan?». Como cabía esperar, la respuesta popular fue, fundamentalmente, «ninguna de las opciones anteriores».

La pregunta y la decisión de plantearla ilustraban perfectamente la bancarrota tanto política como económica en que se encontraban los dirigentes comunistas de Polonia. De hecho, algo nos dice sobre la decrépita credibilidad de las autoridades el hecho de que el ingreso del país en el FMI fuera posible en parte gracias al asentimiento del propio sindicato Solidaridad. A pesar de estar prohibido, había logrado conservar su organización en el exterior y fue su oficina en Bruselas la que en septiembre de 1985 aconsejó al director ejecutivo del organismo que admitiera a Polonia, insistiendo al mismo tiempo en que las mejoras parciales de Jaruzelski estaban condenadas al fracaso y que sólo un profundo paquete de reformas podría abordar los problemas del país[18].

En 1987 el aspecto más llamativo de la situación polaca era la propia impotencia del partido y de sus órganos. Sin enfrentarse realmente a ninguna amenaza visible a su monopolio del poder, el Partido Obrero Unificado Polaco estaba convirtiéndose poco a poco en algo irrelevante. La «contrasociedad» teorizada por Adam Michnik y otros autores durante la década anterior estaba surgiendo de facto como una fuente de autoridad y de iniciativa. Después de 1986, el debate dentro de la oposición polaca no se centraba ya en el deseo de enseñar a la sociedad a ser libre, sino en hasta qué punto debía la oposición negociar con el régimen y con qué fines.

Un grupo de jóvenes economistas de la Escuela de Planificación y Estadística de Varsovia, dirigido por Leszek Balcerowicz, ya estaba esbozando planes para implantar un sector empresarial privado autónomo, libre de la planificación centralizada: es decir, un mercado; estas y otras propuestas fueron debatidas intensamente por los polacos «extraoficiales» y también se convirtieron en objeto de discusión frecuente en el exterior. Con todo, los principios rectores del «realismo» político y los objetivos «contenidos» del periodo 1980-1981 seguían en vigor: se pretendía por todos los medios, y se consiguió, evitar la confrontación y la violencia, que sólo podían favorecer a los intransigentes del partido. Una cosa eran las conversaciones y otra las aventuras.

Como cabía esperar, lo que provocó el eclipse final del partido fue otra intentona de «reforma» económica, o más modestamente, una iniciativa para reducir la insostenible deuda del país. En 1987 el IPC aumentó en un 25 por ciento; en 1988 creció otro 60 por ciento. Estaba ocurriendo lo mismo que en 1970, 1976 y 1980: la escalada de precios desató una oleada de huelgas, que culminó en una serie de paros y ocupaciones generalizados durante la primavera y el verano de 1988. En ocasiones anteriores, al no tener influencia alguna sobre los trabajadores, las autoridades comunistas habían detenido las subidas de precios o habían recurrido a la fuerza, o ambas cosas. En ésta disponían de una tercera alternativa: pedir ayuda a los propios representantes obreros. En agosto de 1988 el general Czesław Kiszczak, ministro de Interior, exhortó a Lech Wałęsa —en teoría un simple ciudadano, pero líder no reconocido de una organización prohibida— a que se reuniera con él y negociara un fin a las protestas laborales del país. El líder sindical, al principio reacio, acabó por aceptar.

A Wałęsa no le resultó difícil atraerse a los huelguistas —la autoridad moral de Solidaridad no había hecho más que crecer desde 1981—, pero los problemas de fondo seguían existiendo: la tasa de inflación del país se acercaba ya al 1.000 por cien anual. A continuación vinieron cuatro meses de contactos esporádicos y extraoficiales entre sindicato y Gobierno que fomentaron aún más llamamientos públicos a la «reforma». Las autoridades, totalmente sin rumbo, pasaban de los gestos a las amenazas: sustituían ministros, negaban la existencia de planes de negociación, prometían cambios económicos o amenazaban con cerrar los astilleros de Gdańsk. La confianza popular en el Estado, si es que existía, se vino abajo.

El 18 de diciembre de 1988 —sintomáticamente, aunque fuera por azar, sólo una semana antes del trascendental discurso de Gorbachov en la ONU— se constituyó en Varsovia un Comité de Ciudadanos de Solidaridad con el propósito de organizar negociaciones a gran escala con el Gobierno. Jaruzelski, cuyo margen de maniobra parecía inexistente, aceptó por fin la evidencia y obligó al Comité Central a que aceptara a regañadientes las conversaciones. El 6 de febrero de 1989 los comunistas reconocieron oficialmente a Solidaridad como oponente en las negociaciones e inauguraron una mesa redonda para dialogar con sus representantes. Las conversaciones se prolongaron hasta el 5 de abril. En esa fecha (una vez más, una semana después de importantes acontecimientos en la Unión Soviética, en esta ocasión las elecciones abiertas al Congreso de los Diputados del Pueblo), todas las partes acordaron la legalización de los sindicatos independientes, una normativa económica de gran calado y, sobre todo, la elección de una nueva Asamblea.

Con la perspectiva de los años, se puede decir que las conversaciones de la mesa redonda pusieron el punto final al comunismo polaco de manera negociada y, por lo menos para algunos de los participantes, esto ya estaba claro. Pero nadie podía prever la velocidad del desenlace. Las elecciones que iban a celebrarse el 4 de junio, aunque permitían un inusitado abanico de auténticas alternativas, se amañaron para garantizar la mayoría comunista: la elección del Senado nacional sería auténticamente abierta, pero en la del Sejm (Asamblea Parlamentaria) la mitad de los escaños estaban reservados a los candidatos oficiales (es decir, comunistas). Además, al organizar los comicios tan pronto, el Gobierno esperaba aprovecharse de la desorganización y la inexperiencia de sus adversarios.

Los resultados fueron una conmoción para todos. Con el respaldo de Gazeta Wyborcza (Gaceta Electoral), un periódico improvisado por Adam Michnik, Solidaridad logró entre noventa y nueve y cien escaños en el Senado y todos los sometidos a votación en el Sejm. Entre tanto, sólo dos de los candidatos comunistas que se presentaban para cubrir escaños «reservados» lograron el 50 por ciento de los sufragios precisos para poder ocuparlos. Ante una derrota aplastante y una humillación pública sin precedentes, los líderes comunistas de Polonia podían optar por hacer caso omiso de las elecciones; imponer la ley marcial una vez más o aceptar que habían perdido y abandonar el poder.

Dadas las circunstancias, la decisión, como Gorbachov le dejó claro a Jaruzelski durante una conversación telefónica privada, estaba clara: había que respetar las elecciones. Lo primero que pensó Jaruzelski fue en salvar la cara mediante una solución de compromiso: invitar a Solidaridad a entrar en un gobierno de coalición con él, pero la propuesta fue tajantemente rechazada. Por el contrario, después de algunas semanas más de negociación y de fallidas intentonas por parte de los comunistas de nombrar a su propio presidente de Gobierno, la dirección del Partido se inclinó ante lo inevitable y el 12 de septiembre de 1989 Tadeusz Mazowiecki fue nombrado primer presidente de Gobierno no comunista en la Polonia de postguerra (aunque los comunistas conservaron el control de ciertos ministerios clave).

Al mismo tiempo, por medio de una astuta iniciativa legal, el grupo parlamentario de Solidaridad votó la conversión de Jaruzelski en jefe de Estado, y logró así incorporar a los comunistas «moderados» a la transición posterior y aliviar su bochorno. Al mes siguiente, el Gobierno de Mazowiecki anunció reformas para implantar una «economía de mercado», presentados como un plan de estabilización —el llamado Plan Bakerowicz— que fue aprobado por la Asamblea el 28 de diciembre. Un día después, el «papel preponderante» del Partido Obrero Unificado Polaco era formalmente eliminado dé la Constitución polaca. A las cuatro semanas, el 27 de enero de 1990, el propio partido estaba disuelto.

El carácter vertiginoso de los últimos meses de vida de la Polonia comunista no debería impedirnos apreciar los prolongados y ciertamente lentos preparativos anteriores. Gran parte de los actores del drama de 1989 —Jaruzelski, Kiszczak, Wałęsa, Michnik, Mazowiecki— ya llevaba en escena muchos años. El país había pasado de un fugaz florecimiento de relativa libertad en 1981 a la ley marcial, seguida de un largo e incierto purgatorio de represiva semitolerancia que al final desembocó en una reedición de las crisis económicas de la década anterior. A pesar de la fortaleza de la Iglesia católica, del apoyo que tenía Solidaridad en todo el país y del odio pertinaz que sentía la nación polaca hacia sus gobernantes comunistas, éstos se aferraron al poder durante tanto tiempo que su caída definitiva fue una especie de sorpresa. La despedida había durado mucho tiempo.

En Polonia, la ley marcial y los sucesos posteriores pusieron de manifiesto los límites y defectos del partido; pero aunque la represión reforzó la oposición, también la hizo cautelosa. En Hungría, una cautela similar surgió de una experiencia muy distinta. Dos décadas de ambigua tolerancia habían difuminado los márgenes precisos de una disidencia permitida por el sistema. Después de todo, Hungría era el Estado comunista en el se abrió el primer hotel Hilton detrás del Telón de Acero en diciembre de 1976; donde Billy Graham (el predicador evangélico estadounidense) realizó no una sino tres giras de comparecencias públicas durante los años ochenta, y el que fue visitado (e implícitamente favorecido) por dos secretarios de Estado norteamericanos y por el vicepresidente de Estados Unidos George Bush en la misma década. En 1988 la Hungría comunista tenía una imagen innegablemente positiva.

En parte por esta razón, la oposición al régimen de partido único tardó bastante tiempo en mostrarse abiertamente. El disimulo y la componenda parecían el método más valiente, sobre todo para cualquiera que se acordara de 1956; además, la vida en la Hungría de János Kádár era tolerable, aunque monótona. En realidad, la economía oficial, como vimos en el capítulo anterior, no estaba en mejores condiciones que la de Polonia, a pesar de diversas reformas y de los «nuevos mecanismos económicos». No hay duda de que la economía sumergida posibilitó que en Hungría mucha gente tuviera un nivel de vida hasta cierto punto superior al de los países vecinos. Sin embargo, como ya entonces revelaba una investigación realizada por estadísticos sociales húngaros, el país sufría considerables desigualdades de renta, salud y vivienda, la movilidad social y los servicios sociales eran inferiores a los de Occidente y las largas jornadas laborales (mucha gente tenía dos empleos e incluso tres), los elevados índices de alcoholismo y de enfermedades mentales, junto a la tasa de suicidios más alta de toda Europa oriental, estaban pasando factura a la población.

En consecuencia, había un amplio margen para el descontento, aunque no existiera oposición política organizada. Algunas organizaciones independientes salieron a la luz a lo largo de los ochenta, pero se centraron únicamente en cuestiones medioambientales o en protestas contra el maltrato que daba Rumania a su minoría húngara, cuestión ésta en la que podían contar con la tácita simpatía de los comunistas (lo cual explica la tolerancia oficial del Foro Democrático Húngaro, formado en septiembre de 1987 con presupuestos claramente nacionalistas). Hungría seguía siendo una república socialista (tal como la describía oficialmente la Constitución revisada de 1972). El disentimiento y la crítica estaban en general relegados al interior del partido, aunque en las elecciones de junio de 1985 se permitieron por primera vez diversas candidaturas y resultaron elegidos un puñado de independientes que contaban con permiso oficial. Esto explica que hasta 1988 no comenzaran a producirse cambios importantes.

