XV
Un nuevo tono político
Je declare avoir avorté [Declaro que he abortado].
SIMONE DE BEAUVOIR (y otras trescientas cuarenta y dos mujeres), 5 de abril de 1971
En el plazo de una generación, como máximo, los partidos comunistas francés e italiano, o bien romperán sus lazos con Moscú, o se convertirán en algo insignificante.
DENIS HEALEY, 1957
Con este tratado no se pierde nada que no hubiéramos apostado y perdido hace mucho tiempo.
WILLY BRANDT, canciller alemán, agosto de 1970
Cuando dos estados desean mejorar sus relaciones suelen recurrir a los más elevados tópicos.
TIMOTHY GARTON ASH
En la década de 1970 el panorama político de Europa occidental comenzó a fragmentarse. Desde el fin de la Primera Guerra Mundial, las corrientes políticas mayoritarias se habían dividido en dos «familias»: la izquierda y la derecha, que a su vez se dividían internamente en moderados y radicales. Desde 1945 ambos bandos se habían acercado cada vez más, pero la pauta no se había alterado drásticamente. La gama de opciones políticas de que disponían los votantes europeos en 1970 no habría sorprendido a sus abuelos.
La longevidad de los partidos políticos del continente se derivaba de la notable continuidad del perfil social del electorado. El hecho de optar entre laboristas y conservadores en el Reino Unido, o entre socialdemócratas y cristianodemócratas en Alemania Occidental, ya no reflejaba la existencia de diferencias políticas profundas y todavía menos preferencias acusadas respecto a las desde entonces denominadas «formas de vida». En la mayoría de los lugares esa elección tenía más que ver con opciones políticas arraigadas e intergeneracionales, determinadas por la clase, la religión y la ubicación geográfica del votante, que con el programa del partido. Los hombres y las mujeres votaban como lo habían hecho sus padres, en función de su lugar de residencia, ocupación y salario.
Pero bajo continuidad superficial estaba teniendo lugar un cambio enorme en la sociología política de los votantes europeos. El voto en bloque de los varones blancos de clase obrera con trabajo —sustento universal de los partidos comunistas y socialistas— se estaba reduciendo y fragmentando. De forma muy similar, ya no se podía contar con que el «prototipo» de votante conservador —una mujer mayor y religiosa practicante— pudiera constituir el núcleo electoral favorable a los partidos cristianodemócratas o conservadores. Esos votantes tradicionales, si seguían existiendo, ya no eran mayoritarios. ¿Por qué?
En primer lugar, la movilidad social y geográfica de las décadas de postguerra había diluido las rígidas categorías sociales hasta hacerlas prácticamente irreconocibles. El bloque de votantes cristianos de la Francia occidental rural o de los pequeños pueblos del Véneto, o los baluartes del proletariado industrial del sur de Bélgica y el norte de Inglaterra ahora presentaban fisuras y estaban fragmentados. Los hombres y las mujeres ya no vivían en los mismos lugares que sus padres y con frecuencia tenían trabajos completamente distintos. No es sorprendente que también vieran el mundo de una forma absolutamente diferente; sus preferencias políticas comenzaron a reflejar esos cambios, aunque con lentitud al principio.
En segundo lugar, la prosperidad y las reformas sociales de los sesenta y primeros setenta habían agotado los programas y las perspectivas de los partidos tradicionales. Su propio éxito había privado a los políticos moderados, tanto de izquierdas como de derechas, de propuestas creíbles, sobre todo tras la avalancha de reformas progresistas de los sesenta. Las instituciones del propio Estado no estaban en cuestión, ni tampoco los objetivos generales de la política económica. Lo que quedaba era poner a punto las relaciones laborales, las leyes contra la discriminación en la vivienda y el empleo, la expansión de las prestaciones educativas y de otros servicios; todos ellos asuntos públicos importantes, pero en modo alguno materia para grandes debates políticos.
En tercer lugar, ahora había indicadores alternativos de filiación política. Las minorías étnicas, con frecuencia poco gratas para las comunidades obreras blancas de Europa a las que llegaban, no siempre fueron invitadas a engrosar las organizaciones políticas o sindicales locales y su conciencia política reflejaba esa exclusión. Por último, el componente generacional de la década anterior había introducido en el debate público asuntos completamente ajenos a la cultura política anterior. Puede que la «nueva izquierda» careciera de programa, pero no le faltaban temas de discusión. Introdujo sobre todo nuevos sectores. La fascinación por el sexo y la sexualidad condujo naturalmente a la política sexual; las mujeres y los homosexuales, subordinadas las primeras e invisibles los segundos en los partidos radicales tradicionales, ahora salían a la luz convertidos en sujetos históricos legítimos, con derechos y reivindicaciones. La juventud y su entusiasmo pasaron a un primer plano, sobre todo cuando los menores de dieciocho años comenzaron a acceder al derecho al voto en muchos lugares.
La prosperidad de la época había favorecido que la atención de la gente pasara de la producción al consumo, de las necesidades vitales a la calidad de vida. En plenos años sesenta, los dilemas morales de la prosperidad no eran algo que atribulara mucho a la mayoría: sus beneficiarios estaban demasiado ocupados disfrutando de los frutos de su buena suerte. Pero, a los pocos años, muchas personas —sobre todo adultos jóvenes y preparados del noroeste de Europa— comenzaron a considerar que el comercialismo y el bienestar material de los cincuenta y los sesenta eran una gravosa herencia, compuesta de productos chabacanos y valores falsos. El precio de la modernidad, al menos para sus principales beneficiarios, estaba comenzando a resultar un tanto excesivo, tornando el «mundo perdido» de sus padres y abuelos en algo bastante atrayente.
La politización de estos insatisfechos culturales solía ser obra de activistas familiarizados con las tácticas de los partidos más tradicionales, en los que en su día ellos o sus familias habían militado. De este modo, la lógica política cambió relativamente poco: el problema seguía radicando en cómo movilizar a personas de ideas afines con un programa legislativo que aprobaría el Estado. Lo novedoso era la premisa organizativa. Hasta ese momento, en Europa, las diferencias políticas dentro del electorado eran fruto de las afinidades electivas de grandes grupos de votantes, que, definidos por la clase y la ocupación, se unían en torno a conjuntos de principios y objetivos heredados, con frecuencia bastante abstractos. Las políticas habían tenido menos importancia que la filiación.
Pero en los setenta las políticas pasaron a un primer plano. Surgieron partidos y movimientos «monotematicos», cuyo electorado estaba determinado por una geometría variable de intereses, con frecuencia cortos de miras y, en ocasiones, caprichosos. El éxito notable de la Campaña por una Cerveza de Elaboración Tradicional (CAMRA, en sus siglas inglesas) en el Reino Unido es un buen ejemplo de ello. Las demandas de este grupo de presión de clase media, fundado en 1971 para contrarrestar la tendencia a beber cerveza tipo lager [de baja fermentación], más gaseosa y homogeneizada (y también el aumento del número de pubs, igualmente homogeneizados y «modernizados», en los que se servía), se amparaban en una explicación marxista: las fábricas de cerveza tradicionales eran absorbidas por monopolios de producción en serie que manipulaban a los bebedores de cerveza para lograr beneficios empresariales; es decir, mediante una sustitución engañosa, alejaban a los consumidores de otros amigotes que tenían sus mismos gustos.
Con esta mezcla bastante efectiva de análisis económico, preocupación por el medio ambiente, discriminación estética y nostalgia en estado puro, CAMRA prefiguró muchas de las redes de activistas monotematicos de los años venideros, con lo que se anticipó a la moda de lo «auténtico», y caro, que cundió entre la burguesía bohemia de dinero[1]. Pero este atractivo ligeramente arcaico, por no hablar de la desproporción existente entre la ferviente implicación de sus activistas y el tibio objeto de sus pasiones, no podía sino tornar un tanto pintoresco este movimiento monotemático.
