XI
El momento de la socialdemocracia
Lo importante para el Gobierno no es hacer cosas que los individuos estén haciendo ya, y hacerlas un poco mejor o un poco peor, sino hacer cosas que en el momento presente no se estén haciendo en absoluto.
JOHN MAYNARD KEYNES (1926)
El desafío no va a proceder de Estados Unidos, […] de Alemania Occidental o de Francia; el desafío va a proceder de aquellas naciones que, por equivocadas que puedan estar —y yo creo que lo están en muchos aspectos fundamentales— son capaces sin embargo de cosechar los frutos materiales de la planificación económica y de la propiedad pública.
ANEURIN BEVAN (1959)
Nuestra nación representa la democracia y un buen alcantarillado.
JOHN BETJEMAN
Quiero abrir las ventanas de la Iglesia para que podamos ver lo que hay fuera y la gente pueda ver lo que hay dentro.
PAPA JUAN XXIII
La fotografía es la verdad. El cine es la verdad a veinticuatro fotogramas por segundo.
JEAN-LUC GODARD
La década de 1960 representó el apogeo del Estado europeo. En Europa occidental, la relación del ciudadano con el Estado a lo largo del siglo anterior había constituido un compromiso cambiante entre las necesidades militares y las reivindicaciones políticas: los derechos modernos de unos ciudadanos con un recién adquirido derecho al voto, contrarrestados con las antiguas obligaciones de defender el reino. Pero a partir de 1945 esa relación se caracterizó cada vez más por un denso tejido de prestaciones sociales y estrategias económicas por el cual era el Estado el que estaba al servicio de los ciudadanos, y no al contrario.
En años posteriores, las amplias ambiciones de los Estados del bienestar europeos irían perdiendo parte de su atractivo, entre otras cosas porque no podían ya cumplir sus promesas: el desempleo, la inflación, el envejecimiento de la población y la ralentización de la economía impusieron unos límites insoslayables a los esfuerzos de los Estados por cumplir con su parte del trato. Las transformaciones de los mercados de capitales internacionales y las comunicaciones electrónicas frustraron la capacidad de los gobiernos para planificar y aplicar las políticas económicas domésticas. Y, lo que es más importante, la propia legitimidad del Estado intervencionista se vio menoscabada: a escala nacional por los rigores y las ineficiencias de los organismos y las empresas del sector público, y, en el extranjero, por la incontrovertible evidencia del mal funcionamiento económico y la represión política de los Estados socialistas del bloque soviético.
Pero todo esto pertenecía al futuro. En los años de máximo apogeo del moderno Estado del bienestar europeo, cuando el aparato administrativo seguía ejerciendo todavía una autoridad de amplio alcance y su credibilidad se mantenía incólume, se alcanzó un notable consenso. El Estado, según se creía mayoritariamente, siempre lo haría mejor que el mercado no restringido: no sólo en lo tocante a la administración de justicia y defensa del reino, o a la distribución de bienes y servicios, sino en cuanto al diseño y aplicación de estrategias para la cohesión social, el sustento moral y la vitalidad cultural. El concepto de que era mejor dejar dichos aspectos en manos de intereses propios e ilustrados y el funcionamiento de un mercado libre de artículos e ideas era considerado en la mayoría de los círculos políticos y académicos europeos como una pintoresca reliquia de los tiempos pre-keynesianos; en el mejor de los casos, la consecuencia de no haber aprendido las lecciones de la Depresión y, en el peor, una invitación al conflicto y un velado llamamiento a los instintos humanos más bajos.
El Estado, por tanto, era una buena cosa; y estaba por todas partes. Entre 1950 y 1973, el gasto del gobierno se elevó de un 27,6 por ciento a un 38,8 por ciento del producto interior bruto en Francia, del 30,4 por ciento al 42 por ciento en Alemania Occidental, del 34,2 por ciento al 41,5 por ciento en el Reino Unido, y del 26,8 por ciento al 45,5 por ciento en Holanda (en un momento en el que dicho producto interior bruto estaba creciendo a un ritmo más rápido que nunca). La mayor parte con diferencia del aumento de este gasto fue a parar a seguros, pensiones, salud, educación y vivienda. En Escandinavia la proporción de la renta nacional destinada a la seguridad social se elevó un 250 por ciento en Dinamarca y Suecia entre 1950 y 1973. En Noruega se triplicó. Sólo en Suiza la parte del PIB gastada por el Estado se mantuvo comparativamente baja (no alcanzó el 30 por ciento hasta 1980), pero incluso allí contrastaba claramente con la cifra de 1938, de sólo el 6,8 por ciento.
El historial de éxitos del capitalismo europeo de la postguerra fue acompañado en todas partes de un reforzamiento del papel del sector público. Pero la naturaleza de la implicación del Estado varió considerablemente. En la mayoría de la Europa continental, el Estado evitó la propiedad directa de la industria (si bien no del transporte público o las comunicaciones), y optó por ejercer un control indirecto; a menudo a través de organismos teóricamente autónomos, de los cuales el tentacular IRI italiano fue el mayor y más conocido (véase el capítulo VIII).
Los conglomerados como el IRI no sólo se ocupaban de sus empleados y consumidores, sino también de diversos partidos políticos, sindicatos, instituciones de servicio social e incluso iglesias, cuyo patrocinio administraban y cuya influencia promovían. El Partido Democratacristiano de Italia «colonizó» en todos los niveles, desde los pueblos hasta la capital nacional, un variado abanico de servicios públicos y productos controlados o subvencionados por el Estado: transporte, medios electrónicos, bancos, energía, ingeniería e industrias químicas, construcción y producción de alimentos. Los principales beneficiarios, después del propio Partido, fueron los millones de hijos y nietos de campesinos sin tierras que encontraron un empleo seguro en las burocracias resultantes. El Instituto Nacional Italiano para los Huérfanos de la Guerra tenía empleadas a 12 personas por cada 70 huérfanos, y gastaba el 80 por ciento de su asignación presupuestaria anual en salarios y administración.
En un sentido similar, el control de las empresas del sector público en Bélgica permitió al gobierno nacional de Bruselas amortiguar el resentimiento local y sobornar los intereses regionales y lingüísticos enfrentados con servicios, trabajos y una costosa inversión en infraestructuras. En Francia, las nacionalizaciones de la postguerra establecieron unas redes duraderas de influencia y patrocinio. Électricité de France (EDF) era el principal proveedor de energía del país. Pero, también, uno de sus mayores empleadores. En virtud de un acuerdo que databa de la primera legislación de la postguerra, el uno por ciento de la facturación francesa de EDF se entregaba anualmente a un fondo social gestionado por el movimiento sindical entonces dominante, la Confédération Genérale du Travail (CGT). Las vacaciones y otras prestaciones sufragadas por este fondo (por no mencionar las oportunidades de empleo de su personal) representaron durante décadas una importante herramienta de padrinazgo para el propio patrono de la CGT, el Partido Comunista Francés.
De este modo, el Estado pudo engrasar los ejes del comercio, la política y la sociedad de numerosas formas. Y fue responsable, directa o indirectamente, del empleo y la remuneración de millones de hombres y mujeres que tenían por tanto un interés personal en él, ya fuera como profesionales o como burócratas. Los licenciados de las principales universidades británicas, al igual que sus contemporáneos de las grandes écoles francesas, solían por lo general buscar empleo no en las profesiones del sector privado, y mucho menos en la industria y el comercio, sino en educación, medicina, servicios sociales, derecho público y monopolios estatales o al servicio del gobierno. A finales de 1970, el 60 por ciento de todos los licenciados universitarios de Bélgica encontraron trabajo en los servicios públicos o en el sector social subvencionado públicamente. El Estado europeo había forjado así un mercado único para los bienes y servicios que podía proveer, y formó así un círculo virtuoso de empleo e influencia que gozó de una aceptación cuasi universal.
Las diferencias doctrinales sobre los pretendidos objetivos del Estado podían enfrentar estrepitosamente a izquierdas y derechas, cristianodemócratas y comunistas, socialistas y conservadores, pero casi todos tenían algo que ganar de las oportunidades que el Estado les proporcionaba en cuanto a ingresos e influencia. La fe en el Estado —como planificador, coordinador, promotor, arbitro, proveedor, celador y guardián— se extendió a través de prácticamente todas las demarcaciones políticas[1]. El Estado del bienestar era declaradamente social, pero quedaba lejos de ser socialista. En este sentido, el capitalismo del bienestar, tal y como se desarrolló en Europa occidental, era verdaderamente post-ideológico.
No obstante, dentro del consenso europeo general de la postguerra, existía un planteamiento diferenciado: el de los socialdemócratas. La socialdemocracia siempre había sido un híbrido; de hecho, esto era lo que le reprochaban sus enemigos de la derecha y de la izquierda. La socialdemocracia, una práctica en perpetua búsqueda de una base teórica, era el resultado de una visión preconizada por una generación de socialistas europeos ya a principios del siglo XX: que la revolución social inherente a la Europa moderna —profetizada y planeada por los socialistas visionarios del siglo XIX— yacía en el pasado, no en el futuro. Como solución a la injusticia y la ineficiencia del capitalismo industrial, el paradigma decimonónico de la agitación ciudadana no sólo no era deseable e inadecuado a la hora de conseguir sus metas, sino que también era innecesario. Las verdaderas mejoras de la situación de todas las clases sociales podían alcanzarse de forma progresiva y pacífica.
Esto no quería decir que los principios fundamentales del siglo XIX quedaran descartados. La inmensa mayoría de los socialdemócratas europeos de mediados del siglo XX, a pesar de la distancia que los separaba de Marx y sus herederos reconocidos, sostenían como artículo de fe que el capitalismo era inherentemente disfuncional y que el socialismo era superior tanto moral como económicamente. Lo que los distinguía de los comunistas era su renuencia a comprometerse con la inevitabilidad de la desaparición del capitalismo o con la idea de acelerar dicha desaparición mediante sus propias acciones políticas. Su tarea, según habían llegado a concluir después de décadas de Depresión, división y dictadura, consistía en utilizar los recursos del Estado a fin de eliminar las patologías propias de las formas de producción capitalistas y el funcionamiento incontrolado de la economía de mercado. En definitiva, construir buenas sociedades en lugar de utopías económicas.
La política de la socialdemocracia no siempre resultaba seductora para la gente joven e impaciente, como más adelante se pondría de manifiesto. Pero ejercía un atractivo natural sobre los hombres y mujeres que habían vivido las terribles décadas posteriores a 1914 y, en determinadas partes de Europa occidental, la socialdemocracia de mediados de la década de 1960 ya no constituía tanto una política como una forma de vida. El lugar donde esto se hacía más evidente era Escandinavia. Entre 1945 y 1964, la proporción de voto del Partido Socialdemócrata Danés en las elecciones nacionales aumentó del 33 al 42 por ciento; durante estos mismos años, el Partido Laborista Noruego alcanzó entre un 43 y un 48 por ciento; y, en el caso de los socialdemócratas suecos, sus votantes no descendieron nunca por debajo del 45 por ciento. En las elecciones de 1968 llegó a superar el 50 por ciento.
Lo más llamativo de estos porcentajes de voto no eran las cifras en sí: el Partido Socialista Austriaco obtuvo resultados prácticamente similares en alguna ocasión y, en las elecciones generales británicas de 1951, el Partido Laborista de Clement Attlee había conseguido el 48,8 por ciento de los votos (aunque los conservadores, con una suma de votos menor, obtuvieron más escaños parlamentarios). Lo más llamativo era su constancia. Año tras año, los partidos socialdemócratas escandinavos conseguían más de un 40 por ciento de los votos en sus respectivos países, lo que se tradujo en varias décadas de control gubernamental ininterrumpido, en alguna ocasión encabezando una coalición con otros partidos pequeños y dóciles, pero en la mayoría de los casos en solitario. Entre 1945 y 1968, ocho de cada diez gobiernos daneses estuvieron dirigidos por socialdemócratas; durante estos mismos años hubo cinco gobiernos noruegos, tres de ellos socialdemócratas, y cuatro suecos, todos ellos socialdemócratas. La constancia caracterizaba también a sus componentes: el noruego Einar Gerhardsen presidió dos gobiernos socialdemócratas durante un total de catorce años; en Suecia, Tage Erlander dirigió su partido y su país durante veintitrés años, de 1946 a 1969[2].