El catalizador del cambio en Hungría fue la frustración que sentían los comunistas jóvenes y reformistas —claramente entusiasmados con las transformaciones que Gorbachov estaba introduciendo en el PCUS— ante la inflexibilidad de los ancianos dirigentes de su propio partido. En mayo de 1988, durante una conferencia especial convocada por los comunistas para tratar de este asunto, ese grupo consiguió por fin apartar del poder a Kádár, de setenta y seis años, y sustituirlo por Károly Grósz, el primer ministro. Las consecuencias estrictamente prácticas de esta especie de golpe de Estado interno se limitaron a un programa de austeridad económica destinado a robustecer las «fuerzas de mercado», pero tuvo una gran fuerza simbólica.

János Kádár había gobernado Hungría desde la revolución de 1956, en cuya represión había tenido el papel principal. A pesar de tener una imagen exterior bastante positiva, para los húngaros encarnaba la mentira oficial en la que se sustentaba el «comunismo del gulash», según la cual el movimiento reformista húngaro no había sido más que una contrarrevolución. Kádár también era el símbolo viviente de la conspiración de silencio que rodeaba a Imre Nagy desde su secuestro, juicio secreto y, sobre todo, ejecución y entierro clandestinos tres décadas antes[19]. Por lo tanto, el hecho de apartar a Kádár del poder parecía indicar que algo fundamental había cambiado en la vida pública del país, impresión que se confirmó cuando sus sucesores no sólo permitieron que un grupo compuesto en parte por jóvenes disidentes comunistas constituyera Fidesz (Jóvenes Demócratas), sino que autorizaron oficialmente, en noviembre de 1988, la aparición de partidos políticos independientes.

Durante los primeros meses de 1989 el Parlamento comunista aprobó una serie de medidas que reconocían el derecho de reunión y sancionaban oficialmente la «transición» a un sistema multipartidista. En abril se deshacían formalmente del «centralismo democrático» dentro del propio partido. Aún mayor importancia tuvo el hecho de que los dirigentes comunistas de Hungría —reconociendo tácitamente que su partido no podía confiar en mantener el control del país a menos que reconociera su pasado— anunciaran su intención de exhumar los problemáticos restos de Imre Nagy para darlos una sepultura digna. Al mismo tiempo, Imre Pozsgay y otros reformistas del politburó húngaro convencieron a sus colegas de que había que constituir una comisión de investigación sobre los acontecimientos de 1956 y redefinirlos oficialmente: ya no serían tachados de «contrarrevolución», sino considerados un «levantamiento popular contra un régimen oligárquico que había envilecido a la nación».

El 16 de junio de 1989 —en el trigésimo primer aniversario de su muerte— los restos de Imre Nagy y de cuatro de sus colegas volvieron a ser ceremoniosamente enterrados como héroes nacionales. Se calcula que trescientos mil húngaros llenaron las calles, mientras millones observaban el acto por televisión. Entre los oradores que hablaron ante la tumba se encontraba Viktor Orbán, joven dirigente de los Jóvenes Demócratas, que no pudo evitar señalar que algunos de los comunistas presentes en el segundo enterramiento de Nagy eran los mismos que pocos años atrás habían falseado sin descanso la propia revolución que en ese momento estaban alabando.

Era cierto. Una de las peculiaridades del fin del comunismo en Hungría es que lo dirigieran los propios comunistas: hasta junio no se convocaron mesas redondas de conversaciones, que imitaban conscientemente el ejemplo polaco. Esto produjo cierto escepticismo entre los anticomunistas húngaros, para los que la resurrección de Nagy, al igual que anteriormente su ejecución, era un problema interno del partido que apenas tenía importancia para las muchas víctimas del comunismo. Pero sería un error minusvalorar la fuerza simbólica de la segunda inhumación de Nagy. Con ella se admitía la derrota y se reconocía que el partido y sus dirigentes habían vivido, enseñado e impuesto una mentira.

Cuando János Kádár murió sólo tres semanas después —el mismo día que el Tribunal Supremo húngaro dictó la rehabilitación total de Nagy— el comunismo húngaro feneció con él. Lo único que faltaba era ponerse de acuerdo sobre las formalidades de su defunción. El «papel preponderante» del partido fue abolido, se convocaron elecciones multipartidistas para marzo siguiente, y el 7 de octubre los comunistas, el Partido Socialista de los Trabajadores Húngaros, se rebautizaron como Partido Socialista Húngaro. Por su parte, el Parlamento, todavía compuesto en su inmensa mayoría por diputados comunistas elegidos durante el antiguo régimen de partido único, aprobó el 23 de octubre que el país pasara a llamarse simplemente República de Hungría.

La «revolución» húngara de 1989 presentó dos rasgos característicos. El primero, como hemos visto, es que fue el único tránsito desde un régimen comunista a un auténtico sistema multipartidista realizado completamente desde dentro. El segundo es que, mientras que en Polonia, al igual que posteriormente en Checoslovaquia y en los demás países del Este, los acontecimientos de 1989 fueron en gran medida autorreferenciales, la transición húngara tuvo un papel clave en el desenlace de otro régimen comunista, el de Alemania Oriental.

Para los observadores externos, la República Democrática Alemana parecía estar entre los regímenes comunistas menos vulnerables, y no sólo porque todo el mundo diera por sentado que ningún líder soviético permitiría su caída. Quizá el medio físico de la República Democrática, especialmente de sus ciudades, pareciera tosco y destartalado; puede que su policía secreta, la Stasi, fuera tristemente omnipresente, y que el muro de Berlín siguiera siendo un escándalo moral y estético, pero, en general, se creía que la economía germana oriental estaba en mejor situación que la de sus vecinos socialistas. Cuando el primer secretario del partido Erich Honecker presumió en octubre de 1989, durante las conmemoraciones del cuadragésimo aniversario de la formación del país, de que Alemania Oriental era una de las diez economías más sólidas del mundo, se escuchó a su invitado Mijaíl Gorbachov emitir un sonoro resoplido; pero, al régimen, aunque sólo fuera en eso, se le daba bien fabricar y exportar datos falsos: muchos observadores occidentales creyeron a Honecker.

Los partidarios más entusiastas de la República Democrática se encontraban en la República Federal. El aparente éxito que había tenido la Ostpolitik al calmar las tensiones y facilitar las comunicaciones humanas y económicas entre las dos mitades de Alemania había hecho que prácticamente toda la clase política invirtiera sus esperanzas en el mantenimiento indefinido de esta situación. Destacadas figuras de la vida pública germana occidental no sólo fomentaban las ilusiones de la Nomenklatura oriental, sino que también se engañaban a sí mismos. De tanto repetirse que la Ostpolitik aliviaba las tensiones en el Este, habían llegado a creérselo.

Dadas las circunstancias, muchos alemanes occidentales, preocupados por la paz, la estabilidad y el orden, acabaron compartiendo el punto de vista de los políticos comunistas con los que hacían negocios. Egon Bahr, un destacado socialdemócrata, explicaba en enero de 1982 (inmediatamente después de la proclamación de la ley marcial en Polonia) que los alemanes habían renunciado a su reivindicación de lograr la unidad nacional en aras de la paz y que los polacos tendrían que renunciar igualmente a su reivindicación de la libertad en nombre de la misma «prioridad superior». Cinco años después, el influyente escritor Peter Bender, hablando ante un simposio socialdemócrata dedicado a Mitteleuropa, insistía con orgullo en que el deseo alemán de distensión «tiene más en común con Belgrado que con Estocolmo, y también con Varsovia y Berlín Este [énfasis del autor], que con París y Londres».

En los años posteriores trascendería que en más de una ocasión dirigentes nacionales del SPD hicieron confidencias y comentarios innegablemente comprometedores a altos cargos alemanes orientales de visita en Occidente. En 1987 Björn Engholm alabó las políticas internas de la República Democrática calificándolas de «históricas», mientras que al año siguiente su colega Oskar Lafontaine prometió hacer todo lo que estuviera en su mano para que el apoyo de Alemania Occidental a los disidentes del Este siguiera siendo discreto. «Los socialdemócratas», aseguró a sus interlocutores, «deben evitar todo lo que suponga el fortalecimiento de esas fuerzas». Como apuntaba un informe soviético de octubre de 1984 dirigido al Politburó germano oriental, «los representantes del SPD han hecho suyos muchos de los argumentos que anteriormente habíamos defendido ante ellos»[20].

Quizá las ilusiones de los socialdemócratas de Alemania Occidental fueran comprensibles, pero las compartían con igual fervor muchos cristianodemócratas. Helmut Kohl, canciller desde 1982, estaba tan dispuesto a cultivar las buenas relaciones con la República Democrática como sus adversarios políticos. En el funeral de Yuri Andrópov, celebrado en Moscú en febrero de 1984, se reunió y conversó con Erich Honecker, y lo mismo hizo al año siguiente durante el entierro de Chernenko. Las dos partes llegaron a acuerdos de intercambio cultural y de retirada de minas de la frontera común. En septiembre de 1987 Honecker se convirtió en el primer líder germano oriental en visitar la República Federal. Entre tanto, se acentuaban los subsidios de Alemania Occidental para su vecino oriental (y sin embargo, nunca se concedió ninguna ayuda a la oposición interna de Alemania del Este).

Eufórico con el patrocinio del régimen germano occidental, seguro del respaldo de Moscú y libre para exportar a Occidente a sus más problemáticos disidentes, el régimen de la República Democrática podría haber sobrevivido indefinidamente. Desde luego, parecía inmune al cambio: en junio de 1987 dispersó de manera expeditiva a los manifestantes que en Berlín Oriental se oponían al muro y entonaban lemas de apoyo al lejano Gorbachov. En enero de 1988 el Gobierno no dudó en encarcelar y expulsar a más de cien manifestantes que conmemoraban el asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht en 1919, con pancartas que citaban a la propia Luxemburgo: «La libertad es también la de aquellos que piensan de forma diferente». En septiembre de 1988 Honecker, durante una visita a Moscú, alabó públicamente la perestroika de Gorbachov, aunque al volver a su país hizo todo lo posible por evitar implantarla[21].

Pese a los inusitados acontecimientos que se estaban desarrollando entonces en Moscú, Varsovia y Budapest, los comunistas de Europa del Este siguieron amañando votos como hacían desde la década de 1950. En mayo de 1989 el resultado oficial de las elecciones municipales celebradas en Alemania del Este —con un 98,85 por ciento de candidatos oficiales— fue tan ostentosamente orquestado que suscitó protestas en todo el país de sacerdotes, grupos ecologistas e incluso críticos del propio partido. El Politburó hizo lo posible por no darse por enterado, pero ahora, por primera vez, los alemanes orientales tenían una alternativa. Ya no tenían que aceptar el statu quo, arriesgarse a ser detenidos o correr el peligro de intentar escapar al Oeste. El 2 de mayo de 1989, mientras se relajaban los controles de movimiento y de expresión dentro de Hungría, las autoridades de Budapest retiraron la alambrada electrificada que recorría la frontera occidental del país, aunque ésta se mantenía formalmente cerrada.