Pero otras redes políticas monotemáticas no tenían nada de caprichoso ni de pintoresco, la mayoría —al igual que CAMRA— fueron organizadas por y para la clase media. A primeros de los setenta, en Escandinavia surgió toda una gama de formaciones de protesta, entre las que cabe destacar el Partido Rural (posteriormente el Partido de los Auténticos Finlandeses), el Partido del Progreso Danés de Morgans Glistrup y el Partido del Progreso Noruego de Anders Lange. Todos ellos se ocupaban con pasión y al principio exclusivamente de lograr reducciones fiscales (la primera denominación que tuvo en 1973 la agrupación noruega fue Partido de Anders Lange para una Drástica Reducción de los Impuestos, los Tipos de Interés y la Intervención Estatal, y su programa se limitaba a una hoja de papel que repetía las demandas expresadas en su propio nombre).
Puede que la experiencia escandinava fuera muy específica —no había ningún otro lugar con impuestos tan elevados y servicios públicos tan numerosos— y no hay duda de que fuera de esa zona a ningún partido monotemático le fue tan bien como al de Glistrup, que logró el 15,9 por ciento de los votos en las elecciones nacionales de 1973. Pero los partidos de oposición a los impuestos no eran nuevos. Su modelo era la Union de Défense des Commerçants et Artisans (UDCA) de Pierre Poujade, que, fundada en 1953 para proteger a los pequeños tenderos de los impuestos y de los supermercados, logró cierta notoriedad al lograr el 12 por ciento de los sufragios en los comicios franceses de 1956. No obstante, el movimiento de Poujade era peculiar. Gran parte de los partidos de protesta surgidos después de 1970 fueron duraderos: el Partido del Progreso Noruego alcanzó el que hasta ahora es su techo electoral (el 15,3 por ciento) en 1997, un cuarto de siglo después.
Los partidos de oposición a los impuestos, como los de protesta agrarios de la Europa de entreguerras, eran principalmente reactivos y negativos: se oponían a cambios no deseados y pedían sobre todo al Estado que eliminara las cargas fiscales que ellos consideraban excesivas. Otros movimientos monotemáticos tenían reivindicaciones más positivas que plantear al Estado, a la ley o a las instituciones. Sus intereses iban desde la reforma de las cárceles y los centros psiquiátricos hasta la educación y la asistencia médica, pasando por la provisión de alimentos seguros y servicios comunitarios, la mejora del medio ambiente urbano y el acceso a los recursos culturales. En su aversión a limitar su apoyo a cualquier sector político tradicional y en su disposición —fruto de la necesidad— a barajar formas alternativas de publicitar sus intereses, todos eran «contrarios al consenso».
Tres de las nuevas formas de agrupación —los movimientos feministas, ecologistas y pacifistas— son de especial relevancia, por su magnitud y por su prolongado impacto. De ellos el movimiento feminista fue, por razones obvias, el más diverso y el de más alcance. Además de los intereses que las mujeres compartían con los hombres, tenían preocupaciones propias, como el cuidado de los niños, la igualdad salarial, el divorcio, el aborto, los métodos anticonceptivos o la violencia de género, que entonces estaban entrando en el escenario legislativo europeo.
A estos asuntos habría que añadir la atención que prestaban los grupos de mujeres más radicales a los derechos de los homosexuales (de las lesbianas) y el creciente interés del feminismo en la pornografía. Éste ejemplifica bastante bien la nueva geografía moral de la política: la literatura y el cine sexualmente explícitos, gracias a los esfuerzos coordinados de los antiguos progresistas y de la nueva izquierda, se habían liberado hacía poco y parcialmente del control de la censura. Sin embargo, pasada una década, esta producción se vio de nuevo atacada, esta vez desde las filas de las agrupaciones de mujeres, con frecuencia dirigidas por feministas radicales, y de los conservadores tradicionales, que se aliaban únicamente en torno a este asunto.
El movimiento de mujeres europeo fue desde el principio una mezcolanza inestable de objetivos cruzados. En 1950, un cuarto de las mujeres casadas de Alemania Occidental tenía trabajo remunerado fuera de casa; en 1970 esa cifra había aumentado hasta incluir a una de cada dos mujeres en igual situación. Del millón y medio de personas que se incorporó al mercado laboral en Italia entre 1972 y 1980, un millón doscientas cincuenta mil eran mujeres. A mediados de los noventa, constituían alrededor del 40 por ciento del total de la población activa (oficial) en todos los países europeos, a excepción de Portugal e Italia. Muchas de las nuevas mujeres asalariadas trabajaban a tiempo parcial o en empleos administrativos para principiantes sin derecho a todas las prestaciones laborales. La flexibilidad del trabajo a tiempo parcial beneficiaba a muchas madres trabajadoras, pero en medio de las estrecheces económicas de los años setenta esto no compensaba los escasos salarios y la inseguridad laboral. De este modo, las demandas de igualdad salarial y de provisión de guarderías en el lugar de trabajo no tardaron en convertirse en las reivindicaciones principales de la mayoría de las mujeres occidentales y han seguido siendo primordiales desde entonces.
Las mujeres trabajadoras (y las no trabajadoras) comenzaron a buscar cada vez más apoyo para cuidar de sus hijos, sin desear necesariamente tener más. De hecho, al aumentar la prosperidad y el tiempo que pasaban trabajando fuera de casa, querían un número menor de hijos o, por lo menos, que su opinión al respecto contara más. La reivindicación del acceso a la información sobre anticonceptivos, y a estos mismos, se remonta a los primeros años del siglo XX, pero cobró impulso una década después del apogeo demográfico de los sesenta. La organización francesa Association Maternité se constituyó en 1956 para reivindicar el derecho a la interrupción del embarazo; cuatro años más tarde, le siguió el Mouvement Français pour le Planning Familial, con un cambio de nombre que evidenciaba claramente la transformación de las actitudes.
Al aumentar la presión a favor de todo tipo de libertades sexuales durante los liberalizadores años sesenta, también se relajó en todas partes la legislación en materia anticonceptiva (salvo en ciertos países de Europa oriental como Rumania, donde las «estrategias de reproducción» nacionales continuaban prohibiéndola). A comienzos de la década de 1970 los métodos anticonceptivos eran muy accesibles en gran parte de Europa, aunque no en remotas zonas rurales ni en regiones donde las autoridades católicas seguían controlando moralmente a la población. Sin embargo, incluso en ciudades y pueblos, las mujeres de clase media fueron las que más se beneficiaron de esa nueva libertad; para muchas mujeres casadas de clase obrera, y para la inmensa mayoría de las solteras, el método principal para controlar la natalidad seguía siendo el de siempre: el aborto.
Por tanto, no resulta sorprendente que la demanda de reformas de las leyes reguladoras del aborto se convirtiera en un leitmotif de la nueva política de la mujer: un infrecuente punto de contacto en el que confluían la ideología del feminismo radical y las necesidades de la mujer apolítica común. En el Reino Unido se despenalizó en 1967. Pero en muchos otros países seguía siendo un delito: en Italia estaba penado con cinco años de cárcel. No obstante, legales o ilegales, los abortos formaban parte de la experiencia vital de millones de mujeres (en la diminuta Letonia, en 1973 hubo sesenta mil abortos frente a treinta y cuatro mil nacimientos). Y allí donde el aborto era ilegal, los riesgos jurídicos y médicos que comportaba unieron a mujeres de todas las clases, edades y filiaciones políticas.
El 5 de abril de 1971, el semanario francés Le Nouvel Observateur publicó una petición, firmada por trescientas cuarenta y tres mujeres que declaraban haberse sometido a abortos provocados, infringiendo por tanto la ley, que exigía la revisión del código penal. Todas las firmantes eran bastante conocidas, y algunas de ellas —las escritoras Simone de Beauvoir y Françoise Sagan, las actrices Catherine Deneuve, Jeaime Moreau y Marie-France Pisier, las abogadas y activistas políticas Yvette Roudy y Gisèle Halimi— realmente famosas. A ellas se unían desconocidas pero muy concienciadas activistas de los movimientos feministas que habían proliferado después de 1968. Aunque durante el año anterior unas trescientas mujeres habían sido condenadas por el delito de aborto, el Gobierno, prudentemente, impidió que se encausara a las firmantes de la carta abierta.