Las sociedades escandinavas heredaron ciertas ventajas. Pequeñas y socialmente homogéneas, sin ambiciones colonialistas ni imperiales en el extranjero, llevaban muchos años viviendo en Estados constitucionales. La Constitución danesa de 1849 había introducido un gobierno parlamentario limitado, pero una amplia libertad religiosa y de prensa. La Constitución sueca (y en aquel momento también noruega) de 1809 estableció unas instituciones políticas modernas, incluida la representación proporcional y el sistema ejemplarizante del Defensor del Pueblo —este último adoptado en años posteriores en toda Escandinavia— y proporcionó un marco estable dentro del cual se pudo desarrollar el sistema político de partidos. Permanecería en vigor hasta 1975.
Pero Escandinavia era históricamente pobre, una región de bosques, granjas, piscifactorías y unas cuantas industrias básicas, la mayoría de ellas localizadas en Suecia. Las relaciones laborales, especialmente en Suecia y Noruega, se habían visto tradicionalmente aquejadas por los conflictos (el índice de huelgas en ambos países se situó entre los más altos del mundo durante las primeras décadas del siglo XX). Durante la Depresión de la década de 1930, el desempleo tuvo carácter crónico en esta región. En 1932-1933, una tercera parte de la mano de obra sueca no tenía trabajo; en Noruega y Dinamarca, el 40 por ciento de la población laboral adulta estaba sin empleo (unas cifras comparables a las de los peores años del paro en Gran Bretaña, la Alemania de Weimar o los Estados industriales de Estados Unidos). En Suecia, la crisis condujo a violentos enfrentamientos, especialmente en Ådalen, en 1931, donde el ejército sofocó una huelga en una fábrica de papel (episodio relatado memorablemente por el director sueco Bo Widerberg en una película de 1969 titulada Ådalen 31).
Si Escandinavia —y, concretamente, Suecia— no siguió el mismo camino que otras sociedades económicamente deprimidas de Europa durante el periodo de entreguerras, gran parte del mérito le corresponde a los socialdemócratas. Tras la Primera Guerra Mundial los partidos socialistas escandinavos abandonaron mayoritariamente el dogma radical y las ambiciones revolucionarias que habían compartido con el movimiento socialista alemán y otros movimientos socialistas de la Segunda Internacional; y, a lo largo de la década de 1930, avanzaron en la dirección de un compromiso histórico entre el capital y la mano de obra. En 1938, en Saltsjöbaden, los representantes de los empresarios y los trabajadores suecos firmaron un pacto que constituiría la base de las futuras relaciones sociales del país y que serviría de anticipo a los pactos sociales neocorporativos contraídos en Alemania y Austria a partir de 1945, pero que antes de la guerra habían sido prácticamente desconocidos salvo bajo los auspicios fascistas[3].
Los socialdemócratas escandinavos estaban abiertos a estos compromisos porque no albergaban ilusiones respecto al supuesto electorado «proletario» en cuyo incondicional apoyo otros partidos socialistas confiaban. Si hubieran dependido solamente de los votos de la clase trabajadora de las ciudades, o incluso de los votos de la clase trabajadora aliada con los reformistas de clase media, los partidos socialistas de Escandinavia hubieran permanecido para siempre en minoría. Sus perspectivas políticas se basaban en extender su poder de convocatoria a las poblaciones mayoritariamente rurales de la región. Y, de este modo, a diferencia de casi todos los demás partidos socialistas o socialdemócratas de Europa, los socialdemócratas escandinavos no fueron objeto de la antipatía instintiva de la población rural que caracterizó a gran parte de la izquierda europea, desde los comentarios de Marx sobre la «idiotez de la vida rural» hasta el desagrado de Lenin por los kulaks.
Los resentidos e indigentes campesinos de la Europa central y del sur del periodo de entreguerras constituían un electorado potencialmente receptivo para los nazis, fascistas o los populistas agrarios. Pero los igualmente atribulados granjeros, leñadores, campesinos y pescadores del lejano norte de Europa se volvieron cada vez en mayor número hacia los socialdemócratas, que apoyaron activamente las cooperativas agrarias —de especial importancia en Dinamarca, donde la agricultura comercial estaba bastante extendida y era eficiente, a pesar de su pequeña escala— e hicieron desaparecer de este modo las sempiternas distinciones socialistas entre la producción privada y las metas colectivas, entre el campo «atrasado» y la ciudad «moderna», tan electoralmente perjudiciales en otros países.
Esta alianza entre el trabajo y la agricultura —facilitada por la inusual independencia de los campesinos escandinavos, imbricada en comunidades fervientemente protestantes, libres de las ataduras del tradicional sometimiento rural a un sacerdote o terrateniente— constituiría la plataforma a largo plazo sobre la que habrían de construirse posteriormente las socialdemocracias con más éxito de Europa. Las coaliciones «rojiverdes» (al principio entre los partidos agrarios y socialdemócratas, y luego sólo entre estos últimos), inconcebibles en cualquier otro país, en Escandinavia se convirtieron en la norma. Los partidos socialdemócratas fueron el vehículo a través del cual la sociedad rural tradicional y la mano de obra industrial entraron de la mano en la era urbana: en este sentido, la socialdemocracia escandinava no constituyó sólo una opción política más, sino la modernidad misma.
Los Estados del bienestar escandinavos que se desarrollaron a partir de 1945 tuvieron por tanto sus orígenes en los dos pactos sociales de la década de 1930: el de los empresarios y los trabajadores y el de los obreros y los agricultores. Los servicios sociales y otras prestaciones públicas que llegaron a caracterizar el «modelo» escandinavo fueron fiel reflejo de estos orígenes, y enfatizaron la universalidad y la igualdad (unos derechos sociales universales, una distribución equitativa de la renta y unas prestaciones de tarifa única financiadas a través de una tributación fiscal claramente progresiva). Ofrecían por tanto un marcado contraste con la típica versión europea continental en la que el Estado transfería o devolvía ingresos a familias e individuos que les permitían pagar en metálico por lo que, en esencia, eran unos servicios privados subvencionados (especialmente en lo referente a seguros y atención médica). Pero, salvo en el caso de la educación, que desde antes de 1914 ya era universal y cubría todos los niveles, el sistema de bienestar escandinavo no se concibió e implantó de una sola vez, sino que se instauró paulatinamente. La atención sanitaria sería, en concreto, lo último en consolidarse: en Dinamarca la cobertura sanitaria universal no se alcanzó hasta 1971, veintitrés años después de ser inaugurado al otro lado del Mar del Norte el Servicio de Salud Pública británico de Aneurin Bevan.
Por otra parte, lo que desde fuera parecía un sistema nórdico único era en realidad bastante diferente en cada país. Dinamarca era la menos «escandinava». No sólo dependía en grado sumo de un mercado exterior para la producción agrícola (sobre todo para los productos lácteos y del cerdo) y era por tanto más sensible a las medidas y los avances políticos del resto de Europa, sino que su mano de obra cualificada estaba mucho más dividida en función de unas lealtades y organizaciones de origen gremial. En este sentido, se parecía a Gran Bretaña más que, por ejemplo, Noruega; de hecho, durante la década de 1960 los socialdemócratas daneses se vieron obligados en más de una ocasión a emular a los gobiernos británicos y trataron de imponer controles de precios y salarios a un mercado laboral inestable. Para los estándares británicos, esta política resultó un éxito; pero, para los más exigentes criterios escandinavos, las relaciones sociales danesas y los resultados económicos de Dinamarca fueron siempre algo problemáticos.
Noruega era el país más pequeño y más homogéneo de todas las sociedades nórdicas (excepto Islandia). También era el que más había sufrido a causa de la guerra. Por otra parte, incluso antes de que se descubriera petróleo a escasa distancia de sus costas, la situación de Noruega era peculiar. Como Estado en primera línea de la Guerra Fría y por tanto obligado a unos desembolsos mucho mayores en materia de defensa que la minúscula Dinamarca o la neutral Suecia, era también el más alargado de los países del norte, con una reducida población de menos de cuatro millones de personas, repartidas a lo largo de una costa de 1.752 kilómetros, la más larga de Europa. Muchas de las ciudades y pueblos más distantes dependían y siguen dependiendo hoy en día de la pesca para su supervivencia. Socialdemócrata o no, el Gobierno de Oslo tenía que dedicar los recursos del Estado a objetivos sociales y comunales: las subvenciones dirigidas desde el centro a la periferia (para transporte, comunicaciones, educación y suministro de profesionales y servicios, especialmente las destinadas al tercio del país situado al norte del Círculo Polar Ártico) constituían el alma del Estado noruego.
Suecia, a su vez, también era distinta (aunque sus peculiaridades llegarían con el tiempo a ser consideradas como la norma escandinava) . Con una población prácticamente del tamaño de la de Noruega y Dinamarca juntas (sólo la población de la capital, Estocolmo, equivalía al 45 por ciento de los habitantes de Noruega), la sociedad sueca era, con diferencia, la más rica y la más industrializada de las escandinavas. En 1973 su producción de mineral de hierro era ya comparable a la de Francia, Gran Bretaña y Alemania Occidental juntas, y equivalía a casi la mitad de la de Estados Unidos. En cuanto a producción papelera, era el líder mundial en pasta y transporte de papel. Mientras que la socialdemocracia noruega consistió durante muchos años en ordenar, racionar y distribuir sus escasos recursos entre una sociedad pobre, Suecia era ya en 1960 uno de los países más ricos del mundo. La socialdemocracia allí consistió en distribuir y repartir por igual la riqueza y los servicios en aras del bien común.
En toda Escandinavia, pero especialmente en Suecia, la propiedad y la explotación privada de los medios de producción nunca se puso en cuestión. A diferencia del movimiento laborista británico, cuya doctrina y programa esencial se caracterizó desde 1918 por una fe inamovible en las virtudes de la propiedad estatal, los socialdemócratas suecos estaban conformes con dejar el capital y la iniciativa en manos privadas. El ejemplo de la British Motor Corporation del Reino Unido, un indefenso conejillo de indias para los experimentos del Gobierno en la asignación centralizada de recursos, nunca se seguiría en Suecia. Volvo, Saab y otras empresas privadas dependían sólo de ellas mismas para prosperar o fracasar.
De hecho, en la «socialista» Suecia, el capital industrial se concentraba en menos manos privadas que en cualquier otro país de Europa. El Gobierno nunca interfirió ni en la acumulación de riqueza privada ni en el mercado de bienes y capitales. Incluso en Noruega, tras quince años de gobierno socialdemócrata, el sector de la economía directamente propiedad del Estado o gestionado por éste era en realidad menor que el de la Alemania Occidental cristianodemócrata. Pero en ambos países, al igual que en Dinamarca y Finlandia, lo que el Estado sí hacía era gravar y redistribuir sin reparos y progresivamente las ganancias privadas para fines públicos.
Para muchos observadores extranjeros, y para la mayoría de los escandinavos, los resultados parecían hablar por sí mismos. En 1970 la economía sueca (junto con la finlandesa) se situaba entre las cuatro primeras del mundo en términos de poder adquisitivo per cápita (las otras dos eran la estadounidense y la suiza). Los escandinavos vivían más tiempo, y de forma más saludable, que la mayoría del resto del mundo (algo que hubiera asombrado al aislado y empobrecido campesinado nórdico de tres generaciones antes). La provisión y las instalaciones de servicios educativos, de asistencia social, médicos, de seguros, jubilación y ocio, no tenían parangón (ni siquiera con Estados Unidos o incluso con Suiza), como tampoco el bienestar físico y económico con el que vivían los ciudadanos de la Europa nórdica. A mediados de la década de 1960 el «gélido norte» había adquirido un estatus cuasi mítico: el modelo de la socialdemocracia escandinava no podía reproducirse en ningún otro lugar, pero despertaba admiración y envidia en todo el mundo.