Multitud de alemanes orientales comenzaron a irrumpir en Hungría. El 1 de julio de 1989 unos veinticinco mil habían llegado hasta allí de «vacaciones». Otros miles llegaron después, muchos buscando asilo temporal en las embajadas de la República Federal en Praga y Budapest. Unos pocos consiguieron cruzar la frontera austrohúngara, todavía cerrada, sin que los guardias los detuvieran, pero la mayoría se quedó en Hungría. A comienzos de septiembre había 60.000 ciudadanos de la República Democrática en ese país, esperando. El ministro de Asuntos Exteriores húngaro Gyula Horn, cuando le preguntaron en un telediario del 10 de septiembre cuál sería la respuesta de su Gobierno si algunas de esas personas comenzaban a caminar hacia el Oeste, contestó: «Los dejaremos cruzar sin problemas y supongo que los austríacos los dejarán entrar». La puerta de Occidente estaba oficialmente abierta: setenta y dos horas después, unos veintidós mil alemanes orientales se lanzaron a traspasarla.

Las autoridades germano-orientales protestaron enérgicamente: la actitud húngara implicaba una ruptura del tradicional acuerdo entre los gobiernos comunistas que les comprometía a impedir que sus países fueran utilizados como vía de escape de sus fraternales vecinos. Pero las autoridades de Budapest se limitaron a insistir en que tenían que cumplir los preceptos del acta final de Helsinki. El pueblo les tomó la palabra. Durante las tres semanas siguientes las autoridades de la República Democrática se enfrentaron a un grave conflicto de relaciones públicas mientras decenas de miles de sus ciudadanos trataban de escapar utilizando la nueva salida.

Tratando de controlar los acontecimientos, los dirigentes de la Alemania comunista ofrecieron a los refugiados germanos orientales, a través de sus embajadas en Praga y Varsovia, la posibilidad de cruzar sanos y salvos su país de camino a Alemania Occidental en un tren sellado. Sin embargo, la propuesta no hizo más que acentuar la creciente humillación del régimen: cuando el tren cruzó la República Democrática fue acogido con las envidiosas ovaciones de decenas de miles de compatriotas. Se calcula que alrededor de cinco mil personas trataron de trepar al tren cuando el convoy se detuvo brevemente en Dresde, y se desataron disturbios después de que la policía las golpeara, todo ante los ojos de los medios de comunicación occidentales.

Las penalidades del régimen envalentonaron a sus críticos. Al día siguiente de que Hungría abriera sus fronteras, un grupo de disidentes germanos orientales fundó en Berlín Este la organización Neues Forum (Nuevo Foro), seguida pocos días después de otro movimiento ciudadano, Democracia Ahora, y ambos presionaron a favor de una «reestructuración» democrática del Estado. El lunes 2 de octubre, en Leipzig, una multitud de diez mil personas manifestó públicamente su frustración ante la negativa del régimen de Honecker a reformarse: era la concentración más numerosa que se había producido en Alemania del Este desde el infortunado levantamiento de 1953 en Berlín. Honecker, de setenta y siete años, se mantenía impasible. En septiembre declaró que los alemanes orientales que trataban de emigrar habían sido «chantajeados con señuelos, promesas y amenazas para que renunciaran a los principios básicos y a los valores fundamentales del socialismo». Ante la creciente inquietud de sus colegas más jóvenes, que ya no podían hacer caso omiso de la magnitud del desafío al que se enfrentaban, los dirigentes se veían impotentes, congelados. El 7 de octubre, Mijaíl Gorbachov acudió al país para rendir homenaje al cuadragésimo aniversario de la fundación de la República Democrática, y habló, advirtiendo con palabras memorables a su pétreo anfitrión, de que «la vida castiga a los que la posponen». No sirvió de nada: Honecker se proclamó satisfecho con la situación actual.

Alentados por la visita del líder soviético, por no hablar de los acontecimientos en el exterior, los manifestantes de Leipzig y de otras ciudades comenzaron a movilizarse constantemente y a celebrar vigilias a favor del cambio. Las reuniones de los lunes en Leipzig, que ahora eran algo habitual, llegaron a congregar a noventa mil personas la semana posterior al discurso de Gorbachov. Las multitudes proclamaban: «¡Somos el pueblo!», pidiendo a Gorby que los ayudara. A la semana siguiente la cifra volvió a aumentar y ahora un Honecker cada vez más alterado proponía la utilización de la fuerza para sofocar cualquier otra muestra de oposición.

Parece que la perspectiva de una confrontación directa aunó finalmente a los críticos de Honecker dentro del partido. El 18 de octubre algunos de sus colegas, encabezados por Egon Krenze, organizaron un golpe y apartaron al anciano del poder, después de dieciocho años[22]. Lo primero que hizo Krenze fue volar a Moscú, aprobar la gestión de Gorbachov (y conseguir la aprobación de éste) y volver a Berlín para preparar una cautelosa perestroika en Alemania Oriental. Pero era demasiado tarde. En la última manifestación de Leipzig se calculaba que unas trescientas mil personas se habían reunido para solicitar cambios; el 4 de noviembre medio millón de alemanes orientales se reunieron en Berlín para exigir reformas inmediatas. Entre tanto, ese mismo día Checoslovaquia abrió su frontera; durante las cuarenta y ocho horas siguientes, treinta mil personas abandonaron el país a través de ella.

Para entonces, las autoridades habían caído realmente presas del pánico. El 5 de noviembre, el Gobierno de la República Democrática propuso dubitativamente una ley reguladora de los viajes ligeramente liberalizadora, pero sólo consiguió que sus críticos la rechazaran por considerarla lamentablemente insuficiente. A continuación, se produjo la drástica dimisión del gabinete germano oriental, seguida de la del Politburó. La noche siguiente, el 9 de noviembre, aniversario tanto de la abdicación del Káiser como de la Kristallnacht (Noche de los cristales rotos), Krenze y sus colegas propusieron otra ley reguladora de los viajes para detener la estampida. Durante una conferencia de prensa retransmitida en directo por la televisión y la radio, Günter Schabowski explicó que la nueva reglamentación, de efecto inmediato, autorizaba los viajes al extranjero sin aviso previo y permitía el flujo de personas por los puestos fronterizos con Alemania Occidental. Dicho de otro modo, se abría el muro.

Antes de que la retransmisión llegara a terminar, la gente se lanzó a las calles de Berlín Este en dirección a la frontera. A las pocas horas, cincuenta mil personas habían penetrado en tropel en Berlín Oeste: algunas para siempre, otras sólo para mirar. A la mañana siguiente, el mundo había cambiado. Como todos podían ver, se había abierto una brecha definitiva en el muro y ya no podía haber vuelta atrás. Cuatro semanas después, se abría la puerta de Brandenburgo, situada justo en medio de la frontera interalemana; durante las vacaciones de Navidad de 1989, dos millones cuatrocientos mil alemanes orientales (uno de cada seis) visitaron el Oeste. Estaba claro que ésta no había sido la intención de los dirigentes de la República Democrática. Como el propio Schabowski explicaría más tarde, las autoridades no tenían «ni idea» de que la apertura del muro podría conllevar la caída de Alemania Oriental; pensaban, por el contrario, que sería el comienzo de la estabilización.

Al tomar la vacilante decisión de abrir la frontera, los dirigentes de la República Democrática sólo deseaban crear una válvula de escape, quizá lograr un poco de popularidad y, sobre todo, ganar tiempo suficiente para proponer un programa de reformas. Después de todo, el muro se abrió por razones bastante parecidas a las que habían motivado su construcción y cierre una generación antes: para contener una hemorragia demográfica. En 1961 esta treta desesperada había funcionado; en 1989 también, pero a su manera: es asombroso que pocos alemanes del Este se quedaran permanentemente en Berlín una vez que les garantizaron que a su vuelta no se los encarcelaría. Pero el precio de esa garantía fue el derrumbamiento de algo más que el régimen.

Después de la caída del muro, el SED (Partido Socialista Unificado de Alemania Oriental) celebró los últimos ritos, ya familiares, de un partido comunista agonizante. El 1 de diciembre la Volkskammer (el Parlamento) votó por cuatrocientos veinte votos a favor, cero en contra y cinco abstenciones la eliminación de la Constitución de la cláusula que declaraba que el Estado estaba «dirigido por la clase obrera y por su partido marxista leninista». Cuatro días después, otro Politburo volvía a dimitir: se eligió a un nuevo líder, Gregor Gysi, y el nombre de la formación fue debidamente modificado para transformarse en el Partido del Socialismo Democrático. La vieja cúpula comunista (incluyendo a Honecker y a Krenze) fue expulsada del partido; también se iniciaron debates en torno a una mesa redonda con representantes de Neues Forum (el grupo opositor más visible, según la opinión general) y se programaron elecciones libres.

Pero incluso antes de que el nuevo (y último) Gobierno de la República Democrática, dirigido por Hans Modrow, jefe del SED en Dresde, comenzara a redactar un «programa de acción del partido», sus acciones e intenciones eran prácticamente irrelevantes. Después de todo, los alemanes orientales disponían de una alternativa que no tenían otros pueblos sometidos —no había una «Checoslovaquia Occidental» ni una «Polonia Occidental»— y no estaban dispuestos a renunciar a ella. Las reglas del juego estaban cambiando: en octubre de 1989 los manifestantes de Leipzig cantaban «Wir sind das Volk» (Somos el pueblo). En enero de 1990 la reivindicación de esa misma multitud era ligeramente diferente: «Wir sind ein Volk» (Somos un pueblo).

La muerte del comunismo alemán suponía, como veremos en el capítulo siguiente, la muerte de un Estado alemán (en enero de 1990 la cuestión ya no era solamente salir del socialismo, mucho menos reformarlo, sino entrar en Alemania Occidental). Con la perspectiva del tiempo, no está claro cómo interpretar las esperanzas de las multitudes que derribaron la República Democrática en el otoño de 1989. Sin embargo, lo que sí está claro es que ni el partido (como ocurrió en Hungría) ni la oposición (como en Polonia) pueden atribuirse el mérito de lo sucedido. Ya hemos visto lo mucho que tardó el partido en comprender en qué aprieto se encontraba; pero sus críticos intelectuales no fueron mucho más rápidos.