La petición la había organizado el Mouvement de Liberation des Femmes (Movimiento de Liberación de las Mujeres, MLF, en sus siglas francesas), fundado el año anterior; la agitación política causada por su acción llevó a Halimi y a De Beauvoir a constituir Choisir (Elegir), una organización cuyo fin último era la despenalización del aborto. En enero de 1973, el presidente francés Georges Pompidou reconoció durante una conferencia de prensa que la legislación francesa iba a la zaga de la evolución de la opinión pública. No tenía muchas más alternativas: entre 1972 y 1973, treinta y cinco mil francesas viajaron al Reino Unido para someterse a abortos legales. El sucesor de Pompidou, Valéry Giscard d’Estaing, ordenó a la ministra de Sanidad, Simone Weil, que presentara en la Asamblea Nacional una revisión de la ley y el 17 de enero de 1975 ésta legalizó el aborto en Francia durante las primeras diez semanas de gestación.
Mujeres de toda Europa occidental estudiaron con detenimiento el ejemplo francés. En Italia, el Movimento della Liberazione delle Donne Italiane, recientemente constituido, se alió con el pequeño Partido Radical para recoger ochocientas mil firmas y solicitar el cambio de la ley del aborto, que contó con el apoyo de una marcha de cincuenta mil mujeres sobre Roma en abril de 1976. Tres años después de la tardía aprobación en 1975 de un nuevo código de familia que sustituyó al de la época fascista, el Parlamento italiano votó a favor de la legalización del aborto (el 29 de mayo de 1978, tres semanas después de que se encontrara el cadáver de Aldo Moro).
La decisión se confirmó indirectamente por un referéndum nacional celebrado en mayo de 1981, en el que los votantes italianos rechazaron tanto una propuesta para relajar más las restricciones vigentes sobre el aborto legal, como la pretensión de volverlo a penalizar, impulsada por un movimiento provida recientemente constituido. Si en Italia la reforma se había quedado rezagada respecto al Reino Unido o Francia, no fue tanto por la oposición de la Iglesia católica como porque muchas feministas italianas se habían dejado las uñas en los movimientos de la izquierda «autónoma» extraparlamentaria (resulta revelador que el primer manifiesto de Lotta Femminista, redactado en 1971, se centrara en reivindicar un salario para el ama de casa, lo cual suponía la incorporación ritual del ámbito doméstico a la antigua visión «obrerista» de la sociedad moderna como una enorme fábrica). En consecuencia, tardaron en aprovechar las instituciones políticas vigentes para lograr sus objetivos.
En España, acelerada por las energías liberadas por la caída del antiguo régimen, la estrategia francesa se siguió más de cerca. La primera manifestación feminista celebrada en España se organizó en enero de 1976, a los dos meses de la muerte de Franco. Dos años después se despenalizaba el adulterio y se legalizaban los métodos anticonceptivos. En 1979, mil mujeres, entre ellas figuras destacadas, firmaron una declaración pública declarándose culpables de haber infringido la ley por haber abortado, lo cual servía para recordar que la España franquista había registrado cifras de abortos ilegales de las más altas del continente, comparables a las de Europa oriental y fomentadas por el mismo rechazo autoritario y natalista a cualquier tipo de control de la gestación. Pero incluso en la España postfranquista, las presiones culturales que pesaban sobre la reforma de la legislación en materia de aborto siguieron siendo considerables; cuando las Cortes aprobaron finalmente la ley del aborto en mayo de 1985, la práctica quedaba restringida a casos en los que se hubiera producido una violación, el feto tuviera alguna deformación o cuando la vida de la madre corriera peligro.
Durante esos años, la exitosa batalla por el derecho al aborto fue, junto al divorcio, el principal logro de los grupos políticos femeninos. En consecuencia, las circunstancias personales de millones de mujeres mejoraron de manera muy apreciable. La posibilidad de abortar, junto al acceso a métodos anticonceptivos eficaces, no sólo mejoró las expectativas vitales de muchas mujeres, sobre todo de las pobres, sino que también proporcionó a las trabajadoras la alternativa de posponer el nacimiento de su primer hijo hasta un momento de su edad fértil que no tenía precedentes históricos.
El resultado fue una caída constante del número de nacimientos. El índice de natalidad de las mujeres españolas registró una caída de casi el 60 por ciento entre 1960 y 1996; Italia, Alemania Occidental y Holanda no le iban a la zaga. A los pocos años de las reformas de los setenta, ningún país de Europa occidental, a excepción de Irlanda, contaba con un índice de natalidad suficiente para sustituir a la generación anterior. En el Reino Unido la tasa de natalidad anual pasó en las tres décadas posteriores a 1960 de 2,71 niños por mujer a 1,84 y en Francia de 2,73 a 1,73. Cada vez era más habitual que las mujeres casadas decidieran tener sólo un hijo o ninguno; si no hubiera sido por los nacimientos extramaritales, las tasas habrían sido aún menores: a finales de la década de 1980 este índice representaba en Austria el 24 por ciento del total de los nacimientos anuales, el 29 en Francia, y el 52 por ciento en Suecia.
A medida que la economía se ralentizaba y la emancipación de la mujer cobraba impulso, la demografía europea iba cambiando con presagios de mal agüero para el Estado de bienestar en los años venideros. Sin embargo, los cambios sociales forjados por el movimiento feminista no se reflejaban en la propia política. No surgió ningún «partido de mujeres» capaz de ganar votos y de lograr la elección de sus representantes. Ellas seguían siendo una minoría en los parlamentos y gobiernos nacionales.
En general, la izquierda se mostró más dispuesta a elegir mujeres que la derecha (pero no en todas partes, tanto en Bélgica como en Francia los partidos cristianos y de centro derecha fueron durante muchos años más proclives que sus adversarios socialistas a presentar mujeres en circunscripciones seguras), pero el mejor indicador de las perspectivas de la mujer en la vida pública no era la ideología sino la geografía. Entre 1975 y 1990 la proporción de mujeres en el Parlamento finlandés pasó del 23 al 39 por ciento; en Suecia, del 21 al 38; en Noruega, del 16 al 36; y en Dinamarca, del 16 al 33 por ciento. Más al sur, en los parlamentos de Italia y Portugal, sólo había una mujer por cada 12 parlamentarios en 1990. En la Cámara de los Comunes británica, únicamente ocupaban el siete por ciento de los escaños; en la Asamblea Nacional francesa, un exiguo seis por ciento.
Los ecologistas, hombres o mujeres, tuvieron mucho más éxito al transmitir sus sentimientos a la política electoral. En cierto sentido, el ecologismo (que en inglés se denomina environmentalism, «medioambientalismo», un neologismo acuñado en los años treinta) fue realmente una novedad: expresión colectiva del temor de la clase media a las centrales nucleares, la urbanización galopante, la construcción de autopistas y la contaminación. Pero el movimiento verde europeo nunca habría tenido tanto éxito si sólo hubiera sido una nota a pie de página de los sesenta, obra de luditas de fin de semana con posibles que, vestidos con fibras naturales lavadas a la piedra, intentaban situarse por encima de sus instintos y sus intereses. La añoranza de un mundo más «natural» y la búsqueda de una política de «autenticidad» personal eran cosas muy arraigadas a ambos lados del espectro político, y se remontaban a los románticos y a su horror ante los primeros expolios de la industrialización. A comienzos del siglo XX tanto la izquierda como la derecha tenían sus asociaciones ciclistas, sus restaurantes vegetarianos, movimientos como el Wandervogel alemán o los de excursionistas ingleses, vinculados con diversos sueños socialistas o nacionalistas que hablaban de emancipación y retorno.