Cualquiera que esté familiarizado con la cultura nórdica, desde Ibsen y Munch hasta Ingmar Bergman, reconocerá otra faceta de la vida escandinava: su carácter introspectivo y tendente a la melancolía, identificado popularmente en aquellos años con su propensión a la depresión, el alcoholismo y un elevado índice de suicidios. Durante la década de 1960, y en algunas otras ocasiones posteriores, los críticos conservadores de la política escandinava se complacían en culpar de estos defectos a la parálisis moral generada por una excesiva seguridad económica y un gobierno centralizado. Y por otro lado estaba la concurrente tendencia de los escandinavos a quitarse la ropa en público (y en las películas) y —según un extendido rumor— a hacer el amor con absolutos extraños: otra prueba más, para algunos observadores, del perjuicio psíquico derivado de un Estado todopoderoso que abastece de todo y no prohíbe nada[4].
Si esto era lo peor que podía argumentarse contra el «modelo» escandinavo, podría entenderse que los socialdemócratas de Suecia y demás países se rieran (o, en este caso, se lamentaran) de camino al banco. Pero sus críticos tenían razón en una cuestión: el Estado omnipotente tenía un lado oscuro. La confianza de principios del siglo XX en la capacidad del Estado para construir una sociedad mejor había adoptado muy distintas formas: la socialdemocracia escandinava —al igual que el reformismo fabiano del Estado del bienestar británico— surgió de la extendida fascinación por la ingeniería social de todo tipo. Y sólo un poco más allá de la utilización del Estado para regular ingresos, gastos, empleo e información se escondía la tentación de jugar con los propios individuos.
La eugenesia —la «ciencia» de la mejora racial— era algo más que una moda pasajera eduardiana, como el vegetarianismo o el excursionismo (aunque a menudo atraía al mismo público). Adoptada por intelectuales de todas las tendencias políticas, encajaba especialmente con las ambiciones de los reformistas sociales bienintencionados. Si el objetivo social era mejorar la condición humana en general, ¿por qué desaprovechar las oportunidades que ofrecía la sociedad moderna de añadir de paso unas mejoras específicas? ¿Por qué la prevención o la eliminación de las imperfecciones de la condición humana no podían ampliarse a la prevención (o la eliminación) de los seres humanos imperfectos? En las primeras décadas del siglo XX, la planificación social o genética manipulada científicamente estaba muy extendida y despertaba un profundo respeto; si en la Europa de la postguerra había quedado completamente desacreditada era debido exclusivamente a los nazis, cuyas ambiciones «higiénicas» comenzaron con la antropometría teórica y terminaron en las cámaras de gas; o al menos ésa era la creencia general.
Pero, como muchos años después quedaría demostrado, las autoridades escandinavas al menos no habían abandonado su interés por la teoría —y la práctica— de la «limpieza racial». Entre 1934 y 1976 se llevaron a cabo programas de esterilización en Noruega, Suecia y Dinamarca, en cada caso bajo los auspicios o con el conocimiento de los gobiernos socialdemócratas. Durante estos años, aproximadamente 6.000 daneses, 40.000 noruegos y 60.000 suecos (mujeres en el 90 por ciento de los casos) fueron esterilizados con fines «higiénicos»: «para mejorar la población». El alma máter intelectual de estos programas —el Instituto de Biología Racial de la Universidad de Uppsala, en Suecia— se había fundado en 1921, en pleno auge de esta moda. No se desmantelaría hasta cincuenta y cinco años más tarde.
En todo caso, hasta qué punto esta triste historia guarda relación con la socialdemocracia es algo que no está claro: otros gobiernos claramente no socialistas y no democráticos han hecho aún más y peores cosas. La legitimidad del Estado en la Escandinavia de la postguerra, la autoridad y la iniciativa que le confería una ciudadanía mayoritariamente fiel dejaban al Gobierno libertad para actuar en pro de lo que él entendía como el interés público, con un grado de supervisión notablemente escaso. No parece que a un Defensor del Pueblo se le haya ocurrido nunca investigar los abusos hacia aquéllos situados fuera de la comunidad de los ciudadanos con derechos y que pagaban sus impuestos. La línea que separaba la tributación progresiva y el permiso de trabajo por paternidad de la interferencia forzosa en las capacidades reproductoras de los ciudadanos «defectuosos» no siempre ha estado del todo clara para algunos gobiernos de la Escandinavia socialdemócrata de la postguerra. Ello sugiere, como mínimo, que las lecciones morales de la Segunda Guerra Mundial no habían quedado tan claras como en determinado momento se supuso, precisamente (y tal vez no de forma fortuita) en países como Suecia, cuya conciencia colectiva se tenía en general por bastante lúcida.
Fuera de Escandinavia, la aproximación más exacta al ideal socialdemócrata se consiguió en otro pequeño país neutral situado en el extremo de Europa occidental: Austria. De hecho, las similitudes aparentes eran tales que los observadores solían referirse al «modelo austro-escandinavo». Austria, al igual que Suecia o Noruega, un país mayoritariamente rural, históricamente pobre, se había transformado, como ya hemos visto, en un oasis próspero, estable y políticamente tranquilo, cuyo bienestar lo proporcionaba el Estado. También en Austria se había alcanzado un pacto de facto, en este caso entre los socialistas y el conservador Partido Popular, para evitar una posible vuelta a los abiertos enfrentamientos de las décadas de entreguerras. Pero aquí terminaban las similitudes.
Austria era efectivamente «social» (presentaba, después de Finlandia, el mayor sector nacionalizado de Europa), pero no particularmente socialdemócrata. Hasta 1970, con el nombramiento de Bruno Kreisky como canciller, el país no tendría su primer jefe de Gobierno socialista de la postguerra. Aunque Austria instauró con el tiempo muchos de los servicios sociales y políticas públicas asociadas a la sociedad socialdemócrata escandinava —atención infantil, generosas prestaciones por desempleo y pensiones públicas, apoyo familiar, cobertura médica y educativa, transporte de máxima calidad subvencionado por el Estado— una de las cosas que distinguía a Austria de Suecia, por ejemplo, era la asignación cuasi universal de empleo, influencia, favores y fondos en función de la afiliación política. Esta apropiación del Estado austriaco y sus recursos para estabilizar el mercado en torno a unas preferencias políticas no obedecía tanto a unos ideales sociales como al recuerdo de los traumas del pasado. A consecuencia de su experiencia durante el periodo de entreguerras, los socialistas austriacos estaban más interesados en estabilizar la frágil democracia de su país que en revolucionar sus políticas sociales[5].
Al igual que el resto de la sociedad austriaca, los socialdemócratas del país se mostraron claramente partidarios de dejar atrás el pasado. Los partidos socialdemócratas de los demás países tardaron bastante más en abandonar cierta nostalgia por la transformación radical. En Alemania Occidental, el SPD esperó hasta 1959, durante la celebración de su congreso en Bad Godesberg, para replantearse sus objetivos y propósitos. El nuevo programa del Partido allí adoptado establecía claramente que «el socialismo democrático, enraizado en Europa en la ética cristiana, el humanismo y la filosofía clásica, no pretende proclamar verdades absolutas»[6].
Este reconocimiento tardío contrasta de forma evidente con la decisión del Partido Obrero Belga (Parti Ouvrier Belge), tomada al año siguiente, de reconfirmar los estatutos fundacionales de 1894, con sus demandas de colectivización de los medios de producción; y también con la negativa del Partido Laborista británico, en 1960, de seguir la recomendación de su líder reformista Hugh Gaitskell y suprimir el mismo compromiso, consagrado en la cláusula IV del programa del Partido de 1918. Parte de la explicación de este diferente comportamiento reside en la experiencia inmediatamente anterior: el recuerdo de los destructivos enfrentamientos y la proximidad de la amenaza totalitaria, bien pertenecieran al pasado reciente o se encontraran justo al otro lado de una frontera, contribuyó a concentrar la atención de los socialdemocratas alemanes y austriacos —así como la de los comunistas italianos— en las virtudes del compromiso.
El Partido Laborista de Gran Bretaña no tenía que librarse de este tipo de pesadillas. Al igual que sus homólogos belgas (y holandeses), había sido, desde sus orígenes, un movimiento «laborista» y no un partido «socialista», y lo que más le preocupaba eran los intereses (y el dinero) de sus afiliados sindicales. Estaba por tanto menos ideologizado, pero sus miras eran más estrechas. Caso de habérseles instado a ello, los portavoces del Partido Laborista se habrían mostrado dispuestos a suscribir los objetivos generales de los socialdemocratas europeos; pero sus propios intereses eran en realidad mucho más prácticos y pueblerinos. Precisamente debido a la estabilidad intrínseca de la cultura política británica (o al menos inglesa), y gracias a su largo tiempo asentada —aunque cada vez más reducida— base obrera, el Partido Laborista mostró poco interés en los innovadores acuerdos que habían conformado los Estados del bienestar de los países de habla escandinava o alemana.
Pero, por el contrario, el compromiso británico se caracterizó por una política fiscal manipuladora de la demanda y unas prestaciones universales muy costosas, apoyadas en una tributación extremadamente progresiva y un sector nacionalizado muy extenso, y contrapuestas a la inestabilidad y el enfrentamiento histórico que caracterizaban sus relaciones industriales. Salvo por el énfasis laborista en las virtudes intrínsecas de la nacionalización, estos acuerdos ad hoc contaban con el respaldo mayoritario de los partidos conservadores y liberales. Si en algún sentido la política británica se ha visto conformada por los traumas del pasado, ha sido mediante el reconocimiento generalizado de todos los partidos de que había que evitar a toda costa un retorno al desempleo masivo.
Incluso después de que el nuevo líder laborista Harold Wilson volviera a llevar al poder a su partido en 1964, después de trece años de oposición, y se refiriera con entusiasmo a la «candente revolución tecnológica» de la era, pocas cosas cambiaron. El estrecho margen de la victoria de Wilson en las elecciones de 1964 (una mayoría parlamentaria de cuatro) apenas le permitió asumir riesgos políticos, y aunque los laboristas obtuvieron mejores resultados en las elecciones convocadas dos años después, no habría de producirse ningún cambio radical en cuanto a política social o económica. El propio Wilson era heredero de la tradición de Attlee-Beveridge de teorías fabianas y prácticas keynesianas, y mostraba poco interés en la innovación económica (o política). Al igual que la mayoría de los británicos de todas las tendencias era profundamente convencional y pragmático, con una orgullosa y miope visión de los asuntos públicos: como en cierta ocasión expresó él mismo, «una semana es mucho tiempo en política».
Sin embargo, el Estado socialdemócrata británico presentaba de hecho unas características peculiares, aparte de la negativa provinciana de todos los partidos afectados a describirlo como tal. Lo que a la izquierda británica (y, en aquel momento, a gran parte del centro y el centro-derecha del espectro político) le preocupaba por encima de todo era el objetivo de la justicia. Era la injusticia manifiesta, la desigualdad de la vida antes de la guerra, la que había motivado tanto las reformas de Beveridge como el aplastante voto a favor de los laboristas en 1945, al igual que era la promesa de liberalizar la economía mientras se mantenía al mismo tiempo una distribución justa de las retribuciones y servicios lo que había llevado al poder a los conservadores en 1951 y les había permitido seguir en él durante tanto tiempo. Los británicos aceptaron la tributación progresiva y dieron la bienvenida a la cobertura sanitaria universal no porque les fueran presentadas como medidas «socialistas», sino porque intuitivamente las consideraban justas.
De la misma manera, el curioso funcionamiento regresivo de los sistemas de tarifa única de las prestaciones y los servicios británicos —que desfavorecían desproporcionadamente a la clase media profesional más acomodada— gozaba en general de bastante aceptación por su carácter igualitario, por lo menos en apariencia. De ahí que la innovación más importante de los gobiernos laboristas de la década de 1960 —la introducción de una enseñanza secundaria globalizada[a] para todos los alumnos y la abolición de los exámenes de entrada a las selectivas grammar schools, un compromiso laborista juiciosamente ignorado por Attlee después de 1945— fuera tan bien recibida, más por considerársela «antielitista» y, por tanto, «justa» que por sus valores intrínsecos. Esta es la razón por la que la reforma educativa fue promovida incluso por los gobiernos conservadores tras la salida de Wilson en 1970, a pesar de las advertencias procedentes de todos los bandos sobre las nocivas consecuencias que dichos cambios podrían acarrear[7].