El 28 de noviembre Stefan Heym, Christa Wolf y otros intelectuales germanos orientales hicieron el llamamiento Por nuestra tierra, para salvar el socialismo y mantenerse firmes frente a lo que Heym denominó la «brillante basura» de Occidente. Barbel Bohley, la principal figura de Neues Forum llegó incluso a calificar de «desafortunada» la apertura del muro de Berlín, porque impedía la reforma y precipitaba las elecciones antes de que los partidos y los votantes estuvieran preparados. Al igual que muchos intelectuales «disidentes» de Alemania del Este (por no hablar de sus admiradores de Alemania Occidental), Bohley y sus colegas todavía contemplaban la posibilidad de un socialismo reformado, exento de policía secreta y de partido único, pero a una distancia prudencial de su predador Doppelgänger capitalista del Oeste. Como mínimo, según demostrarían los acontecimientos, esto era tan poco realista como la fantasía que tenía Erich Honecker de retornar a la obediencia neoestalinista. De este modo, Neues Forum se condenó a la irrelevancia política y a sus líderes sólo les quedó lamentarse resentidos de la imprevisión de las masas[23].

En consecuencia, quizá el levantamiento alemán de 1989 fuera la única revolución auténticamente popular, es decir, masiva, de aquel año (y ciertamente la única revuelta triunfante de la historia de Alemania)[24]. La caída del comunismo en la vecina Checoslovaquia, aunque se produjo al mismo tiempo que la transformación de Alemania del Este, siguió una trayectoria bastante distinta. En ambos países la cúpula del partido era rígida y represiva, y en Praga la aparición de Gorbachov fue por lo menos tan mal recibida como en Pankow. Pero hasta ahí llegaban las similitudes.

En Checoslovaquia, al igual que en Hungría, el régimen comunista descansaba incómodamente en la memoria silenciosa de un pasado hurtado. Pero mientras que en el caso húngaro Kádár había logrado en cierta medida distanciarse, junto con su partido, de la herencia estalinista, los líderes checoslovacos no habían logrado esa transición, como tampoco la habían buscado. La invasión en 1968 por el Pacto de Varsovia y la normalización posterior se mantuvo con Gustav Husák, que ocupó el poder desde 1969. Además, cuando Husák, entonces de setenta y cinco años, abandonó el puesto de secretario general del partido en 1987 (manteniéndose como presidente de la República), fue sustituido por Miloš Jakeš, un líder sin duda más joven, pero más conocido por su papel esencial en las purgas masivas de comienzos de los setenta.

De hecho, los comunistas checoslovacos tuvieron bastante éxito en su labor de mantener el control absoluto hasta el final. Ni la Iglesia católica (que siempre fue un actor menor en la zona checa, aunque no en Eslovaquia), ni la oposición intelectual consiguieron grandes apoyos en el conjunto de la sociedad. Gracias a purgas brutalmente eficientes, gran parte de los intelectuales del país, desde los dramaturgos hasta los historiadores, pasando por los comunistas reformistas de los años sesenta, habían sido no sólo expulsados de sus trabajos, sino privados de toda visibilidad pública. Hasta 1989 algunos de los críticos más atrevidos del interior, entre ellos el propio Václav Havel, eran más conocidos en el extranjero que en su propio país. Como vimos en el capítulo anterior, la propia organización ciudadana de Havel, Carta 77, contó con menos de dos mil signatarios en un país con una población de quince millones de habitantes.

Es evidente que la gente tenía miedo a criticar abiertamente el régimen, pero también es cierto que la mayoría de los checos y los eslovacos no eran manifiestamente infelices con su destino. La economía checoslovaca, al igual que gran parte de las economías del Este desde comienzos de los setenta, se había organizado para producir bienes de consumo básicos, y en el caso checo algunos más. De hecho, la Checoslovaquia comunista imitó deliberadamente algunos aspectos de la sociedad de consumo occidental —especialmente los programas de televisión y los entretenimientos populares— aunque de forma mediocre. La vida en Checoslovaquia era insulsa, el medio ambiente se estaba deteriorando y a los jóvenes les irritaba especialmente el carácter omnipresente y censor de las autoridades. Pero, a cambio de evitar la confrontación con el régimen y de acatar de boquilla su ampulosa retórica, a la gente se la dejaba en paz.

El régimen sofocó con energía e incluso con brutalidad cualquier signo de disidencia. En 1988, los manifestantes que en Praga y en otros lugares se congregaron para conmemorar el vigésimo aniversario de la invasión de agosto de 1968 fueron detenidos; las iniciativas extraoficiales para celebrar en la misma ciudad un seminario Este-Oeste fueron aplastadas. En enero de 1989, cuando se cumplían veinte años del suicidio de Jan Palach en la plaza de San Wenceslao, Havel y otros trece firmantes de Carta 77 fueron detenidos y de nuevo encarcelados (aunque, en contraste con el trato inclemente que había recibido en años anteriores, Havel, que ahora era una figura de talla internacional cuyo maltrato podría haber abochornado a sus carceleros, fue liberado en mayo).

Durante la primavera y el verano de 1989 proliferaron las redes y grupos informales por todo el país, con la esperanza de imitar las experiencias de los países vecinos: después del Club de la Paz John Lennon, constituido en diciembre de 1988, llegaron las protestas de las Madres de Praga de mayo de 1989 y, más tarde, las manifestaciones ecologistas de Bratislava del mes siguiente. Ninguna de esas minúsculas burbujas de iniciativa ciudadana, tan fáciles de contener, suponía amenaza alguna para la policía o para el régimen. Pero en agosto, al tiempo que Mazowiecki finalizaba sus planes de gobierno en Varsovia y poco después de que las fronteras húngaras se abrieran de golpe, los manifestantes llenaron las calles de la capital checa para conmemorar, una vez más, la destrucción de la Primavera de Praga.

Sin embargo, estaba claro que en esta ocasión la policía checa se contuvo más. El régimen de Jakeš había decidido disimular un poco y dar al menos la impresión de que reconocía el cambio de actitud de Moscú, aunque sin alterar ningún elemento importante de sus prácticas. No hay duda de que el mismo cálculo explica el distanciamiento con el que las autoridades se enfrentaron a la siguiente gran manifestación del 28 de octubre, aniversario del establecimiento del Estado checoslovaco en 1918 (oficialmente ignorado desde 1948). Pero la cúpula comunista seguía sin sentir una gran presión pública: hasta el anuncio realizado el 15 de noviembre de que ya no se necesitarían visados de salida para viajar a Occidente, fue menos una concesión a las demandas que una imitación estratégica de los cambios registrados en otros países.

La causa que dio credibilidad a la sospecha generalizada de que lo que vino después —la tentativa de unos reformistas neófitos de la administración y la policía que quisieron arrancar a trompicones el moribundo motor del partido y conducirlo a una perestroika a la checa— fue en cierto modo una «conspiración» orquestada, fue esta aparente falta de auténticas intenciones reformistas por parte de los jefes del partido y la ausencia de cualquier oposición eficiente externa: las manifestaciones del verano carecían de objetivos comunes y por el momento no habían surgido líderes que canalizaran el descontento convirtiéndolo en un programa.

La teoría no es tan peregrina como podría parecemos con la perspectiva del tiempo. El 17 de noviembre, la policía de Praga permitió oficialmente una manifestación estudiantil por el centro de la ciudad para conmemorar otra fecha sombría: el quincuagésimo aniversario del asesinato por parte de los nazis del estudiante checo Jan Opletal. Pero cuando los manifestantes comenzaron a corear consignas anticomunistas la policía atacó, dispersando a la multitud y golpeando a víctimas aisladas. A continuación, la propia policía difundió el rumor de que —repitiendo el caso del asesinato de Opletal— uno de los estudiantes había muerto. Más tarde se reconoció que ésta había sido una información falsa; pero entre tanto tuvo el efecto predecible de enfurecer a los propios manifestantes. Durante las siguientes cuarenta y ocho horas, decenas de miles de estudiantes se movilizaron, las universidades fueron ocupadas y una muchedumbre comenzó a concentrarse en las calles para protestar. Ahora, sin embargo, la policía se limitó a mirar.

Si realmente hubo un complot, no hay duda de que salió por la culata. Está claro que los acontecimientos del 17 de noviembre y de los días posteriores desplazaron a los líderes neoestalinistas del Partido Comunista: pasada una semana todo el presidium, dirigido por Jakeš, había dimitido. Pero sus sucesores carecían por completo de legitimidad popular y, en cualquier caso, se vieron inmediatamente arrastrados por la velocidad de los acontecimientos. El 19 de noviembre Václav Havel, prácticamente condenado a arresto domiciliario en una zona rural del norte de Bohemia, volvió a una capital sumida en la confusión, donde los comunistas estaban perdiendo el poder a marchas forzadas aunque aún no hubiera nadie para recoger su testigo.

Instalándose, como correspondía, en un teatro de Praga, Havel y sus amigos de Carta 77 constituyeron Občanské Fórum (Foro Cívico) , una red informal y flexible que en pocos días dejó de ser una sociedad de debate para convertirse en una iniciativa ciudadana y, a partir de entonces, en un gobierno en la sombra. En parte, los debates del Foro Cívico se centraban en los objetivos tradicionales de sus participantes más destacados, pero sobre todo tenían que ver con unos acontecimientos que se sucedían a gran velocidad en las calles adyacentes. Lo primero que hizo fue exigir la dimisión de los responsables de la invasión de 1968 y de las medidas posteriores.

El 25 de noviembre, un día después de que los líderes del partido, como cabía esperar, dimitieran en masa, una multitud de medio millón de personas se congregó en el estadio Letná de Praga, no tanto para exigir reformas concretas, sino para, después de dos décadas de un intimidante silencio público, hacerse visibles, ante sí mismos y ante los demás. Esa misma noche, se concedió a Havel una entrevista sin precedentes en la televisión checa. Al día siguiente se dirigió a veinticinco mil personas en la plaza de San Wenceslao, compartiendo estrado con el primer ministro comunista Ladislav Adamec y con Alexander Dubček.

Para entonces los líderes incipientes del Foro Cívico ya tenían claro que, a su pesar, estaban dirigiendo una revolución. Para dotarse de cierta dirección, y también para tener algo que decir a la multitud que se congregaba fuera, un grupo liderado por el historiador Petr Pithart redactó los Principios programáticos del Foro Cívico, que contenían un breve resumen de los objetivos generales del grupo y que son muy útiles para indicarnos cuál era el estado de ánimo y las prioridades de los hombres y mujeres de 1989. «;Qué queremos?», se preguntaba el programa. 1.° un Estado de derecho; 2.° elecciones libres; 3.° justicia social; 4.° un medio ambiente limpio; 5.° un pueblo educado; 6.° prosperidad y 7.° volver a Europa.

La mezcolanza de demandas políticas, ideales culturales y medioambientales, y la invocación a Europa es típicamente checa y tenía mucho que ver con los diversos pronunciamientos realizados por Carta 77 durante la década anterior. Pero el tono del programa captaba perfectamente el ánimo de las multitudes en los vertiginosos días de noviembre: era, a un tiempo, tan pragmático como idealista y ferozmente ambicioso. Tanto en Praga como en el resto del país el clima fue también manifiestamente más optimista que en cualquier otra transición comunista. La causa era la aceleración[25].