Cosas como la nostalgia germana de paisajes singularmente alemanes, de las montañas y los ríos del Harz y del Palatinado, del Heimat; el sueño nacionalista francés de la armonía campesina de la France profonde, no mancillada ni por las ciudades ni por el cosmopolitismo, o la ensoñación inglesa de una armonía campestre pasada y futura, la Jerusalén perdida de Blake, tenían más cosas en común de las que ninguno de sus seguidores habría estado dispuesto a admitir de buen grado. Y aunque durante décadas la izquierda contempló con admiración cómo la «producción» de los países comunistas se esforzaba por superar a la de Occidente, en los años setenta surgieron voces que, tanto desde la derecha como desde la izquierda, comenzaban a mostrarse un tanto incómodas con los costes colaterales del progreso, la productividad y la «modernidad»[2].
En consecuencia, la revolución ecologista moderna presentaba dos ventajas: rompía con las crueles panaceas del pasado reciente y hundía sus raíces en una historia más lejana que, aun sin recordarse, resultaba atávicamente tranquilizadora. El ecologismo (al igual que el pacifismo) con frecuencia despertó a su paso un renacer del nacionalismo —o del regionalismo— pero con rostro humano. Los alternativos de Berlín Occidental, o los manifestantes antinucleares de Austria, que en 1978 ganaron un referéndum que prohibía al Gobierno poner en marcha la central nuclear de Zwentendorf, nunca se habrían considerado a sí mismos nacionalistas, ni siquiera patriotas. Pero su saña contra la contaminación del medio ambiente local (así como su relativa indiferencia hacia estragos similares registrados en otros lugares), apunta en otra dirección. El componente de «no en mi patio trasero» que presentaba el incipiente movimiento ecologista recordaba a un modelo anterior.
No había por tanto ninguna contradicción en el entusiasmo con que el anciano dictador portugués Antonio Salazar imponía los mismos controles medioambientales que estaban exigiendo los radicales post-sesentayochistas de Viena y Ámsterdam a sus gobiernos democráticos. Receloso del «materialismo» y decidido a mantener el siglo XX a raya, Salazar era, a su manera, un auténtico entusiasta de los objetivos ecologistas, alcanzados en este caso mediante el sencillo expediente de mantener a sus conciudadanos en una situación de incomparable letargo económico. Sin duda, habría refrendado el éxito de los manifestantes franceses que en 1971 bloquearon la construcción de una base militar en Larzac, en las mesetas del centro de Francia.
El carácter simbólico de Larzac, donde un regimiento ecologista insurgente defendía pastizales deshabitados del poder que concentraba el Estado francés, fue inmenso, y no sólo para Francia: la victoria emocional tenía menos que ver con las ovejas autóctonas de las tierras altas del Macizo Central que con sus pastores singularmente foráneos, muchos de ellos jóvenes radicales que hacía muy poco habían abandonado París o Lyon para convertirse en granjeros en las agrestes latitudes de la «Francia profunda». Estaba claro que la línea de frente se había desplazado por completo, al menos en Europa occidental.
Por supuesto, en Europa del Este la doctrina de no restringir la producción del sector primario —y la ausencia de todo tipo de voces oficiales que pudieran compensarla— dejó el medio ambiente a merced de contaminadores oficiales de toda laya. Mientras que Austria se podía ver obligada por la oposición interna a abandonar la energía nuclear, sus vecinos comunistas no tenían esos reparos a la hora de construir reactores nucleares en Checoslovaquia, planificar embalses enormes en el Danubio, tanto en Checoslovaquia como en Hungría, o incrementar constantemente la producción y la contaminación ambiental a unas decenas de kilómetros al norte, en Nowa Huta, la localidad polaca «levantada especialmente» para ser la ciudad del acero. Pero, pese a todo, los costes morales y humanos de una contaminación industrial y una degradación medioambiental desenfrenados no habían pasado desapercibidos en el bloque del Este.
De manera que la cínica indiferencia del régimen de Husák, instaurado en Praga tras los acontecimientos de 1968 —su voluntad de causar estragos a lo largo de la compartida frontera danubiana para producir kilovatios en casa— desató reacciones cada vez más enérgicas por parte de una población como la húngara, políticamente sumisa en otros aspectos. Por muy inverosímil que hubiera parecido en otras épocas, la propuesta de construcción de la presa Gabčíkovo-Nagymaros habría de convertirse en un catalizador considerable de oposición interna al propio régimen de Budapest, así como una enorme molestia para las relaciones entre los dos vecinos «fraternos»[3].
En Checoslovaquia, una antigua aversión a la modernidad tecnológica se había transmitido a la nueva generación de intelectuales, sobre todo a través de los textos de los filósofos Jan Patočka y Václav Bělohradský. Las cavilaciones neoheideggerianas de este último, que a partir de 1970 trabajó desde el exilio italiano, se leían en samizdats [«publicaciones clandestinas»] en su país de origen. La idea de que el esfuerzo por someter y dominar la naturaleza —el proyecto de la Ilustración— pudiera tener un precio demasiado elevado, ya era familiar para los lectores de los dos bandos enfrentados en la Guerra Fría, a través de escritos de la Escuela de Francfort, sobre todo de la Dialéctica de la Ilustración, de Theodor Adorno y Max Horkheimer, publicada en 1944. Con un toque heideggeriano —la sugerencia de que el comunismo era realmente una ilícita importación occidental, tocada con la arrogante ilusión de un progreso material infinito—, estas reflexiones constituyeron la base de una oposición intelectual que, combinando el disentimiento ético con las críticas ecologistas, y dirigidas por Patočka y por el dramaturgo Václav Havel, uno de los lectores más entusiastas de Bělohradský, saldrían a flote en los años setenta[4].
Pasado el tiempo, una misma crítica medioambiental serviría de puente entre nuevas formas de protesta en el Este y el Oeste. Pero en las circunstancias de comienzos de los setenta ni en un lado ni en otro se sabía mucho aún —y en Occidente tampoco les importaba— sobre las perspectivas o los problemas de sus homólogos del otro lado del Telón de Acero. En concreto, los ecologistas de Europa occidental estaban demasiado ocupados desarrollando su propia base electoral como para prestar atención a la política internacional, salvo en la medida en que influyera en el objeto único de sus intereses. No obstante, en este sentido, su empeño tuvo un éxito especial.
En 1973 fue cuando se presentaron los primeros candidatos «ecologistas» en las elecciones locales de Francia y el Reino Unido, el mismo año en que se produjo el trascendental Congreso de Agricultores en Alemania Occidental, antecedente de los «verdes». Avivado por la primera crisis del petróleo, el movimiento ecologista de la República Federal entró rápidamente en lo políticamente aceptable. Gracias a las sentadas, las marchas de protesta y las iniciativas ciudadanas de comienzos de la década, en 1979 los verdes —con el apoyo de grupos de agricultores, ecologistas, pacifistas y okupas urbanos— ya tenían su propia representación parlamentaria en dos de los Länder alemanes. Cuatro años después, en la estela de la segunda conmoción petrolífera, su apoyo en las elecciones federales de 1983 pasó de 568.000 a 2.165.000 votos (el 5,6) y les granjeó por primera vez presencia parlamentaria a escala nacional (con 27 escaños). En 1985 los verdes entraron en un importante ejecutivo regional, gobernando Hesse en coalición con el SPD (y con el joven político verde Joschka Fischer como ministro de Medio Ambiente y Energía en dicho estado).