La dependencia del Partido Laborista del respaldo de los sindicatos le llevó a posponer el tipo de reformas industriales que muchos (incluidos algunos de sus propios líderes) sabían que eran necesarias desde hacía tiempo. Las relaciones industriales británicas seguían estancadas a causa de enfremamientos sindicales y disputas gremiales sobre el trabajo a destajo y los salarios prácticamente desconocidos en Escandinavia, Alemania, Austria y Holanda. Los ministros laboristas realizaron algunos desganados intentos para romper con esta pesada herencia, pero sin mucho éxito; y, en parte por esta razón, los logros de los socialdemócratas continentales nunca llegaron a emularse en Gran Bretaña.
Por otra parte, los rasgos universales del sistema de prestaciones sociales británico, introducido dos o tres décadas antes que, por ejemplo, el de Francia o Italia, ocultaban el alcance extremadamente limitado de los logros conseguidos por el Estado británico a efectos prácticos, incluso en el ámbito de la igualdad material: todavía en 1967 el 10 por ciento de la población del Reino Unido seguía acaparando el 80 por ciento de todo el patrimonio privado. El efecto real de las políticas redistributivas de las primeras tres décadas de la postguerra consistió en desviar los ingresos y bienes del 10 por ciento mejor situado al 40 por ciento situado por debajo de él; el 50 por ciento restante avanzó muy poco, a pesar de la mejora general en materia de seguridad y bienestar.
Cualquier auditoría global a la era del Estado del bienestar en Europa occidental se vería inevitablemente sesgada por nuestro conocimiento de los problemas a los que habría de enfrentarse en décadas posteriores. Así, hoy en día salta a la vista que iniciativas como la Ley de Reforma de la Seguridad Social de 1957 de Alemania Occidental, que garantizaba a los trabajadores una pensión en función de sus salarios en el momento de la jubilación y asociada al índice del coste de la vida, supondría una carga presupuestaria insoportable en unas circunstancias demográficas y económicas distintas. Y, en retrospectiva, parece claro que la radical nivelación de la renta en la socialdemócrata Suecia redujo el ahorro privado y por tanto inhibió futuras inversiones. Incluso entonces resultaba obvio que las transferencias del gobierno y las prestaciones sociales beneficiaban a aquellos que sabían cómo sacarles todo el partido posible: especialmente a la clase media con formación académica, que lucharía por aferrarse a lo que en realidad representaba para ellos una nueva remesa de privilegios.
Pero los logros de los «Estados-niñera» de Europa fueron en todo caso reales, al margen de que hubieran sido introducidos por socialdemócratas, católicos paternalistas o conservadores y liberales de talante moderado. Partiendo de unos programas básicos de protección social y económica, los Estados del bienestar avanzaron hacia unos sistemas de derechos, prestaciones, justicia social y redistribución de la renta —y gestionaron esta esencial transformación sin prácticamente ningún coste político—. Incluso la creación de una nueva clase de burócratas y beneficiarios administrativos guiados por su propio interés no dejó de tener sus ventajas: al igual que los agricultores, la tan vilipendiada «clase media baja» tenía ahora un interés personal en las instituciones y los valores del Estado democrático. Esto redundó en beneficio tanto de los socialdemócratas como de los democratacristianos, como ambos grupos percibieron claramente. Pero además perjudicó a los fascistas y los comunistas, lo que era aún más importante.
Dichos cambios reflejaron las transformaciones demográficas ya señaladas, pero también unos niveles sin precedentes en cuanto a seguridad personal y a una nueva dimensión de movilidad educativa y social. Como los ciudadanos de Europa occidental ya no tenían igual probabilidad de permanecer en el mismo lugar, profesión, tramo de renta y clase social en el que habían nacido, se sentían menos dispuestos a identificarse automáticamente con los movimientos políticos y las afiliaciones sociales del mundo de sus mayores. A la generación de 1930 le bastaba con alcanzar una seguridad económica, y, por tanto, volvió la espalda a la movilización política y sus riesgos asociados; sus hijos, la mucho más numerosa generación de 1960, sólo habían conocido la paz, la estabilidad política y el Estado del bienestar. Y daban todas estas cosas por sentadas.
El aumento de la influencia del Estado sobre el empleo y el bienestar de sus ciudadanos se vio acompañado por una constante reducción de su autoridad sobre su moral y sus opiniones. En aquel momento esto no resultaba paradójico. Los defensores liberales y socialdemócratas del Estado del bienestar europeo no veían en principio razón por la que el Gobierno no debiera prestar atención al bienestar económico o médico de la población y garantizar el bienestar de los ciudadanos de la cuna a la sepultura, mientras se mantenía al mismo tiempo completamente al margen de cuestiones personales como la religión y el sexo, o los gustos y criterios artísticos. Los cristianodemócratas de Alemania o Italia, para quienes el Estado todavía tenía un interés legítimo en la educación y las costumbres de sus ciudadanos, no podían reparar tan fácilmente en esta distinción. Pero también se enfrentaban a una presión cada vez mayor para que se adaptaran.
Hasta principios de la década de 1960 las autoridades públicas de toda Europa occidental (con la excepción parcial de Escandinavia) habían ejercido un control firme y represivo sobre los asuntos y las opiniones privadas de la ciudadanía. Las relaciones homosexuales eran ilegales en casi todas partes y estaban castigadas con largas penas de prisión. En muchos países ni siquiera estaba permitida su representación artística. El aborto era ilegal en la mayoría de los países. Incluso la contracepción era técnicamente contraria a la ley en algunos países católicos, a pesar de consentirse en la práctica. El divorcio también resultaba problemático y, en ciertos países, imposible. En muchos lugares de Europa occidental (de nuevo con la excepción parcial de Escandinavia) los organismos del gobierno seguían ejerciendo la censura en el teatro, el cine y la literatura, y la radio y la televisión eran monopolios públicos en casi todas partes, y su funcionamiento, como ya hemos visto, se regía por estrictas normas respecto a sus contenidos, y su nivel de tolerancia hacia la disensión o la «falta de respeto» era muy bajo. Incluso en el Reino Unido, donde la televisión comercial se introdujo en 1955, estaba también estrictamente regulada y debía cumplir con una obligación de carácter público de proporcionar «conocimiento e información», así como entretenimiento y publicidad.
La censura, al igual que los impuestos, aumentó debido a la guerra. En Gran Bretaña y Francia algunas de las limitaciones más estrictas en materia de conducta y expresión de opiniones habían sido introducidas durante la Primera o la Segunda Guerra Mundial, y nunca desde entonces habían sido revocadas. En todas partes —Italia, Alemania Occidental y algunos de los países que habían ocupado— las regulaciones de la postguerra constituían un legado de las leyes fascistas que los legisladores democráticos habían preferido mantener en vigor. Un número relativamente escaso de los poderes «morales» más represivos que seguían vigentes todavía en 1960 databan de fechas anteriores al siglo XIX (quizá el más evidentemente anacrónico fuera el de la Oficina del Lord Chambelán de Gran Bretaña, responsable de la censura previa del teatro, donde los cargos de examinador y ayudante del examinador de obras habían sido creados ya en 1738). La excepción más destacada a esta regla, por supuesto, la constituía la Iglesia Católica.
Incluso después del Primer Concilio Vaticano de 1870, celebrado bajo la influencia y los auspicios del declaradamente reaccionario papa Pío IX, la Iglesia católica había adoptado una visión omnímoda y decididamente dogmática de sus responsabilidades como guardián moral de su rebaño. Precisamente debido a que el Estado moderno seguía manteniéndola sistemáticamente apartada del ámbito del poder político, el Vaticano se mostraba inflexible en las exigencias que requería de sus seguidores por otros medios. De hecho, el largo y —en retrospectiva— controvertido papado de Eugenio Pacelli, el papa Pío XII (1939-1958), no sólo mantuvo los mismos principios espirituales, sino que volvió a introducir a la Iglesia oficial en la política.
Abiertamente situado en el bando de la reacción política, desde los estrechos lazos del Vaticano con Mussolini y su ambivalente respuesta al nazismo hasta su entusiasmo por los dictadores católicos de España y Portugal, el papado de Pacelli también adoptó una línea inflexible en la política doméstica de las democracias. A los católicos de Italia, especialmente, no les quedaba lugar a dudas sobre la como mínimo incorrección espiritual de votar en contra de los cristianodemócratas; pero incluso en las relativamente liberales Bélgica u Holanda la jerarquía católica local tenía estrictas instrucciones de captar el voto católico para los partidos católicos y sólo para ellos. Habría que esperar a 1967, nueve años después de la muerte de Pío XII, para que un obispo holandés sugiriera en público que los católicos holandeses podían votar por un partido no católico sin arriesgarse a la excomunión.
En estas circunstancias apenas resulta sorprendente que la jerarquía católica de la postguerra adoptara también una línea inflexible en cuestiones referentes a la familia, la conducta moral o los libros o las películas inapropiadas. Pero los jóvenes católicos seglares, y también una nueva generación de sacerdotes, eran conscientes, para su intranquilidad, de que la rigidez autoritaria del Vaticano tanto en temas públicos como privados era a la vez anacrónica e imprudente. Allá en 1900 la mayoría de los matrimonios católicos habían durado alrededor de veinte años, antes de quedar disueltos por la muerte de uno de los cónyuges. Pero a finales del tercer cuarto del siglo los matrimonios duraban más de treinta y cinco años, y la demanda del derecho al divorcio era cada vez mayor.
Entre tanto, el baby boom de la postguerra había menoscabado los argumentos demográficos contra los métodos anticonceptivos, y las autoridades eclesiásticas quedaron solas en su inflexible oposición. La asistencia a misa descendió en Europa occidental. Fueran cuales fueran las razones —la movilidad geográfica y social de los hasta entonces aquiescentes habitantes de los pueblos, la emancipación política de las mujeres, el papel cada vez menos influyente de las instituciones caritativas y las escuelas parroquiales en la era del bienestar— el problema era real, y, según opinaban los líderes católicos más observadores, no podía resolverse con llamamientos a la tradición y la autoridad, ni suprimirse con invocaciones al anticomunismo, como se había hecho a finales de la década de 1940.
Tras la muerte de Pacelli, su sucesor, el papa Juan XXIII, convocó un nuevo Concilio Vaticano para abordar estas dificultades y actualizar las actitudes y las prácticas de la Iglesia. El Vaticano II, como dio en llamarse, se convocó el 11 de octubre de 1962. Por medio de él, durante los próximos años se transformaría no sólo la liturgia y el lenguaje de la cristiandad católica (en un sentido bastante literal, dado que el latín dejó de utilizarse en la práctica diaria de la iglesia, ante la indignación y la perplejidad de una minoría tradicionalista) sino también, y con carácter más significativo, la respuesta de la Iglesia a los dilemas de la vida moderna. Los pronunciamientos del Concilio Vaticano II dejaban claro que la Iglesia ya no se sentía asustada por el cambio o los desafíos, ni se oponía a la democracia liberal, las economías mixtas, la ciencia moderna, el pensamiento racional e incluso a la política laica. Los primeros —y claramente vacilantes— pasos se dieron en dirección a la reconciliación con otras denominaciones cristianas y también se produjo cierto (si bien no mucho) reconocimiento de la responsabilidad de la Iglesia en no fomentar el antisemitismo, para lo cual se reformuló su versión tanto tiempo mantenida de la culpabilidad judía en la muerte de Jesús. Sobre todo ya no se podía contar con la Iglesia católica para apoyar a los regímenes autoritarios (más bien todo lo contrario: en Asia, África, y, especialmente, Latinoamérica, existían casi las mismas probabilidades de que se colocara del lado de sus oponentes).