A la semana de la sangrienta represión de las manifestaciones estudiantiles, la dirección del partido había dimitido. Siete días después, se habían legalizado el Foro Cívico y El Público contra la Violencia (PCV, su álter ego eslovaco) y negociaban con el Gobierno. El 29 de noviembre la Asamblea Federal, respondiendo con mansedumbre a una demanda del Foro Cívico, eliminó de la Constitución checoslovaca la cláusula fundamental que garantizaba el «papel preponderante» del Partido Comunista. Llegado a este punto, el gabinete de Adamec propuso, a modo de compromiso, el establecimiento de una nueva coalición de Gobierno, pero el Foro Cívico —estimulado por las enormes y decididas multitudes que ahora ocupaban permanentemente las calles— lo rechazó de plano.

Para entonces, los comunistas ya no podían dejar de percibir lo que ocurría fuera de sus fronteras: no sólo sus colegas de la antigua cúpula dirigente de Alemania del Este habían sido expulsados del poder el 3 de diciembre, sino que Mijaíl Gorbachov estaba cenando con el presidente Bush en Malta y los Estados del Pacto de Varsovia se preparaban públicamente para abjurar de la invasión de Checoslovaquia en 1968. Desacreditados y descalificados por sus propios jefes, los restantes comunistas checos y eslovacos del grupo de Husák, entre ellos el primer ministro Adamec, dimitieron.

Después de una mesa redonda que duró dos días (la más breve de todas las celebradas ese año), los líderes del Foro Cívico aceptaron entrar en el Ejecutivo. Su presidente, el eslovaco Marián Čalfa, seguía siendo del partido, pero la mayoría de los ministros, por primera vez desde 1948, no eran comunistas: Jiří Dienstbier, de Carta 77 (fogonero hasta hacía cinco semanas), sería el ministro de Asuntos Exteriores; el abogado católico Ján Čarnogurský, de PCV, sería vicepresidente; Miroslav Kusý, del Foro Cívico, ocuparía la cartera de Información, y el hasta entonces desconocido economista liberal Václav Klaus dirigiría el Ministerio de Hacienda. Los miembros del nuevo Gobierno juraron sus cargos el 10 de diciembre ante el presidente Husák, que no tardó en dimitir.

La reaparición de Alexander Dubček después de dos décadas de ostracismo había planteado la posibilidad de que pudiera ser elegido para sustituir a Husák en la presidencia, en parte como símbolo de continuidad con las frustradas esperanzas de 1968, en parte para calmar los sentimientos heridos de los comunistas y quizá incluso para aplacar a los miembros más intransigentes de la policía. Pero en cuanto comenzó a pronunciar discursos en público, quedó bochornosamente claro que el pobre Dubček era un anacronismo. Su vocabulario, su estilo y hasta sus gestos eran los de los comunistas reformistas de los años sesenta. Parecía que no había aprendido nada de sus amargas experiencias, y seguía hablando de la resurrección de una vía checa más amable y moderada hacia el socialismo. Al principio, para las decenas de miles de jóvenes que había en las calles de Praga, Brno o Bratislava, fue una curiosidad histórica, pero no tardó en convertirse en algo irritantemente irrelevante[26].

A modo de compromiso, Dubček fue elegido presidente de la Asamblea Federal. En Václav Havel recayó la responsabilidad de presidir la república, una idea tan descabellada sólo cinco semanas antes que él mismo la rechazó amablemente la primera vez que las masas que le aclamaban en las calles de Praga la plantearon gritando «Havel na Hrad!» (¡Havel al Castillo!). Sin embargo, el 7 de diciembre el dramaturgo había llegado a la conclusión de que aceptar el puesto podía ser la mejor manera de facilitar la salida del país del comunismo; el 28 de diciembre de 1989 la misma Asamblea comunista que diligentemente había estampado su sello en las leyes que hasta ese momento habían permitido que Havel y otros fueran condenados a años de prisión, ahora le elegía presidente de la República Socialista Checoslovaca. El día de Año Nuevo de 1990, el nuevo presidente amnistió a dieciséis mil prisioneros políticos y un día después disolvió la propia policía política.

El carácter asombrosamente expeditivo y pacífico del fin del comunismo en Checoslovaquia, la llamada «revolución de terciopelo», fue posible por un cúmulo de circunstancias. Al igual que en Polonia, el recuerdo de las derrotas pasadas y la decisión de evitar cualquier confrontación directa unían a la oposición intelectual; no era casual que la principal organización ciudadana de Eslovaquia se llamara El Público contra la Violencia. Al igual que en la República Democrática Alemana, la bancarrota absoluta del Partido en el poder quedó clara con tanta rapidez que la perspectiva de que se diera una acción organizada desde la retaguardia quedó excluida casi desde el principio.

Pero el papel de Havel fue igualmente crucial: en ningún otro país comunista surgió un individuo con un prestigio popular equiparable y, aunque gran parte de las ideas prácticas e incluso las tácticas políticas del Foro Cívico podrían haber surgido sin él, fue Havel el que captó y canalizó el estado de ánimo del público, empujando a sus colegas mientras mantenía las expectativas de las masas dentro de límites manejables. El impacto de Havel y su atractivo público no pueden exagerarse. Al igual que Tomáš Masaryk, con el que cada vez se le comparaba más, Havel, un personaje de improbable carisma, era ahora considerado por muchos como algo parecido a un salvador nacional. Un cartel de los estudiantes de Praga de diciembre de 1989 presentaba al próximo presidente, con una alusión religiosa enormemente apropiada, pero probablemente no intencionada, diciendo: «Él se entregó a nosotros».

Lo que colocó a Havel en ese pedestal no fueron sólo sus múltiples encarcelamientos ni su inquebrantable historial de oposición moral al comunismo: fue también su disposición característicamente apolítica. Sus conciudadanos no se fijaron en él a pesar de sus intereses teatrales, sino precisamente por ellos. Como apuntó un comentarista italiano respecto al papel creciente de Havel en el escenario político checoslovaco, su voz, tan característica, le permitió articular los sentimientos de una nación silenciada: «Se un popolo non ha mai parlato, la prima parole che dice è poesia»[27]. Precisamente éstas eran las razones por las que sólo Havel —que, a diferencia de su ministro de Hacienda Klaus, miraba con notable escepticismo las tentaciones del capitalismo— podía salvar la incómoda distancia que separaba el falso pero seductor igualitarismo de un comunismo difunto de las penosas realidades del libre mercado.

En Checoslovaquia esa distancia era importante. Pese a ser en muchos sentidos el más occidental de los territorios comunistas europeos, el país era también el único que tenía una cultura política notablemente igualitarista y de izquierdas: después de todo, sólo en esta parte del mundo casi dos de cada cinco votantes habían elegido, en 1946, un partido comunista en unas elecciones libres. A pesar de cuarenta años de «socialismo real» —y de 20 de insensibilizante «normalización»— algo quedaba de esa cultura política: en las primeras elecciones tras la caída del antiguo régimen, las de junio de 1990, el 14 por ciento del electorado optó por el Partido Comunista. Fue la persistente presencia de este núcleo considerable de votantes comunistas —junto a una zona gris mucho más extendida y compuesta por ciudadanos apolíticos cuya insatisfacción no bastaba para inducirlos a protestar por su situación— la que hizo que escritores disidentes como Ludvík Vaculík cuestionaran las perspectivas de grandes cambios en un futuro inmediato. La historia parecía ir en contra de los checos y los eslovacos: desde 1938, Checoslovaquia nunca había logrado hacerse con el control de su propio destino.

En consecuencia, cuando el propio pueblo tomó la iniciativa en noviembre de 1989, la posterior revolución de terciopelo resultó casi demasiado buena para ser verdad. De ahí que se hablara de conspiraciones policiales y de crisis orquestadas, como si la sociedad checoslovaca tuviera tan poca confianza en sí misma que incluso la iniciativa de destruir el comunismo tuviera que venir de los propios comunistas. Es casi seguro que ese escepticismo iba desencaminado: todos los datos conocidos desde entonces apuntan simplemente a que el 17 de noviembre la policía de seguridad checa se pasó de la raya. No había ningún complot destinado a retirar a la camarilla gobernante. En 1989 el pueblo de Checoslovaquia tomó realmente las riendas de su destino.

Otra cosa fue el caso de Rumania, donde parece claro que en diciembre de 1989 una facción del Partido Obrero Rumano que ocupaba el poder sí decidió realmente que lo mejor para su pervivencia era apartar por la fuerza a la cuadrilla gobernante de Nicolae Ceaușescu. Evidentemente, Rumania no era un Estado comunista al uso. Si Checoslovaquia era el más occidental de los países comunistas satélites, Rumania era el más «oriental». Bajo el régimen de Ceaușescu, el comunismo había dejado de ser un leninismo nacional para convertirse en una especie de satrapía neoestalinista, donde un complejo entramado de nepotismo y de ineficiencia se sustentaba en las actividades de una omnímoda policía secreta.

En comparación con la siniestra dictadura de Gheorghiu-Dej, de los años cincuenta, el régimen de Ceaușescu funcionó con niveles de brutalidad manifiesta relativamente reducidos; pero los escasos indicios de protesta pública —como las huelgas registradas en el valle minero de Jiu en 1977 o las de la fábrica de tractores Estrella Roja de Brașov, de una década después— fueron reprimidos con éxito y de forma violenta. Además, Ceaușescu no sólo contaba con una población atemorizada, sino con una notable falta de críticas externas a sus acciones dentro del país: ocho meses después de detener a los líderes de las huelgas del valle del Jiu (y de asesinar a algunos), el dictador rumano visitaba Estados Unidos como invitado del presidente Jimmy Carter. Al distanciarse de Moscú —ya vimos que Rumania se abstuvo de participar en la invasión de Checoslovaquia en 1968— Ceaușescu consiguió margen de maniobra e incluso el beneplácito exterior, sobre todo en los primeros tiempos de la nueva Guerra Fría de los años ochenta. Como el líder rumano estaba encantado de criticar a los rusos (y de enviar a sus gimnastas a los Juegos Olímpicos de Los Ángeles), los estadounidenses, entre otros, mantuvieron silencio respecto a los crímenes que cometía dentro del país[28].

Estos privilegios de Ceaușescu costaron terriblemente caros a los rumanos. En 1966, para aumentar la población —una arraigada obsesión «rumanista»— prohibió el aborto a las mujeres menores de cuarenta años que tuvieran menos de cuatro hijos (en 1986 esa edad se prolongó hasta los cuarenta y cinco años). En 1984 la edad legal para contraer matrimonio se redujo a quince años para las mujeres. Se introdujeron revisiones médicas mensuales y obligatorias para las mujeres en edad fértil para impedir los abortos, que sólo se permitían, en todo caso, en presencia de un representante del partido. A los médicos que trabajaban en distritos con tasas de natalidad decrecientes se les reducía el sueldo.

La población no aumentó, pero el índice de mortalidad causada por los abortos superaba con mucho la de cualquier otro país europeo: la práctica ilegal, como era el único método de control de natalidad disponible, se extendió por doquier, con frecuencia en las más atroces y peligrosas condiciones. La ley de 1966 produjo en los veintitrés años posteriores la muerte de al menos diez mil mujeres. El índice de mortalidad infantil real era tan elevado que después de 1985 los nacimientos no se registraban oficialmente hasta que el bebé no llegaba a las cuatro semanas: era la apoteosis del control del conocimiento comunista. Cuando Ceaușescu fue derrocado, la tasa de mortalidad entre los recién nacidos era del 25 por mil y había más de cien mil niños internados en orfanatos.