El éxito de los verdes alemanes no se repitió inmediatamente en otros países, aunque con el tiempo su equivalente austríaco y, sobre todo, francés, se las arreglarían bastante bien. Quizá los alemanes occidentales eran peculiares. En esos años aumentaba cada vez más su oposición al origen mismo de su propia recuperación en la postguerra: entre 1966 y 1981 el porcentaje de población que tenía una opinión favorable de la «tecnología» y de sus logros cayó precipitadamente, pasando de un 72 a un 30 por ciento. Los verdes germanos occidentales también se beneficiaron del sistema de representación proporcional de la República Federal, que permitía a partidos minúsculos llegar a los parlamentos regionales y al federal, aunque, en Italia, un sistema bastante similar, no favoreció mucho a los ecologistas: en 1987 los «verdes» italianos lograron menos de un millón de votos y sólo 13 de los 630 escaños disponibles. En Bélgica, los dos partidos ecologistas (uno francófono y otro flamenco) también mejoraron regularmente: desde el 4,8 por ciento de los votos en su primera comparecencia de 1981 aumentaron paulatinamente hasta superar el 7,1 en 1987. Sin embargo, en el Reino Unido, el sistema electoral estaba concebido para perjudicar a los partidos pequeños o marginales y así lo hizo.
En Escandinavia, las posibilidades de partidos monotemáticos como los ecologistas (o los pacifistas o los feministas) se veían limitadas por la enorme cobertura de las agrupaciones políticas existentes: ¿por qué «malgastar» un voto en los verdes cuando se suponía que los socialdemócratas o los partidos agrarios tenían preocupaciones similares? En Noruega, por ejemplo, el ecologismo tenía como mínimo tantos partidarios como en Alemania: ya en 1970 el proyecto del Gobierno laborista para explotar la catarata más importante del norte de Europa, situada en Mardola, en el Círculo Polar Ártico, para generar energía hidroeléctrica, suscitó una generalizada indignación nacional y provocó la aparición de la política medioambiental en Noruega. Sin embargo, ni el caso Mardola ni protestas posteriores suscitadas por la posible construcción de centrales nucleares llegaron a traducirse en la formación de movimientos políticos independientes: las protestas y las cesiones tenían lugar dentro de la mayoría gobernante.
Algo más de suerte tuvieron los verdes de Suecia, que entraron finalmente en el Parlamento en 1988, y los de Finlandia, donde algunos ecologistas, con candidaturas individuales, fueron elegidos en 1987 y sólo entonces constituyeron la agrupación ecologista Asociación Verde al año siguiente (quizá no sea sorprendente que los verdes finlandeses tuvieran mejores resultados en la zona meridional del país, próspera, urbana y yuppie, que en el centro y el Norte, más pobres y rurales). Pero Finlandia y Suecia eran peculiares: los grupos de pacifistas, feministas, ecologistas, minusválidos y otros activistas monotemáticos estaban tan seguros de contar con un entorno cultural en general receptivo a sus preocupaciones, que se podían permitir apartarse del sistema político y correr el riesgo de fragmentar sus propios apoyos sin poner en peligro ni la mayoría gubernamental ni las posibilidades de aplicación de su propio programa.
Como hemos visto, los partidos monotemáticos surgían con frecuencia después de una crisis, un escándalo o una propuesta impopular: ése fue el caso de los ecologistas austríacos, hasta el punto de que su conversión en fuerza de peso nacional se debió al crispado enfrentamiento con las autoridades a causa de la propuesta de construcción en 1984 de una planta hidroeléctrica en un humedal boscoso situado en Hainburg, al este de Austria. La causa verde recibió el fuerte empujón de la confrontación posterior entre el ejecutivo de coalición dirigido por los socialistas y los militantes ecologistas, y aunque el Gobierno dio posteriormente marcha atrás, el incidente incrementó enormemente el apoyo de los verdes entre los votantes socialistas desencantados, sobre todo intelectuales y profesionales liberales.
La proliferación de partidos y programas monotemáticos y su constante incorporación al sistema político mayoritario tuvieron un especial coste para las organizaciones de izquierda tradicionales. Los partidos comunistas de Europa occidental, minados por la erosión constante de su electorado proletario y desacreditados por la invasión de Checoslovaquia, eran los más vulnerables. El Partido Comunista Francés estaba dirigido por estalinistas prácticamente incontrolables, que nunca se habían molestado mucho en distanciarse de los acontecimientos de 1956, por no hablar de los de 1968. Intrínsecamente conservador y receloso de cualquier asunto o persona que no pudiera subordinar o controlar, el partido comprobaba como disminuían sus votantes en cada cita electoral: pasando de su techo de postguerra del 28 por ciento, alcanzado en 1946, al 18,6 de 1977 y, a partir de entonces, a un vertiginoso derrumbamiento, que lo llevó a quedarse por debajo del diez por ciento en las elecciones de la década de 1980.
Los comunistas italianos se las arreglaron mucho mejor. Mientras que casi toda la jerarquía comunista francesa era mediocre y carente de atractivo —lo cual reflejaba, como casi todo lo demás, la servil imitación del modelo soviético practicada por el PCF—, el PCI de Palmiro Togliatti y Enrico Berlinguer (secretario general del partido desde 1972 hasta 1984, fecha de su prematura muerte, a los sesenta y dos años) contaba con la bendición de tener líderes inteligentes e incluso seductores. Uno y otro partido, como prácticamente todas las organizaciones comunistas, dependían enormemente de la financiación soviética: entre 1971 y 1990 los organismos de la Unión Soviética canalizaron cincuenta millones de dólares a los comunistas franceses y cuarenta y siete a los italianos[5]. Pero, por lo menos, éstos manifestaron públicamente su desacuerdo con las egregias[a] acciones soviéticas, especialmente con la invasión de Checoslovaquia.
La (relativa) autonomía de los comunistas italianos se complementó con la decisión tomada por Berlinguer en 1973 de implicar a su partido en la defensa de la democracia italiana, aun a costa de abandonar su rotunda oposición a la Democracia Cristiana: esta actitud se denominó «compromiso histórico». El cambio se debió en parte a la conmoción causada por el golpe de Estado chileno de 1973, que convenció a Berlinguer y a otros intelectuales comunistas de que al comunismo, aunque ganara una mayoría parlamentaria, nunca se le permitiría —ni los estadounidenses, ni sus aliados en el ejército italiano, ni los círculos empresariales y eclesiásticos— formar su propio gobierno. Pero, como se ha señalado en el capítulo anterior, también fue una reacción a la amenaza real que para la propia democracia suponía tanto el terrorismo de derechas como el de izquierdas, que veía en el PCI el mismo enemigo que en el Estado italiano.
Estos cambios reportaron dividendos electorales temporales. El electorado comunista italiano aumentó paulatinamente y pasó de seis millones setecientos mil en las elecciones de 1958 a nueve en las de 1972, y alcanzó su techo electoral cuatro años después, en los comicios de junio de 1976, cuando el PCI cosechó doce millones seiscientos mil de votos y 228 escaños. Con el respaldo del 34,4 por ciento de los sufragios emitidos, sólo estaba a cuatro puntos y 34 escaños de la Democracia Cristiana en el poder, lo cual suponía un resultado sin precedentes para un partido comunista occidental. El PCI estaba realizando un esfuerzo increíble por presentarse como un partido del «sistema», quizá incluso (como Henry Kissinger y muchos observadores extranjeros se temían) como un gobierno alternativo al acecho[6].
El nuevo enfoque del PCI, y los esfuerzos bastante menos convincentes que realizó el PCF para emular su éxito, aunque no sus ideas, pasaron a denominarse «eurocomunismo», utilizando un término acuñado en una reunión de comunistas italianos, franceses y españoles celebrada en 1975 y al que dio carta de naturaleza oficial el secretario general del Partido Comunista de España, Santiago Carrillo, en su libro Eurocomunismo y Estado, de 1977. El PCE acababa de poner fin a décadas de clandestinidad y sus dirigentes tenían muchas ganas de proclamar sus credenciales democráticas. Al igual que sus camaradas italianos, entendía que la mejor manera de lograrlo era distanciándose de la Unión Soviética del momento pero también, y esto era lo más importante, del pasado leninista común.