Estos cambios no fueron universalmente bien recibidos entre los propios reformistas de la Iglesia católica —uno de los delegados que participaron en el Vaticano II, un joven sacerdote de Cracovia, llegaría más tarde al papado y asumiría la tarea de restaurar de lleno la autoridad moral de la Iglesia y la influencia de una intransigente jerarquía católica—. Tampoco el Vaticano II consiguió frenar el imparable descenso de la práctica religiosa entre los católicos europeos: incluso en Italia, la asistencia a misa pasó del 69 por ciento de todos los católicos en 1956 al 48 por ciento doce años después. Pero dado que el declive de la religión en Europa no había quedado limitado en absoluto a la le católica, esto estaba probablemente fuera de su alcance. Lo que sí consiguió el Vaticano II —o al menos facilitó y autorizó— fue el divorcio definitivo entre la política y la religión en la Europa continental.
Después de la muerte de Pío XII ningún Papa y casi ningún obispo volvió a tratar de amenazar a los católicos con las graves consecuencias de no votar de la manera correcta; y los antaño estrechos vínculos entre la jerarquía eclesiástica y los partidos católicos o cristianodemócratas de Holanda, Bélgica, Alemania Occidental, Austria e Italia se deshicieron[8]. Incluso en la España de Franco, donde la jerarquía católica había disfrutado de insólitos privilegios y poderes, el Vaticano II provocó algunos cambios drásticos. Hasta mediados de la década de 1960, el dictador español había prohibido todo tipo de manifestaciones exteriores de creencias o prácticas religiosas no católicas. Pero en 1966 se vio obligado a aprobar una ley que permitiese la supervivencia de otras Iglesias cristianas, aunque sin dejar de favorecer al catolicismo, y cuatro años más tarde se permitió profesar libremente cualquier culto (cristiano). Mediante esta exitosa presión a favor de la «separación» de la Iglesia católica en España y haciendo que corriera el aire entre la Iglesia y el régimen durante la vida de Franco, el Vaticano le evitaría a la Iglesia española al menos algunas de las consecuencias de su larga y conflictiva asociación con el «antiguo régimen».
Esta rupture culturelle, como daría en llamarse en Bélgica y el resto de países, entre la religión y la política y entre la Iglesia católica y su pasado reciente, desempeñó un papel crucial en el desarrollo de «los sesenta». Existieron, por supuesto, algunos límites al talante reformista del Vaticano (para muchos de los participantes en el Concilio Vaticano II, su finalidad estratégica subyacente no consistía en llevar a cabo un cambio radical, sino en evitarlo). Cuando el derecho al aborto y la liberalización del divorcio fueron sometidos a voto algunos años después, en países predominantemente católicos como Italia, Francia o Alemania Occidental, las autoridades eclesiásticas se opusieron firme aunque infructuosamente en ambos casos. Pero ni siquiera en estos delicados aspectos la Iglesia echó toda la carne en el asador, y su oposición ya no significó el riesgo de fragmentar a la comunidad. En una sociedad que se iba convirtiendo claramente en «post-religiosa», la Iglesia aceptó su nuevo y más reducido papel y trató de sacarle el máximo partido[9].
En las sociedades no católicas —es decir, Escandinavia, Reino Unido, parte de Holanda y una minoría germanoparlante de Europa occidental—, la liberación de los ciudadanos de la autoridad moral tradicional fue necesariamente más difusa, pero se produjo de forma incluso más drástica. La transición resultó más sorprendente en Gran Bretaña. Hasta finales de 1950 los ciudadanos británicos tenían todavía prohibidos los juegos de azar, leer e incluso ver cualquier cosa que sus superiores juzgaran «obscena» o políticamente delicada; defender la homosexualidad (y mucho menos ejercerla); practicar abortos propios o a terceras personas; o divorciarse sin sufrir grandes dificultades e incluso la humillación pública. Y si cometían asesinato u otros delitos graves, podían acabar en la horca.
Entonces, a partir de 1959, la madeja de los convencionalismos comenzó a desenredarse. A raíz de la Ley de Publicaciones Obscenas de aquel año, una obra no censurada de literatura para adultos podía quedar protegida de los cargos de «obscenidad» si se la consideraba «en interés de la ciencia, la literatura, el arte o la enseñanza». A partir de entonces, las editoriales y los autores podían defenderse legalmente con la invocación a los méritos de la obra en su conjunto, y solicitar una opinión «experta» en su defensa. En octubre de 1960 se produjo el célebre caso de El amante de Lady Chatterley, en el que se llevó a juicio a la editorial Penguin Books por publicar en Gran Bretaña la primera versión íntegra de la por otra parte poco sobresaliente novela de D. H. Lawrence. El caso Chatterley despertó un gran interés para los británicos no sólo por los hasta entonces ilícitos fragmentos que ahora salían a la luz, sino también por el erotismo interclasista que motivó su notoriedad. Al preguntar el ministerio fiscal a uno de los testigos si ésta era una novela que él dejaría leer a su «esposa o su sirvienta» (sic), éste replicó que esto no representaría ningún problema para él: pero que nunca la pondría en manos de su guardabosques.
Penguin Books fue absuelta de los cargos de obscenidad, tras consultar a treinta y cinco testigos expertos en su defensa, y podría decirse que el declive de la autoridad moral del sistema británico comenzó a raíz de esta absolución. Aquel mismo año se legalizó el juego en el Reino Unido. Cuatro años después, el entrante Gobierno laborista abolió la pena de muerte, y, bajo la dirección de Roy Jenkins, un destacado reformista que ocupó el cargo de ministro del Interior, los laboristas acometieron la introducción de las clínicas de planificación familiar financiadas por el Estado, la reforma de la ley sobre homosexualidad y la legalización del aborto en 1967, y la abolición de la censura teatral al año siguiente. A todo ello le seguiría en 1969 la Ley del Divorcio, que no precipitaría una transformación tan drástica de la institución del matrimonio a pesar de su gran acogida: mientras que el año anterior a la Segunda Guerra Mundial en Inglaterra y Gales se había producido un divorcio por cada cincuenta y ocho matrimonios, cuarenta años después la proporción se aproximaría a uno de cada tres.
Las reformas liberales y liberalizadoras de la Gran Bretaña de la década de 1960 fueron emuladas en toda la Europa noroccidental, si bien en distintos plazos. Las distintas coaliciones socialdemócratas de Alemania Occidental, bajo la presidencia de Willy Brandt, introdujeron allí cambios similares en el transcurso de finales de la década de 1960 y la de 1970, limitadas en este caso no tanto por la ley o circunstancias precedentes como por la renuencia de sus socios de coalición, especialmente los económicamente progresistas pero socialmente conservadores liberal-demócratas. En Francia la abolición de la pena de muerte tuvo que esperar a la llegada al poder de los socialistas de François Mitterrand en 1981, pero aquí —al igual que en Italia— las leyes del aborto y del divorcio se redactaron a principios de la década de 1970. En general, con la excepción de Gran Bretaña y Escandinavia, la liberación de los «sesenta» no llegó hasta los años setenta. Sin embargo, una vez estos cambios legales entraron en vigor, las consecuencias sociales se produjeron con bastante rapidez: el bajo índice de divorcios en Bélgica, Francia y Holanda se triplicó entre 1970 y 1985.
La influencia cada vez menor de las autoridades públicas en materia de moralidad y relaciones personales no supuso en modo alguno un declive en el papel del Estado en los aspectos culturales de la nación. Todo lo contrario. El amplio consenso europeo occidental de la época mantenía que sólo el Estado contaba con los recursos para satisfacer las necesidades culturales de sus ciudadanos: por sí mismas, las personas y las comunidades carecían tanto de medios como de iniciativa. Era responsabilidad de una autoridad pública competente proporcionar sustento cultural a sus ciudadanos tanto como comida, alojamiento y empleo. En dichas materias, socialdemócratas y democratacristianos opinaban de forma parecida, y ambas formaciones eran herederas de los grandes renovadores de la era victoriana, aunque disponían de muchos más recursos. La revolución estética de la década de 1960 supuso pocos cambios en este sentido: la nueva (contra-) cultura exigió, y obtuvo, la misma financiación que la antigua.
Las décadas de 1950 y 1960 fueron la gran era de las subvenciones culturales. Ya en 1947 el Gobierno laborista británico había añadido seis peniques a los impuestos municipales para sufragar las iniciativas artísticas locales —teatros, sociedades filarmónicas, óperas regionales, etcétera—: un preludio de los Consejos de Cultura de la década de 1960, que ampliaron la generosidad pública a un inaudito abanico de festivales e instituciones locales y nacionales, además de a la educación artística. La financieramente constreñida Cuarta República Francesa se mostró menos colaboradora, salvo con los establecimientos de la alta cultura como museos, la Opera de París, la Comédie Française (y las emisoras de radio y televisión monopolizadas por el Estado). Pero después de que De Gaulle volviera al poder y nombrara a André Malraux ministro de Cultura, la situación se transformó.
El Estado francés había desempeñado durante largo tiempo el papel de mecenas. Pero Malraux concebía su función de una forma absolutamente distinta. Tradicionalmente, el poder y las arcas de la corte real y sus sucesores republicanos se habían dedicado a llevar el arte y a los artistas a París (o Versalles), de modo que exprimían al resto del país. Ahora el Gobierno gastaría dinero en ocuparse de los artistas y el arte de las provincias. Los museos, galerías, festivales y teatros empezaron a extenderse por toda Francia. El más conocido de todos, el festival de verano de Aviñón, se inauguró en 1947, bajo la dirección de Jean Vilar, aunque alcanzaría su máximo apogeo en las décadas de 1950 y 1960, durante las cuales las producciones de Vilar desempeñaron un importante papel en la transformación y renovación del teatro francés. Muchos de los actores y actrices más conocidos de Francia (Jeanne Moreau, María Casares, Gérard Philipe) actuaron en Aviñón. Sería allí, y en otros lugares menos conocidos como Saint-Étienne, Toulouse, Rennes o Colmar, donde comenzaría el renacimiento artístico francés.
El fomento de la vida cultural en las provincias francesas llevado a cabo por Malraux dependía por supuesto de una iniciativa centralizada. Incluso el propio proyecto de Vilar era típicamente parisiense en sus objetivos iconoclastas: la cuestión no era llevar la cultura a las regiones, sino romper con los convencionalismos del teatro más mayoritario —«llevar la vida al teatro, al arte colectivo [… ] para contribuir a que vuelva a respirar libremente, a que salga de los sótanos y los salones: para reconciliar la arquitectura con la poesía dramática»—, algo que podía lograrse con más facilidad fuera de París, pero contando con la financiación estatal y el apoyo ministerial. Por otro lado, en un país verdaderamente descentralizado como la República Federal de Alemania, la cultura y las artes eran consecuencia directa de la política local y el propio interés regional.
En Alemania, como en el resto de Europa occidental, el gasto público en las artes aumentó drásticamente durante las décadas de la postguerra. Pero dado que las cuestiones culturales y educativas de Alemania Occidental eran competencia de los Länder, los esfuerzos tuvieron que duplicarse considerablemente. Cada Land, y cada ciudad y pueblo importante, tenía su propia compañía de ópera, su orquesta y sus salas de concierto, su ballet, su teatro subvencionado y sus grupos artísticos. Según una estimación, en el momento de la reunificación había 225 teatros locales en Alemania Occidental, cuyo presupuesto estaba subvencionado en cantidades que oscilaban entre el 50 y el 70 por ciento, ya fuera por el Land o por el ayuntamiento correspondiente. Al igual que en Francia, este sistema estaba enraizado en el pasado (en el caso de Alemania, por los microprincipados, ducados y feudos eclesiásticos anteriores a la época moderna, muchos de los cuales habían mantenido a sus músicos y artistas de corte a los que regularmente les encargaban nuevas obras).
Los beneficios fueron considerables. A pesar de la falta de confianza en sí misma de la Alemania postnazi, las instituciones culturales generosamente financiadas por el país se convirtieron en la meca de todo tipo de artistas. El Ballet de Stuttgart, la Orquesta Sinfónica de Berlín, la Opera de Colonia, y docenas de instituciones de menor tamaño —el Teatro Nacional de Mannheim, el Staatstheater de Wiesbaden, etcétera— ofrecían un trabajo estable (así como prestaciones por desempleo, cobertura médica y pensiones) a miles de bailarines, músicos, actores, coreógrafos, técnicos de teatro y personal de oficinas. Muchos de estos bailarines y músicos llegaban del extranjero, incluido Estados Unidos. Tanto ellos como los públicos locales que pagaban tarifas subvencionadas por verles y oírles actuar se beneficiaron extraordinariamente del floreciente escenario cultural europeo.