El marco de esta tragedia nacional era una economía que fue retrasada a propósito, pasando de la subsistencia a la indigencia. A comienzos de los ochenta, Ceaușescu decidió mejorar aún más la posición internacional de su país devolviendo al completo su ingente deuda exterior. Los organismos del capitalismo internacional —comenzando por el FMI— estaban encantados y no dejaban de elogiar al dictador rumano. Bucarest pudo renegociar completamente su deuda exterior. Para pagar a sus deudores occidentales, Ceaușescu sometió el consumo interno a una presión implacable y sin precedentes.

Al contrario que los dirigentes comunistas de otros países, que pedían sin medida en el exterior para sobornar a sus ciudadanos con estantes bien abastecidos, el Conducător rumano se propuso exportar cualquier materia prima que se generara dentro del país. Los rumanos se vieron obligados a utilizar bombillas de cuarenta vatios en casa, siempre que hubiera electricidad, para poder exportar energía a Italia y Alemania. La carne, el azúcar, la harina, la mantequilla y muchos otros productos estaban estrictamente racionados. Para forzar aún más la maquinaria productiva, se introdujeron cuotas fijas de trabajo obligatorio los domingos y días festivos (eran las corbeas del Antiguo Régimen francés).

La utilización de petróleo se redujo al mínimo: en 1986 se puso en marcha un programa de cría de caballos para sustituir a los vehículos de motor. Los carruajes se convirtieron en el principal medio de transporte y la cosecha se hacía con hoz y guadaña. Era un sistema realmente nuevo: todos los regímenes socialistas dependían del control centralizado de una escasez sistemáticamente inducida, pero en Rumania se logró poner en marcha una economía de subsistencia agraria preindustrial partiendo de otra que se basaba en el exceso de inversión en maquinaria industrial no deseada.

Las políticas de Ceaușescu tenían cierta lógica morbosa. Rumania pagó realmente a sus acreedores extranjeros, aunque a costa de dejar a su población en la penuria. Pero los últimos años del régimen de Ceaușescu no sólo se caracterizaron por una economía demencial. Para controlar mejor a la población rural del país y presionar aún más a los campesinos para que produjeran más alimentos exportables, el régimen se propuso «sistematizar» el campo rumano. La mitad de los trece mil pueblos del país (seleccionados de manera desproporcionada entre los de las minorías) fueron arrasados a la fuerza y sus residentes trasladados a quinientas cincuenta y ocho «agrociudades». Si Ceaușescu hubiera tenido tiempo de finalizar este proyecto, habría destruido por completo lo poco que quedaba del tejido social del país.

El proyecto de sistematización rural se alimentaba de la creciente megalomanía del dictador. Con Ceaușescu, la tendencia leninista al control, la centralización y la planificación de todos los pormenores de la vida cotidiana se fue convirtiendo en una obsesión por la homogeneidad y la grandiosidad que llegó a sobrepasar hasta las ambiciones del propio Stalin. El símbolo material permanente de este impulso monomaniaco había de ser la capital del país, para la que se planeó una remodelación imperial sin precedentes desde la época de Nerón. Este proyecto de renovación de Bucarest sería abortado por el golpe de diciembre de 1989, pero la ambición de Ceaușescu avanzó lo suficiente para dejar su marca indeleble en la configuración de la ciudad actual. Un distrito histórico del centro de Bucarest, tan grande como Venecia, fue completamente arrasado. Cuarenta mil edificios y decenas de iglesias y otros monumentos fueron reducidos a escombros para que hubiera espacio para construir un nuevo palacio del Pueblo y el bulevar de la Victoria del Socialismo, de cinco kilómetros de largo y ciento cincuenta metros de ancho.

Toda esta empresa no era más que fachada. Detrás de los relucientes frontispicios del bulevar se amontonaban los conocidos bloques de cemento, sucios y sombríos. Pero la propia fachada era de una uniformidad agresiva, humillante e implacable; el símbolo visual de un régimen totalitario. El palacio del Pueblo, diseñado por una arquitecta de veinticinco años (Anca Petrescu) para ser la residencia personal de Ceaușescu, era indescriptible e irrepetiblemente feo, incluso en comparación con otros similares. Grotesco, cruel y de mal gusto, era sobre todo grande (tres veces más que Versalles…). Con un enorme espacio delantero semicircular que podía albergar a medio millón de personas y un vestíbulo del tamaño de un campo de fútbol, el palacio de Ceaușescu era, y sigue siendo, una monstruosa y lapidaria metáfora de una tiranía sin límites, la muy peculiar contribución de Rumania al urbanismo totalitario.

En sus últimos años, el comunismo rumano se instaló precariamente entre la brutalidad y el ridículo. Había retratos del líder del partido y de su esposa por todas partes; se le glosaba con ditirambos que podrían haber avergonzado hasta al propio Stalin (aunque quizá no al norcoreano Kim il-Sung, con quien el líder rumano era comparado en ocasiones). En una corta lista de los apelativos aprobados por el régimen para calificar los logros del dirigente figuraban los siguientes: el Arquitecto, el Forjador del Credo, el Sabio Timonel, el Mástil más Alto, el Rumbo de la Victoria, el Visionario, el Titán, el Hijo del Sol, el Danubio Mental y el Genio de los Cárpatos.

Nada decían los aduladores colegas de Ceaușescu de la opinión que realmente les merecía todo esto. Pero está claro que en noviembre de 1989 —cuando después de sesenta y siete ovaciones en pie fue reelegido secretario general del partido y declaró con orgullo que no habría reformas— algunos de ellos habían comenzado a considerarle una rémora, que no sólo estaba lejos y desconectada del clima de la época, sino de la desesperación creciente que cundía entre sus súbditos. Pero mientras tuviera el apoyo de la policía secreta, la Securitate, Ceaușescu parecía intocable.

En consecuencia, lo normal era que fuera esta misma la que precipitara la caída del régimen, cuando, en diciembre de 1989, trató de expulsar a un conocido pastor protestante húngaro, László Tőkés, de la ciudad occidental de Timișoara. La minoría húngara, importante víctima de los prejuicios y la represión del régimen de Ceaușescu, se había animado al ver cómo evolucionaban los acontecimientos al otro lado de la frontera y ahora acusaba todavía más los continuos abusos que sufría en su propio país. Tőkés se convirtió en el símbolo en el que se concentró su frustración y, cuando el régimen lo atacó el 15 de diciembre, la iglesia en la que se había refugiado fue rodeada por parroquianos que celebraron durante toda la noche una vigilia para apoyarle.

Al día siguiente, cuando la vigilia se convirtió inopinadamente en una manifestación contra el régimen, la policía y el ejército fueron enviados a disparar contra la multitud. La Voz de América y Radio Europa Libre emitieron noticias exageradas sobre la «masacre», difundiéndolas por todo el país. Para aplastar unas protestas que no tenían precedentes, y que ya se habían extendido a la propia Bucarest, Ceaușescu volvió de una visita oficial a Irán. El 21 de diciembre compareció en un balcón de la sede central del partido con la intención de pronunciar un discurso denunciando a la «minoría de revoltosos», pero se le interrumpió tantas veces que quedó en silencio, conmocionado y atónito. Al día siguiente, después de que fracasara la segunda intentona de dirigirse a las masas, Ceaușescu y su esposa escaparon en helicóptero desde la azotea del edificio del partido.

En ese momento, el equilibrio de poderse inclinó bruscamente en contra del régimen. Al principio, parecía que el ejército, que ocupó las calles de la capital disparando a los manifestantes que trataban de tomar los estudios de la televisión nacional, respaldaba al dictador. Pero a partir del 22 de diciembre los soldados, ahora dirigidos por el denominado Frente de Salvación Nacional (FSN), que se hizo con el control de la emisora, cambiaron de bando y se encontraron enfrentados a tropas de la Securitate armadas hasta los dientes. Entre tanto, los Ceaușescu fueron atrapados, detenidos y sometidos a juicio sumarísimo. Condenados por crímenes contra el Estado, fueron ejecutados precipitadamente el día de Navidad de 1989[29].

El FSN se convirtió en un consejo de Gobierno provisional y, después de rebautizar el país simplemente con el nombre de Rumania, nombró presidente a su líder Ion Iliescu. Éste, al igual que sus colegas del Frente, era un ex comunista que había roto con Ceaușescu años atrás y que podía presumir de ligeras credenciales «reformistas», aunque sólo fuera por haber conocido en sus años de estudiante a un joven Mijaíl Gorbachov. Pero la auténtica cualificación que tenía Iliescu para dirigir el proceso era su capacidad para controlar a las fuerzas armadas, sobre todo la Securitate, cuyos últimos miembros recalcitrantes abandonaron la lucha el 27 de diciembre. De hecho, aparte de autorizar el 3 de enero de 1990 el restablecimiento de los partidos políticos, el nuevo presidente no hizo mucho para desmantelar las instituciones del antiguo régimen.

Como demostrarían los acontecimientos posteriores, el aparato que había gobernado el país en la época de Ceaușescu se mantuvo sorprendentemente intacto, desprendiéndose únicamente de la propia familia Ceaușescu y de sus más egregios e incriminados socios. Al final se demostró que los rumores sobre la muerte de miles de personas durante las manifestaciones y enfrentamientos de diciembre eran exagerados —la cifra se aproximaba a las cien víctimas— y quedó claro que, pese a todo el valor y entusiasmo de las enormes multitudes congregadas en Timișoara, Bucarest y otras ciudades, la auténtica lucha se había librado entre los «realistas» del entorno de Iliescu y la vieja guardia del círculo de Ceaușescu. La victoria de los primeros hizo que Rumania abandonara el comunismo sin sobresaltos; en realidad, de forma sospechosamente suave.

Los despropósitos de los últimos tiempos de Ceaușescu fueron eliminados, pero la policía, la burocracia y gran parte del partido se mantuvieron intactos y en su lugar. Se cambiaron nombres —la Securitate fue oficialmente disuelta— pero no sus arraigados presupuestos y prácticas: Iliescu no hizo nada para impedir los disturbios registrados en Târgu Mureș el 19 de marzo, en los que murieron ocho personas y varios cientos resultaron heridas durante unos ataques orquestados contra la minoría húngara. Además, Iliescu, después de que su Frente de Salvación Nacional ganara por una abrumadora mayoría las elecciones de mayo de 1990 (a las que anteriormente había prometido no presentarse) y de ser formalmente reelegido presidente, el mes de junio siguiente no dudó en trasladar en autobuses a mineros a Bucarest para que golpearan a los estudiantes que se manifestaban: veintiuno fallecieron y unos seiscientos cincuenta resultaron heridos. A Rumania aún le quedaba un largo camino por recorrer.