La seducción del eurocomunismo resultó efímera, aunque más para el electorado que para los intelectuales y los académicos, que confundieron algo que en realidad era un síntoma de agotamiento doctrinal con una revitalización política del marxismo. Para superar el peso de su historia y reprogramarse con el fin de constituir un —el— movimiento democrático de izquierdas, los comunistas occidentales necesitaban deshacerse de algo más que «la dictadura del proletariado» y de otros dogmas retóricos abandonados en una hoguera de vanidades ideológicas durante la década de 1970. También tenían que abjurar abiertamente de sus vínculos con el propio comunismo soviético, algo que ni siquiera Berlinguer y Carrillo podían hacer.
Pese a los grandes esfuerzos de sus portavoces, el eurocomunismo era, por tanto, una contradicción en sus términos. La subordinación a Moscú era, como Lenin siempre había pretendido, la principal seña de identidad de todo partido comunista. Hasta la desaparición de la propia Unión Soviética, las formaciones comunistas de Europa occidental estuvieron encadenadas a ella, si no ante sus propios ojos, sin duda sí ante los de los votantes. En Italia, cuyo PCI era la única agrupación comunista que había logrado consolidarse en varias regiones como el partido de gobierno natural (local), los comunistas mantenían un considerable apoyo electoral, aunque nunca alcanzaron el nivel de sus éxitos de 1976. Sin embargo, en otros países, el paulatino declive del eurocomunismo siguió su curso prácticamente ininterrumpido. Los comunistas españoles, inventores de la idea, vieron reducida su cuota electoral a un exiguo 4 por ciento en 1982.
Irónicamente, en Moscú, Leónidas Brézhnev dio su bendición al esfuerzo que realizaban los eurocomunistas para consolidar sus bases nacionales a costa de distanciarse de él. La actitud soviética, derivada de la estrategia de distensión internacional entonces en boga, no hizo mucho por los aspirantes a reformistas del comunismo. Pero, en cualquier caso, pese a todo el apoyo monetario y en especie que seguían proporcionando, los líderes soviéticos estaban perdiendo interés en los partidos comunistas occidentales, que tenían un impacto político limitado y que no parecían ir a llegar al poder en un futuro próximo. Otra cosa eran los socialdemócratas, sobre todo los que ocupaban puestos influyentes. Y los de Alemania, que seguía siendo la prueba de fuego de un continente dividido, tenían una importancia realmente notable.
En 1969, el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD, en sus siglas germanas), dirigido por Willy Brandt, fue el más votado en las elecciones federales y accedió al poder en coalición con el Partido Liberal Demócrata (FDP), lo que llevó a la oposición a los cristianodemócratas conservadores por primera vez desde la instauración de la República Federal. Brandt ya había sido ministro de Asuntos Exteriores durante tres años en el Gobierno de gran coalición de Kiesinger y, desde ese cargo, en estrecha colaboración con Egon Bahr, su jefe de planificación, había comenzado a formular una nueva orientación para la política exterior alemana, una forma novedosa de abordar las relaciones con el bloque soviético: la Ostpolitik.
Hasta ese momento, la política exterior germana occidental había estado dominada por la idea, heredada de Adenauer, de que la nueva República, firmemente asentada en Occidente a través de la Unión de la Europa occidental, la Comunidad Económica Europea y la OTAN, debía ser inflexible en su negativa a reconocer la existencia de la República Democrática Alemana. Al proclamar que sólo la República Federal representaba a Alemania, Adenauer también se negaba a reconocer a aquellos Estados que tuvieran relaciones diplomáticas con la República Democrática, a excepción de la Unión Soviética. Su sucesor en el cargo, Ludwig Erhard había abierto misiones comerciales en Bucarest, Sofía, Varsovia y Budapest; pero la primera brecha real en ese principio no se produjo hasta 1967, cuando, por iniciativa de Brandt, Bonn estableció relaciones diplomáticas con Rumania, y un año después con Yugoslavia.
Adenauer siempre había insistido en que para que pudiera haber un proceso de distensión o de retirada militar de Europa central, antes que nada había que abordar la división de Alemania y las disputas fronterizas pendientes de resolver en la frontera oriental de la República Federal. Pero al negarse a dar respuesta a la construcción del muro de Berlín en 1961, Estados Unidos había demostrado que no estaba dispuesto a arriesgarse a una guerra para mantener abierta la frontera berlinesa; además, como confirmó el presidente Lyndon Johnson en octubre de 1966, Estados Unidos ya no permitiría que su política exterior fuera rehén del principio de reunificación alemana futura. El mensaje estaba claro: en lugar de insistir en la resolución del «problema alemán» como condición indispensable para la distensión, una nueva generación de diplomáticos alemanes tendría que revisar sus prioridades si quería alcanzar sus objetivos.
Si Willy Brandt se mostró dispuesto a vulnerar las convenciones de la política alemana fue en gran medida a causa de su experiencia como alcalde de Berlín Occidental. No es nada casual que algunos de los partidarios más entusiastas de la Ostpolitik, en todas sus manifestaciones, fueran ex alcaldes de Berlín: el propio Brandt, el futuro presidente federal Richard von Weizsäcker y Hans-Jochen Vogel, sucesor de Brandt en la jefatura del SPD. Para ellos resultaba evidente que los aliados occidentales no correrían riesgos indebidos para superar la división de Europa (una interpretación que volvió a confirmar la pasiva aceptación por parte de Occidente de la invasión de Checoslovaquia perpetrada por el Pacto de Varsovia). Si los alemanes occidentales querían acabar con la situación de impasse en que se encontraba Europa central, tendrían que hacerlo ellos mismos, tratando directamente con las autoridades del Este.
Sin perder de vista este tipo de consideraciones, Brandt y Bahr idearon su política hacia el Este con el fin de conseguir lo que el segundo denominaba Wandel durch Annäherung (cambio mediante el acercamiento). El objetivo era «superar Yalta» multiplicando los contactos diplomáticos, institucionales y humanos; y, de este modo, «normalizar» las relaciones interalemanas y europeas, sin suscitar inquietud ni en la República Federal ni en el exterior. Por medio de una típica innovación retórica, Brandt abandonó discretamente la insistencia germana occidental en la ilegitimidad de la República Democrática Alemana y el carácter irrenunciable de la reunificación. A partir de ese momento, Bonn seguiría proclamando la unidad fundamental del pueblo alemán, pero reconociendo de facto la innegable existencia de Alemania del Este: «Una nación alemana, dos Estados alemanes»[7].
Entre 1970 y 1974 Brandt y su ministro de Exteriores, Walter Scheel, del Partido Liberal, negociaron y firmaron una serie de importantes acuerdos diplomáticos: los tratados de 1970 con Moscú y Varsovia que reconocían la existencia de hecho y la inviolabilidad de las fronteras interalemana y germano-polaca de postguerra ( «la línea de demarcación actual… constituirá la frontera estatal occidental de la República Popular de Polonia») y proponían una nueva relación entre Alemania y sus vecinos orientales, «basada en la situación política existente en Europa»; un acuerdo a cuatro bandas sobre Berlín en 1971, en el que Moscú aceptó no realizar cambios unilaterales en la ciudad y facilitar los movimientos entre ambos lados de la frontera, seguido de un acuerdo marco con la República Democrática Alemana, ratificado por el Bundestag en 1973, por el que Bonn, aunque seguiría concediendo automáticamente la ciudadanía a cualquier habitante de la República Democrática que lograra llegar al Oeste, renunciaba a su tradicional reivindicación de constituir el único representante legítimo de todos los alemanes; un tratado con Praga (1973), y un intercambio de «representantes permanentes» con la República Democrática en mayo de 1974.