Así como en muchos lugares la década de 1960 no llegó a vivirse hasta principios de los años setenta, los estereotipados años cincuenta —formales, acartonados, estériles y estancados— fueron en gran parte míticos. En Mirando hacia atrás con ira John Osborne hace que Jimmy Porter reniegue de la falsedad de la prosperidad y la autocomplacencia de la postguerra; y no hay duda de que el barniz de corrección y conformismo, que no desapareció hasta finales de la década, resultó profundamente frustrante para muchos observadores, y especialmente para los jóvenes[10]. Pero, de hecho, la década de 1950 produjo una gran cantidad de creaciones originales (muchas de ellas para el teatro, la literatura y especialmente el cine, de un interés más perdurable que otras posteriores). Gran parte del poder y el prestigio político que Europa occidental había perdido se vio compensado en aquel momento con el arte. Efectivamente, los últimos años de la década de 1950 constituyeron una especie de epílogo del arte más «elevado» en Europa. Las circunstancias eran inusualmente propicias: la «calidad europea» (las frases entrecomilladas todavía no habían adquirido el matiz irónico y despectivo de décadas posteriores) por primera vez era financiada a gran escala con fondos públicos, pero todavía no estaba expuesta a las demandas populistas de «accesibilidad», «responsabilidad» o «relevancia».
En 1953 el estreno en el Théatre de Babylone de París de la obra de Samuel Beckett Esperando a Godot marcó la entrada del teatro europeo en una edad dorada de modernismo. Al otro lado del Canal, la English Stage Company del Royal Court Theatre de Londres adoptó a Beckett y al alemán oriental Bertolt Brecht, además de representar las obras de John Osborne, Harold Pinter y Arnold Wesker, todas las cuales aunaban el minimalismo estilístico con el desdén estético, a través de una técnica que a menudo hacía difícil ubicarlas dentro del espectro político convencional. Incluso el teatro británico para el público mayoritario se volvió más innovador. A finales de la década de 1950, a la incomparable generación de profesionales de la escena teatral —Olivier, Gielgud, Richardson, Redgrave, Guinness— se unió un elenco de jóvenes intérpretes recién salidos de las universidades (en su mayoría de Cambridge) y un destacado grupo de innovadores directores y productores entre los que se encontraban Peter Brook, Peter Hall y Jonathan Miller.
El Teatro Nacional de Gran Bretaña, propuesto por primera vez en 1946, se instituyó oficialmente en 1962, con Lawrence Olivier como director fundador y el crítico teatral Kenneth Tynan como su asesor y ayudante, aunque su local permanente en el South Bank de Londres no se inauguraría hasta 1976. Junto con la Royal Shakespeare Company, el National Theatre —que se convertiría en el principal patrocinador y sede del nuevo teatro británico— fue uno de los mayores beneficiarios de la prodigalidad del Consejo de Cultura. Debe señalarse que esto no significó que el teatro se convirtiera en una forma de entretenimiento más popular. Por el contrario, desde el declive de las revistas musicales, el teatro había constituido el ámbito del espectador medio, aun cuando su contenido fuera ostensiblemente proletario. Aunque los dramaturgos escribieran sobre la vida de la clase obrera, era la clase media la que acudía a ver sus obras.
Al igual que Beckett y su obra llegaron con gran facilidad al público de Gran Bretaña, el teatro británico y sus principales figuras funcionaron con gran éxito en el extranjero; tras haberse labrado su reputación con las producciones de Shakespeare (la más célebre de las cuales fue El sueño de una noche de Verano), Peter Brook se estableció permanentemente en París, donde superó con facilidad las fronteras lingüísticas y estéticas. A mediados de la década de 1960 se hizo cada vez más posible hablar de un teatro «europeo», o, al menos, de un teatro que había escogido como material los temas más controvertidos y de actualidad en Europa. El vicario, de Rolf Hochhuth, representada por primera vez en Alemania en 1963 y poco después en Gran Bretaña, atacaba al papa Pío XII por no haber ayudado a los judíos durante la guerra, pero en su siguiente obra, Soldados, de 1967, Hochhuth se volvía contra Winston Churchill por el bombardeo de las ciudades alemanas durante la guerra, razón por la que dicha obra sería en un primer momento prohibida en el Reino Unido.
Fue también en 1950 cuando irrumpió en el arte europeo una «Nueva Ola» de escritores y directores cinematográficos cuya ruptura con los convencionalismos narrativos y su atención al sexo, la juventud, la política y la alineación anticipó en gran medida lo que la generación de los años sesenta llegaría a considerar como logros propios. Las novelas más influyentes de la Europa occidental de la década de 1950 —Il Conformista (El conformista, 1951), de Alberto Moravia, La Chute (La caída), de Albert Camus, publicada en 1956, o Die Blechtrommel (El tambor de hojalata, 1959) de Günter Grass— eran en muchos aspectos más originales y sin duda más valientes que todo lo que vino después. Incluso Bonjour Tristesse (Buenos días, tristeza, 1953) de Françoise Sagan o The Outsider (El desplazado, 1956) de Colin Wilson, dos relatos narcisistas del ensimismamiento post-adolescente (en el caso de Wilson matizado con un más que ligero toque de autoritaria misantropía), resultaron originales en su día. Escritos cuando los autores tenían respectivamente dieciocho y veinticuatro años de edad, su contenido —y su éxito— se adelantó a la «revolución juvenil» de los años sesenta en casi una década.
Independientemente del declive de la asistencia a las salas de cine ya mencionado, las películas europeas adquirieron en el transcurso de la segunda mitad de la década de 1950 y principios de la de 1960 un notable prestigio por su sentido artístico y su originalidad. En realidad, probablemente existió una conexión, dado que el cine de Europa occidental se transformó (o degeneró) de entretenimiento popular en alta cultura. Ciertamente, el renacimiento del cine europeo no obedeció a la demanda del público —si hubiera dependido de los espectadores, el cine francés habría continuado confinado a las películas de época «de calidad» de principios de los años cincuenta, las salas alemanas hubieran seguido proyectando románticos filmes Heimat (patrios) ambientados en la Selva Negra, y el público británico habría proseguido con su dieta de películas de guerra y comedias ligeras cada vez más sugerentes—. En todo caso, las audiencias masivas europeas continuaron manifestando una marcada preferencia por el cine popular norteamericano.
Irónicamente, fue su propia admiración por las películas estadounidenses, especialmente las del sombrío y sobrio género del cine negro de finales de los años cuarenta, la que suscitó la revolución entre una nueva generación de cineastas franceses. Desesperados ante la temática tópica y la ambientación rococó de sus mayores, un grupo de jóvenes franceses —apodados en 1958 «la Nueva Ola» por el crítico francés Pierre Billard—, se dispusieron a reinventar el cine, primero en la teoría y luego en la práctica. El aspecto teórico, esbozado en la nueva publicación Cahiers du Cinema, se centraba en torno al concepto del director como auteur: lo que estos críticos admiraban del trabajo de Alfred Hitchcock o Howard Hawks, por ejemplo, o del de los neorrealistas italianos, era su «autonomía» —la forma en la que habían conseguido «firmar» sus propias películas pese a trabajar para estudios de cine—, la misma razón por la que apoyaron a la anterior generación de directores franceses (de la que más tarde se olvidarían), especialmente a Jean Vigo y Jean Renoir.
Aunque todo ello sugería un intuitivo buen gusto, la penumbra teórica en la que iba envuelto despertaba escaso interés —y a menudo resultaba incomprensible— salvo para un círculo muy restringido. Pero la práctica, llevada a cabo por Louis Malle, Jean-Luc Godard, Claude Chabrol, Jacques Rivette, Eric Rohmer, Agnès Varda y, sobre todo, François Truffaut, cambió la faz del cine. Entre 1958 y 1965 los estudios franceses produjeron una enorme cantidad de películas. Malle dirigió Ascenseur pour l’échafaud (Ascensor para el cadalso) y Les amants (Los amantes), ambas en 1958; Zazie dans le metro (Zazie en el metro, 1960); La vie privée (La vida privada, 1961) y Le feu follet (Fuego fatuo, 1963). Godard dirigió À bout de souffle (Al final de la escapada, 1960), Une femme est une femme (Una mujer es una mujer, 1961), Vivre sa vie (Vivir su vida, 1962), Bande à part (Banda aparte, 1964) y Alphaville (1965). Entre las obras de Chabrol de estos mismos años se encuentran Le beau Serge (El bello Sergio, 1958), À double tour (Una doble vida, 1959), Les bonnes femmes (Las buenas mujeres, 1960) y L’oeil du malin (1962).
El trabajo más interesante de Rivette llegó un año más tarde. Al igual que Varda, más conocida en aquellos años por Cléo de 5 à 7 (Cleo de 5 a 7, 1961) y Le bonheur (La felicidad, 1965), Rivette a menudo incurrió en la autoindulgencia, lo cual no puede decirse en ningún momento de Eric Rohmer, el mayor del grupo, que más tarde sería conocido internacionalmente por sus elegíacos «cuentos morales», de los cuales los dos primeros, La boulangère de Monceau y La carrière de Suzanne, fueron filmes realizados en 1963. Pero fue el incomparable François Truffaut el que encarnaría el estilo y el impacto de la Nueva Ola. Famoso sobre todo por una serie de filmes protagonizados por Jean-Pierre Léaud en el papel de Antoine Doinel (el «héroe» autobiográfico de Truffaut) —especialmente, Les quatre cents coups (Los cuatrocientos golpes, 1959), L’amour à vingt ans (El amor a los veinte años, 1962) y Baisers volés (Besos robados, 1968)—, Truffaut no fue sólo el principal teórico en el que se basó la revolución del cine francés, sino también, y con diferencia, el realizador que gozó de mayor éxito. Muchas de sus películas —Jules et Jim (Jules y Jim, 1962), La peau douce (La piel suave, 1964), Fahrenheit 451 (1966) o Le dernier métro (El último metro, 1980)— son obras clásicas de este arte.
Uno de los puntos fuertes de los mejores directores de la Nueva Ola consistió en que aunque siempre consideraron sus obras como declaraciones intelectuales más que como mera diversión (los colaboradores de Cahiers du Cinema solían hacer referencia frecuentemente a su deuda con lo que entonces todavía se denominaba «existencialismo»), sus películas resultaban igualmente entretenidas (nadie dijo nunca de Truffaut o Malle lo que en voz baja llegaría a afirmarse de trabajos posteriores de Godard y Rivette, que ver sus películas era como ver secarse la pintura). Y fue esta combinación de seriedad intelectual y accesibilidad visual la que ejercería tanta influencia en sus emuladores extranjeros. Como sugiere la respuesta a Hiroshima mon amour (1959), de Alain Resnais, la cinematografía francesa se había convertido en el vehículo preferido para el debate moral internacional.
Así, cuando un grupo de 26 jóvenes directores de cine alemanes se reunieron en Oberhausen en 1962 para proclamar «el colapso del cine convencional alemán» y manifestaron su intención de «crear el nuevo largometraje alemán […] libre de las convenciones de la industria establecida, del control de determinados grupos de intereses», reconocieron abiertamente la influencia de los franceses. Así como Jean-Luc Godard había elogiado a Ingmar Bergman en un famoso ensayo publicado en 1957 en Cahiers du Cinema, titulado «Bergmanorama», en el que afirmaba que el auteur sueco era «el realizador más original de todo el cine europeo», Edgar Reitz y sus colegas alemanes, al igual que muchos jóvenes directores de toda Europa occidental y Latinoamérica, siguieron el ejemplo de Godard y sus amigos[11].