El carácter de «golpe palaciego» de la revolución rumana quedó aún mas en evidencia al sur del país, donde el Comité Central del Partido Comunista Búlgaro expulsó bruscamente del poder a Todor Zhivkov, cuando ya contaba setenta y ocho años. El líder que durante más tiempo había ocupado el poder en el bloque comunista —había llegado a la jefatura del partido en 1954— había hecho lo posible, con un estilo característicamente búlgaro, por ceñirse estrechamente al modelo ruso: a comienzos de los ochenta había establecido un «nuevo mecanismo económico» para mejorar la producción y en marzo de 1987, siguiendo el ejemplo de Moscú, había prometido poner fin al control «burocrático» de la economía, garantizando al mundo que ahora Bulgaria podría encaminarse a su propia perestroika.

Pero los fracasos constantes de la economía búlgara y la inseguridad de los dirigentes comunistas, que crecía a medida que se iba perfilando con más claridad la situación en Moscú, llevaron a Zhivkov a buscar una fuente de legitimidad alternativa en el nacionalismo étnico. La considerable minoría turca de Bulgaria (unos novecientos mil individuos en una población de menos de nueve millones de personas) era un blanco tentador: no sólo era de una etnia y de una religión diferentes, sino que era la desafortunada heredera y símbolo de una época de odioso dominio otomano que hasta ese momento había sido un recuerdo directo para buena parte de la población. En Bulgaria ocurrió como en la vecina Yugoslavia: una tambaleante burocracia de partido dirigió toda la furia del prejuicio étnico contra una indefensa víctima interna.

En 1984 se anunció oficialmente que los turcos de Bulgaria no eran en absoluto turcos, sino búlgaros obligados a convertirse que ahora recuperarían su auténtica identidad. Se restringió y criminalizó la práctica de ritos musulmanes como la circuncisión, se prohibieron el uso de la lengua turca en los medios de comunicación, las publicaciones y la educación, y se tomó una medida especialmente ofensiva, y airadamente rechazada: se ordenó a los ciudadanos búlgaros de nombre turco que adoptaran nombres auténticamente «búlgaros». El resultado fue desastroso. La resistencia turca fue considerable y, a su vez, suscitó cierta oposición entre los intelectuales del país. Las protestas de la comunidad internacional fueron sonadas; Bulgaria fue censurada en las Naciones Unidas y en el Tribunal de Justicia Europeo.

Entre tanto, los oligarcas comunistas de los demás países se distanciaban de Zhivkov. En 1989, los comunistas búlgaros estaban más aislados que nunca y no poco perturbados por el curso de los acontecimientos en la vecina Yugoslavia, donde el partido parecía estar perdiendo el control. La crisis llegó a su punto culminante cuando durante el verano de 1989 se produjo el éxodo a Turquía de alrededor de trescientos mil turcos búlgaros, lo cual constituyó otra calamidad para el régimen, tanto desde el punto de vista de las relaciones públicas como desde el económico, porque comenzaban a escasear los trabajadores manuales[30]. El 26 de octubre, cuando la policía reaccionó de forma exagerada ante una pequeña concentración de ecologistas en un parque de Sofía, deteniendo y golpeando a los activistas del grupo Ecoglasnost por recoger firmas para hacer una petición, los comunistas reformistas, dirigidos por el ministro de Asuntos Exteriores Petar Mladenov, decidieron actuar. El 10 de noviembre, no por casualidad el día después de la caída del muro de Berlín, expulsaron al desventurado Zhivkov.

Después se produjo la para entonces habitual sucesión de acontecimientos: liberación de los presos políticos, legalización de los partidos, supresión de la cláusula de «papel preponderante» de los comunistas en la Constitución, constitución de una mesa redonda para preparar elecciones libres, cambio de nombre del antiguo partido, ahora denominado Partido Socialista Búlgaro, y, a su debido tiempo, los propios comicios, que, al igual que en Rumania, ganaron fácilmente los antiguos comunistas (hubo múltiples acusaciones de fraude electoral).

En Bulgaria la «oposición» política había surgido en gran medida a posteriori y, al igual que en Rumania, había indicios de que gran parte de ella había sido orquestada por facciones comunistas disidentes para lograr sus propósitos. No obstante, se produjeron auténticos cambios. Por lo menos, Bulgaria logró evitar la catástrofe que aguardaba a Yugoslavia. El 29 de diciembre, en medio de airadas protestas nacionalistas, los musulmanes y los turcos obtuvieron la equiparación total de derechos. En 1991, un partido mayoritariamente turco, el Movimiento por los Derechos y la Libertad, consiguió el suficiente apoyo electoral como para servir de bisagra en el Parlamento nacional.

¿Por qué cayó el comunismo con tanta celeridad en 1989? Por seductoras que sean, no debemos entregarnos a las sirenas del determinismo retrospectivo. Aunque los despropósitos inherentes al comunismo lo condenaran a desaparecer, pocos predecían el momento y el modo en el que ello sucedería. No hay duda de que la facilidad con la que reventó la ilusión del poder comunista puso de manifiesto que esos regímenes eran aún más débiles de lo que nadie podía suponer, lo cual permite observar con una nueva luz sus primeros momentos. No obstante, ilusorio o no, el comunismo duró mucho tiempo. ¿Por qué no pervivió todavía más?

Una de las respuestas se basa en una versión de la «teoría del dominó». Una vez que los líderes comunistas comenzaron a caer en un país, su legitimidad en los demás quedó fatalmente dañada. Hasta cierto punto, la credibilidad del comunismo residía en el hecho de que se proclamara encarnación de la necesidad, un producto lógico del progreso histórico, una presencia inevitable en el panorama moderno. Una vez que se demostró fehacientemente que esto era falso —en Polonia, por ejemplo, donde parecía que Solidaridad había puesto la historia del revés—, ¿por qué había que continuar creyendo en él en Hungría o Checoslovaquia? Hemos podido constatar que el ejemplo de los demás pesó claramente en el balance final.

No obstante, lo asombroso de la caída del comunismo en Europa no fue en sí mismo el contagio: todas las revoluciones se difunden así, corroyendo la legitimidad de las autoridades establecidas mediante una acumulación de ejemplos. Así ocurrió en 1848,1919 y, en menor medida, en 1968. La novedad de 1989 fue pura y simplemente la velocidad del proceso. Todavía en octubre de 1989 Imre Pozsgay en Hungría o Egon Krenze en Alemania del Este creían ingenuamente que podrían controlar y organizar su propia perestroika. Gran parte de sus adversarios tendían a coincidir con ellos y seguían buscando algún compromiso intermedio. En 1980 Adam Michnik había escrito que «es concebible una sociedad híbrida en la que la organización totalitaria del Estado coexista con instituciones sociales democráticas»; bien entrado el verano de 1989 apenas tenía razones para esperar otra cosa.

Uno de los factores novedosos fue el papel de los medios de comunicación. En concreto, los húngaros, los checos y los alemanes podían ver su propia revolución en los telediarios de cada noche. Para la población de Praga, la constante retransmisión de los acontecimientos del 17 de noviembre constituyó una especie de educación política instantánea, que remachaba incesantemente un doble mensaje: «Están impotentes» y «lo hemos conseguido». En consecuencia, el comunismo perdió su activo principal: el control y el monopolio de la información. El miedo a estar solo, la imposibilidad de saber si otros compartían los propios sentimientos, se disipó para siempre. Hasta en Rumania la toma de los estudios de la televisión nacional fue el momento determinante del levantamiento. No era casual que la truculenta suerte de los Ceaușescu fuera grabada para retransmitírsela al público de todo el país. Evidentemente, esta pauta no era nueva: a lo largo del siglo XX, desde Dublín hasta Barcelona las emisoras de radio y las oficinas de correos fueron los primeros objetivos de las turbas revolucionarias. Pero la televisión es más rápida.

El segundo rasgo prominente de las revoluciones de 1989 fue su carácter pacífico. Rumania fue la excepción, por supuesto; pero dada la naturaleza del régimen de Ceaușescu era algo que cabía esperar. Lo realmente sorprendente fue que incluso en Timișoara y Bucarest la magnitud de la carnicería fuera mucho menor de lo que todo el mundo se temía. Hasta cierto punto, esto también fue obra de la televisión. Con toda la población, por no hablar de gran parte del resto del mundo, observando hasta el último de sus movimientos, los regímenes comunistas estaban maniatados. El hecho de ser observados de este modo era en sí mismo una pérdida de autoridad y restringió enormemente su margen de maniobra[31].

No hay duda de que esas consideraciones no frenaron a las autoridades comunistas chinas, que asesinaron a cientos de manifestantes pacíficos en la plaza de Tiananmen el 4 de junio de ese mismo año. Nicolae Ceaușescu no habría dudado en imitar a Pekín si hubiera podido. Y hemos visto que Erich Honecker barajó como mínimo una solución similar. Pero para la mayoría de sus colegas esa opción ya no existía. En algún momento crucial todos los regímenes autoritarios agonizantes vacilaron entre la represión y la cesión. En el caso de los comunistas, la confianza en su propia capacidad para gobernarse estaba evaporando con tanta rapidez que las posibilidades de aferrarse al poder únicamente por la fuerza comenzaron a ser escasas, y nada claros los beneficios de hacerlo de ese modo. En el cálculo del propio interés que realizaban la mayoría de los burócratas y aparatchiks comunistas, el peso de la balanza estaba cayendo del otro lado: era mejor nadar a favor de la corriente que ser arrastrado por la marea del cambio.

Puede que ese cálculo hubiera sido diferente si las multitudes se hubieran mostrado furiosas o si sus líderes hubieran estado violentamente decididos a descargar su venganza contra el antiguo orden. Sin embargo, por muchas razones —entre ellas el propio ejemplo de Tiananmen, que se mostraba en la televisión el mismo día de las elecciones polacas— los hombres y las mujeres de 1989 evitaron conscientemente la violencia. No sólo la revolución polaca fue «contenida». Los regímenes comunistas, desacreditados por décadas de violencia y con todas las armas y balas de su lado, habían logrado enseñar a sus ciudadanos lo inadecuado e imprudente que era recurrir a la violencia. Con una policía que en Berlín y Praga siguió golpeando en la cabeza hasta las horas finales del antiguo régimen, los eslovacos no eran el único «Público contra la Violencia».

La aversión al uso de la fuerza era lo único que tenían en común muchos de los revolucionarios de 1989. Eran un grupo insólitamente variopinto, incluso en comparación con gran parte de las insurrecciones anteriores. El saldo variaba de un lugar a otro, pero lo normal era que «el pueblo» fuera una mezcla, entre otros, de comunistas reformistas, socialdemócratas, intelectuales liberales, economistas del libre mercado, activistas católicos, sindicalistas, pacifistas y algunos trotskistas irredentos. Parte de su fuerza radicaba en esta misma mezcolanza: en la práctica, era precisamente la combinación informal de organizaciones ciudadanas y políticas que constituye la antítesis de un Estado de partido único.