Poco después de su emotiva peregrinación a Varsovia, donde se arrodilló para honrar la memoria del gueto judío de la ciudad, Willy Brandt recibió el premio Nobel de la Paz por todos estos éxitos. También triunfó en la propia República Federal: en las elecciones de 1972, el SPD se convirtió por primera vez en el principal partido del Parlamento federal. Brandt, pese a esquivar la tradicional insistencia de Bonn en que todavía no se había logrado un acuerdo definitivo en materia de fronteras y de pueblos, en que las divisiones de Yalta carecían de validez de iure, y en que había que mantener la ficción jurídica de las fronteras alemanas de diciembre de 1937, tenía gran aceptación en Alemania[8]. Y no sólo en el Oeste: durante su viaje de 1970 a la ciudad de Erfurt, primera visita a Alemania del Este de un dirigente germano occidental, Brandt fue recibido por multitudes enfervorizadas.
Después de que se obligara a Brandt a abandonar su cargo en 1974 por un escándalo de espionaje, sus sucesores en la Cancillería —el socialista Helmut Schmidt y el cristianodemócrata Helmut Kohl— nunca se apartaron de la línea general de la Ostpolitik, que no sólo impulsaron a través de la diplomacia pública, sino a través de múltiples contactos, oficiales y oficiosos, con la República Democrática, todos ellos destinados a facilitar el acercamiento personal, a engrasar las relaciones, a calmar el miedo al revanchismo germano occidental y, en general, a «normalizar» las relaciones de Bonn con sus vecinos orientales, aceptando, según afirmó Brandt después de firmar el Tratado de Moscú, que reconocía las fronteras alemanas de la postguerra, que «con este tratado, no se pierde nada que no hubiéramos apostado, y perdido, hace mucho tiempo».
Los forjadores de la Ostpolitik tenían que pensar en tres destinatarios diferentes para lograr sus ambiciones. Los europeos occidentales necesitaban estar seguros de que Alemania no se estaba volviendo hacia el Este. La primera reacción que tuvo el presidente francés Georges Pompidou al conocer el Tratado de Moscú fue la de hacer aproximaciones alentadoras hacia el Reino Unido (ahora, la integración de éste en la Comunidad Europea ofrecía la ventaja de ofrecer un contrapeso frente a una Alemania menos maleable). Al final, los franceses se aplacaron cuando los alemanes los convencieron de que cada vez afianzarían más la República Federal en las instituciones de Europa occidental (con un resultado similar al que se obtendría dos décadas después al convencer a los sucesores de Pompidou de que, tras la unificación alemana, Alemania se comprometería con una moneda común europea), pero en París y Washington, comentarios como los realizados por el ministro de Hacienda Helmut Schmidt en 1973, que describían un «mundo cambiante» en el que «las categorías tradicionales de Este y Oeste» estaban perdiendo relevancia, tardaron en olvidarse.
El segundo destinatario eran los alemanes de ambos lados de la frontera. A muchos de ellos la Ostpolitik de Brandt les reportó réditos reales. El contacto y las comunicaciones entre las dos Alemanias florecieron. En 1969 sólo se hicieron medio millón de llamadas telefónicas entre Alemania Occidental y Oriental. Veinte años después, se producían unos cuarenta millones. El contacto telefónico entre las dos mitades de Berlín, prácticamente inexistente en 1970, llegó a los diez millones de llamadas en 1988. A mediados de los ochenta la mayoría de los alemanes del Este podía acceder prácticamente sin restricciones a la televisión de la otra Alemania; de hecho, las autoridades orientales llegaron a tender cables en el «valle de los sin cobertura» que rodeaba Dresde (así llamado por los impedimentos topográficos que presentaba para las señales de la televisión federal), creyendo ingenuamente que si sus ciudadanos podían ver en casa la televisión de Alemania Occidental no sentirían la necesidad de emigrar. Estas y otras disposiciones, entre ellas la reunión familiar y la liberación de presos políticos occidentales, avalaban aún más la Ostpolitik y reflejaban la creciente confianza de los comunistas en la política de «estabilidad» y de «no sorpresas» de Alemania Occidental.
Los gobernantes de la República Democrática tenían razones especialmente buenas para estar contentos con estos procesos. En septiembre de 1973 las Naciones Unidas reconocieron como Estados soberanos a Alemania Occidental y Alemania Oriental; un año después, la República Democrática Alemana había sido reconocida diplomáticamente por ochenta países, entre ellos Estados Unidos. Un irónico reflejo de los cambios propiciados por Bonn fue que los propios dirigentes germanos orientales dejaran de hablar de «Alemania» y comenzaran a referirse cada vez con más confianza a la República Democrática, considerándola un Estado alemán con rasgos propios, legítimo y con un futuro por delante, enraizado, según se insistía ahora, no sólo en los «buenos» alemanes antifascistas, sino en el territorio y el legado de Prusia. Mientras que la Constitución de 1968 de la República Democrática hablaba de un compromiso con la unificación basado en la democracia y el socialismo, esa articulación no aparece en el texto enmendado de 1974, donde fue sustituida por la promesa de mantenerse «siempre e irrevocablemente aliada de la Unión Soviética».
La República Democrática tenía razones más inmediatas y espurias para interesarse oficialmente por la Ostpolitik. Desde 1963, el país había estado «vendiendo» prisioneros políticos a Bonn a cambio de dinero, por sumas que dependían del valor y la cualificación de los candidatos. En 1977, Bonn pagaba en torno a 96.000 marcos por cada prisionero que sacaba de las cárceles del Este. Entre los logros diplomáticos de la nueva política estaba la institucionalización de la reunificación familiar interfronteriza: para realizarla, las autoridades de Pankow (distrito berlinés) añadían otros 4.500 marcos por individuo al monto total (era una ganga, en 1983 el dictador rumano Ceaușescu cobraba a Bonn 8.000 marcos por persona para permitir que los rumanos de etnia alemana abandonaran el país). Según cierto cálculo, en 1989 la cantidad total que la República Democrática había sacado a Bonn a cambio de liberar a 34.000 prisioneros, reunir a 2.000 niños con sus padres y «regular» 250.000 casos de reunificación familiar rondaba los tres mil millones de marcos[9].
Una de las consecuencias no deseadas de estos procesos fue la práctica desaparición de la «unificación» de la agenda política alemana. No hay duda de que la reunificación del país seguía siendo la Lebenslüge (la «mentira vital») de la República Federal, tal como la llamaba Brandt. Pero a mediados de los ochenta, pocos años antes de su inesperado advenimiento, ya no era algo que movilizara a la opinión pública. Los sondeos realizados en los cincuenta y los sesenta apuntaban que hasta el 45 por ciento de los alemanes occidentales sentía que la unificación era la cuestión «más importante del momento»; a partir de mediados de los sesenta esa cifra nunca superó el uno por ciento.
Evidentemente, el tercer destinatario de importancia para el nuevo enfoque de Bonn era la Unión Soviética. Desde las primeras negociaciones entre Brandt y Brézhnev, celebradas en 1970, hasta la visita de Gorbachov a Bonn, casi dos décadas después, todos los planes de «normalización» de las relaciones de Alemania Occidental con el Este pasaban por Moscú y todo el mundo lo sabía. En palabras de Helmut Schmidt, «naturalmente, las relaciones germanosoviéticas estaban en el centro de la Ostpolitik». De hecho, una vez que los alemanes occidentales y los rusos acordaron el carácter permanente de las nuevas fronteras de Polonia (en consonancia con una arraigada práctica europea, a los polacos nadie les preguntó su opinión) y después de que Bonn consintiera en reconocer las democracias populares, la República Federal y Rusia encontraron muchos puntos en común.
Cuando Leónidas Brézhnev acudió a Bonn en mayo de 1973, en la que fue la primera visita de un líder comunista soviético a la República Federal, él y Helmut Schmidt llegaron incluso a compartir afectuosos recuerdos de sus mutuas experiencias bélicas: Schmidt recordó oportunamente que «de día luchaba por Alemania y de noche deseaba en silencio la derrota de Hitler». En sus memorias, Willy Brandt, que sí se había opuesto realmente al III Reich de principio a fin, observa con frialdad que «cuando se intercambian recuerdos de guerra, lo falso y lo auténtico están muy próximos». Pero aunque los recuerdos fueran quizá ilusorios, los intereses compartidos sí eran lo suficientemente reales.