Lo que Truffaut, Godard y sus colegas habían admirado de las películas norteamericanas en blanco y negro de su juventud era la ausencia de «artificio». Lo que los norteamericanos y otros observadores envidiaban de la recreación propia que los directores franceses habían hecho a partir del realismo norteamericano era su sutileza y sofisticación intelectual: la capacidad característicamente francesa de alcanzar una impresionante trascendencia cultural a partir de pequeños intercambios personales. En la película de Eric Rohmer, Ma nuit chez Maud (Mi noche con Maud, 1969), Jean-Louis —un provinciano profesor de filosofía interpretado por Jean-Louis Trintignant— pasa la noche con Maud (Françoise Fabian), la seductora e inteligente novia de un conocido suyo, conversando en el sofá de su casa, mientras la nieve los mantiene aislados. El católico Jean-Louis se debate entre las implicaciones éticas de la situación y el hecho de si debería o no acostarse con su anfitriona, intercambiando de vez en cuando reflexiones morales con un colega comunista. Al final no pasa nada y regresa a su casa.
Es difícil imaginar a un director norteamericano, e incluso inglés, que hiciese una película así, y mucho menos que consiguiese su distribución. Pero para una nueva generación de intelectuales euronorteamericanos, el filme de Rohmer captaba todo lo que el cine francés tenía de sofisticado, hastiado, incisivo, alusivo, maduro y europeo. Las películas italianas de la época, a pesar de su amplia distribución en el extranjero, no tuvieron el mismo impacto. Las de mayor éxito explotaban de forma demasiado afectada la nueva imagen de riqueza y atractivo sexual de Italia y los italianos, a menudo construida en torno a los atributos físicos de Sofía Loren o los papeles cómicos de libertino desengañado interpretados por Marcello Mastroianni: por ejemplo, en Divorzio all’italiana (Divorcio a la italiana, 1961) o Matrimonio all’italiana (Matrimonio a la italiana, 1964).
La primera vez que Mastroianni interpretó este papel, si bien en un tono algo más sombrío, fue en la La Dolce Vita (1960). El propio Fellini contaba con un fiel seguimiento en los mismos círculos que Truffaut y Godard, sobre todo tras el estreno de Otto e mezzo (Ocho y medio, 1963) y Giulietta degli spiriti (Julieta de los espíritus, 1965). Por entonces seguía todavía en escena una generación anterior de directores italianos de gran talento —Vittorio de Sica dirigió I sequestrati di Altona (Los secuestrados de Altona, 1962), basada en la obra homónima de Sartre, codirigió Boccaccio ’70 (1962) con Fellini, y continuaría con Il Giardino dei Finzi-Contini (El jardín de los Finzi-Contini) a finales de la década—, aunque su obra nunca volvió a causar el impacto político y estético de los grandes filmes neorrealistas italianos de la década de 1940, con los que especialmente De Sica quedaría asociado para siempre. Mayor influencia tuvieron hombres como Michelangelo Antonioni. En L’Avventura (La aventura, 1960), L’Eclisse (El eclipse, 1962) y Il Desserto rosso (El desierto rojo, 1964), todas ellas protagonizadas por Monica Vitti, la descarnada cinematografía y sus anodinos, cínicos y desengañados personajes anticipaban el mundo desafecto y distanciado del arte de los años sesenta, deliberadamente reflejado por el propio Antonioni en Blow Up (1966).
El cine italiano carecía de la seductora intelectualidad de las películas francesas (o suecas), pero ambos compartían en gran medida el mismo estilo —un equilibrio variable de confianza artística en uno mismo, pretensiones intelectuales y cultivado ingenio— que caracterizaba la creación de la Europa continental a los ojos de los observadores extranjeros (especialmente estadounidenses). A finales de 1950, Europa occidental no sólo se había recuperado de la depresión y de la guerra, sino que volvía a constituir un imán para sofisticados aspirantes. Nueva York tenía el dinero y, tal vez, el arte moderno. Pero Estados Unidos seguía siendo, incluso para muchos de sus ciudadanos, un poco rudimentario. Parte del atractivo de John F. Kennedy, como candidato y presidente, fue el culto cosmopolitismo de su séquito de Washington: «Camelot». Y Camelot, a su vez, le debía mucho a sus antecedentes europeos y a la estudiada imagen continental de la esposa del presidente.
Que Jacqueline Kennedy importara el estilo europeo a la Casa Blanca no resulta en absoluto sorprendente: el «diseño» europeo de finales de la década de 1950 y de la de 1960 vivía entonces su momento más esplendoroso y era sinónimo de estatus y calidad. Una marca europea —asociada a un artículo, idea o persona— era garantía de distinción y, por tanto, se pagaba a un precio más alto. Este hecho era en realidad bastante novedoso. Es indudable que los «artículos de París» llevaban mucho tiempo ocupando un lugar privilegiado en el comercio de los artículos de lujo, que databa como mínimo de finales del siglo XVIII; y los relojes suizos llevaban muchas décadas gozando de gran prestigio. Pero la idea que los coches, por el mero hecho de ser de marca alemana, estaban mejor fabricados que otros, o que la ropa de diseño italiano, el chocolate belga, el menaje de cocina francés o los muebles daneses eran incuestionablemente los mejores hubiera resultado asaz curiosa una generación antes.
En todo caso, la única que hasta hacía muy poco tiempo había ostentado esta reputación era la fabricación inglesa, heredada de la supremacía industrial británica del siglo XIX. Los artículos domésticos, herramientas o armas de fabricación británica llevaban mucho tiempo gozando de gran prestigio en los mercados extranjeros. Pero en el transcurso de las décadas de 1930 y 1940 los productores británicos habían conseguido menoscabar hasta tal punto su propia reputación, en casi todo tipo de artículos salvo la ropa masculina, que el único nicho que les quedaba a los comerciantes minoristas británicos en la década de 1960 era el de algunas tendencias «ultramodernas» de moda pasajera y llamativa de baja calidad —un mercado que los ingleses explotarían al máximo durante la década siguiente.
Lo que más llamaba la atención del estilo comercial europeo era su segmentación por productos y por países. Los coches italianos —FIAT, Alfa Romeo, Lancia— eran conocidos por su baja calidad y fiabilidad; sin embargo, esta penosa reputación no producía daños perceptibles en la elevada posición de Italia en otros mercados, como el de artículos de piel, la alta costura o, incluso, en un sector menos venerado, el de los electrodomésticos[12]. La demanda internacional de ropa o alimentos alemanes era prácticamente inexistente, y con razón. Pero, a partir de 1965, cualquier cosa que salía de los tornos alemanes o había sido concebido por ingenieros de habla alemana podía salir en cualquier sala de exposición y venta británica o estadounidense al precio que se pidiera por ella. Sólo Escandinavia había adquirido una reputación global de calidad en una extensa gama de productos, pero, incluso allí, el mercado presentaba claras variaciones. Los extranjeros con dinero llenaban sus casas de muebles de diseño suecos o daneses, que, a pesar de resultar un tanto frágiles, eran absolutamente «modernos». Pero el mismo consumidor podía sentirse atraído por los coches de la marca sueca Volvo, a pesar de su total falta de estilo, precisamente por su apariencia indestructible. Sin embargo, ambas cualidades, el «estilo» y el «valor», se identificaban ahora inextricablemente con «Europa»: a menudo en claro contraste con Estados Unidos.
París seguía siendo la capital de la moda de alta costura femenina. Pero Italia, con unos costes laborales más bajos y libre de cualquier tipo de racionamiento textil (a diferencia de Francia o Gran Bretaña) , se había convertido ya en un serio competidor en 1952, cuando se celebró el primer Festival de Moda Masculina en San Remo. Por muy innovador que fuera su estilo, la alta costura francesa —desde Christian Dior a Yves Saint Laurent— era bastante convencional desde el punto de vista social: todavía en 1960 los editores y columnistas de revistas francesas y de otros países, no sólo llevaban sombreros y guantes cuando asistían a los festivales de moda anuales, sino también en sus propias oficinas. En tanto que las mujeres de clase media continuaran atentas a las tendencias de un puñado de diseñadores y casas de moda parisienses, el estatus (y los beneficios) de éstos estaría garantizado. Pero, a principios de la década de 1960, las mujeres —y los hombres— europeos ya no llevaban sombreros formales ni prendas exteriores o ropa de noche de forma habitual. El amplio mercado de la ropa empezaba a seguir unas pautas inspiradas por igual en lo más alto y lo más bajo. La reputación de Europa como meca del estilo y de lo chic seguía firme, pero el futuro apuntaba a tendencias más eclécticas, muchas de ellas adaptaciones europeas de prototipos americanos e incluso asiáticos, algo en lo que los italianos demostraron ser especialmente expertos. Tanto en ropa como en ideas, París dominaba el panorama europeo y seguiría haciéndolo durante algún tiempo más. Pero el futuro estaba en otra parte.
En una reunión del Congreso para la Libertad Cultural celebrada en Milán en marzo de 1955, Raymond Aron propuso como tema de debate «El fin de la era ideológica». En aquel momento, parte de su público encontró la propuesta algo prematura (después de todo, al otro lado del Telón de Acero, y no sólo allí, la ideología parecía seguir igual de viva y vigente que antes). Pero Aron tenía cierta razón. El Estado europeo que emergió durante aquellos años estaba cada vez más separado de cualquier proyecto doctrinal; como hemos visto, el avance del Estado del bienestar había distendido las animosidades políticas. Nunca tanta gente hasta ahora había manifestado un interés tan directo en las políticas y el gasto del Estado, pero ya no se peleaban por quién debía controlarlo. Los europeos occidentales parecían haber llegado antes de lo que habían imaginado a las «extensas y altas llanuras soleadas» (Churchill) de la prosperidad y la paz: donde la política daba paso al gobierno y el gobierno quedaba reducido cada vez más a la administración.
No obstante, las predecibles consecuencias del «Estado-niñera», e incluso del Estado-niñera post-ideológico, fueron que, para cualquiera que hubiera crecido en dicho contexto, era el deber del Estado cumplir su promesa de conseguir una sociedad mejor incluso —y, por tanto, su culpa, si las cosas no salían bien—. La aparente rutinización de los asuntos públicos en manos de una casta de supervisores benevolentes no implicaba necesariamente la apatía pública. En este sentido al menos, el pronóstico de Aron erraba el blanco. Y, así, la generación que alcanzó la mayoría de edad en este paraíso socialdemócrata de los anhelos de sus padres se sentía sumamente irritada y resentida por sus carencias. Un elocuente síntoma de esta paradoja puede advertirse —de forma bastante literal— en un área de planificación y obras públicas en la que el Estado progresista de ambos lados de la línea divisoria de la Guerra Fría se mostró extraordinariamente activo.
La combinación de crecimiento demográfico y rápida urbanización en la postguerra planteó un reto sin precedentes a los planificadores urbanísticos. En la Europa del Este, donde muchos centros urbanísticos habían quedado destruidos o medio abandonados al final de la guerra, veinte millones de personas se trasladaron del campo a las ciudades durante las dos primeras décadas de la postguerra. En Lituania, la mitad de la población ya vivía en ciudades en 1970; veinte años atrás esta cifra apenas alcanzaba el 28 por ciento. En Yugoslavia, donde la población rural descendió en un 50 por ciento entre la liberación y 1970, se produjo una enorme oleada de emigración del campo a las ciudades: entre 1948 y 1970 la capital croata, Zagreb, duplicó su tamaño: pasó de 280.000 habitantes a 566.000, al igual que la capital nacional, Belgrado, creció de los 368.000 a los 746.000.
Bucarest creció de 886.000 a 1.475.000 habitantes entre 1950 y 1970. En Sofía el número de habitantes se elevó de 435,000 a 877.000. En la URSS, donde la población urbana llegó a superar a la rural en 1961, Minsk —la capital de la República de Bielorrusia— pasó de 509.000 habitantes en 1959 a 907.000 sólo doce años después. El resultado en todas estas ciudades, desde Berlín hasta Stalingrado, fue la clásica solución soviética de la era de la vivienda: kilómetros y kilómetros de edificios grises o marrones de cemento; baratos, rudimentariamente construidos, sin rasgos arquitectónicos característicos y desprovistos de cualquier lujo estético (o instalaciones públicas).