Ya entonces se podía detectar al menos una importante línea de fractura, la que separaba a los demócratas liberales de los nacionalistas populistas; la misma que distinguía, por ejemplo, a Mazowiecki de Wałęsa, o a los izquierdistas Demócratas Libres húngaros (dirigidos por János Kisy otros intelectuales disidentes) de los nacionalistas de viejo cuño del Foro Democrático. Como hemos visto, también había un componente típicamente generacional en las multitudes de 1989. Muchos de los experimentados líderes de la oposición intelectual compartían la misma historia que los críticos pertenecientes al propio partido. En consecuencia, para los estudiantes y para otros jóvenes estaban hechos del mismo molde: formaban parte de un pasado que no podía ni debía revivirse. En consonancia con la imagen de Viktor Orbán, su líder de veintiséis años, el partido húngaro Fidesz pretendió limitarse inicialmente a militantes menores de treinta años[32].

Los hijos de la «generación de Dubček», que apenas mostraban interés en recordar 1968 o en salvar los aspectos positivos de la República Democrática, no compartían ni los recuerdos ni las ilusiones de sus padres. La nueva generación tenía menos interés en debatir con sus dirigentes o en ofrecer alternativas radicales a su dominio que en escapar de él. Esto contribuyó al aspecto carnavalesco de 1989, subrayado por algunos observadores en Polonia y Checoslovaquia; también contribuyó a la falta de interés en un castigo violento. El comunismo era menos un obstáculo que algo irrelevante.

Donde mejor puede apreciarse esta actitud es en el lenguaje con que se expresaban los objetivos de 1989. El lema del «regreso a Europa» no era nuevo. Mucho antes del comunismo, la mitad oriental del continente había sido la Europa que buscaba admisión y reconocimiento; mientras que la occidental era la que se «conocía» a sí misma y en la que se buscaba desde hacía tiempo dicho reconocimiento[33]. Al instalarse el bloque soviético, la sensación de que el componente europeo había sido arrancado de raíz se convirtió en un tema recurrente del disentimiento y de la oposición intelectual de toda la región.

Pero el lamento por la pérdida de la identidad europea había adquirido una relevancia especial en el Este en los últimos años, con la aparición de una novedad en Occidente: una entidad institucional —una «Comunidad Europea», una «Unión Europea»— erigida en torno a unos valores «europeos» conscientemente aceptados —derechos individuales, obligaciones ciudadanas, libertad de expresión y movimiento— con los que los europeos orientales podían identificarse sin ningún problema. El discurso sobre «Europa» se hizo menos abstracto y, en consecuencia, entre otras cosas, más interesante para los jóvenes. Ya no era únicamente un lamento por la cultura perdida de la Praga y la Budapest antiguas y ahora representaba un conjunto de objetivos políticos concretos y realizables. Lo contrario del comunismo no era el «capitalismo» sino «Europa».

La cuestión iba más allá de la retórica. Mientras que los viejos cuadros comunistas podían apuntar convincentemente (e incluso con convicción) hacia los saqueos de una abstracción denominada «capitalismo», no tenían nada que ofrecer para sustituir a «Europa», porque ésta no representaban una alternativa ideológica, sino sólo una norma política. En ocasiones el pensamiento se declinaba como el concepto de «economía de mercado» y otras como el de «sociedad civil», pero en ambos casos «Europa» simbolizaba —pura y simplemente— la normalidad y una forma de vida moderna. El comunismo ya no era el futuro —su insistente baza durante seis décadas— sino el pasado.

Naturalmente, había diferencias. Los nacionalistas e incluso algunos conservadores políticos y religiosos —muchos de ellos participantes activos e influyentes en los sucesos de 1989— estaban menos dispuestos a pensar en «Europa» que en «Polonia» o «Hungría». Y puede que algunos de ellos se interesaran menos que otros por la libertad y los derechos individuales. También variaban las prioridades inmediatas de la multitud (tomando un ejemplo evidente, podemos decir que la idea de volver de algún modo a Europa fue más importante para movilizar el disentimiento popular en Checoslovaquia que en Rumania, donde era primordial expulsar al dictador y poner comida en la mesa). Y mientras que algunos de los líderes de 1989 se propusieron desarrollar una economía de mercado (es famosa la frase pronunciada por Tadeusz Mazowiecki al formar su primer Gobierno en septiembre de 1989, cuando dijo que estaba «buscando a su Ludwid Erhard» [canciller cristianodemócrata alemán entre 1963 y 1966]), otros, en concreto Havel, preferían centrarse en los fundamentos cívicos de la democracia.

La relevancia de estos matices no se revelaría hasta más tarde. Sin embargo, puede que sea oportuno en este momento hacer una observación sobre el papel que tuvo Estados Unidos en esta historia. Los europeos del Este, sobre todo los berlineses orientales, eran perfectamente conscientes del papel que habían tenido los norteamericanos en la contención de la Unión Soviética. También comprendían los matices que distinguían a los políticos de Europa occidental —que, en su mayoría, habían aceptado la convivencia con el comunismo siempre que éste no los molestara— de personajes como Ronald Reagan, que calificó abiertamente la Unión Soviética de «imperio del mal». Solidaridad se financiaba en gran medida desde Estados Unidos y era esta nación la que con más insistencia alentó oficialmente a los manifestantes de Berlín y de otros lugares, una vez que estuvo claro que probablemente triunfarían.

Pero de esto no hay que inferir, como ocurre con frecuencia, que los pueblos cautivos de Europa oriental ansiaran convertirse en… estadounidenses; y mucho menos que fuera el aliento o el apoyo de Estados Unidos lo que precipitó o facilitó su liberación[34]. El papel de Estados Unidos fue sorprendentemente escaso en los dramas de 1989, al menos hasta pasados los acontecimientos. Y el propio modelo social estadounidense —el «libre mercado»— sólo fue ocasionalmente postulado como objeto de admiración o emulación por las multitudes o sus portavoces. Para la mayoría de los habitantes del bloque comunista, la liberación no implicaba en modo alguno el ansia de lanzarse a una competencia económica sin ataduras, y mucho menos la pérdida de los servicios sociales gratuitos, el empleo garantizado, los alquileres baratos y otras ventajas que comportaba el comunismo. Después de todo, una de las abstracciones de «Europa», tal como se imaginaba en el Este, era que ofrecía bienestar y seguridad; libertad y protección. Se podía tener el pastel socialista y comerlo en libertad.

Esos sueños europeos presagiaban las decepciones venideras. Pero pocos lo vieron en su momento. En el mercado de los modelos alternativos, la forma de vida estadounidense seguía siendo una preferencia minoritaria y Estados Unidos, pese a su influencia mundial, estaba muy lejos. Sin embargo, la otra superpotencia estaba justo en el umbral de casa. Los estados satélites de Europa oriental eran colonias del imperio comunista con sede en Moscú. En consecuencia, es poco lo que, dentro de las transformaciones de 1989, puede atribuirse a fuerzas sociales o políticas autóctonas: ya sea respecto a las organizaciones católicas clandestinas de Eslovaquia, los grupos de rock de Polonia o los librepensadores de toda la zona. A fin de cuentas, lo que contaba era siempre Moscú.

Durante los vertiginosos destellos de la liberación, muchos europeos orientales, para subrayar sus propios logros, menospreciaron la importancia de Moscú. En enero de 1992, József Antall, del Foro Democrático y entonces presidente del Gobierno húngaro, lamentó ante una audiencia nacional la falta de reconocimiento por parte de Occidente del papel heroico de los centroeuropeos en la caída del comunismo: «Este amor no correspondido debe cesar, porque nosotros nos mantuvimos en nuestro puesto, libramos nuestras batallas sin lanzar ni un tiro y ganamos la tercera guerra mundial para ellos». El amargado relato de Antall, por muy halagador que fuera para su público, no expresa la verdad fundamental de los sucesos de 1989: si las multitudes, intelectuales y sindicalistas de Europa oriental «ganaron la tercera guerra mundial» fue, pura y simplemente, porque Mijaíl Gorbachov se lo permitió.

El 6 de julio de 1989 Gorbachov se dirigió en Estrasburgo al Consejo de Europa e informó a sus oyentes de que la Unión Soviética no obstaculizaría las reformas en Europa oriental: éstas eran «por completo un asunto de los propios pueblos». Durante una conferencia de líderes del bloque oriental, celebrada en Bucarest el 7 de julio de 1989, el mandatario soviético proclamó el derecho que tenía cada Estado a seguir su propia trayectoria sin injerencias externas. Cinco meses después, en un camarote del buque Máximo Gorki, atracado en Malta, garantizó al presidente Bush que no se utilizaría la fuerza para mantener en el poder los regímenes comunistas de Europa del Este. No había ambigüedad alguna en su posición. Gorbachov, como había subrayado Michnik en 1988, era «prisionero de los éxitos de su política exterior». Una vez que una metrópoli imperial reconocía tan abiertamente que no se aferraría, que no podía aferrarse, a su periferia colonial, y que todo el mundo la había aclamado por proclamarlo, sus colonias estaban perdidas y con ellas sus colaboracionistas autóctonos. Lo único que quedaba por precisar era cómo caerían y qué dirección tomarían.

No hay duda de que los propios colaboracionistas comprendieron lo que estaba pasando: entre julio de 1988 y julio de 1989 Károly Grósz y Miklós Németh, principales reformistas del partido en Hungría, realizaron cuatro visitas diferentes a Moscú para reunirse con Mijaíl Gorbachov. Su colega Rezső Nyers también habló con él en Bucarest el 7 de julio de 1989, al día siguiente de morir Kádár, y para entonces ya estaba claro que su causa estaba perdida. Gorbachov no tomó ninguna medida activa para precipitar o fomentar las revoluciones de 1989: se limitó a mantenerse al margen. En 1849 la intervención rusa sentenció la suerte de la revolución húngara y de otras similares; en 1989 la abstención soviética ayudó a garantizar su éxito.

Gorbachov no se limitó a dejar libres a las colonias. Al apuntar que no intervendría minó decisivamente la única fuente de legitimidad política de la que disponían los gobernantes de los estados satélites: la promesa (o amenaza) de intervención militar por parte de Moscú. Sin ella todos esos regímenes estaban políticamente desnudos. Desde el punto de vista económico, podrían haberse debatido durante algunos años más, pero, aquí también, la lógica de la retirada soviética era implacable: una vez que Moscú comenzó a cobrar los precios del mercado mundial a los países del COMECON (como hizo en 1990), éstos, enormemente dependientes de las subvenciones del imperio, se habrían venido abajo de todas maneras.

Como apunta este último ejemplo, Gorbachov estaba dejando caer el comunismo de Europa el Este con el fin de preservarlo en la propia Rusia, del mismo modo que Stalin había desarrollado los estados satélites no porque le interesaran en sí mismos, sino para proteger su frontera occidental. Desde el punto de vista táctico, Gorbachov erró el tiro por completo: a los dos años, las lecciones de Europa oriental se utilizarían contra el liberador de la región en su propio territorio. Pero estratégicamente su éxito fue inmenso e inusitado. No se tiene constancia histórica de ningún otro imperio territorial que abandonara sus dominios con tanta rapidez, con tan buen talante y con tan poco derramamiento de sangre. No se puede atribuir directamente a Gorbachov lo que ocurrió en 1989, ya que no lo planeó y sólo comprendió vagamente cuáles serían sus repercusiones a largo plazo. Sin embargo, él fue la causa que lo permitió y precipitó. Fue la revolución de Gorbachov.