Durante muchos años, la Unión Soviética había presionado para lograr el reconocimiento oficial de sus conquistas de postguerra y de las nuevas fronteras europeas, preferentemente a través de una conferencia de paz propiamente dicha. Los aliados occidentales, sobre todo Estados Unidos, a la espera, principalmente, de que se solucionara la «cuestión alemana», nunca habían estado dispuestos a ir más allá de la aceptación del statu quo. Pero ahora que los propios alemanes se estaban acercando a sus vecinos orientales, la posición occidental cambiaría sin duda; los dirigentes soviéticos estaban a punto de materializar sus esperanzas. Dentro de su ambiciosa estrategia de distensión con la Unión Soviética y China, el presidente Nixon y Henry Kissinger, su asesor en materia de seguridad nacional, estaban más dispuestos que sus predecesores a negociar con Moscú, y quizá les inquietara menos el carácter del régimen soviético: como explicó Kissinger el 19 de septiembre de 1974 ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado estadounidense, la distensión internacional no debía esperar a que se produjeran reformas internas en la Unión Soviética.
En consecuencia, en diciembre de 1971, los ministros de la OTAN se reunieron en Bruselas y acordaron en principio participar en una conferencia de seguridad europea. Un año después estaba en marcha una sesión preparatoria en Helsinki (Finlandia), y en julio de 1973, en la misma capital, se inauguraba la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa. Participaron treinta y cinco países (entre ellos Estados Unidos y Canadá), y sólo Albania declinó asistir. A lo largo de los dos años posteriores, entre otras muchas cosas, los asistentes a la conferencia redactaron convenios, esbozaron acuerdos y propusieron medidas para «desarrollar la confianza», destinados a mejorar las relaciones Este-Oeste. En agosto de 1975 se aprobaron y firmaron por unanimidad los Acuerdos de Helsinki.
Aparentemente, su principal beneficiario fue la Unión Soviética. En el acta final, bajo el epígrafe de principio I, se acordó que los «Estados participantes respetarán mutuamente su igualdad e individualidad soberanas, así como todos los derechos inherentes e incluidos en su soberanía, especialmente el derecho de cada Estado a la igualdad jurídica y a la integridad territorial». Además, en el principio VI, los Estados firmantes se comprometían a «abstenerse de realizar cualquier intervención, directa o indirecta, individual o colectiva, en los asuntos internos o externos que afecten a la jurisdicción interna de cualquier otro Estado firmante, al margen de cuáles sean sus relaciones mutuas».
Brézhnev y sus colegas no podían pedir más. No sólo se aceptaban ahora oficial y públicamente las divisiones políticas de la postguerra europea, así como la soberanía e integridad territorial de la República Democrática y de otros Estados satélite, sino que las potencias occidentales habían jurado por primera vez renunciar a toda «intervención militar o amenaza de tal intervención contra cualquier Estado firmante». No hay duda de que hacía tiempo que las posibilidades de que la OTAN o Estados Unidos invadieran realmente el bloque soviético eran insignificantes: de hecho, el único país que en realidad había realizado ese tipo de intervenciones armadas desde 1948 era la propia Unión Soviética… y en dos ocasiones.
Pero el hecho de que en los Acuerdos de Helsinki se concediera tanta importancia a esas cláusulas, así como al principio IV, que proclamaba que «los Estados participantes respetarán la integridad territorial de cada uno de los Estados participantes», ponía de manifiesto la endémica inseguridad de Moscú. Mediante los pactos firmados con Alemania Occidental y el reconocimiento retrospectivo que de Potsdam hacían los acuerdos de Helsinki, la Unión Soviética había logrado por fin sus objetivos y podía descansar tranquila. A cambio, parecía que los participantes occidentales en la conferencia habían tratado de obtener poco más que cláusulas formales incuestionables: cooperación e intercambios de índole social, cultural y económica, colaboración de buena fe para abordar desacuerdos pendientes y futuros, etcétera.
Pero en la llamada «tercera cesta» de los Acuerdos de Helsinki también figuraba una lista de los derechos que tenían no sólo los Estados, sino también las personas y los pueblos, agrupados en los epígrafes del principio VII («Respeto por los derechos humanos y las libertades fundamentales, incluyendo las libertades de pensamiento, conciencia, religión y creencia») y principio VIII («Igualdad de derechos y autodeterminación de los pueblos»). Gran parte de los dirigentes que firmaron estas cláusulas apenas les prestaron atención: en general, a ambos lados del Telón de Acero se daba por sentado que eran un ejercicio de maquillaje diplomático, una concesión a la opinión pública y algo, en cualquier caso, inaplicable: en virtud de los principios IV y VI ningún extranjero podía inmiscuirse en los asuntos internos de los Estados firmantes. Como apuntó un amargado intelectual checo en aquel momento, en la práctica Helsinki fue una reedición del principio cuius regio, eius religio: una vez más se permitía a los gobernantes que, dentro de sus fronteras, trataran a sus ciudadanos como quisieran.
Pero las cosas no funcionaban así. Gran parte de los principios y protocolos de Helsinki de 1975 se limitaban a envolver en papel de regalo acuerdos anteriores. Pero el principio VII no sólo comprometía a los Estados firmantes a «respetar los derechos humanos y las libertades fundamentales, incluyendo las libertades de pensamiento, conciencia, religión y creencia de todos, sin distinción de raza, sexo, idioma o religión». También encarecía a los treinta y cinco Estados firmantes a que «promovieran y fomentaran el ejercicio efectivo de derechos y libertades como, entre otros, los ciudadanos, políticos, económicos, sociales y culturales» y que «reconocieran y respetaran el derecho del individuo a profesar y practicar, solo o en comunidad con otros, cualquier religión o creencia, actuando de acuerdo con los dictados de su propia conciencia».
De esta farragosa y, según parecía, inofensiva lista de derechos y obligaciones nació el Movimiento por los Derechos de Helsinki. Al año de lograr el tan esperado acuerdo en la conferencia internacional, los líderes soviéticos se enfrentaron a una creciente y finalmente incontrolable profusión de círculos, clubes, redes, cartas e individuos que pedían «únicamente» que sus gobiernos cumplieran la letra de los propios acuerdos, que —tal como encarecía el acta final— pretendía que «cumplieran sus obligaciones tal como se expresaban en las declaraciones y acuerdos internacionales sobre la materia». Brézhnev tenía razón al contar con que Henry Kissinger y sus prácticos sucesores se tomarían en serio las cláusulas de no intervención de Helsinki, pero nunca se le ocurrió (ni tampoco a Kissinger) que otros pudieran hacer lo mismo con los párrafos más utópicos que venían a continuación[10].
Es cierto que a corto plazo las autoridades soviéticas y sus colegas de Europa del Este no tendrían problemas para reprimir con facilidad cualquier voz que se alzara para defender derechos individuales y colectivos: en 1977 se detuvo a los líderes de un grupo ucraniano de Defensa de los Derechos de Helsinki y se los condenó a penas de entre tres y quince años. Pero el propio énfasis que los dirigentes comunistas habían puesto en Helsinki como fuente de legitimidad internacional para sus regímenes ahora se volvía contra ellos: al invocar los compromisos recientes de Moscú, críticos (de dentro y de fuera) podían ejercer presión pública sobre los regímenes soviéticos. Frente a esta clase de oposición, la represión violenta no sólo no servía, sino que, siempre que fuera del dominio público, era contraproducente. Sin darse cuenta, Leónidas Brézhnev y sus colegas habían abierto una brecha en sus propias defensas que, contra todo pronóstico, habría de ser fatal.