En aquellos lugares donde el casco urbano había sobrevivido indemne (como en Praga) o había sido cuidadosamente reconstruido a partir de antiguos planes (Varsovia, Leningrado), la mayoría de los nuevos edificios se ubicaron en los límites de la ciudad, donde formaban una larga fila de viviendas-dormitorio suburbanas que llegaban hasta el campo. En el resto —por ejemplo, la capital eslovaca de Bratislava— las nuevas barriadas se construyeron en pleno centro de la ciudad. En cuanto a las ciudades y localidades rurales más pequeñas, obligadas a absorber a las decenas de miles de antiguos campesinos reciclados ahora como mineros o trabajadores del acero, no tenían nada que conservar, y fueron transformadas, prácticamente de la noche a la mañana, en dormitorios industriales, privados incluso del encanto propio de los vestigios de una vieja ciudad. A los trabajadores de las granjas colectivas se los obligó a trasladarse a las agro-ciudades, de las que fue pionero Nikita Jruschov en la década de 1950 y que más tarde serían perfeccionadas por Nicolae Ceaușescu. Esta nueva arquitectura pública —la Escuela Técnica, la Casa de la Cultura, las oficinas del Partido— siguió exactamente el modelo precedente soviético: a veces conscientemente realista-socialista, siempre sobredimensionado, y rara vez atractivo.
La industrialización forzada, la colectivización rural y un agresivo desprecio hacia las necesidades privadas contribuyen a explicar la calamitosa planificación urbanística comunista. Pero los padres de las ciudades de Europa occidental no lo hicieron mucho mejor. Especialmente en la Europa mediterránea, la emigración masiva del campo a las ciudades ejerció una presión similar sobre los recursos urbanos. La ciudad de Atenas pasó de 1.389.000 habitantes en 1951 a 2.540.000 en 1971. La población de Milán creció de 1.260.000 a 1.724.000 en el mismo periodo; Barcelona de 1.280.000 a 1.785.000. En todos estos lugares, así como en ciudades más pequeñas del norte de Italia y en los barrios limítrofes en rápida expansión de Londres, París, Madrid, etcétera, los planificadores urbanísticos no daban abasto con la demanda. Al igual que sus coetáneos de las oficinas de planificación comunistas, su tendencia consistía en construir grandes bloques de viviendas homogéneas, ya fuera en los espacios creados por la guerra y la renovación urbana o en grandes solares de las afueras de las ciudades. En Milán y Barcelona, especialmente, donde la primera generación de emigrantes del sur de sus respectivos países empezaron a mudarse de sus barriadas chabolistas a altos edificios de apartamentos a lo largo de la década de 1960, el resultado fue lamentablemente parecido al del bloque soviético, pero con el inconveniente adicional de que muchos aspirantes a arrendatarios no podían permitirse alquilar un piso cerca de su lugar de trabajo, por lo que se veían obligados a realizar largos viajes diarios en unos medios de transporte público inadecuados, o bien en sus coches recién adquiridos, lo que sobrecargó aún más la infraestructura urbana.
Pero la característica fealdad de la arquitectura urbana de Europa occidental durante aquellos años no puede atribuirse exclusivamente a presiones demográficas. El «Nuevo Brutalismo» (como fue bautizado por el crítico arquitectónico Rayner Banham) no fue accidental o fruto del descuido. En Alemania Occidental, donde muchas de las principales ciudades del país fueron reconstruidas con una asombrosa falta de imaginación y visión, o en Londres, donde la Concejalía de Urbanismo del Ayuntamiento de Londres autorizó extensos proyectos de vivienda como el exageradamente lineal y desangelado complejo urbanístico Alton, en Roehampton, inspirado en Le Corbusier, la fealdad parecía casi deliberada, producto de un diseño cuidadoso. La espantosa Torre Velasco de Milán, un rascacielos de cemento armado construido entre 1957 y 1960 por un consorcio privado anglo-italiano, es un ejemplo característico del agresivo hipermodernismo de la época, en el cual el objetivo era romper toda atadura con el pasado. Cuando, en marzo de 1959, el Consejo de Edificación de Francia aprobó el diseño de la futura Torre Montparnasse, su informe concluía: «París no se puede permitir quedarse anclada en el pasado. En los años futuros, París debe someterse a grandes metamorfosis».
El resultado no fue sólo la Torre Montparnasse (o su heredero natural, el espantoso complejo de edificios de La Défense) sino una sucesión de nuevas ciudades: múltiples bloques de viviendas de alta densidad (grands ensembles, como elocuentemente se los denominaría), carentes de oportunidades de empleo o servicios locales, empezaron a alinearse a las afueras de París. El primero y mejor conocido de ellos, en Sarcelles, al norte de París, pasó de una población de 8.000 personas en 1954 a 35.000 siete años después. Carente de sentido sociológico y estético, recordaba a las ciudades-dormitorio de otros países (como el notablemente similar asentamiento de Lazdynai a las afueras de Vilnius, en Lituania) mucho más que a cualquier diseño o tradición urbana francesa.
Esta ruptura con el pasado fue deliberada. El «estilo» europeo tan admirado en otros ámbitos de la vida no se evidenció en absoluto en este aspecto. De hecho, se rehuyó conscientemente. La arquitectura de los años cincuenta y, especialmente, de los años sesenta, fue conscientemente ahistórica; rompió con el pasado en cuanto a diseño, escala y materiales (el acero, el cristal y el cemento armado fueron los preferidos[13]). El resultado no siempre fue necesariamente una arquitectura más imaginativa que la que le antecedió: por el contrario, los planes de «redesarrollo urbanístico» que transformaron la faz de tantas ciudades europeas durante estas décadas representaron un colosal fracaso.
En Gran Bretaña, como en los demás países, la «planificación» urbanística fue, en el mejor de los casos, táctica, nada más que parcheo provisional: no se diseñaron estrategias a largo plazo para integrar viviendas, servicios, trabajo y ocio (casi ninguna de las nuevas poblaciones y complejos de viviendas contaba con cines, y mucho menos instalaciones deportivas o un transporte público adecuado[14]). El objetivo era hacer desaparecer las barriadas urbanas y acomodar a la creciente población de una forma rápida y barata: entre 1964 y 1974 se levantaron 384 torres de pisos sólo en Londres, muchas de las cuales serían abandonadas antes de veinte años. Una de las más descomunales, Ronan Point, en el East End londinense, tuvo de hecho el buen gusto de derrumbarse por sí misma en 1968.
A la arquitectura pública le fue algo mejor. El Centro Pompidou (un diseño de 1960, aunque no fue inaugurado hasta enero de 1977) —como el complejo de Les Halles, situado al oeste de aquél— tal vez llevara un cierto surtido de recursos culturales populares al centro de París, pero fracasó miserablemente a largo plazo a la hora de integrarse en el distrito en el que se encontraba y la vieja arquitectura de los alrededores. Lo mismo se puede decir del nuevo Instituto de Educación de la Universidad de Londres, ostentosamente instalado en Woburn Square, en el corazón de Bloomsbury —Roy Porter, el historiador de Londres, lo calificaría de «único en su monstruosidad»—. En un orden de cosas similar, el complejo del South Bank de Londres congregó un inestimable repertorio de artes interpretativas y servicios artísticos, pero su adusto y bajo alzado, sus desnudos callejones y sus descomunales fachadas de cemento constituyen un deprimente testimonio de lo que la crítica urbanística Jane Jacobs denominó «la plaga de lo gris».
Por qué los políticos y planificadores cometieron tantos errores sigue sin estar claro, incluso si se tiene en cuenta que tras las dos guerras mundiales y una larga depresión económica, el ansia por lo nuevo, por lo diferente y desconectado del pasado estaba justificada. No es que los ciudadanos de la época no fueran conscientes de la fealdad de su nuevo entorno: los gigantescos complejos de viviendas, torres de edificios y las nuevas ciudades nunca fueron del gusto de sus ocupantes, como éstos manifestaban a quienquiera que estuviera interesado en preguntarlo. Puede que los arquitectos y los sociólogos no comprendieran que sus proyectos, tan sólo una generación más tarde, favorecerían la marginación social y los grupos violentos, pero esta perspectiva resultaba bastante clara para los residentes. Incluso el cine europeo —que sólo unos años antes había prestado una cariñosa y nostálgica atención a las viejas ciudades y a la vida urbana— se centró ahora en la fría y dura impersonalidad de las metrópolis modernas. Directores como Godard o Antonioni mostraron casi un placer sensual en filmar el mal gusto de los nuevos entornos urbanos e industriales en películas como Alphaville (1965) o El desierto rojo (1964).
Una víctima muy especial de la iconoclasia arquitectónica de la postguerra fue la estación de ferrocarril, la encarnación lapidaria de los logros victorianos y con frecuencia un monumento arquitectónico representativo por derecho propio. Las estaciones de tren también sufrieron en Estados Unidos (la destrucción de la estación de Pensilvania de Nueva York en 1966 todavía se recuerda como el momento cumbre del vandalismo oficial); pero los planificadores de las ciudades norteamericanas al menos tenían la excusa de que, constreñidas simultáneamente por el coche y el avión, las perspectivas del transporte ferroviario parecían bastante pesimistas. Pero en las circunstancias de superpoblación de un pequeño continente, el futuro del transporte por tren nunca se vio seriamente amenazado. Las estaciones demolidas en toda Europa fueron sustituidas por insípidos edificios carentes de atractivo que desempeñaban funciones idénticas. La destrucción de Euston Station en Londres, la Gare de Montparnasse de París o la elegante Anhalter Bahnhof de Berlín no obedecían a ningún propósito práctico y eran estéticamente injustificables.
La mera escala de destrucción urbana, el impulso paneuropeo de romper con el pasado y saltar en una sola generación de las ruinas a la ultramodernidad habría de acarrear su justo castigo (aminorado afortunadamente por la recesión de la década de 1970, que redujo los presupuestos tanto públicos como privados, poniendo fin a esta orgía renovadora). Ya en 1958, antes incluso de que el paroxismo de la renovación urbana alcanzara su apogeo, un grupo de conservacionistas británicos fundó la Sociedad Victoriana. Se trataba de una típica organización de voluntariado británica dedicada a identificar y proteger el amenazado patrimonio arquitectónico del país; pero, durante la década siguiente surgieron en toda Europa occidental otras iniciativas de inspiración similar, para presionar a los residentes, académicos y políticos a actuar conjuntamente para evitar pérdidas mayores. En los casos en que ya era demasiado tarde para salvar algún distrito o edificio concreto, trataban al menos de preservar lo poco que quedaba, como la fachada y el claustro interior del Palazzo delle Stelline, en el Corso Magenta de Milán: lo único que queda de un orfanato del siglo XVII, el resto del cual fue derruido a principios de la década de 1970.
Para la historia física de la ciudad europea, las décadas de 1950 y 1960 fueron verdaderamente terribles. El daño causado al tejido material de la vida ciudadana durante aquellos años constituye la cara oscura y sólo a medias conocida de los «treinta años gloriosos» de desarrollo económico, en este sentido análogo al precio pagado en el siglo anterior por la urbanización industrial. Aunque en décadas posteriores se llevarían a cabo algunas rectificaciones —especialmente en Francia, donde una modernización planificada y una cuantiosa inversión en carreteras y redes de transporte supondría una clara mejora en la calidad de vida de algunos de los barrios periféricos más deprimentes—, el daño nunca pudo repararse del todo. Ciudades tan importantes como Francfort, Bruselas, y, sobre todo, Londres, descubrieron demasiado tarde que habían vendido su inalienable carácter urbano a cambio de un pastiche de brutalismo arquitectónico. Una de las ironías de la década de 1960 reside en que los despiadadamente «renovados» y reconstruidos paisajes urbanos de la época fueran profundamente rechazados, sobre todo, por los jóvenes que los habitaban. Puede que sus casas, calles, cafés, fábricas, oficinas, escuelas y universidades fueran modernas y radicalmente «nuevas». Pero salvo para los más privilegiados de ellos, el resultado fue un entorno percibido como feo, desangelado, agobiante, inhumano, y —utilizando un término que por entonces empezaba a ganar adeptos— «alienante». No resulta extraño en absoluto que cuando los bien alimentados, bien alojados, bien educados niños de los benevolentes Estados del bienestar crecieron y se rebelaron contra «el sistema», los primeros indicios tuvieran lugar en las residencias de cemento prefabricadas de la «ampliación del campus» de una impersonal universidad irracionalmente enclavada entre las torres de edificios y los atascos de tráfico de un abarrotado suburbio parisiense.